CAPÍTULO 1

Introducción

 

«Dios es amor», dice San Juan. Cuando por primera vez intenté escribir este libro, pensé que esta máxima me llevaría por un camino ancho y fácil a través de todo el tema. Pensé que podría decir que los amores humanos merecen el nombre de amor en tanto que se parecen a ese Amor que es Dios. Así que la primera distinción que hice fue entre lo que yo llamé amor-dádiva y amor-necesidad. El ejemplo típico del amor-dádiva es el amor que mueve a un hombre a trabajar, a hacer planes y ahorrar para el mañana pensando en el bienestar de su familia, aunque muera sin verlo ni participe de ese bienestar. Ejemplo de amor-necesidad es el que lanza a un niño solo y asustado a los brazos de su madre.

No tenía duda sobre cuál era más parecido al Amor en sí mismo. El Amor divino es Amor-Dádiva. El Padre da al Hijo todo lo que es y tiene. El Hijo se da a sí mismo de nuevo al Padre; y se da a sí mismo al mundo, y por el mundo al Padre; y así también devuelve el mundo, en sí mismo, al Padre.

Por otra parte, ¿qué hay de menos semejante a lo que creemos que es la vida de Dios que el amor-necesidad? A Dios no le falta nada, en cambio nuestro amor-necesidad, como dice Platón, es «hijo de la Necesidad»; es el exacto reflejo de nuestra naturaleza actual: nacemos necesitados; en cuanto somos capaces de darnos cuenta, descubrimos la soledad; necesitamos de los demás física, afectiva e intelectual-mente; les necesitamos para cualquier cosa que queramos conocer, incluso a nosotros mismos.

Esperaba escribir algunos sencillos panegíricos sobre la primera clase de amor y algunas críticas en contra del segun-do. Y mucho de lo que iba a decir todavía me parece que es verdad; aún pienso que si todo lo que queremos decir con nuestro amor es deseo de ser amados, es que estamos en una situación muy lamentable. Pero lo que no diría ahora (con mi maestro MacDonald) es que si significamos el amor sola-mente con ese deseo estamos, por eso, llamando amor a algo que no lo es en absoluto. No, ahora no puedo negar el nombre de «amor» al amor-necesidad. Cada vez que he intentado pensar en este asunto de otro modo, he terminado haciéndome un lío y contradiciéndome. La realidad es mucho más complicada de lo que yo suponía.

En primer lugar, forzamos el lenguaje —todos los lenguajes— si no llamamos «amor» al amor-necesidad. Es cierto que el lenguaje no es una guía infalible, pero encierra, aun con todos sus defectos, un gran depósito de saber de realidad y de experiencia. Si uno empieza a desvirtuarlo, el lenguaje acaba vengándose. Es mejor no forzar las palabras para que signifiquen lo que a uno le apetezca.

En segundo lugar debemos ser cautos antes de decir que el amor-necesidad es «solamente egoísmo». La palabra «so-lamente» es peligrosa. Sin duda el amor-necesidad, como todos nuestros impulsos, puede ser consentido egoístamente. Una ávida y tiránica exigencia de afecto puede ser una cosa horrible. Pero en la vida corriente nadie llama egoísta a un niño porque acuda a su madre en busca de consuelo, y tampoco a un adulto que recurre a un compañero para noestar solo. Los que menos actúan de ese modo, adultos o niños, son normalmente los más egoístas. Al sentir el amor-necesidad puede haber razones para rechazarlo o anularlo del todo; pero no sentirlo es, en general, la marca del frío egoísta. Dado que realmente nos necesitamos unos a otros («no es bueno que el hombre esté solo»), el que uno no tenga conciencia de esa necesidad como amor-necesidad —en otras palabras, el ilusorio sentimiento de que «es» bueno para uno estar solo— es un mal síntoma espiritual, así como la falta de apetito es un mal síntoma médico, porque los hombres necesitan alimentarse.

