Carta a modo de epílogo

 

Al cristiano lector

 

     Quise, amigo lector, que esta carta del santo obispo Euquerio, discípulo de san Agustín, se añadiese a esta nuestra Guía, porque trata del mismo argumento de ella, que es del menosprecio del mundo y amor de la virtud. Y no sólo por esta causa, sino también por haberme esta escritura sumamente contentado. En la cual hallará el discreto lector tanta gravedad de sentencias, tanta agudeza de razones, tanta elegancia en el estilo, y sobre todo tanto espíritu y eficacia en persuadir lo que pretende, que no deja al entendimiento humano cosa con que se pueda excusar de la fuerza de sus persuasiones. De donde le acaecerá lo que a mí ha acaecido, que por muchas veces que lea esta escritura, nunca me cansa ni causa hastío. Porque ésta es la condición de las cosas perfectas y acabadas en su género, que siempre deleiten por mucho que se traten. La verdad de lo cual todo remito al juicio del prudente lector que supiere estimar lo que merece estima. Y porque no quiero para mí la gloria desta traslación, que es muy elegante, el intérprete fue el R. P. Fr. Juan de la Cruz, que es en gloria, el cual para esto tenía especial gracia, como se ve por otras traslaciones suyas. Vale.

 

Carta de Euquerio, obispo de León de Francia, discípulo de san Agustín

A Valeriano su pariente, Varón Ilustre, En que le amonesta el menosprecio del mundo y deseo de la verdadera bienaventuranza

     ¡Cuán bien junta el parentesco a los que se ayuntan con lazo de amor! Gloriarnos podemos en esta merced de Dios, a quien igualmente la sangre como la caridad hizo compañeros. Y dos aficiones nos juntan en uno, la que de los padres de nuestra carne traemos, y la que en nuestros corazones, con el favor de Dios, nosotros criamos. Este doblado nudo con que nos ata el deudo de una parte, y de otra el amor, me hizo que te escribiese y prolijamente encomendase a tu mismo corazón el bien de tu ánima, y te mostrase que la verdadera bienaventuranza, poseedora de bienes eternos, se alcanza por sola la profesión de fe y de virtud. Porque amándote igualmente que a mí, es necesario que desee no menos para ti que para mí el bien soberano. Y alégrome mucho que tu inclinación no es contraria al religioso voto de la santa vida que yo te quiero persuadir. Porque tu dichosa edad, desde su ternura, brotó flores en mucha parte conformes al fruto deseado de las virtuosas costumbres, proveyendo la gracia divina por ministerio de la naturaleza cómo hallase en tu corazón su doctrina grande principio cuando te quisiese comunicar lo que te falta. Bien veo cuán altos títulos te hacen ilustre en el siglo por la dignidad y antigua nobleza, así de tu padre como de tu suegro. Pero muy más alta gloria es la que yo te deseo, pues te llamo, no para dignidad terrena sino celestial, no para honra de un siglo sino de siglos eternos. Ésta es la gloria cierta y digna de ser deseada: ser el hombre sublimado a bienes que nunca se acaban. Lo cual no te persuadiré con la sabiduría seglar, mas con aquella excelente filosofía, escondida a los mundanos, que determinó Dios revelar para nuestra gloria en el tiempo que le plugo. Y hablarte he osadamente por el grande celo que tengo de tu bien, descuidado de lo que a mí conviene, considerando más lo mucho que para ti deseo, que lo poco para que yo basto.

     I. La primera obligación, mi Valeriano carísimo, que el hombre recién nacido tiene es de conocer su hacedor y reconocerle por su señor, y el don de la vida que dél recibió convertir en su servicio. De manera que lo que por su bondad comenzó a ser, para él se prosiga y en él se remate; y la merced que recibió sin merecerla, sirviéndole con ella, después la merezca. ¿Qué verdad más cierta se nos puede decir que ser nosotros debidos a aquel que de no ser nos hizo que fuésemos? Aquél por cierto sabiamente conoce la intención de quien le formó que tiene por averiguado que él le hizo, y para sí. Después desto, lo que más al hombre conviene es mirar por el valor de su ánima, que pues en nobleza es la primera, no ha de ser la postrera de nuestros cuidados. Antes, de lo que en nosotros es principal se ha de hacer primero cuenta, y de la sanidad más necesaria conviene que tengamos más atenta solicitud. Y para mejor decir, no principalmente, mas sola ésta ha de ocupar todo nuestro sentido: cómo la nobleza de nuestra ánima sea defendida, cómo sea conservada. Ni esto contradice a lo que antes dije. Porque verdad es que a Dios debemos la primera y más profunda intención, y a nuestra ánima la segunda. Pero son tan hermanas estas dos diligencias, que siendo ambas necesarias, la una sin la otra no se puede conservar. Porque no es posible que quien a Dios satisfizo, que no proveyese su ánima; y quien tuvo cuidado de su ánima, que no contentase a Dios. De tal manera se entienden estos dos espirituales negocios, y así están encadenados, que quien diligentemente tratare el uno, habrá cumplido con ambos, porque la inefable bondad de Dios quiso que nuestro provecho fuese su sacrificio.

     ¡Oh, cuánto tiempo y trabajo emplean los mortales en curar sus cuerpos y conservar su salud! ¿Por ventura su ánima no merece ser curada? Si tantas y tan diversas cosas se gastan en servicio de la carne, no es lícito que el ánima esté arrinconada y despreciada en sus necesidades, y que sola ella sea desterrada de sus propias riquezas. Mas antes si para el regalo del cuerpo somos muy largos, proveamos a nuestra ánima con más alegre liberalidad. Porque si sabiamente llamaron algunos a nuestra carne sierva, y al ánima señora, no habemos de ser tan mal mirados que honremos a la esclava, y a su señora despreciemos. Con razón nos pide mayor diligencia nuestra mejor parte, y mayor cuidado la dignidad principal de nuestra naturaleza. Ni es justo que en la reverencia necesaria pospongamos la más noble y antepongamos la vil. Y que la carne sea más vil, manifiéstanlo sus naturales vicios, con que nos abate a la tierra donde ella nació, levantándonos el ánima como fuego a lo alto, de donde nos fue enviada. Ésta es en el hombre la imagen de Dios. Esta preciosa prenda tenemos de la gloria que nos es prometida. Pues defendamos su autoridad y amparémosla con todas nuestras fuerzas. Si a ésta sustentamos y regimos, guardamos el depósito que nos ha de ser demandado. ¿Cuál hombre quiere levantar algún edificio, que primero no asiente los cimientos? ¿Cuál hombre no procura primero su vida que abundantes bienes, los cuales sin vida no puede gozar? ¿Cómo amontonará los bienes postreros quien los primeros no posee? ¿De qué manera piensa vivir bienaventurado quien no tiene lo necesario para vivir? El menguado de vida, ¿cómo puede tener vida feliz? ¿O qué vida le pueden dar los sabrosos y sobrados manjares, si no tiene con qué provea a la hambre de su ánima? Comoquier que diga nuestro salvador en el evangelio: «¿Qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su ánima?» Porque no puede tener razón de ganancia lo que se adquiere con detrimento del bien espiritual. Antes, padeciéndose daño en el espíritu, ningún bien se debe estimar de la carne, porque el verdadero bien en sola el ánima consiste.

