Capítulo X

Del décimo título por el cual estamos obligados a la virtud, que es la cuarta postrimería del hombre, donde se trata de las penas del infierno

     Bastaba la menor parte deste galardón para mover nuestros corazones al amor de la virtud, por la cual tanto bien se alcanza. Pues, ¿qué será si con la grandeza desta gloria juntamos también la grandeza de la pena que está a los malos aparejada? Porque no se puede aquí el malo consolar diciendo: «Si fuere malo, todo lo hace no ir a gozar de Dios; y en lo demás, ni tendré pena ni gloria.» No es así, sino que forzadamente nos ha de caber una destas dos suertes tan desiguales: porque, o habemos de reinar para siempre con Dios, o arder para siempre con los demonios, ca no se da medio entre estos dos extremos, si no es el limbo o el purgatorio. Éstas son en figura aquellas dos canastas que mostró Dios al profeta Jeremías ante las puertas del templo en una visión, la una llena de higos buenos, en gran manera buenos, y la otra de higos malos, y tan malos que no se podían comer. En la cual quiso significar Dios al profeta dos maneras de personas, unas con quien había de usar de misericordia, y otras con quien había de usar de justicia. Y la suerte de los unos era tan buena, que no podía ser mejor, y la de los otros tan mala, que no podía ser peor, pues la suerte de los buenos es ver a Dios, que es el mayor bien de los bienes, y la de los malos carecer eternalmente de Dios, que es el mayor mal de los males.

     Esto debían considerar los que se atreven a cometer un pecado mortal, para ver la carga que toman sobre sí. Los hombres que viven de llevar y traer cargas a cuestas, cuando son alquilados para llevar alguna, primero la miran muy bien y prueban a levantarla, para ver si podrán con ella. Pues tú, miserable, que estás cebado en la golosina del pecado, y por ese precio te obligas a llevar sobre ti la carga dél, mira, ruégote, primero lo que esa carga pesa -que es la pena que por él se da-, para ver si tienes hombros en que llevarla. Y porque mejor puedas hacer esto, quiero ponerte aquí algunas consideraciones por las cuales podrás entender algo de la grandeza desta pena, para que más claro veas la grandeza de la carga que sobre ti tomas cuando pecas. Y aunque desta materia tratamos en otros lugares, pero aquí la trataremos por otros medios diferentes, que es por algunas razones y consideraciones que esto nos declaren, porque ella es tan copiosa que da motivo para todo esto y mucho más.

     Entre las cuales, la primera es considerar la inmensidad y grandeza de Dios, que ha de castigar el pecado. El cual en todas sus obras es Dios, quiero decir, en todas grande y admirable, no sólo en la mar y en la tierra y en el cielo, sino también en el infierno y en todo local. Pues si este señor en todas sus obras es Dios y parece Dios, no menos lo parecerá en la ira y en la justicia y en el castigo del pecado. Por esta consideración dijo el mismo señor por Jeremías: «¿A mí no temeréis, y de mí no temblaréis? Pues yo soy el que puse las arenas por término de la mar, con tan fijo y perpetuo mandamiento, que nunca jamás lo traspasará. Y aunque se embravezcan sus olas, y se levanten hasta el cielo, no serán poderosas para pasar la raya que yo les tengo señalada.» Como si más claramente dijera: «¿No será razón que temáis el brazo de un Dios tan poderoso, cuanto declara la grandeza desta obra? El cual, así como es grande y admirable en todas sus obras, así también lo será en sus castigos, y que así como por lo uno es dignísimo de ser engrandecido y adorado, así por lo otro merece ser temido y reverenciado.» Pues por esto temía y temblaba este mismo profeta, aunque era inocente y santificado en el vientre de su madre, cuando decía: «¿Quién no temblará de ti, rey de las gentes? Porque tuya, señor, es la gloria.» Y en otro lugar: «Estaba yo -dice él- solo y apartado de la compañía de los hombres, por estar, señor, mi corazón lleno de temor de vuestras amenazas.» Y aunque sabía muy bien este profeta que las amenazas no eran contra él, todavía ellas eran tales que le hacían temblar. Y por esta causa se dice con razón que tiemblan las columnas del cielo ante la majestad de Dios, y que tremen otrosí delante dél aquellos grandes principados y poderes soberanos, no porque no están seguros de su gloria, sino porque les pone espanto y admiración la grandeza de la majestad divina.

