Capítulo VII

Del séptimo título por donde el hombre está obligado a la virtud, por razón de la primera de sus cuatro postrimerías, que es la muerte

    Cualquiera de todos estos títulos susodichos era bastante para que el hombre se emplease todo en el servicio de un señor a quien por tantas y tan grandes razones está obligado. Mas porque la mayor parte de los hombres más se mueve por el interés de la ganancia, que por obligación de justicia, por tanto añadiremos a lo dicho los provechos grandes que de presente y de futuro se prometen a la virtud. Y primero los dos mayores entre todos, que es la gloria que por ella se da, y la pena que por ella se excusa. Éstos son los dos principales remos desta navegación, y las dos principales espuelas con que se anda este camino. Por la cual causa, el bienaventurado san Francisco en su Regla, y nuestro padre santo Domingo en la suya, ambos con un mismo espíritu y con unas mismas palabras, mandan a sus predicadores que no prediquen más que vicios y virtudes, pena y gloria. Lo uno para enseñarnos a bien vivir, y lo otro para inclinarnos al deseo de bien vivir. Sentencia es, otrosí, común de filósofos, que las dos pesas con que se mueve ordenadamente el reloj de la vida humana son castigo y galardón. Porque es tan grande nuestra miseria, que nadie quiere la virtud desnuda, si no viene, o apremiada con castigo, o acompañada con provecho. Y porque ningún castigo ni galardón puede ser mayor que pena y gloria para siempre, por eso trataremos aquí destas dos cosas, a las cuales añadiremos otras dos que preceden a éstas, que son la muerte y el juicio universal. Porque cada cosa déstas, bien considerada, sirve mucho para amar la virtud y aborrecer el vicio, según aquello del Sabio, que dice: «Acuérdate de tus postrimerías, y nunca jamás pecarás.» Por las cuales postrimerías entiende estas cuatro que aquí habemos nombrado, de que al presente para nuestro propósito nos conviene tratar.

 
I

    Comenzando, pues, por la primera que es la muerte, ésta es tanto más poderosa para movernos, cuanto es más cierta, más cotidiana y más familiar. Mayormente si consideramos el juicio particular que en ella ha de haber de nuestra vida, el cual no se ha de alterar en el universal, porque lo que entonces fuere de nosotros, eso será para siempre.

    Mas cuán estrecho haya de ser este juicio y la cuenta que en él se ha de pedir, no quiero yo que lo creas a mí, sino a una historia que san Juan Clímaco, como testigo de vista, refiere, que sin duda es una de las más temerosas que yo he leído. Escribe, pues, él, que «en un cierto monasterio de su tiempo había un monje descuidado en su vida, el cual, llegando a punto de muerte, fue arrebatado en espíritu por un grande espacio, donde vio el rigor y severidad espantosa deste particular juicio. Y como después, por especial dispensación de Dios, alcanzase espacio de penitencia, rogó a todos los monjes que presentes estábamos que nos saliésemos de su celda, y cerrando él la puerta a piedra y lodo, quedóse dentro hasta el día que murió, que fue por espacio de doce años, sin salir jamás de allí ni hablar palabra a nadie ni comer otra cosa todo aquel tiempo sino sólo pan y agua. Y sentado en su celda, estaba como atónito, resolviendo en su corazón lo que había visto en aquel arrebatamiento. Y tenía tan fijo el pensamiento en ello, que así también tenía el rostro fijo en un lugar, sin volverlo a una parte ni a otra, derramando a la continua muy fervientes lágrimas, las cuales corrían hilo a hilo por sus ojos.»

    «Y llegada la hora de su muerte, rompimos la puerta, que estaba, como dije, cerrada, y entramos todos los monjes de aquel desierto en su celda, y rogámosle con toda humildad nos dijese alguna palabra de edificación. Y no dijo más que sola ésta: Dígoos de verdad, padres, que si los hombres entendiesen cuán espantoso es este último trance y juicio de la muerte, estarían muy lejos de ofender a Dios.» Todas éstas son palabras de san Juan Clímaco, que se halló presente a este negocio y da testimonio de lo que vio. De manera que en el hecho, aunque parezca increíble, no hay que dudar, pues tan fiel es el testigo, y en lo demás hay mucho por qué temer, considerando la vida que este santo hizo, y mucho más la grandeza de aquella visión que vio, de donde procedió esta manera de vida. Lo cual bastantemente nos declara cuán verdadera sea aquella sentencia del Sabio, que dice: «Acuérdate de tus postrimerías, y eternalmente nunca pecarás.» Pues si tanto nos ayuda esta consideración para no pecar, corramos ahora brevemente por todos los pasos y trances della para alcanzar tan grande bien.