En tercer lugar llegamos a algo mucho más importante. Todo cristiano tiene que admitir que la salud espiritual de un hombre es exactamente proporcional a su amor a Dios. Pero el amor del hombre a Dios, por su misma naturaleza, tiene que ser siempre, o casi siempre, amor-necesidad. Esto es obvio cuando pedimos perdón por nuestros pecados o ayuda en nuestras tribulaciones; pero se hace más evidente a medida que advertimos —porque esta advertencia debe ser creciente— que todo nuestro ser es, por su misma naturaleza, una inmensa necesidad; algo incompleto, en preparación, vacío y a la vez desordenado, que clama por Aquel que puede desatar las cosas que están todavía atadas y atar las que siguen estando sueltas. No digo que el hombre no pueda nunca ofrecer a Dios otra cosa que el simple amor-necesidad: las almas apasionadas pueden decirnos cómo se llega más allá; pero también serían ellas las primeras en decirnos, me parece a mí, que esas cumbres del amor dejarían de ser verdaderas gracias, se convertirían en ilusiones neoplatónicas o hasta en diabólicas ilusiones, en cuanto el hombre se atreviera a creer que podría vivir por sí mismo en esas alturas del amor, prescindiendo del elemento necesidad. «Lo más alto —dice la Imitación de Cristo— no se sostiene sin lo más bajo». Sería muy insensato y muy necio el hombre que se acercara a su Creador y le dijera ufano: «No soy un mendigo. Te amo desinteresadamente». Los que más se acercan en su amor a Dios al amor-dádiva están, inmediatamente después, e incluso al mismo tiempo, golpeándose el pecho como el publicano, y mostrando su propia indigencia al único y verdadero Dador; por eso, Dios los acoge. Se dirige a nuestro amor-necesidad y nos dice: «Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados»; o bien, en el Antiguo Testa-mento: «Abrid del todo vuestra boca, y yo os la llenaré».

Un amor-necesidad así, el mayor de todos, o coincide con la más elevada y más saludable y más realista condición espiritual del hombre o, al menos, es un ingrediente principal de ella. De eso se sigue una curiosa conclusión: en cierto sentido el hombre se acerca más a Dios en tanto que es menos semejante a Él; porque ¿es que hay algo más distinto que plenitud y necesidad, que soberanía y humildad, que rectitud y penitencia, que poder sin límites y un grito de socorro? Esta paradoja me desconcertó cuando me topé con ella por primera vez; y hasta echó por tierra todas mis anteriores tentativas de escribir sobre el amor. Cuando uno se enfrenta en la vida con eso, el resultado es parecido.

Debemos distinguir dos cosas, y quizá las dos se puedan llamar «cercanía de Dios». Una es la semejanza con Dios; Dios ha impreso una especie de semejanza consigo mismo, me parece a mí, a todo lo que Él ha hecho. El espacio y el tiempo son a su modo espejo de Su grandeza; todo tipo de vida, de Su fecundidad; la vida animal, de Su actividad. El hombre tiene una semejanza más importante por ser racional. Creemos que los ángeles tienen semejanzas con Dios de las que el hombre carece: la inmortalidad (no tienen cuerpo) y el conocimiento intuitivo. En este sentido, todos los hombres, buenos o malos, todos los ángeles, incluso los caídos, son más semejantes a Dios que los animales. Su naturaleza está «más cerca» de la naturaleza divina. Pero en segundo lugar existe la que podríamos llamar cercanía de proximidad. Si las cosas son como decimos, las situaciones en que el hombre está «más cerca» de Dios son aquellas en las que se acerca más segura y rápidamente a su final unión con Dios, a la visión de Dios y su alegría en Dios. Y al distinguir cercanía de semejanza y cercanía de aproximación, vemos que no necesariamente coinciden; pueden coincidir o no.

Quizá una analogía nos pueda ayudar. Supongamos que a través de una montaña nos dirigimos al pueblo donde está nuestra casa. Al mediodía llegamos a una escarpada cima, desde donde vemos que en línea recta nos encontramos muy cerca del pueblo: está justo debajo de nosotros; hasta podríamos arrojarle una piedra. Pero como no somos buenos escaladores, no podemos llegar abajo directamente, tenemos que dar un largo rodeo de quizá unos ocho kilómetros. Durante ese «rodeo», y en diversos puntos de él, al detenernos veremos que nos encontramos mucho más lejos del pueblo que cuando estuvimos sentados arriba en la cima; pero eso sólo será así cuando nos detengamos, porque desde el punto de vista del avance que realizamos estamos cada vez «más cerca» de un baño caliente y de una buena cena.