     Pues si éstos no carecen de temor, ¿qué deben hacer los culpados, los menospreciadores de Dios, pues éstos son sobre quien él ha de descargar el torbellino de su ira? Ésta es, pues, una de las principales causas que hay para temer la grandeza deste castigo, como claramente nos lo enseña san Juan en su Apocalipsis, donde hablando de los azotes y castigos de Dios, dice así: «En un día vendrán sobre Babilonia todas sus plagas: muerte, llanto, hambre y fuego, porque fuerte es Dios que la ha de juzgar.» Y porque conocía muy bien el apóstol la fortaleza deste señor, dijo que era cosa horrible caer en las manos de Dios. No es cosa horrible caer en las manos de los hombres, porque ni son tan poderosos que nadie se pueda escapar dellas, ni tan fuertes que basten para echar un ánima en el infierno. Por donde decía el Salvador a sus discípulos: «No queráis temer aquellos que no pueden hacer más que matar el cuerpo, y después no les queda qué hacer. Quiéroos yo mostrar a quién hayáis de temer. Temed a aquél, que después de muerto el cuerpo, tiene poder para echar el ánima en el infierno. Esto os digo yo que es para temer.» Éstas, pues, son las manos en las cuales, con mucha razón, dice el apóstol que es horrible cosa caer. Y así parece que tenían bien conocido a qué sabían estas manos aquellos que en el Eclesiástico decían: «Si no hiciéremos penitencia, caeremos en las manos de Dios, y no de los hombres.» Las cuales cosas todas dan bien a entender que así como Dios es grande en el poder y en la majestad y en todas sus obras, así también lo será en la ira, en la justicia y en el castigo de los malos.

     Lo mismo parece aún más claro considerando en especial la grandeza de la divina justicia, cuya obra es este castigo. Ésta se nos trasluce algún tanto por sus efectos, que es por los castigos espantosos de Dios, de que están llenas las escrituras divinas. ¿Qué castigo tan espantoso fue aquél de Datán y Abirón y de todos sus consortes, los cuales tragó la tierra vivos y sumió en el profundo de los infiernos, porque se levantaron contra sus prelados? ¿Quién jamás oyó tal linaje de amenazas y maldiciones como aquellas que leemos en el Deuteronomio contra los quebrantadores de la Ley? Donde, entre otras terribles y espantosas amenazas, dice Dios así: «Enviaré contra vosotros ejércitos de enemigos, los cuales cercarán vuestras ciudades y os pondrán en tan grande aprieto y necesidad, que la señora delicada que no se podía tener en los pies por su grande delicadeza y ternura, cuando pariere, vendrá a comer las pares y la sangre y las heces en que salió envuelta la criatura, y esto a escondidas de su marido, por no darle parte dellas: tan grande será la hambre que padecerá.» Espantosos castigos son éstos. Mas así éstos, como todos los que se ejecutaron en esta vida, no son más que una pequeña sombra y figura de los que están guardados para la otra, que es el tiempo en que ha de resplandecer la divina justicia en aquellos que aquí despreciaron su misericordia. Pues si tal y tan temerosa es la sombra, ¿cuál será la misma verdad? Y si ahora, cuando la justicia anda tan templada con la misericordia, y el cáliz de la ira del Señor se da tan aguado, es tan desabrido, ¿qué hará cuando se dé puro, y cuando se haga juicio sin misericordia, aunque sea siempre menor el castigo de lo que merece el pecado?

