Capítulo VIII

Del octavo título por donde el hombre está obligado a la virtud, por causa de la segunda postrimería, que es el juicio final

    Después de la muerte se sigue el juicio particular de cada uno, y después déste, el universal de todos, cuando se cumplirá aquello que dice el apóstol: «Todos conviene que seamos presentados ante el tribunal de Cristo, para que dé cada uno cuenta del bien o mal que hizo en este cuerpo.» Y porque de las señales terribles que han de preceder a este juicio, y de toda la historia dél, tratamos en otro lugar, al presente no diré más que del rigor de la cuenta que se ha de pedir en él, y lo que después della se ha de seguir, para que por aquí vea el hombre cuánta obligación tiene a la virtud.

    Lo primero es tanto para sentir, que una de las cosas de que aquel santísimo Job más se maravillaba, es ver cómo, siendo el hombre una criatura tan liviana y tan mal inclinada, se pone un tan grande Dios en tanto rigor con ella, que no hay palabra, ni pensamiento, ni movimiento desordenado que no lo tenga escrito en los libros y procesos de su justicia para pedir dello muy menuda cuenta. Y así prosigue él a la larga esta materia, diciendo: «¿Por qué, señor, escondes tu cara de mí y me tratas corno a enemigo? ¿Por qué quieres declarar la grandeza de tu poder contra una hoja que se mueve a cada viento, y persigues una paja tan liviana? ¿Por qué escribes en tus libros contra mí las penas amarguísimas con que me has de castigar, y quieres consumirme por los pecados de mi mocedad? Pusiste mis pies en un cepo, prendiendo mis apetitos con la ley de tus mandamientos, y miraste con grande atención todas las sendas de mi vida, y consideraste el rastro de mis pisadas, siendo yo como una cosa podrida que dentro de sí se está consumiendo, y como una vestidura que se gasta con la polilla.»

    Y prosiguiendo la misma materia, añade luego y dice así: «El hombre nacido de mujer vive poco tiempo, está lleno de muchas miserias, sale como una flor y luego se marchita, y huye como sombra y nunca permanece en un mismo estado. Y con ser el hombre éste, ¿tienes por cosa digna de tu grandeza traer los ojos tan abiertos sobre todos los pasos de su vida y ponerte con él a juicio? ¿Quién puede hacer limpia una criatura concebida de masa sucia, sino tú solo?» Todas estas palabras dice el santo Job, maravillándose grandemente de la severidad de la divina justicia para con una criatura tan frágil, tan mal inclinada y que tan fácilmente bebe los pecados como agua. Porque si este rigor fuera con los ángeles, que son criaturas espirituales y muy perfectas, no era tanto de maravillar. Pero ser con hombres, cuyas malas inclinaciones son innumerables, y que con todo esto sea tan estrecha la cuenta de sus vidas, que no se les disimule una sola palabra ociosa, ni un punto de tiempo mal gastado, esto es cosa que sobrepuja toda admiración. Porque, ¿a quién no espantan aquellas palabras del Salvador: «En verdad os digo, que de cualquiera palabra ociosa que hablaren los hombres darán cuenta el día del juicio»? Pues si destas palabras, que a nadie hacen mal, se ha de pedir cuenta, ¿qué será de las palabras deshonestas y de los pensamientos sucios y de las manos sangrientas y de los ojos adúlteros y finalmente de todo el tiempo de la vida expendido en malas obras? Si esto es verdad como lo es, ¿qué se puede decir del rigor deste juicio, que no sea menos de lo que es? ¿Cuán asombrado quedará el hombre cuando, en presencia de un tan gran senado, se le haga cargo de una palabrilla que tal día habló sin propósito? ¿A quién no pone en admiración esta tan nueva demanda? ¿Quién osara decir esto, si Dios no lo dijera? ¿Qué rey jamás pidió cuenta a alguno de sus criados de un cabo de una agujeta? ¡Oh alteza de la religión cristiana, cuán grande es la pureza que enseñas, y cuán estrecha la cuenta que pides, y con cuán riguroso juicio la examinas!