Ya que Dios es bienaventurado, omnipotente, soberano y creador, hay obviamente un sentido en el que donde sea que aparezcan en la vida humana la felicidad, la fuerza, la libertad y la fecundidad (mental o física) constituyen semejanzas —y, en ese sentido, acercamientos— con Dios. Pero nadie piensa que la posesión de esos dones tenga alguna relación necesaria con nuestra santificación. Ningún tipo de riqueza es un pasaporte para el Reino de los Cielos.

En la cumbre de la cima nos encontramos cerca del pueblo, pero por mucho que nos quedemos allí nunca nos acercaremos al baño caliente y a nuestra cena. Aquí la semejanza y, en este sentido, la cercanía que Él ha conferido a ciertas criaturas, y a algunas situaciones de esas criaturas, es algo acabado, propio de ellas. Lo que está próximo a El por semejanza nunca, por sólo este hecho, podrá llegar a estar más cerca. Pero la cercanía de aproximación es, por definición, una cercanía que puede aumentar. Y mientras que la semejanza se nos da —y puede ser recibida con agradecimiento o sin él, o puede usarse bien de ella o abusar—, la aproximación en cambio, aunque iniciada y ayudada por la Gracia, es de suyo algo que nosotros debemos realizar. Las criaturas han sido creadas de diversas maneras a imagen de Dios, sin su colaboración y sin su consentimiento. Pero no es así como las criaturas llegan a ser hijos de Dios. La semejanza que reciben por su calidad de hijos no es como la de un retrato; es, en cierto modo, más que una semejanza, porque es un acuerdo o unidad con Dios en la voluntad; aunque esto es así manteniendo todas las diferencias que hemos estado considerando. De ahí que, como ha dicho un escritor mejor que yo, nuestra imitación de Dios en esta vida —esto es, nuestra imitación voluntaria, distinta de cualquier semejanza que Él haya podido imprimir en nuestra naturaleza o estado— tiene que ser una imitación del Dios encarnado: nuestro modelo es Jesús, no sólo el del Calvario, sino el del taller, el de los caminos, el de las multitudes, el de las clamorosas exigencias y duras enemistades, el que carecía de tranquilidad y sosiego, el continuamente interrumpido. Por-que esto, tan extrañamente distinto de lo que podemos pensar que es la vida divina en sí misma, es no sólo semejanza, sino que es la vida divina realizada según las exigencias humanas.

Tengo que explicar ahora por qué me ha parecido necesario hacer esta distinción para el estudio del amor humano. Lo dicho por San Juan —«Dios es amor»— quedó contra-puesto durante mucho tiempo en mi mente a esta observación de un autor moderno: «El amor deja de ser un demonio solamente cuando deja de ser un dios» (Denis de Rougemont). Lo cual puede ser también expuesto en esta forma: «El amor empieza a ser un demonio desde el momento en que comienza a ser un dios». Este contrapunto me parece a mí una indispensable salvaguarda; porque si no tenemos en cuenta esa verdad de que Dios es amor, esa verdad puede llegar a significar para nosotros lo contrario: todo amor es Dios.

Supongo que quien haya meditado sobre este tema se dará cuenta de lo que Rougemont quiso decir. Todo amor humano, en su punto culminante, tiene tendencia a exigir para sí la autoridad divina; su voz tiende a sonar como si fuese la voluntad del mismo Dios; nos dice que no consideremos lo que cuesta, nos pide un compromiso total, pretende atropellar cualquier otra exigencia y sostiene que cualquier acción sinceramente realizada «por amor» es legítima e incluso meritoria. Que el amor sensual y el amor a la patria puedan realmente llegar a «convenirse en dioses» es algo generalmente admitido; y con el afecto familiar también puede ocurrir lo mismo; y, de distinto modo, también puede suceder con la amistad. No desarrollaré aquí este punto porque nos lo encontraremos una y otra vez en capítulos posteriores.