     Mas no sólo la grandeza de la justicia, sino también la de la misma misericordia, con quien tanto se favorecen los malos, nos da a entender la grandeza deste castigo. Porque, ¿qué cosa de mayor espanto que ver a Dios vestido de carne padecer en ella todos los tormentos y deshonras que padeció, hasta acabar la vida en un madero? ¿Qué mayor misericordia que descender él a tomar sobre sí todas las deudas del mundo, para descargar dellas al mundo y derramar su sangre por aquellos mismos que la derramaban? Pues así como son espantables las obras de la divina misericordia, así también lo han de ser las de su justicia. Porque como en Dios no haya cosa mayor ni menor, pues todo lo que hay en Dios es Dios, cuan grande es su misericordia, tan grande es necesario que sea su justicia, cuanto es de parte della. Por donde, así como por la cantidad de un brazo sacamos la del otro, así por la grandeza del brazo de la misericordia se conoce la del brazo de la justicia, pues ambos son de una misma manera. Pues ruégote ahora me digas: si en el tiempo que Dios quiso mostrar al mundo la grandeza de su misericordia hizo cosas tan admirables y tan increíbles al mundo que el mismo mundo las vino a tener por locura, cuando se llegare el tiempo de la segunda venida, diputado para declarar la grandeza de su justicia, ¿qué te parece que hará, mayormente habiendo tantas causas para usar de justicia cuantas son las maldades del mundo? Porque la misericordia no tuvo quien de fuera así la ayudase, pues no había de parte de nuestra humanidad cosa que la mereciese. Mas la justicia tendrá tantas ayudas y estímulos para declararse cuantos pecados ha habido en el mundo, para que por aquí puedas conjeturar qué tan espantable será.

     Esto declara muy bien san Bernardo en un sermón de Epifanía por estas palabras: «Así como en la primera venida se mostró el Señor muy fácil para perdonar, así en la segunda será muy riguroso en castigar. Y como ahora ninguno hay que no se pueda reconciliar con él, así entonces ninguno habrá que lo pueda hacer. Porque así como la benignidad en la primera venida se descubrió sobre toda manera, así será el rigor de la justicia que en la postrera se mostrará. Ca inmenso es Dios, e infinito en la justicia, así como en la misericordia. Grande para perdonar y grande para castigar, aunque la misericordia tiene el primer lugar, si nosotros procuráremos que no halle la justicia sobre qué descargue su rigor.» Hasta aquí son palabras de san Bernardo, por las cuales vemos cómo la misma misericordia de Dios nos declara cuán grande será su justicia. Y lo uno y lo otro divinamente explicó el salmista cuando dijo: «Nuestro Dios es Dios, cuyo oficio es salvar los hombres y librarlos de las puertas de la muerte; mas con todo eso él quebrantará las cabezas de sus enemigos, hasta el postrer pelo de los que perseveran en sus delitos.» ¿Ves luego cómo, siendo tan blando para los que a él se convierten, es tan riguroso para los endurecidos y rebeldes?

     Lo mismo también nos declara la paciencia de Dios, así para con todo el mundo, como para con cada uno de los malos. Porque vemos muchos hombres tan desalmados, que desde que abrieron los ojos de la razón hasta los postreros años de su vida, la mayor parte della gastaron en ofender a Dios y despreciar sus mandamientos, sin hacer caso ni de sus promesas ni de sus amenazas, ni de sus beneficios ni de sus avisos, ni de otra cosa alguna. Y en todo este tiempo los aguardó aquella suma bondad y paciencia, sin cortarles el hilo de la vida y sin dejar de llamarlos por muchas vías a penitencia, sin ver en ellos enmienda. Pues cuando, acabada toda esta tan larga paciencia, suelte él contra ellos la represa de su ira que por tantos años se ha ido poco a poco recogiendo en el seno de su justicia, ¿con qué ímpetu, con qué fuerza vendrá a dar sobre ellos? ¿Qué otra cosa quiso significar el apóstol cuando dijo: «¿No miras, hombre, que la benignidad de Dios te aguarda y te llama a penitencia? Mas tú por tu gran dureza, y por ese corazón tan cerrado a penitencia, atesoras contra ti ira para el día del justo juicio de Dios, el cual dará a cada uno según sus obras.» Pues, ¿qué quiere decir «atesoras ira», sino dar a entender que, como el que allega tesoro va cada día añadiendo dineros a dineros, y riquezas a riquezas, para que así crezca el montón, así también Dios va cada día y cada hora acrecentando más y más el tesoro de su ira, así como el malo con sus malas obras va siempre acrecentando las causas della? Pues dime ahora: si un hombre se diese tanta prisa a juntar tesoro, que no se pasase día ni hora que no acrecentase algo en él, y esto por espacio de cincuenta o sesenta años, cuando después deste tiempo abriese sus arcas, ¿qué tan gran tesoro hallaría? Pues, ¡oh miserable de ti!, que apenas hay día ni hora que se te pase sin acrecentar contra ti el tesoro desta ira divina, la cual crece a cada hora con cada uno de tus pecados. Porque aunque no hubiese más que las vistas deshonestas de tus ojos, y los malos deseos y odios de tu corazón, y las palabras y juramentos de tu boca, esto sólo bastaba para henchir un mundo. Pues cuando con esto se juntare todo lo demás, ¿qué tesoro de ira tendrá allegado contra ti a cabo de tantos años?