    Acuérdate, pues, ahora, hermano mío, que eres cristiano y que eres hombre. Por la parte que eres hombre, sabes cierto que has de morir, y por la que eres cristiano, sabes también que has de dar cuenta de tu vida acabando de morir. En esta parte no nos deja dudar la fe que profesamos, ni en la otra la experiencia de lo que vemos. Así que no puede nadie excusar este trago, que sea rey, que sea papa. Día vendrá en que amanezcas y no anochezcas, o anochezcas y no amanezcas. Día vendrá -y no sabes cuándo, si hoy, si mañana- en el cual tú mismo que estás ahora leyendo esta escritura, sano y bueno de todos tus miembros y sentidos, midiendo los días de tu vida conforme a tus negocios y deseos, te has de ver en una cama, con una vela en la mano, esperando el golpe de la muerte y la sentencia dada contra todo el linaje humano, de la cual no hay apelación ni suplicación. Considera, pues, primeramente cuán incierta sea esta hora, porque ordinariamente suele venir al tiempo que el hombre está mas descuidado, y menos piensa que ha de venir, echando sus cuentas y haciendo sus trazas para adelante. Y por esto se dice que viene como ladrón, el cual suele venir al tiempo que los hombres están más seguros y más dormidos. Antes de la muerte precede la enfermedad grave que la ha de causar, con todos los accidentes, dolores, hastíos, tristezas, medicinas, molestias y noches largas que allí nos han de fatigar, lo cual todo es camino y disposición para morir. Porque así como antes de entrarse por fuerza un castillo suele preceder una recia batería que atormenta, y finalmente derriba, los muros por tierra, y tras desto es luego entrado y conquistado, así suele preceder a la muerte una grandísima enfermedad, la cual de tal manera bate noche y día sin parar las fuerzas naturales y los miembros principales de nuestro cuerpo, que el ánima, no pudiéndose ya más defender ni conservar en ellos, los desampara y se va.

    Pues cuando ya la enfermedad pasa más adelante, y o el médico o ella nos desengañan y quitan la esperanza de la vida, ¡cuáles suelen ser entonces las angustias que allí nos aprietan! Porque allí luego se representa la salida desta vida y el apartamiento de todas las cosas que amábamos en ella: hijos, mujer, amigos, parientes, hacienda, honra, títulos y oficios que se acaban con la misma vida. Después de lo cual se siguen los postreros accidentes que intervienen en la misma muerte, que son aún mayores que los pasados. Porque luego se mueren los pies, afílanse las narices, y la lengua no acierta ya a hacer su oficio. Y, finalmente, con la prisa de la partida, todos los miembros y sentidos se comienzan a turbar. Desta manera viene el hombre a pagar en la salida de la vida las angustias ajenas con que entró en ella, padeciendo los dolores, al tiempo del salir, que su madre padeció al tiempo del parir. Y así concuerda muy bien la entrada con la salida, pues la una y la otra es con dolores, aunque la una con los ajenos y la otra con los propios.

    Aquí, pues, se representa luego el agonía de la muerte, el término de la vida, el horror de la sepultura, la suerte del cuerpo -que vendrá a ser manjar de gusanos-, y mucho más la del ánima, que entonces está dentro del cuerpo, y de ahí a dos horas no sabes dónde estará. Aquí, pues, te parecerá que estás ya presente en el juicio de Dios, y que todos tus pecados te están acusando y poniendo demanda delante dél. Aquí verás abiertamente cuán grandes males eran los que tú tan fácilmente cometías, y maldirás muchas veces el día en que pecaste y el deleite que te hizo pecar. Aquí no acabarás de maravillarte de ti mismo, viendo cómo, por cosas tan livianas cuales eran las que desordenadamente amabas, te pusiste en peligro de padecer dolores tan grandes como allí comenzarás a sentir. Porque como los deleites sean ya pasados, y el juicio dellos comience ya a parecer, lo que de suyo era poco y deja de ser, parece nada, y lo que de suyo es mucho y está presente, parece más claro lo que es.

    Pues como tú veas que por cosas tan vanas estás en término de perder tanto bien, y mirando a todas partes te veas de todas cercado y atribulado, porque ni queda más tiempo de vida, ni hay más plazo de penitencia, y el curso de tus días es ya fenecido, y ni los amigos ni los ídolos que adoraste te pueden allí valer, antes las cosas que más amabas y preciabas te han de dar allí mayor tormento, dime, ruégote, cuando te veas en este trance, ¿qué sentirás?, ¿dónde irás?, ¿qué harás?, ¿a quien llamarás? Volver atrás es imposible, pasar adelante es intolerable, estarte así no se concede. Pues, ¿qué harás? «Entonces -dice Dios por el profeta-, se pondrá el sol a los malos en medio del día, y haré que se les oscurezca la tierra en día claro, y convertiré sus fiestas en llanto, y sus postrimerías en día amargo.» ¡Qué palabras éstas tan para temer! «Entonces -dice-, se les pondrá el sol en medio del día», porque representándose a los malos en aquella hora la muchedumbre de sus pecados, y viendo que la justicia de Dios les comienza ya a cerrar los términos de la vida, vienen muchos dellos a tener tan grandes temores y desconfianzas, que les parece que están ya desahuciados y despedidos de la misericordia divina. Y estando aún en medio del día, esto es, dentro del término de la vida, que es tiempo de merecer y desmerecer, les parecerá que para ellos no hay lugar de mérito ni demérito, sino que todo les está ya como cerrado.