     Por tanto, con toda diligencia e industria negociemos la segura y cierta granjería de nuestra ánima antes que se pase el término de su trato. En estos pocos días podemos negociar la vida eterna, no nos contentando con ellos, pues aunque tuviesen verdadera y cierta bienaventuranza, por durar tan poco tiempo, merecen ser en poco tenidos. Ca ninguna cosa es digna de llamarse grande, si en breve tiempo se acaba, ni se puede decir luengo el tiempo cuyo plazo no puede dejar de llegar. Breve es el contentamiento desta vida, cuyo uso es breve. Antes por sólo este respeto se debe anteponer al deleite deste siglo la vida venidera, porque éste es temporal y aquélla es eterna, y manifiesto es ser mejor gozar de bienes perpetuos que de perecederos.

     Pero más hay que considerar y que desear. Sola la vida venidera es beatísima, sola es felicísima. Ésta presente, así como ligeramente pasa, así en el poco espacio que dura es llena de miserias y dolores, no solamente de los naturales y forzados, mas de otros muchos que desastradamente acaecen a los mortales. Porque, ¿qué cosa hay tan dudosa, tan infiel, tan mudable, tan de vidrio, como la vida presente, la cual es llena de trabajos, llena de congojas, llena de peligros, llena de cuidados, afligida con enfermedades, triste con temores, incierta y desasosegada como mar que en todo tiempo hierve con tempestades?

     Pues, ¿qué razón o qué interés puede persuadir al hombre a despreciar los bienes eternos y seguir los temporales, tan falsos y tan resbaladizos? ¿Por ventura no ves cómo los hombres deste siglo, en la tierra donde esperan morar la más parte de su vida procuran llegar hacienda y acrecientan sus patrimonios, y en la ciudad de donde piensan presto partir trabajan poco por enriquecer, y en su casa hacen pequeña provisión? Desta manera, pues nosotros conocemos la estrechura del mundo y la ligereza del tiempo, y sabemos que los siglos venideros nunca se acaban, y la patria que esperamos es espaciosísima, procuremos arraigarnos en ella para que vivamos prósperos donde siempre habemos de morar. No pervirtamos los cuidados poniendo mayor solicitud en el breve y miserable provecho, y menor en el eterno y verdaderamente bienaventurado. Tanto es cierto lo que digo, que no sé determinar cuál respeto es más eficaz para levantar nuestros corazones a los deseos de la vida del cielo, o la consideración de los bienes que en ella poseeremos, o la experiencia de los males que en ésta nos persiguen. Porque aquélla nos llama con castos regalos, y ésta nos desecha con perpetuos desabrimientos. Por tanto, pues los mismos males nos enseñan la verdadera prudencia, si la dulzura de los bienes celestiales no nos enamora, a lo menos aborrezcamos la amargura y aflicción de los trabajos del siglo. Si no abrazamos los honestos placeres, huyamos siquiera los crueles tormentos, que los unos y los otros a una juntan sus fuerzas para levantar nuestros corazones a la vida verdadera, por la cual se nos hará dulce cualquier trabajo presente.

     Porque si algún hombre rico y poderoso nos llamase, prometiéndonos amor y obras de padre, seguirle híamos sin tardanza a tierras extrañas, rompiendo cualesquier dificultades y estorbos del camino. Dios, señor del universo, cuyos son todos los tesoros, nos llama para nos amar y para nos comunicar -solamente que le aceptemos- el dulce apellido de hijos, con que llama a su único engendrado, nuestro señor Jesucristo. ¿Y tú emperezas y no extiendes siquiera la mano con viveza y alegría para recibir dignidad tan gloriosa? Mayormente, pues para alcanzar tan alto estado no has de peregrinar a tierras muy apartadas ni arriscarte a los peligros del mar. Donde quiera y cuando quiera que quisieres, ya eres adoptado. ¿Por ventura por eso seremos más flojos y menos codiciosos de tan grande merced, porque cuanto es mayor que las deste mundo, tanto está más aparejada? Antes por eso nos será más dañosa nuestra cobardía, porque tanto más seremos culpados por desdeñarla, cuanto más fácilmente la pudiéramos alcanzar si no nos entorpeciera el amor y deleites desta vida. Pues si amas vida, para vida te convido. ¿Con qué razón mejor te persuadiré que asegurándote lo que deseas? Para darte vida te envía Dios por mí su embajada; no puedes negar que deseas vivir. Pero amonéstote que, en lugar de la temporal vida, ames la eterna. Porque de otra manera, ¿cómo es verdad que amas la vida, si no deseas que dure lo más que puede durar? Pues lo mismo que nos agrada siendo perecedero, agrádenos mucho más siendo perpetuo, y lo que tanto estimamos acabándose presto, apreciémoslo más careciendo de fin.

     Vivamos de manera que no nos sea esta vida impedimento de otra mejor, mas camino y escalera para ella. No sea el principio de la vida contrario a su perfección. Contra toda justicia perjudica a la vida el amor de la vida. De donde no te queda qué responder, ni tienes excusa para no acudir al llamamiento divino, cualquiera afición que a la vida tengas. Porque si la desprecias por sus disgustos, ¿con qué causa más justa la aborrecerás que por amor de otra mejor? Y si la amas, tanto más debes desear que sea perpetua. Pero destos dos afectos, más querría que tuvieses el primero, conviene saber, que según experimentas la vida, así la tengas por molestísima, y según sus miserias, así por ellas la desprecies y aborrezcas. Rómpase ya la cadena tan extendida de los negocios seglares que, asidos unos a otros, con mil dificultades hacen una continua fatiga. Rompamos los lazos de los cuidados infructuosos que, anudados unos a otros, dilatan nuestras ocupaciones como si cada hora de nuevo comenzasen. Desatemos las enmarañadas contiendas que traban unas de otras y traen fatigado inútilmente el estudio de los mortales, como a quien continuamente tejiese y destejiese una tela, cuya perseverante y forzada atención, la vida, que de suyo es corta, hace más breve, distrayendo sus corazones unas veces a vanos deleites, otras veces a tristes temores; unas veces a deseos ansiosos, otras veces a medrosas sospechas, y siempre a irremediables fatigas que la edad del hombre hacen breve para la vida y luenga para los dolores. Despidamos el amor del mundo, que en cualquier grado que nos ponga es peligroso e infiel, porque su alteza es sospechosa y su bajeza inquieta. Ca el bajo estado es pisado de los mayores, y el alto por sí mismo desvanecido se cae. Pon al hombre en el lugar que quisieres. No descansará en la cumbre ni en la falda del monte. Dondequiera es combatido. El flaco está sujeto a la injuria, el poderoso a la envidia.