Ahora bien, hay que advertir que los amores naturales proponen esta blasfema exigencia cuando están, según su condición natural, en su mejor momento, y no cuando están en el peor, es decir, cuando son lo que nuestros abuelos llamaban amores «puros» o «nobles». Esto es evidente sobre todo en la esfera erótica. Una pasión fiel y auténticamente abnegada habla como si fuera la misma voz de Dios. No ocurrirá lo mismo con lo que es meramente animal o frívolo; podrá corromper a su víctima de mil maneras, pero no de ésta; una persona puede actuar según esas apetencias, pero no puede venerarlas, así como un hombre que se rasca no puede venerar el picor. El capricho pasajero que una estúpida mujer consiente —en realidad se lo consiente a sí misma—a su hijo malcriado —que es como su muñeco vivo mientras le dura la rabieta— tiene muchas menos probabilidades de «convertirse en dios» que la constante y exclusiva dedicación de una mujer que de veras «vive sólo para su hijo». Y me inclino a pensar que el tipo de amor a la patria basado en tomarse una cerveza y en condecoraciones de latón no llevará a un hombre a hacer mucho daño a su país, ni tampoco mucho bien; estará probablemente muy ocupado tomándose otro trago o reuniéndose con el coro.

Y esto es lo que debemos esperar: nuestro amor humano no pide ser divino hasta que la petición sea plausible; y no llega a ser plausible hasta que hay en él una real semejanza con Dios, con el Amor en sí mismo. No nos equivoquemos en esto. Nuestros amores-dádiva son realmente semejantes a Dios, y son más semejantes a Dios los más generosos y más incansables en dar. Todo lo que los poetas dicen de ellos es cierto. Su alegría, su fuerza, su paciencia, su capacidad de perdón, su deseo de bien para el amado: todo es una real y casi adorable imagen de la vida divina. Ante ellos hacemos bien en dar gracias a Dios, «que ha dado tal poder a los hombres». Se puede decir con plena verdad, y de modo simple, que quienes aman mucho están «cerca» de Dios. Pero se trata evidentemente de «cercanía por semejanza», que por sí sola no produce la «cercanía de aproximación».

La semejanza nos ha sido dada; no tiene necesaria conexión con esa lenta y dolorosa aproximación, que es tarea nuestra, lo cual no quiere decir que sea sin ayuda.

La semejanza es algo esplendoroso; ésta es la razón por la que podemos confundir semejanza con igualdad. Podemos dar a nuestros amores humanos la adhesión incondicional que solamente a Dios debemos, podemos convertirlos en dioses, en demonios. De este modo se destruirán a sí mismos y nos destruirán a nosotros; porque los amores naturales que se convierten en dioses dejan de ser amores. Continuamos llamándoles así, pero de hecho pueden llegar a ser complica-das formas de odio.

Nuestros amores-necesidad pueden ser voraces y exigen-tes; pero no se presentan como dioses: no están tan cerca de Dios por su semejanza como para pretenderlo siquiera.

De lo dicho se desprende que no debemos imitar ni a los que idolatran el amor humano ni a los que lo ridiculizan. Esta idolatría, tanto la del amor erótico como la de los «afectos domésticos», fue el gran error de la literatura del XIX. Browning, Kingsley y Patmore hablan a veces como si creyeran que enamorarse fuera lo mismo que santificarse; los novelistas contraponen el «mundo» no con el Reino de los Cielos sino con el hogar. Ahora estamos viviendo una reacción en contra de eso. Los que ridiculizan el amor humano califican de sensiblería y de sentimentalismo casi todo lo que sus padres decían en elogio del amor; están siempre escarbando y poniendo al descubierto las raíces sucias de nuestros amo-res naturales. Pero pienso que no debemos escuchar ni al «supersabio» ni al «supertonto». Lo más alto no puede sostenerse sin lo más bajo. Una planta tiene que tener raíces abajo y luz del sol arriba, y las raíces no pueden dejar de estar sucias. Por otro lado, gran parte de esa suciedad no es más que tierra limpia, siempre que se la deje en el jardín y no se esparza sobre la mesa del despacho. Los amores humanos no pueden sin más ser gloriosas imágenes del amor divino. Son, ni más ni menos, cercanos por semejanza, que en ocasiones pueden ayudar y en otras dificultar la cercanía de aproximación. Y a veces quizá no tengan mucho que ver ni de un modo ni de otro.