     La ingratitud también de los malos y su malicia, si bien se mira, da a entender por su parte cuán grande haya de ser este castigo. Si no, ponte a considerar, por una parte, la inmensa benignidad y largueza de Dios para con los hombres: lo que en este mundo tiene hecho y dicho y padecido por ellos, los aparejos y oportunidades que para bien vivir les ha dado, lo que les ha disimulado y perdonado, los bienes que les ha hecho, los males de que los ha librado, con otras muchas maneras de favores y beneficios que cada día les hace. Mira, por otra parte, el olvido de los hombres para con Dios, su ingratitud, su rebeldía, su deslealtad, sus blasfemias, el menosprecio dél y de sus mandamientos, el cual es tan grande, que no sólo por cualquier interés que se les ofrezca, sino muchas veces de balde y sin propósito, por sola maldad y desvergüenza, ponen debajo los pies todo cuanto manda Dios. Pues quien desta manera desprecia aquella tan grande majestad, como si fuera un Dios de palo; quien tantas veces, como dice san Pablo, pisó al Hijo de Dios y despreció la sangre de su testamento; quien tantas veces lo crucificó y abofeteó con peores obras que hiciera un pagano, ¿qué puede esperar, sino que cuando llegue la hora de la cuenta, se haga a costa del malo tan grande recompensa de la honra de Dios, cuan grande fue la injuria hecha contra él? Porque pues Dios es justo juez, a él pertenece hacer igualdad y recompensa suficiente entre el castigo del que injurió con la deshonra del injuriado. Pues si Dios es aquí el injuriado, ¿qué entrega se hará en el cuerpo y ánima del condenado para que del cuero salgan las correas, y de sus dolores la recompensa de tales injurias? Y si fue menester la sangre del Hijo de Dios para hacer recompensa de las ofensas de Dios, supliéndose con la dignidad de la persona lo que faltaba de rigor a la pena, ¿qué será donde se haya de hacer esta recompensa, no con la dignidad de la persona, sino con sola la grandeza de la pena?

     Considera otrosí, demás de la condición del juez, también la del verdugo que ha de ejecutar su sentencia -que es el demonio-, para que por aquí veas lo que de tales manos puedes esperar. Y para entender algo de la crueldad deste ejecutor, mira cuál paró a un hombre sobre quien le fue dado poder, que fue el santo Job. Porque todo cuanto fue posible hacer contra una criatura racional hizo, sin tener respeto a ningún género de blandura ni piedad. Quemóle las ovejas, robóle todos los otros ganados mayores, cautivóle los criados, derribóle las casas, matóle todos los hijos, cubrióle de pies a cabeza de cáncer y de gusanos, sin dejarle otro refrigerio más que un muladar en que se sentase y un pedazo de teja con que rayese la materia que de sus llagas corría, y sobre todo esto, dejóle la mujer y los amigos -a quien con mayor crueldad perdonó, que matara-, para que ellos con sus palabras le fuesen otros gusanos más crueles, que llegasen hasta roerle las entrañas. Esto hizo con el santo Job. Mas, ¿qué hizo con el salvador del mundo en aquella dolorosa noche en que fue entregado al poder de las tinieblas? Esto no se puede explicar en pocas palabras.