     Pero prosigamos los daños del estado próspero, que están más encubiertos, y por eso es más peligroso; que el miserable, manifiestas tiene sus dolencias.

     II. Dos cosas me parecen las principales que sostienen a los hombres en el amor del siglo, y con halagüeña suavidad encantan sus sentidos y los sacan fuera de sí y los llevan presos con blanda cadena a los viciosos tormentos, conviene saber, el deleite de las riquezas y la honra de las dignidades. Y llámolas por el nombre que el mundo les puso, comoquiera que el primero no es deleite sino servidumbre, y la segunda no es honra sino vanidad. Estos dos enemigos se ponen delante los hombres, y juntando y atravesando sus pies, les impiden el paso de la virtud, y con sus infernales vahos inficionan los pechos de los humanos, y con ponzoñosos ungüentos recrean las ánimas llagadas y cansadas de los trabajos de su naturaleza.

     Porque, hablando primero de las riquezas, ¿qué cosa hay más perjudicial? ¿Por ventura no son causa a sus poseedores de muchas injusticias, como uno de los nuestros dijo? ¿Qué son las riquezas sino prenda para recibir injurias? ¿Por ventura no están llamando los grandes tesoros a los robadores y homicidas, convidándolos con el premio de su osadía? ¿Por ventura no amenazan a sus señores de privanzas y destierros? Pero disimulemos que esto pueda acaecer. Acabada la vida del hombre, ¿qué prestarán las riquezas, a dónde irán? Que ciertos somos que no caminarán con sus amadores. «Atesora el hombre -dice el salmista-, y no sabe para quién allega su tesoro.» Y si quieres, esperemos, y sea así que te suceda en ellas quien tú deseas. ¡Cuántas veces los herederos destruyeron las casas de sus antepasados! Y las riquezas con grande afán ayuntadas, ¡cuántas veces fueron desperdiciadas, o por el hijo mal enseñado, o por el yerno mal escogido! ¿Pues dónde está el deleite de las riquezas, cuya posesión es llena de cuidadosos trabajos, cuya sucesión es tan dudosa? ¿Dónde corres fuera de la carrera, desenfrenado amor de los hombres? Sabes amar lo que tienes, ¿y a ti no te sabes amar? Fuera de ti está lo que amas, extraño es lo que te deleita. Vuelve, vuelve sobre ti, ámate siquiera como amas tus cosas. Sin duda te pesaría si tus compañeros amasen más tu hacienda que tu persona, y si pusiesen más los ojos en el resplandor de tus riquezas que en tu salud. Querrías que tu amigo fuese leal a tu vida, más que codicioso de tus tesoros. Pues, ¿por qué lo que a otros pides, niegas a ti mismo? ¿Quién es al hombre más obligado que él a sí mismo? Guardemos la fe y amor que a nosotros mismos debemos. Nuestras cosas no nos merecen. No digo más acerca de las riquezas.

     De las honras diré que no me podrás negar que no se podrá llamar dignidad aquello que los buenos comúnmente con los malos poseen, ni hace glorioso triunfo a los vencedores esforzados la corona con que también se coronan los cobardes. Confusión es, no dignidad, la que envuelve a los dignos con los indignos, y a los virtuosos -que de derecho han de ser superiores- iguala con los viciosos. Y es mucho de maravillar que en ningún estado se disciernen menos los buenos de los malos que en la pompa. Dime, yo te ruego, ¿no es más honrado quien desecha tal honra, a quien sus propias virtudes ensalzan, y el fausto no ensoberbece? Y, si más quieres que te diga: sean las honras cuales el mundo las juzga; ¡cuán ligeramente vuelan, cuán presto desaparecen! Vimos en nuestros días muchos varones honrados, puestos en el cuerno de la luna, que dilataban su patrimonio por la redondez de la tierra, cuyas venturas vencían a su codicia y su prosperidad pasaba delante de sus deseos. Mas, ¿por qué hago caso de particulares estados? Vimos reyes gloriosos, cuyo imperio de muchos era temido, cuyas púrpuras resplandecían con piedras preciosas, cuyas ricas diademas hermoseaban flores y ramos de oro labrados, cuyos reales palacios adornaban suntuosas tapicerías y los costosos enmaderamientos con artesones dorados, y -lo que más es-, sus voluntades eran derecho de los pueblos, y sus palabras se llamaban leyes comunes. Pero, ¿quién, por más que se empine, puede subir sobre la medida de los mortales? Vemos ahora que aquel su fastuoso orgullo en ninguna parte se halla, y sus inestimables pesos de oro se hundieron con sus señores. En nuestros tiempos son fábula las historias de muchos ínclitos reinos. Todas aquellas cosas que entonces se tenían por grandes, ya ahora son vueltas en nada, que ni en la tierra las conocemos, ni pienso, antes sé cierto, que allá donde ellos están no las gozan si con ellas no ganaron alguna sustancia de virtud. Porque sola ésta los podría seguir, partiendo de aquí faltos de otro socorro. Sola esta fiel amiga los acompañaría cuando caminasen desamparados de todos sus bienes. Éste es el mantenimiento con que ahora serán sustentados, ésta es la excelencia con que ahora serán sublimados. No pierden los sabios y virtuosos las honras temporales y posesiones terrenas, mas truécanlas por la celestial gloria e infinito tesoro. Por tanto, si codiciamos valer, si anhelamos a honras, escojamos las verdaderas honras y verdaderas riquezas. Allí queramos ser honrados y ricos donde hay desengañada discreción de males y bienes, y donde el bien no tiene mezcla de mal, y donde lo que de una vez se alcanza, siempre se posee, y lo que una vez se gana, nunca jamás se pierde.