    ¿Cuál será también la vergüenza que allí los malos pasarán, cuando todas las maldades que ellos tenían encubiertas con las paredes de sus casas, y todas las deshonestidades que cometieron desde sus primeros años, con todos los rincones y secretos de sus conciencias, sean pregonadas en la plaza y ojos de todo el mundo? Pues, ¿quién tendrá la conciencia tan limpia que no comience desde ahora a mudar los colores y temer esta vergüenza? Porque si descubrir el hombre sus culpas a un confesor en un fuero tan secreto como el de la confesión es cosa tan vergonzosa, que algunos por esto se tragan el pecado y lo encubren, ¿qué hará allí la vergüenza de Dios y de todos los siglos presentes, pasados y venideros? Será tan grande esta vergüenza, que como el profeta dice: «Darán voces a los montes, diciendo: ¡Oh montes!, caed sobre nosotros y sumidnos en los abismos, donde nunca más parezcamos con tan grande vergüenza y confusión.»

    Pues, ¿qué será, sobre todo esto, esperar el rayo de aquella sentencia final, que dirá: «Id, malditos, al fuego eterno, que está aparejado para Satanás y para sus ángeles»? ¿Qué sentirán los malaventurados con esta palabra? «Si apenas podemos -dice el santo Job- oír la más pequeña de sus palabras, ¿quién podrá esperar aquel espantoso trueno de su grandeza?» Esta palabra será tan espantosa y de tanta virtud, que por ella se abrirá la tierra en un momento y serán sumidos y despeñados en los abismos los que, como dice el mismo Job, tañían aquí el pandero y la vihuela, y se holgaban con la suavidad y música de los órganos, y gastaban todos sus días y horas en deleites. Esta caída escribe san Juan en el Apocalipsis por estas palabras: «Vi -dice él- un ángel que descendía del cielo con gran poder, y con tanta claridad, que hacía resplandecer toda la tierra. Y dio una grande voz diciendo: Cayó, cayó aquella gran ciudad de Babilonia, y es hecha morada de demonios y cárcel de todos los espíritus sucios y de todas las aves sucias y abominables.» Y añade luego el santo evangelista, diciendo que tomó el ángel una gran piedra de molino, y dejándola caer desde lo alto en la mar, dijo: «Con este ímpetu será arrojada aquella gran ciudad de Babilonia en el profundo, y nunca más volverá a ser.» Desta manera, pues, caerán los malos en aquel despeñadero y en aquella cárcel de tinieblas y confusión que son aquí entendidos por Babilonia.

    Mas, ¿qué lengua podrá explicar la muchedumbre de penas que allí padecerán? Allí arderán sus cuerpos en vivas llamas que nunca se apagarán. Allí estarán sus ánimas carcomiéndose y despedazándose con aquel gusano remordedor de la conciencia, que nunca cesará de morder. Allí será aquel perpetuo llanto y crujir de dientes con que tantas veces nos amenazan las escrituras divinas. Allí los malaventurados, con una cruel desesperación y rabia, volverán las iras contra Dios y contra sí, comiendo sus carnes a bocados, rompiendo sus entrañas con suspiros, quebrantando sus dientes a tenazadas, y despedazando rabiosamente sus carnes con sus uñas, y blasfemando siempre del juez que así los mandó penar. Allí cada uno dellos maldirá su desastrada suerte y su desdichado nacimiento, repitiendo siempre aquellas tristes lamentaciones y palabras de Job, aunque con muy diferente corazón: «Perezca el día en que nací y la noche en que fue dicho: Concebido es este hombre. Aquel día se vuelva en tinieblas, no tenga Dios cuenta con él ni sea alumbrado con lumbre. Oscurézcanlo las tinieblas y sombra de muerte, sea lleno de oscuridad y amargura. En aquella noche corra un torbellino tenebroso, no sea contado en el número de los días ni de los meses del año. ¿Por qué no me tomó la muerte en el vientre de mi madre? ¿Por qué, luego como acabé de nacer, no perecí? ¿Por qué me recibieron en el regazo? ¿Por qué me dieron leche a los pechos?» Ésta será la música, éstas las canciones, éstos los maitines continuos que aquellos malaventurados eternamente cantarán.

    ¡Oh desdichadas lenguas, que ninguna otra palabra hablaréis sino blasfemias! ¡Oh miserables oídos, que ninguna otra cosa oiréis sino gemidos! ¡Oh desventurados ojos, que ninguna otra cosa veréis sino miserias! ¡Oh tristes cuerpos, que ningún otro refrigerio tendréis sino llamas! ¿Cuáles estarán entonces los que toda su vida gastaron en deleites y pasatiempos? ¡Oh, cuán breve delectación hizo tan larga soga de miserias! ¡Oh locos y desventurados!, ¿qué os aprovechan ahora todos aquellos pasatiempos de que tan poco espacio gozasteis, pues ahora eternalmente lloraréis?¿Qué se hicieron vuestras riquezas? ¿Dónde están vuestros tesoros? ¿Dónde vuestros deleites y alegrías? Pasáronse los siete años de fertilidad y sucedieron otros siete de tanta esterilidad, que se tragaron toda la abundancia de los pasados, sin que quedase della rastro ni memoria. Pereció ya vuestra gloria y hundióse vuestra felicidad en ese piélago de dolor. A tanta esterilidad sois venidos, que ni una sola gota de agua se os concede para templar esa tan rabiosa sed que os atormenta.