     Pues si este enemigo y todos sus consortes son tan fieros, tan inhumanos, tan carniceros, tan amigos de sangre, tan enemigos del linaje humano y tan poderosos para dañar, cuando tú, miserable, te veas en sus manos para que ejecuten en ti todas las crueldades que quisieren, según la dispensación de la divina justicia, y esto no por una noche y un día, sino por todos los siglos de los siglos, ¿parécete que estarás bien librado en tales manos? ¡Oh qué día tan oscuro será aquél, cuando así te veas en poder de tales lobos!

     Y porque mejor entiendas el tratamiento que destas manos puedes esperar, referiré aquí un ejemplo memorable que escribe san Gregorio en sus diálogos, donde cuenta que en un monasterio suyo acaeció llegar a punto de muerte un religioso mancebo, no menos en las costumbres que en los años. Y como los religiosos del monasterio acudiesen a este tiempo a ayudarle a morir, y se pusiesen todos alderredor de su cama haciendo oración por él, comenzó él a dar voces, y decir: «íos, íos de aquí, padres, íos y dejad a este dragón que me acabe de tragar, porque ya me tiene metida la cabeza entre sus gargantas encendidas, y con sus escamas, como con unos dientes de sierra, me aprieta y atormenta grandemente. Íos luego todos y apartaos de aquí, porque por vuestra presencia no me acaba de matar, y así me atormenta más cruelmente.» Y como dijesen los religiosos que hiciese la señal de la cruz, respondió diciendo: «¿Como la podré hacer, que me tiene enroscados los pies y las manos con las vueltas de su cola, y no soy señor de mí?» Entonces los religiosos, no por eso desmayando, comenzaron a hacer oración por él con grandes gemidos y con mayor instancia, con lo cual el padre de las misericordias, movido a su acostumbrada piedad, libró al enfermo de aquella tan grande agonía, con la cual quedó tan escarmentado, que de ahí adelante ordenó su vida de tal manera que no mereciese verse otra vez en tal aprieto.

     De los mismos demonios habla aún por más horribles figuras san Juan en su Apocalipsis, diciendo: «Vi una estrella que cayó del cielo en la tierra, a la cual fueron dadas las llaves del pozo del abismo. Y abriendo la puerta deste pozo, salió dél una grande humareda, como las que suelen salir de los grandes hornos de fuego. Y del humo deste pozo saltaron unas langostas en tierra, a las cuales fue dado poder para herir como hieren los escorpiones, y fueles mandado que no hiciesen daño en el heno de la tierra, ni en los árboles, ni en cosa verde, sino en solos aquellos que no tuviesen la señal de Dios en su frente. En este tiempo andarán los hombres buscando la muerte, y no la hallarán. Y la figura destas langostas era como de caballos armados para pelear, y sobre sus cabezas tenían unas coronas de oro, y las caras eran como caras de hombres, y los cabellos como cabellos de mujeres, y los dientes como dientes de leones, y tenían vestidas unas lorigas como lorigas de hierro, y el estruendo que hacían con sus alas era como el de muchos carros y caballos cuando arremeten a pelear. Y tenían las colas como de escorpiones, y en ellas traían sus aguijones para herir.» Hasta aquí son palabras de san Juan.

     Ruégote, pues, ahora me digas: ¿qué pretendía el Espíritu Santo, que es el autor de esta escritura, cuando debajo destas tan horribles figuras nunca oídas nos quiso dar a entender la grandeza de los azotes de la divina justicia? ¿Qué pretendía sino avisarnos, por el horror espantable destas cosas, cuáles serán las iras de Dios, cuáles los instrumentos de su justicia, cuáles los castigos de los malos, cuáles las fuerzas de nuestros adversarios, para que con el horror de tan grandes cosas temblásemos de ofender a Dios? Porque, ¿qué estrella es esta que cayó del cielo, a quien fueron dadas las llaves del abismo, sino aquel ángel tan resplandeciente que de allí cayó, a quien fue dado el principado de las tinieblas? ¿Y quién son aquellas langostas tan fieras y tan armadas, sino las furias y armas de los otros sus coadjutores y ministros, que son los demonios? ¿Quién las plantas verdes a quien ellos no pueden dañar, sino los justos que florecen con el humor de la divina gracia y dan frutos de vida eterna? ¿Quién los que no tienen sobre sí la señal de Dios, sino los que carecen de su espíritu, que es la señal de sus siervos y de las ovejas de su manada? Pues contra estos miserables se apareja aquel ejército de la divina justicia, para que en esta vida y en la otra, en cada cual de su manera, sean atormentados por los mismos demonios a quien sirvieron, así como los egipcios fueron atormentados por las moscas y mosquitos a quien ellos adoraban. Pues, ¿qué será ver en aquel lugar estos monstruos y máscaras tan horribles? ¿Qué será ver allí aquel dragón hambriento y aquella culebra enroscada y aquel grande Behemot de que se escribe en Job que aprieta la cola como cedro, que bebe los ríos y pace los montes?

