Prólogo

 

    Dicite iusto quoniam bene. Quiere decir: «Decid al justo que bien». Ésta es una embajada que envió Dios con el profeta Isaías a todos los justos, la más breve en palabras y la más larga en mercedes que se pudiera enviar. Los hombres suelen ser muy largos en prometer y muy cortos en cumplir, mas Dios, por el contrario, es largo, y tan magnífico en el cumplir, que todo lo que suenan las palabras de sus promesas queda muy bajo en comparación de sus obras. Porque, ¿qué cosa se pudiera decir más breve que la sentencia susodicha: «Decid al justo que bien»? Mas, ¡cuánto es lo que está encerrado debajo de esta palabra bien! La cual pienso que por eso se dejó así, sin ninguna extensión ni distinción, para que entendiesen los hombres que ni esto se podía extender como ello era, ni era necesario hacer distinción destos ni de aquellos bienes, sino que todas las suertes y maneras de bienes que se comprenden debajo de esta palabra bien se encerraban aquí sin alguna limitación. Por donde, así como preguntando Moisés a Dios por el nombre que tenía, respondió que se llamaba «El que es», sin añadir más palabra, para dar a entender que su ser no era limitado y finito, sino universal -el cual comprendía en sí todo género de ser y toda perfección que sin imperfección pertenece al mismo ser-, así también puso aquí esta tan breve palabra bien, sin añadirle otra alguna especificación, para dar a entender que toda la universidad de bienes que el corazón humano puede bien desear se hallaban juntos en este bien, el cual promete Dios al justo en premio de su virtud.

    Pues éste es el principal argumento que con el favor de nuestro señor pretendo tratar en este libro, ayuntando a esto los avisos y reglas que debe el hombre seguir para ser virtuoso. Y según esto, se repartirá este libro en dos partes principales. En la primera se declararán las obligaciones grandes que tenemos a la virtud, y los frutos y bienes inestimables que se siguen della; y en la segunda trataremos de la vida virtuosa, y de los avisos y documentos que para ella se requieren. Porque dos cosas son necesarias para hacer a un hombre virtuoso: la una, que quiera de verdad serlo, y la otra, que sepa de la manera que lo ha de ser. Para la primera de las cuales servirá el primer libro, y para la otra el segundo. Porque, como dice muy bien Plutarco, «los que convidan a la virtud y no dan avisos para alcanzarla son como los que atizan un candil y no le echan aceite para que arda».

    Mas con ser esta segunda parte tan necesaria, todavía lo es mucho más la primera. Porque para conocer lo bueno y lo malo, la misma lumbre y la ley natural que con nosotros nace nos ayuda. Mas para amar lo uno y aborrecer lo otro hay grandes contradicciones e impedimentos que nacieron del pecado, así dentro como fuera del hombre. Porque como él sea compuesto de espíritu y carne, y cada cosa destas naturalmente apetezca su semejante, la carne quiere cosas carnales donde reinan los vicios, y el espíritu cosas espirituales donde reinan las virtudes, y desta manera padece el espíritu grandes contradicciones de su propia carne, la cual no tiene cuenta sino con lo que deleita. Cuyos deseos y apetitos, después del pecado original, son vehementísimos, pues por él se perdió el freno de la justicia original con que estaban enfrenados. Y no sólo contradice al espíritu la carne, sino también el mundo, que como dice san Juan, está todo armado sobre vicios. Y contradice también el demonio, enemigo capital de la virtud. Y contradice otrosí el mal hábito y la mala costumbre, que es otra segunda naturaleza, a lo menos en aquellos que están de mucho tiempo mal habituados. Por lo cual, romper por todas estas contradicciones y dificultades, y a pesar de la carne y de todos sus aliados, desear de veras y de todo corazón la virtud no se puede negar sino que es cosa de grande dificultad y que ha menester socorro.

    Pues por acudir en alguna manera a esta parte se ordenó el primero de estos tratados, en el cual trabajé con todas mis fuerzas por juntar todas las razones que la cualidad de esta escritura sufría en favor de la virtud, poniendo ante los ojos los grandes provechos que andan en su compañía, así en esta vida como en la otra, y asimismo las grandes obligaciones que a ella tenemos por mandarla Dios, a quien estamos tan obligados, así por lo que él es en sí como por lo que es para nosotros.

    Movíme a tratar este argumento por ver que la mayor parte de los hombres, aunque alaban la virtud, siguen el vicio. Y parecióme que entre otras muchas causas deste mal, una dellas era no entender los tales la condición y naturaleza de la virtud, teniéndola por áspera, estéril y triste. Por lo cual, amancebados con los vicios por parecerles más sabrosos, andan descasados de la virtud, teniéndola por desabrida. Por tanto, condoliéndome deste engaño, quise tomar este trabajo en declarar aquí cuán grandes sean las riquezas, los deleites, los tesoros, la dignidad y la hermosura desta esposa celestial, y cuán mal conocida sea de los hombres, porque esto los ayudase a desengañarse y enamorarse de una cosa tan preciosa. Porque si es verdad que una de las cosas más excelentes que hay en el cielo y en la tierra, y más digna de ser amada y estimada, es ella, gran lástima es ver a los hombres tan ajenos deste conocimiento y tan alejados deste bien. Por lo cual, gran servicio hace a la vida común quienquiera que trabaja por restituir su honra a esta señora y asentarla en su trono real, pues ella es reina y señora de todas las cosas.