    Y no sólo no os aprovechará esa prosperidad, mas antes ésa es una de las cosas que más cruelmente os atormentará. Porque ahí se cumplirá aquello que se escribe en el libro de Job, conviene a saber, que la dulcedumbre de los malos vendría a parar en gusanos, cuando, como declara san Gregorio, la memoria de los deleites pasados les haga sentir más el amargura de los dolores presentes, acordándose de la manera que un tiempo se vieron y de la que ahora se ven, y cómo, por lo que tan presto se acabó, padecen lo que nunca se acabará. Entonces claramente conocerán la burla del enemigo, y caídos ya en la cuenta, aunque tarde, comenzarán a decir aquellas palabras del libro de la Sabiduría: «¡Desventurados de nosotros, cómo se ve ahora que erramos el camino de la verdad, y que la lumbre de justicia no nos alumbró, y que el sol de inteligencia no salió sobre nosotros! Aperreados anduvimos por el camino de la maldad y perdición, y nuestros caminos fueron ásperos y dificultosos, y el camino del Señor, tan llano, nunca supimos atinarlo.» Éstas serán las querellas, éste el arrepentimiento, ésta la penitencia perpetua que allí los malaventurados harán, la cual nada les aprovechará, porque ya pasó el tiempo de aprovechar.

    Todas estas cosas, bien consideradas, son un grande estímulo y despertador de la virtud, y así por este medio nos incita muchas veces a ella el bienaventurado san Crisóstomo en muchos lugares de sus Homilías, donde dice así:«Porque trabajes que tu ánima sea templo y morada de Dios, acuérdate de aquel terrible y espantoso día en que todos habemos de asistir ante el trono de Cristo para dar razón de todas nuestras obras. Mira, pues, de la manera que este señor viene a juzgar vivos y muertos. Mira cuántos millares de ángeles le vienen acompañando, y haz cuenta que tus oídos oyen ya el sonido de aquella temerosa voz de Cristo que ha de sentenciar al mundo. Mira cómo, después desta sentencia, unos son echados en las tinieblas exteriores, otros, despedidos de las puertas del cielo después del mucho trabajo de su virginidad; otros, atados como haces de mala yerba, son lanzados en el fuego; y otros, entregados al gusano que nunca muere y al perpetuo llanto y crujir de dientes. Pues siendo esto así, ¿por qué no clamaremos ahora con el profeta, diciendo: «¿Quién dará agua a mi cabeza, y a mis ojos fuentes de lágrimas, y lloraré día y noche?» Por tanto, venid ahora, hermanos, que es tiempo, y prevengamos al juez con la confesión de nuestras culpas, pues está escrito: «En el infierno, señor, ¿quien se confesará a ti?»

    Miremos atentamente que nos dio nuestro señor dos ojos, dos oídos, dos pies y dos manos, por donde, si perdemos el uno destos miembros, con el otro nos remediamos. Pero ánima no nos dio más que una. Pues si ésta se condena, ¿con qué viviremos aquella inmortal y gloriosa vida? Tengamos, pues, sumo cuidado della, pues ella es la que juntamente con el cuerpo ha de ser juzgada o defendida, y la que ha de parecer ante el tribunal de Cristo donde, si te quisieres excusar diciendo que los dineros te engañaron, responderte ha el juez que ya te había él avisado, diciendo: «¿Qué aprovecha al hombre alcanzar el señorío de todo el mundo, si viene a perder su ánima y padecer detrimento en sí mismo?» Si dijeres: «El diablo me engañó», decirte ha él también que no le aprovechó a Eva decir: «La serpiente me engañó.»