     Todas estas cosas, bien consideradas, nos declaran asaz qué tan grandes hayan de ser las penas de los malos. Porque, ¿qué otra cosa se puede esperar de todas estas grandezas que aquí se han dicho, sino grandísimos castigos? ¿Qué se puede esperar de la inmensidad y grandeza de Dios, y de la grandeza de su justicia para castigar los pecados, y de la grandeza de su paciencia para sufrir los pecadores, y de la muchedumbre de los beneficios con que tantas veces los procuró traer a sí, y de la grandeza del odio con que aborrece al pecado -pues por ser ofensivo de infinita majestad, merece odio infinito-, y de la grandeza del furor de nuestros enemigos, tan poderosos para atormentarnos y tan rabiosos para mal querernos? ¿Qué se puede, pues, esperar de todas estas causas de grandeza, sino grandísimo castigo del pecado? Pues si tan grande es la pena que está aparejada para el pecado, y en esto no puede haber falta, pues así nos lo predica la fe, ¿por

qué causa los que esto creen y confiesan no mirarán la carga que sobre sí toman cuando pecan, pues por el mismo caso que cometen un pecado se obligan a una pena que por tantos títulos se prueba ser tan grande?


I

De la duración destas penas

 

     Mas aunque todas estas consideraciones sean mucho para causar temor, mucho más lo es si consideramos la duración destas penas. Porque si en ellas hubiera alguna manera de término o de alivio a cabo de muchos millares de años, todavía fuera éste gran consuelo para los malos. Mas, ¿qué diré de la eternidad que ningún término reconoce, sino que iguala por una parte con la misma duración de Dios? El cual espacio es tan grande, que como dice un doctor, si uno de aquellos malaventurados en cada mil años derramase una sola lágrima material, más agua saldría de sus ojos, que cupiese en todo el mundo. Pues, ¿qué cosa más para temer? Verdaderamente, cosa es ésta tan grande, que si todas cuantas penas hay en el infierno no fueran más que una sola punzada de un alfiler, habiendo de durar para siempre, sólo esto debiera bastar para que los hombres se pusiesen a todos los trabajos del mundo por evitar esta pena. ¡Oh, si esta duración; oh, si este «para siempre» hiciese manida en tu corazón, cuánto provecho te haría!

     De un hombre del mundo leemos que poniéndose una vez a pensar muy de propósito en esta duración de penas, y espantado de cosa tan prolija, hizo entre sí esta consideración: «Ningún hombre cuerdo hay que aceptase el imperio del mundo con condición que le obligasen a estar acostado en una cama, aunque fuese de rosas y flores, por espacio de treinta o cuarenta años. Pues siendo esto así, ¿qué desatino es, por cosas tan menores, ponerse en ventura de estar acostado en una cama de fuego por siglos infinitos?» Esta sola consideración cavó tanto y obró tanto en este hombre, que le hizo mudar la vida, y tan mudada, que vino después a ser grande santo y prelado de una iglesia. Pues, ¿qué responden a esto los regalados, los que con el zumbido de un mosquito están toda la noche desvelados, cuando se vean tendidos en esta cama de fuego, cercados de llamas por todas partes, y esto no por una sola noche de verano, sino por una eternidad? Esta pregunta hace a estos el profeta Isaías, diciendo: «¿Quién de vosotros podrá morar con los ardores eternos? ¿Quién se atreverá a hacer vida con el fuego tragador? ¿Qué espaldas habrá tan duras, que puedan sufrir esta calda por espacio tan largo? ¡Oh gentes sin seso! ¡Oh hombres embaucados por aquel antiguo engañador y trastornador del mundo! Porque, ¿qué cosa más ajena de razón, que siendo los hombres tan solícitos en proveerse para todas las nonadas desta vida, ser por otra parte tan insensibles para cosas de tanta importancia? ¿Qué vemos, si esto no vemos? ¿Qué tememos, si esto no tememos? ¿Qué proveemos, si esto no proveemos?