     Mas porque arriba dijimos que los bienes desta vida con la muerte se pierden, veamos si por ventura tenemos algún tiempo seguro, o si conviene que estemos en continuo sobresalto. Ninguna cosa ven los hombres más a menudo que morir, y de ninguna cosa más se olvidan que de la muerte. Pasa el humano linaje de generación en generación arrebatadamente, hasta que toda la sucesión de los hombres se acabe según la ley de los siglos. Nuestros padres fueron delante, y nosotros los seguimos deprisa, y así corre todo el número de los hombres como arroyo de agua que desciende de los montes, o como las ondas del mar que se deshacen llegando a la costa mientras otras se levantan. Así, nuestras edades se acaban llegando a su término, y comienzan otras, que también a su tiempo fenecerán. Suene, pues, continuamente en nuestras orejas el ruido desta corriente, y el ímpetu destas olas de día y de noche despierte nuestra memoria. Nunca perdamos de vista la mutabilidad de nuestro estado. El fin necesario de nuestra vida tengámosle por presente, pues tanto más cerca le tenemos cuanto más se ha detenido. El día que no sabemos si está lejos, tengámosle por vecino. Apercibámonos para la partida con tales propósitos y meditaciones, que temiendo la muerte antes que venga, no la temamos cuando viniere.

     Bienaventurados los seguidores de Cristo a quien no fatiga el recelo de morir, y con quietud y conveniente aparejo esperan su último día, en el cual desean y confían ser sueltos y estar con su amado, porque los tales tendrán por mejor acabar hoy antes que mañana, pues pasan de la vida temporal a la que permanece para siempre. Muchos son los que esto entienden y pocos los que lo consideran. Mas donde se trata de vida, no sigamos la compañía de los negligentes, ni en negocio tan importante imitemos los yerros ajenos con daño de nuestra salud. Porque en el juicio divino no nos excusará la muchedumbre de los engañados, cuando particularmente será cada uno examinado, y según sus propios méritos será condenado o absuelto, sin hacer cuenta del otro pueblo. Cesen, pues, cesen los vanos consuelos que nos hacen no sentir nuestros daños. Porque mejor será perpetuar nuestra vida con los pocos, que perderla con los innumerables. Muy ciego y desvariado es, por cierto, el que disimula su pérdida por seguir a quien después no le puede remediar. Por tanto, no nos lleve al descuido de los pecados el ejemplo de los pecadores, ni tenga en nosotros autoridad la prudencia de los locos que no miran lo que les conviene. Antes yo te ruego que las obras de los tales hombres las mires como a borrón y no como a dechado.

     III. Y si quieres remedar algún dechado, puesto que en comparación de los errados hallarás pocos, pero algunos hay a quien atiendas, cuyo ejemplo te sea saludable, aquéllos mira con atención que diligentemente consideran para qué nacieron, y mientras viven tratan con prudente estudio los negocios de su vida, y con provechosos trabajos de virtuosas obras labran y siembran en la tierra para coger el fruto en el cielo, de que no solamente tienes muchos ejemplos, mas magníficos. Porque ya, loores a Dios, vemos que la nobleza del mundo, las honras, las dignidades, la sabiduría y los ingenios, la facundia y las letras se pasan cada día a los reales de la fe y a la escuela de Cristo. Ya vemos que la alteza empinada del siglo baja su cuello, y con devoción toma sobre su cerviz el suave yugo del Señor. ¡Cómo podría, si no fuese menester luengo tratado, contar por sus nombres a muchos varones ilustres que siguieron, y ahora siguen, esta vereda estrecha y familiar conversación en que Dios se honra y se sirve! Mas por no dejar a todos, referiré algunos, de muchos que callo.

     Clemente, del antiguo linaje de los senadores y del mismo tronco de los Césares, dotado de todas ciencias y florido con las artes liberales, anduvo este camino de los justos, y tanto en él aprovechó, que mereció ser sucesor del príncipe de los apóstoles. Gregorio, obispo de Ponto, primor de la filosofía y primor de la elocuencia, por este ejercicio se hizo más resplandeciente, no sólo en santidad, mas en obras maravillosas. Porque dél cuentan las historias, entre otras muestras de su merecimiento, que por sus oraciones pasó un grande monte de un lugar a otro, para dar sitio a un templo que los fieles querían edificar en una sierra donde estaban escondidos por la persecución de la Iglesia, y secó una laguna de agua para pacificar los que peleaban sobre la repartición de sus peces. Otro santo del mismo nombre, Gregorio, muy enseñado en las ciencias humanas, las despreció por el amor desta celestial filosofía, de quien no callaré lo que dél se escribe, porque también hace a nuestro propósito. A Basilio, su compañero en los estudios seglares, sacó por la mano de la escuela donde enseñaba retórica, diciendo así: «Deja ya esa vanidad, y entiende en tu salvación.» Y no lo dijo a sordo, que luego le siguió, y ambos fueron obispos de gloriosa memoria, y ambos dejaron a la Iglesia católica, en libros que escribieron, claros testimonos de su fe y santidad y de subidos ingenios. Paulino, obispo de Nola, resplandor de nuestra Francia, despreciadas grandes dignidades del siglo y muy copiosas riquezas, y con ellas el frescor de la elocuencia, se pasó a este ejercicio e instituto de vida, en el cual floreció tanto, que en todas las partes del mundo se goza su fruto. ¿Qué diré de Hilario, que pocos días ha fue obispo en Italia, y de Petronio, los cuales ambos descendieron de insignes y antiguas familias? ¿Por ventura no antepusieron a su estado, el uno la religión, y el otro el sacerdocio?

     ¡Oh!, ¿cuándo acabaré de referir, con otros muchos que dejo, a Firmiano, Minucio, Cipriano, Evagrio, Crisóstomo, Ambrosio? Parece que todos platicaron juntamente lo que a otro su semejante fue aguda espuela para sacarle del siglo a esta dichosa vida: «Levántanse los indoctos y arrebátannos el cielo, y nosotros con nuestras doctrinas revolvémonos en la carne y la sangre.» Trataron esto entre sí, y porque despreciaron lo que era poco, fueron enriquecidos con lo mucho en el gozo de su señor. Pues aún no he contado sino una pequeña parte de los que desecharon particulares honras y estados, y la flor de la elocuencia o la gravedad de la filosofía. Mas, ¿por qué no tocaré a los mismos reyes y cabezas del mundo, aunque no para contar a todos los que de nuestra religión y fe fueron amadores y discretos apreciadores de su real dignidad? Y no callaré los del tiempo antiguo, David, Josías y Ezequías, a cuyas venerables historias te remito. Porque de nuestros tiempos no faltan ejemplos recientes de príncipes que familiarmente se juntan al rey verdadero, y loan y sirven con maravillosa devoción al señor soberano, rey de los reyes, engrandeciendo sola su majestad así hombres como mujeres. Por ventura las labores destos dechados te contentarán más, y por ser de tu edad moverán más tu afición a procurar la vida verdadera que ellos procuran.