    Lee las escrituras sagradas y mira cómo el profeta Jeremías vio primero una vara que velaba, y después una gran caldera de metal, puesta sobre las brasas, que hervía, para darnos a entender de la manera que procede Dios con el hombre, primero amenazando, y después castigando. Mas el que no quisiere recibir la corrección de la vara que amenaza, padecerá después el tormento de la caldera que hierve. Lee también las escrituras del evangelio, y ahí verás cómo nadie ayudó a todos aquellos que por el Señor fueron condenados: no hermano a hermano, ni amigo a amigo, ni hijo a padre, ni padre a hijo. ¿Mas qué digo déstos, que son hombres pecadores, pues ni aunque venga Noé, Daniel y Job serán poderosos para mudar la sentencia del juez? Si no, mira tú aquel que fue desechado del convite de las bodas, cómo ninguno habló palabra por él. Mira también cómo nadie rogó por aquel que había recibido el talento de su señor y no quiso negociar con él. Mira otrosí las cinco vírgenes despedidas de las puertas del cielo, sin que nadie abogase por ellas, las cuales Cristo llamó locas, porque después de haber despreciado los deleites de la carne y mortificado el fuego de la concupiscencia, en cabo fueron tenidas por locas, porque habiendo guardado el consejo grande de la virginidad, no guardaron el mandamiento pequeño de la humildad, pues se ensoberbecieron con la gloria de su virginidad. También habrás oído cómo aquel rico avariento que nunca tuvo compasión de Lázaro, estando ardiendo en el lugar de la venganza, deseó una gota de agua, y no por eso el santo patriarca quiso mitigar con tan pequeño socorro el tormento de su pasión.

    Pues siendo esto así, ¿por qué no nos ayudaremos con caridad unos a otros? ¿Por qué no daremos gloria a Dios antes que se nos ponga el sol de justicia y se nos cierre el día? Mejor es traer aquí un poco la lengua seca a poder de ayunos, que trayéndola contenta y regalada, desear allí una gota de agua y no alcanzarla. Y si somos tan delicados que apenas podemos sufrir aquí una calentura de tres días, ¿cómo sufriremos allí el fuego de una eternidad? Si nos espanta una sentencia de muerte de un juez de la tierra que nos priva de cuarenta o cincuenta años de vida, ¿cómo no temeremos la sentencia de aquel juez que priva de la vida perdurable? Espántanos ver algunas maneras de justicias rigurosas que se hacen acá en la tierra contra los malhechores, cuando vemos cómo los verdugos los llevan por fuerza, cómo los azotan, descoyuntan, desmiembran, despedazan y abrasan con planchas de fuego. ¿Pues qué es todo esto sino risa y sombra en comparación de los tormentos de la otra vida? Porque todo esto finalmente con la vida se acaba, mas allí, ni el gusano muere, ni la vida fenece, ni el atormentador se cansa, ni el fuego se apagará jamás. De manera que todo cuanto quisieres comparar con estas penas, sea fuego, sea hierro, sean bestias, sea otro cualquier tormento, todo es como sueño y sombra en su comparación.

    Pues los malaventurados que, despedidos de aquellos tan grandes bienes, fueren condenados a estos males, ¿qué harán, qué dirán, cómo se acusarán, cómo gemirán y suspirarán? Y todo en vano. Porque ni los marineros después de sumido el navío sirven para nada, ni los médicos después que el enfermo acabó la vida. Pues entonces vendrán aunque tarde a caer en la cuenta de sus yerros, y allí será decir: «Esto o lo otro nos convenía hacer, y bien fuimos muchas veces avisados dello, y no nos aprovechó.» Porque también entonces los judíos conocerán al que vino en el nombre del Señor, mas no les aprovechará este conocimiento, porque no lo tuvieron en su tiempo. Mas, ¿qué podremos, miserables de nosotros, alegar en este día, cuando el cielo y la tierra, y el sol y la luna, los días y las noches, y todo el mundo estará dando voces contra nosotros y testificando nuestros males, y donde, aunque todas las cosas callen, nuestra misma conciencia se levantará contra nosotros y nos acusará? Casi todas éstas son palabras de san Crisóstomo, por las cuales verá el hombre el temor que debe siempre tener deste día, si se halla alcanzado de cuenta. Así muestra que lo tenía san Ambrosio, aunque estaba tan bien apercibido, el cual, escribiendo sobre san Lucas, dice así: «¡Ay de mí, si no llorare mis pecados! ¡Ay de mí, si no me levantare a la media noche a confesar, señor, tu santo nombre! ¡Ay de mí, si engañare a mi prójimo, si no hablare verdad! Porque ya está puesto el cuchillo a la raíz del árbol.» Por tanto, trabaje por dar fruto, el que pudiere, de gracia, y el que es deudor, de penitencia. Porque el Señor está cerca, que viene a buscar el fruto, el cual dará vida a los fieles trabajadores, y condenará a los estériles y negligentes.

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