     Pues siendo esto así, ¿cómo no seguiremos de buena gana el partido de la virtud, aunque fuese muy trabajoso, por huir de tanto mal? Porque es cierto que si hiciese ahora Dios este partido con un hombre, que le dijese: «Tú has de tener, todo el tiempo que vivieres, un dolor de gota o de una sola muela, pero tan agudo, que no te deje reposar noche ni día; o si quieres ahorrar este dolor, has de ser fraile cartujo, o descalzo, o hacer la penitencia que ellos hacen toda la vida; mira cuál destas dos cosas quieres.» No hay hombre tan perdido que, usando de buena razón, siquiera por el amor que tiene a sí mismo, no escogiese cualquier profesión destas, antes que padecer este martirio por este espacio. Pues siendo tanto mayores los tormentos de que hablamos, y siendo tanto mayor el espacio que duran, y siendo tanto menos lo que Dios nos pide, que ser fraile descalzo, o cartujo, ¿como no aceptamos un tan pequeño trabajo, por evitar un tan prolijo tormento? ¿Quién no ve ser éste el mayor de todos los engaños del mundo?

     Mas la pena dél será, que pues el hombre no quiso con un poco de penitencia redimir aquí tanto mal, que haga allí eterna penitencia, y nada le aproveche. En figura de lo cual leemos que aquel horno de fuego que encendió Nabucodonosor en Babilonia, con levantar las llamas cuarenta y nueve codos en alto, por falta de un codo no llegó al número de cincuenta que hace año de jubileo, para dar a entender que la llama de aquel eternal humo de Babilonia, que es el infierno, aunque arde tanto y atormenta tan gravemente aquellos malaventurados, no por eso les alcanza la remisión y gracia del jubileo verdadero. ¡Oh penas infructuosas! ¡Oh estériles lágrimas! ¡Oh rigurosa penitencia, y sin ninguna esperanza! ¡Cuán poquito de lo que allí padecen sin fruto, si se tomara aquí de voluntad, bastara para darles remedio! ¡Cuán fácilmente se podrían aquí redimir tantos males con tan livianos trabajos! Salgan, pues, fuentes de agua por nuestros ojos, y no cesen los gemidos de nuestro corazón. «Por eso plantearé y lloraré -dice el profeta-, y salirme he por esos caminos despojado y desnudo. Haré llanto como de dragones y sentimiento como de avestruces, porque ya está desahuciada su llaga y no tiene cura este mal.»

     Y si los hombres no tuviesen todas estas cosas por verdad, o no por tan grande verdad, no era mucho caer en ellos este descuido. Mas teniendo todo esto por fe, y sabiendo cierto que, como dice el Salvador, antes faltará el cielo y la tierra que dejar esto de ser, y que con todo esto vivan los que esto creen con tan extraño descuido, esto es cosa que excede toda admiración. Dime, hombre ciego y perdido, ¿qué miel puedes tú hallar en todas las riquezas y bienes del mundo que merezca ser comprada por este precio? Si tuvieses -dice san Jerónimo-, la sabiduría de Salomón y la hermosura de Absalón y las fuerzas de Sansón y los años y vida de Enoc y las riquezas de Creso y el poder de Octaviano, ¿qué te pueden aprovechar todas estas cosas, si al fin de la vida el cuerpo se entregare a los gusanos, y el ánima a los demonios, para ser atormentada con el rico avariento en los tormentos eternos?

     Esto baste cuanto a la primera parte de la exhortación a la virtud. Ahora trataremos de los privilegios singulares que en esta vida se le prometen.