     Y si quieres pasar adelante y poner los ojos en otras muestras de ajena naturaleza, mira los días y los años, el sol, la luna y todas las lumbreras del cielo, cómo cumplen sin cansarse las palabras y mandamientos divinos, y sirven con sus movimientos a su sapientísima ordenación, sin traspasar un punto sus leyes. ¿Por ventura nosotros, para cuyo uso todas estas cosas fueron criadas y puestas delante de nuestros sentidos, que sabemos la fábrica de los cielos y no ignoramos la intención de su criador, que para nuestro aviso así lo dispuso, cerraremos las orejas a sus mandamientos? Grande vergüenza es que, oyendo las criaturas insensibles, dadas para ayuda de los hombres, una sola palabra de Dios en principio de su creación, de lo que habían de hacer en todos los siglos venideros, nunca della se olvidan ni jamás le desobedecen, y nosotros, para quien tantos volúmenes de libros de escritura sagrada son escritos, y tan repetidas leyes son establecidas -que es singular privilegio de los hombres-, no obedezcamos a nuestro hacedor, siquiera guiados por las cosas que fueron hechas para nuestro servicio, mayormente siendo grande desvarío atreverse el hombre a desobedecer a su Dios, sabiendo que aunque no ame a su bienhechor, no se librará por eso de las manos del Señor. Porque, ¿dónde se esconderán los que huyen de Dios? «¿Dónde me esconderé de tu espíritu -decía David-, o dónde huiré que no vea tu cara? Si al cielo subiere, tú estás allí; si descendiere al infierno, allí estás presente; si volare tan ligero como paloma y pasare allende la mar, allí me prenderá y traerá tu mano derecha.» Así que, quieran o no quieran los que con la voluntad se apartan del universal señor, por derecho y con ejecución caerán en sus manos. Ellos están lejos de él con sus aficiones, mas él está sobre ellos con su poder. Y con grande desatino paréceles que huyen y escapan de su jurisdicción, y están encerrados en ella; van fuera con sus imaginaciones, y quedan dentro de su tribunal. Porque si tiene derecho el hombre para seguir su esclavo fugitivo y reducirle a servidumbre, ¿no guardará asimismo este derecho el señor de los señores, a quien por sí solo pertenece legítimo señorío sobre todos los mortales? ¿Por qué no hará justicia por sí como hace por otros el justo juez?

     IV. Pero no solamente han de inclinar nuestros afectos las cosas que vemos; también tenemos orejas con que oigamos las promesas divinas, que no tienen menor fuerza para incitar nuestros corazones. Consideremos con atención y diligencia lo que se nos enseña, y con firme crédito y entrañables deseos esperemos lo que se nos promete. El hacedor de todas las cosas que vemos nos da fe de las que no vemos. Y si los ojos ejercitamos sabia y provechosamente, si la admiración que nos causa la máquina del mundo enderezamos al conocimiento de su autor, y por esta vía contemplamos cuán resplandeciente luz se representará a nuestros ojos en la ciudad celestial pues en la tierra vil una pequeña centella reverbera nuestra vista, si conjeturamos cuán deleitable hermosura tendrán las cosas eternas pues tanta belleza tienen las perecederas, los mismos sentidos corporales nos levantarán poderosamente a la codicia de los bienes que no sentimos. Pues no usemos de los sentidos de nuestra carne en solos sus bajos oficios. Sírvannos ordenadamente para ambas vidas. Y de tal manera nos aprovechen en la vida temporal, que no nos sean impedimento, mas ayuda, para la que esperamos, que es eterna. Y si nos lleva para sí el amor y deleite de las criaturas, porque en la verdad es muy poderoso para alterar los corazones humanos, el bien eterno y soberano, clarísimo y deleitabilísimo, ése es el que tiene, no sólo razón para ser amado, mas causa suficientísima para que solo sea amado.

     Éste es nuestro Dios, a quien no podemos tanto amar que más no debamos. Y así se hace -lo que arriba dije de las honras- que, en lugar de los deleites mundanos, suceden a los buenos más entrañables y más justas deleitaciones. Por tanto, si te aficionaba la grandeza del mundo, ninguna cosa hay más magnífica que Dios. Si alguna cosa en el siglo te parecía digna de gloria, ninguna es más gloriosa. Si te ibas en pos del resplandor de las cosas claras, ninguna hay más resplandeciente. Si te enamoraban las cosas bellas, ninguna hay tan hermosa. Si en algo creías hallar verdad, ninguna cosa hay más fiel ni más verdadera. Si en alguno esperabas hallar liberalidad, ninguno hay más magnífico. ¿Maravillábaste de lo que es puro y sencillo? Ninguna cosa hay más pura y más sincera que su bondad. ¿Codiciabas abundancia de bienes? Ninguno tiene riquezas más copiosas. ¿Amabas a quien tenías por fiel? Ninguno hay más leal y guardador de su palabra. ¿Buscabas lo que te es provechoso? Ninguna cosa hay más útil que su amor. ¿Alguno te contentaba porque veías en él gran verdad con llaneza? Ninguno hay más severo ni más blando. ¿En las adversidades querrías hallar benignidad en tus amigos, y en las prosperidades placer? De él solo puedes haber único consuelo en las tribulaciones y gozo en la sanidad. Ahora dime si es justo que aquél en quien tienes todas las cosas ames sobre todas ellas, y que sobre todos los bienes estimes aquél en quien están todos los bienes. Y no solamente los soberanos y divinos, mas aún esos temporales de que los hombres usan mal, de él mismo los tienen.

     Pues así es, el amor que hasta aquí ha sido mal repartido, todo junto le entrega al servicio de Dios. Y la casta caridad, que en pos de las sensuales aficiones erraba, de aquí adelante se ocupe en solos ejercicios sagrados. Y el corazón que devaneaba con diversas opiniones, sea castigado con el freno de la verdadera sabiduría, mayormente pues cuanto amas y cuanto sabes, todo es de Dios. Suyo es, aunque tú no le ames. Porque es él tan grande y tan universal señor, que los que no le aman, aunque no quieran, han de amar lo que es suyo. Pero considere quien tiene juicio sano si es cosa razonable que, despreciado el hacedor de las cosas, se amen sus hechuras, y que corra el hombre a diestro y a siniestro a todas partes en pos de las criaturas contra la voluntad de quien las crió, habiéndolas criado para que por el uso dellas camine para él nuestro corazón. Mas el hombre de trastornado entendimiento convierte sus amores y deseos a las criaturas viles, y desordenando su misma inclinación, engrandece el arte menospreciando al artífice, y ama la imagen hermosa y desama a su pintor, de cuya universal bondad arriba dijimos. Mas, ¿qué dijimos, o qué se puede decir de tan grande tesoro de bondad, o cuándo podrá algún hombre o ángel igualar con palabras a la alteza de tan profundo misterio?

     De donde ya no te quiero decir que amar a Dios es deleitable, mas que es necesario, pues allende la obligación que tenemos de amarle por quien él es, necesariamente amamos sus cosas. Y así como no podemos amarle cuanto él es digno, así tampoco basta nuestro amor para recompensar los bienes que dél recibimos. Por lo cual asimismo es grande injusticia no amar siquiera a quien, aun amándole, no le podemos satisfacer. Injustísima cosa es no querer servir lo poco que puedes a quien no puedes servir cuanto eres obligado. «¿Qué volveré al Señor -decía David-, por todos los bienes que me ha dado?» ¿Qué le pagaremos siquiera por esto solo, que en tan fáciles cosas puso el principio de nuestra salvación y abrió puerta a todos los moradores de la tierra para darles la heredad del cielo sin despreciar o desechar alguna nación o tierra o isla apartada? Porque, ¿piensas tú que por otra razón la posesión de toda la tierra, las naciones y reinos de la tierra, vinieron a la sujeción de los romanos, y la mayor parte del mundo se hizo un pueblo, sino para que más fácilmente por todo el mundo penetrase la fe, y para que como el mantenimiento o la medicina se derrama por todo el cuerpo, así la fe, infundida en la cabeza de las gentes, se comunicase por todos los miembros? Porque de otra manera no corriera tan diligentemente por tan apartadas gentes y provincias diferentes en costumbres y lenguas, ni pasara tan adelante y con tanta presteza, si a cada lugar tuviera nuevo tropiezo y contradicción. Por esto el apóstol san Pablo dice que la fe de los romanos se anunciaba por el universo mundo. Y por la misma razón tuvo él libertad para discurrir predicando el evangelio desde Jerusalén hasta el Ilírico. Lo cual, ¿cómo pudiera, si no estuvieran juntas debajo de un señorío la multitud innumerable de regiones y ciudades, y se domesticara la fiereza de las bárbaras naciones?

     Así se cumplió lo que ahora vemos cumplido, que desde el Oriente hasta el Poniente, desde el Septentrión hasta el Mediodía, por todos los lados del mundo suenan los loores de Cristo, aceptando su fe el tracense, el africano, el siro, el español. Lo cual misteriosamente se significó y se comenzó a ejecutar cuando en tiempo de la República Romana, teniendo el cetro de todo el mundo el emperador Octaviano, descendió Dios a la tierra. Para cuya venida y próspera dilatación de su nombre se proveyó y fundó y acrecentó en diversos tiempos la policía de los romanos, así en tiempo del mando de los antiguos reyes como en el de la gobernación de los cónsules, según podrá claramente mostrar con mediano ingenio cualquiera que afirmarlo quisiere. Y tú mejor lo puedes conocer, pues te son familiares las historias de tu nación. Por tanto, dejado esto, vuelvo al propósito que desde el principio pretendí. «No queráis amar al mundo, ni las cosas que en el mundo están» -dice el discípulo amado del Señor-. Y con razón, porque todas las cosas mundanas engañan nuestros ojos con afeites y colores postizos. Pues así es, la virtud de los ojos, que se nos dio para gozar de la luz, no se debe aplicar al error, y la que para el uso de la vida fue dada, no nos sea causa de muerte. «Los deseos de la carne -dice el apóstol san Pedro- pelean contra nuestra ánima, y siempre están en frontera contra el espíritu.» Y como se acostumbra entre los reales de los enemigos, tanto más la carne se esfuerza cuanto el espíritu más se enflaquece.

     V. Mas hasta ahora, ilustre Valeriano, yo he tratado de los halagüeños deleites de las riquezas, y de las fingidas y falsamente estimadas honras, como si el mundo estuviese en su vigor y fuerza para engañarnos. Pues, ¿cuánto más se podrá argüir el embaimiento de los hombres, cuando ya el resplandor del mundo, que antes con sus relámpagos deslumbraba los mundanos, y con cara llena de risa y adulterinos atavíos requería sus ánimas, mostrando falsos amores, ya, ya se ha oscurecido y descubre claramente su fealdad y mentiras? Vuelto se ha en negrura aquel hermoso rostro con que transportaba los sentidos de los hombres. Primero nos quería engañar con imágenes sofistica mente compuestas, y aun con quien tenía mejor seso no podía; ahora los tiempos están así mudados, que todos cuantos quisieren conocerán sus embustes. Primero carecía de bienes ciertos; ahora carece aún de los aparentes. Apenas tiene ya colores con que se afeite. Ya no está adornado de tiernas flores, ¡cuánto menos tendrá fruto que permanezca! Si nosotros no nos enredamos, ya el mundo no tiene lazos con que nos ate.

     ¿Y para qué tardamos de decir lo que es más fuerte? Decimos que perecieron las prosperidades del mundo y que se envanecieron sus pompas. El mundo todo perece y casi da los postreros anhélitos. ¿Para qué nos trabajamos por mostrar que todo su valor y contentamiento se acaba, pues vemos claramente que él mismo se acaba? Ca no le faltan sus bienes y fuerzas antes de tiempo, porque su vejez trae consigo su flaqueza. La edad postrera del mundo está llena de males, como la del hombre es seguida de dolencias. Visto habemos, y cada día nos pasan delante los ojos en estas canas del mundo, hambres, pestilencias, desventuras, guerras, temblores de tierra, desorden de los temporales, monstruosos partos de animales. Pues, ¿qué es esto, sino pronósticos del remate del siglo, que se cansa corriendo y casi ya desfallece? Lo cual no afirman sólo nuestras flacas palabras, mas la autoridad apostólica lo confirma, donde leemos: «Nosotros somos en quien ya llegaron los postreros fines del siglo.» Y pues ya ha muchos años que esto se dijo, ¿nosotros qué confianza tenemos? Llégase deprisa el día postrero, no digo el nuestro, mas el de todo el mundo. Cada hora nos amenaza la muerte, así de nuestro cuerpo como la de todo el linaje humano, por los particulares peligros y por los generales en que cada día caemos. Carga sobre mí, hombre desventurado, el temor de la muerte del siglo, como si no bastase para hacerme miserable el miedo de la mía. ¿Por qué disimulamos nuestros espantos? No podemos estar seguros, pues ni de nuestra singular muerte podemos escapar ni de la común. Por lo cual ciertamente es mal afortunada la condición de los hombres mundanos, y más ahora, en la despedida del mundo y en el desfallecimiento de todas las cosas, que de las presentes no pueden gozar porque perecen, ni se recrean con la esperanza de las venideras porque no las merecen.

     El deleite de la vida pasa como sombra, que no se puede tener pasando su cuerpo, y la venidera, que es perpetua, no tiene por qué confíen alcanzarla. Ni se aprovechan de los bienes temporales ni gozarán de los eternos. Aquí tienen poco de posesión; para lo celestial no tienen título. Por cierto es desventurado y mucho de doler tal estado, si no hace el hombre de esta cruel necesidad provechosa virtud, mudando la afición y enderezando sus caminos al bien soberano. Porque, de otra manera, los intereses desta vida están así destruidos, que quien no busca el bien eterno, ambos los pierde. Y puesto que algo se pudiesen gozar en esta vida y algo valiesen, como a sus seguidores parece, más es de estimar la esperanza cierta de los grandes bienes que la posesión de los pequeños, como te mostraré por este ejemplo: Si a un hombre prometiese un grande señor de darle a su escogimiento, o en este día cinco monedas o mañana quinientas, o en este día un vaso de cobre o mañana un joyel de oro, escogería ciertamente este hombre lo más precioso, aunque fuese con pequeña tardanza. Pues desta manera, considerando tú la brevedad desta vida, no te contentes con lo vil pudiendo esperar lo muy valeroso. Ca el mundo no tiene más que dar de lo que vemos y recibimos, y por eso no se ha de esperar de él otra cosa de mayor precio, pues lo que poseemos, ya no lo esperamos. A los bienes venideros se han de pasar todas las esperanzas del siglo, pues en lo temporal no hay más que esperar y, según arriba mostré, vale más la esperanza de las cosas celestiales que la posesión de las terrenas. Y quien lo contrario siente no tiene sano juicio de los bienes del mundo, porque los trae tanto sobre los ojos que no los ve, como claramente experimentamos si alguna cosa pegamos con la niña del ojo, que no la podemos ver, la cual, apartada a distancia conveniente, vemos distintamente. Así acaece en la estima de los bienes mundanos, que por traerlos tan dentro de nos, agravan nuestro entendimiento y no los conocemos; y de los celestiales, que están apartados, juzgamos con más clara vista.

     Y la esperanza que te he dicho de los bienes venideros no es vana, pues nuestro señor Jesucristo, asaz abonado prometedor, nos la certificó, el cual prometió a los pobres renunciadores del mundo el reino de los cielos y copiosísimos premios de la eternidad. Y para entera seguridad, en su persona vino a tratar con nosotros por el inefable sacramento de la humana naturaleza, que juntó con la suya divina, restituyéndonos a la amistad del Padre, haciéndose medianero entre Dios y los hombres como particionero de ambas naturalezas. Y libró todo el mundo, por el alto misterio nunca enteramente conocido de su pasión, de la grande deuda a que estaba obligado. Y como el apóstol dice, fue manifiesta su encarnación por el Espíritu Santo, por cuya virtud fue concebido, descubrióse a los ángeles, predicóse a las gentes, creyóla el mundo, y así fue colocada en su gloria. Donde tanto le ensalzó su eterno padre, y le dio nombre sobre todo nombre, que todas las criaturas, cuantas hay en el cielo y en la tierra, en la mar y en los abismos, confiesan que nuestro señor Jesucristo es rey y Dios antes de todos los siglos.

     VI. Y si quieres desto gozar, deja la doctrina de los filósofos, en que empleas tus estudios y lección, y ocupa tus buenas horas y espíritu en la doctrina de Cristo, en la cual tampoco te faltará campo para dilatar tu ingenio, antes tengo por averiguado que, en gustándola, conocerás cuánto se deba anteponer la ciencia de piedad y amor divino a los preceptos de los filósofos. Porque en las sentencias de aquéllos se halla la virtud solamente contrahecha, y la sabiduría solamente dibujada, y en ésta nuestra disciplina se enseña la perfecta justicia y maciza verdad. Tanto, que con razón afirmaré que ellos usurparon el nombre de filósofos, y nosotros abrazamos la vida. Dime, yo te ruego, cuáles preceptos pueden dar de vivir los que no conocen al autor de la vida. Los que a Dios ignoran y tropiezan luego en el umbral de la justicia, ¿cómo llevarán a otros por la mano a la verdadera virtud? Porque necesariamente, errando en el principio, siempre irán descaminados y en vano correrán adelante. Y así parece ello ser, porque los que entre ellos determinan las más honestas reglas de costumbres no pretenden sino vanidad y arrogancia, y por ésta trabajan de manera que en abstenerse de vicios no carecen de vicio. Éstos son de quien se escribe que saben las cosas terrenas porque de la tierra y de los gustos della tratan, y ésta desean. Pues pretendiendo este fin, manifiesto es que no poseerán la verdadera sabiduría ni la verdadera virtud. ¿Por ventura algún discípulo de Aristipo podrá enseñar la verdad, cuyo entendimiento no mira más a lo alto que los ojos de los puercos, constituyendo la felicidad del hombre en los deleites del cuerpo, y haciendo su Dios a su vientre, y su gloria a sus miembros deshonestos? ¿Este tal juzgará alguna cosa justa y honesta, por cuya filosofía el glotón, el pródigo, el fornicario y el amontonador de dinero son beatificados? Pero contra los tales otro lugar habrá de disputar.

     Vengamos a las sentencias de los más justificados y que a ti más contentan, porque deseo que dejes aun aquellas generales amonestaciones determinadas por sola humana ciencia, y conviertas tus estudios a las escrituras de los nuestros, adornadas y fortalecidas del espíritu, en las cuales hallarás con que hartes tu pecho de las razones y doctrina con que ellos solamente te untan los labios. De las cuales algunas referiré. En las escrituras de los nuestros, para hacerte dar fe a los prometimientos divinos, hallarás lo que allá ves, aunque no por las mismas letras, mas la misma sentencia. Las palabras de Dios, quien no las cree no las entiende. En ellas serás amonestado que si a Dios conoces por señor, le has de temer, y si le conoces por padre, le has de amar. Allí aprenderás cuáles sacrificios son agradables a Dios, ca verdaderos sacrificios son justicia y misericordia. Allí te amonestarán: Si te amas, ama a tu prójimo, porque en ninguna cosa hallarás más tu provecho que en el bien que a tu prójimo hicieres, y entenderás que ninguna cosa hay tan justa que justifique dañar injuriosamente a otro hombre. Allí, contra la deshonestidad, hallarás este aviso: Resiste a la lujuria, que después que te venciere y hubiere injuriado tu carne, escarnecerá de ti. Y para que no codicies demasiadas riquezas, halláras: Más bienaventurado es el que no desea lo que no tiene, que el que tiene lo que desea. Y para que refrenes la ira te dirán cuan importuna señora es. Porque quien por cualquiera ocasión se enoja, siempre se enojaría si siempre se le ofreciese ocasión. Y para que ames a tus enemigos serás amonestado: Ama a quien te desama si quieres hacer más que los malos, porque aquéllos aman a quien bien les quiere. Y para ayudar con tus bienes a los pobres hallarás: Aquél guarda bien su tesoro, que le partió con los pobres; ya no le podrá perder, porque dándole le aseguró. Y para más perfecta justicia hallarás: Del fiel matrimonio, el fruto es la continencia.

     Allí entenderás la razón por que los desastres del mundo son comunes a los buenos y a los malos, y conocerás que mayor miseria es enfermar el alma con vicios, que la carne con dolencias. Y para amonestarte paciencia leerás: A los impacientes la semejanza de costumbres, que suele ser causa de amistad, es ocasión de discordia. Y para que no remedes a los viciosos hallarás escrito: Al hombre prudente avisan los buenos y los malos, los unos lo que ha de abrazar, los otros lo que ha de huir. Y para que consideres y agradezcas la bondad del Señor, que usa con los hombres, hallarás que muchos bienes recibimos sin que los conozcamos, donde parece que no nos ama más en público que en escondido, y que debes dar no menos gracias a Dios en la adversidad que en la prosperidad, y conocer que lo adverso te viene justamente y lo próspero no mereces. Allí conocerás cómo a todas las cosas se extiende la providencia divina, y que ninguna cosa hace el hombre por hado, mas por propia voluntad. Por lo cual, aun las leyes humanas castigan a los delincuentes y galardonan los virtuosos. Lo cual mucho más justamente hará Dios, si no ahora, a lo menos en su último juicio. Y por no conocer esto los ignorantes, tienen por injusta la providencia divina, que permite que los malos en esta vida sean prosperados y los buenos afligidos. Aparte Dios de nosotros tal pensamiento. Y para que perseveremos en temor de Dios, te amonestarán: Lo que no quieres que vean los hombres no lo hagas, y lo que no quieres que vea Dios no lo pienses. Y contra toda injusticia hallarás quien afirma: Mayor miseria del hombre es engañar a otro que ser engañado. Y contra la soberbia hallarás avisado: Tanto más huye la vanagloria, cuanto más aprovechares en virtud, porque todos los vicios crecen con otros vicios; sola la soberbia se cría con buenas obras.

     Estas y otras sentencias filosofales hallarás mucho mejor enseñadas por los nuestros, allende de su singular y provechosa doctrina, con otros más perfectos grados de virtud. Y si después llegares a beber de la fuente de la escritura divina, allí convendrá más escudriñar y maravillarte de lo interior que de lo que suena de fuera. Porque la escritura sagrada de tal manera resplandece a los ojos, que con sus clarísimos rayos, como preciosísimo carbúnculo, reverbera la vista de los que la miran. A esta maravillosa luz debes hacer familiar tu ingenio, y con este saludable manjar mata la hambre de tu ánima.

     Lo cual, por la misericordia del Señor, espero ver cumplido, y que despreciados tus acostumbrados ejercicios, y amando los nuestros, tengas aborrecimiento a la vanidad y codicies el tuétano de la virtud. Porque imprudentísimo es el que por bien de su ánima no se esfuerza a buenos ejercicios, aunque le sean trabajosos, habiendo hecho el Señor por ella misma tantas obras, y que procurando el Señor tan cuidadosamente los provechos del hombre, esté él holgazán y perezoso en lo que tanto importa. Y, ciertamente, lo que más nos cumple es que restituyamos a nosotros mismos al servicio y honra de Dios, y pretendamos la verdadera bienaventuranza, despreciadas las que llaman buenas venturas del siglo. Y que, pisando las cosas terrenas, nos levantemos con ardientes deseos a las celestiales. Ea, pues, de aquí adelante todas tus obras y palabras endereza a tu Dios. Haz que en todas tus obras sea siempre tu compañera la inocencia, y ella será tu fiel guardadora. Y no temas las redes de la mala costumbre pasada. Presto, con la ayuda de Dios y con buenos ejercicios, te desenvolverás de sus lazos. Entrégate a tal médico que te cure, que juntamente puede dar la complexión y disposición para alcanzar la salud que has menester. Y, lo que es suma misericordia, darte ha después el mismo señor el galardón de lo que por su virtud hubieres obrado.

     Digo el galardón de la vida eterna, cuya excelencia no puede ahora el ánima comprender, ni el juicio humano puede estimar la grandeza de los bienes que nos están aparejados. Porque si la divina magnificencia concedió en esta vida a todos los hombres el uso de la luz tan amable; si al bueno y al malo es lícito mirar al sol, y a todos indiferentemente sirven las criaturas, y de los justos y de los injustos es común la posesión deste mundo; finalmente, si tan excelentes dones da Dios a los virtuosos y a los viciosos, ¿cuáles mercedes creeremos que tiene guardadas para solos los virtuosos? Consideremos: quien tan graciosamente dio tan grandes tesoros sin deberlos, ¿cuánto mayores pagara a quien los hubiere merecido? Quien tan liberal es en las mercedes, ¿cuánto más lo será en pagar las deudas? Si tan inestimable es la largueza del que da, ¿cuánta será la magnificencia del que restituye? No se pueden decir los bienes que tiene Dios aparejados para los que le aman, ni comprender la gloria que dará a los bien agradecidos, pues tales cosas dio aun a los ingratos.

     Pues ya levanta los ojos, y del piélago de los negocios en que estás engolfado mira a la playa de nuestra profesión y endereza a ella la proa. Sólo este puerto hay a que te acojas de las peligrosas ondas del siglo, y donde descanses de las continuas tormentas del mundo. A éste conviene que gobiernen los que son fatigados de las tempestades del bravo mar. Aquí no se oyen los espantables bramidos del agua, ni sus olas levantadas llegan a este seno, mas siempre se halla en él tiempo sereno y quieta bonanza. Cuando a este puerto llegares después de los baldíos trabajos pasados, echa el áncora de la esperanza, coge la vela en la antena puesta en la figura de la cruz del Señor, y respira seguro. Pero ya la justa medida de epístola demanda el fin desta carta. Recibe esta suma de celestiales preceptos y manojo de mandamientos divinos, apretados en breve doctrina a gloria del mismo señor, y de lo que hubiere errado me perdona.

 

Fin de la carta de Euquerio