    Poderosa es la pasión del temor, la cual, de las cosas pequeñas hace grandes, y de las ausentes presentes. Y si esto hace a las veces un temor liviano, ¿qué hará entonces el temor de tan justo y verdadero peligro? Vense en esta vida aún entre sus amigos, y paréceles que ya comienzan a sentir el dolor de los condenados. juntamente les parece que están vivos y muertos, y doliéndose de los bienes presentes que dejan, comienzan a padecer los males venideros que barruntan. Tienen por dichosos a los que acá se quedan, y créceles con esta envidia la causa de su dolor. Pues entonces «se les pondrá el sol en medio del día», cuando a doquiera que volvieren los ojos, les parecerá que por todas partes les está cerrado el camino del cielo, y que ningún rayo se les descubre de luz. Porque si miran a la misericordia de Dios, paréceles que la tienen desmerecida; si a la justicia, paréceles que viene ya a dar sobre su cabeza, y que hasta allí ha sido su día, y que desde allí comienza ya a ser el día de Dios. Si miran a la vida pasada, casi toda ella los está acusando; si al tiempo presente, ven que se están muriendo; si un poco más adelante, paréceles que ven al juez que les está esperando. Pues entre tantos objetos y causas de temor, ¿qué harán?, ¿adónde irán?

    Dice más: que «se les convertirá en tinieblas la luz en el día claro». Quiere decir, que las cosas que les solían dar antes mayor alegría, entonces les darán mayor dolor. Alegre cosa es para el que vive la vista de sus hijos y de sus amigos, y de su casa y hacienda, y de todo lo que ama. Mas entonces se convertirá esta luz en tinieblas, porque todas estas cosas darán allí mayor tormento, y serán más crueles verdugos de sus amadores. Porque natural cosa es que así como la posesión y presencia de lo que se ama da alegría, así el apartamiento y la pérdida da dolor. Y por esto quitan a los dulces hijos de la presencia del padre que se está muriendo, y se esconde la buena mujer en este tiempo, por no dar y tomar tan crueles dolores con su presencia. Y con ser la partida para tan lejos y la despedida para tan largo camino, no deja guardar el dolor los términos de la buena crianza, ni da lugar al que se parte para decir a los amigos: «Quedaos adiós.» Si tú has llegado a este punto, en todo esto verás que digo verdad. Mas si aún no has llegado a él, cree a los que por aquí han pasado, pues como dice el Sabio, «los que navegan la mar cuentan los peligros della.»


 

II

    Y si tales son las cosas que pasan antes de la salida, ¿qué serán las que pasarán después della? Si tal es la víspera y la vigilia, ¿qué tal será la fiesta y el día? Porque luego después de la muerte se sigue la cuenta y la tela de aquel juicio divino, el cual cuánto sea para temer no lo has de preguntar a los hombres del mundo, los cuales, así como moran en Egipto, que quiere decir tinieblas, así viven en intolerables errores y ceguedades, sino pregúntalo a los santos que moran en la tierra de Jesé, donde resplandece siempre la luz de la verdad, y esos te dirán no sólo por palabras, sino por obras, cuánto sea esta cuenta para temer. Porque santo era David, y con todo esto era tan grande el temor que tenía desta cuenta, que hacía oración a Dios, diciendo: «No entres, señor, en juicio con tu siervo, porque no será justificado ante ti ninguno de los vivientes.» Y santo era también Arsenio, el cual estando ya para morir cercado de sus discípulos, comenzó a temer este trance de tal manera, que los discípulos, entendiendo su temor, le dijeron: «Padre, ¿y tú ahora temes?» A los cuales respondió el santo varón: «Hijos, no es nuevo en mí este temor, porque siempre viví con él.» Y del bienaventurado Agatón se escribe que, estando en este paso con este mismo temor, y preguntado por qué temía habiendo vivido con tanta inocencia, respondió que porque eran muy diferentes los juicios de Dios de los de los hombres.

    Y no es menos temeroso el ejemplo que san Juan Clímaco, varón santísimo, escribe de otro santo monje, el cual, por ser cosa mucho para notar, referiré aquí por sus mismas palabras: «Un religioso -dice él-, que moraba en este lugar, llamado Estéfano, deseó mucho la vida quieta y solitaria, el cual, después de haberse ejercitado en los trabajos de la vida monástica muchos años, y alcanzado gracia de lágrimas y de ayunos con otros muchos privilegios de virtudes, edificó una celda a la raíz del monte donde Elías en los tiempos pasados vio aquella sagrada visión. Este padre de tan religiosa vida, deseando aún mayor rigor y trabajo de penitencia, pasóse de ahí a otro lugar llamado Sidey, que era de los monjes anacoretas, que viven en soledad. Y después de haber vivido con grandísimo rigor en esta manera de vida, por estar aquel lugar apartado de toda humana consolación y desviado setenta millas de poblado, al fin de la vida vínose de allí, deseando morar en la primera celda de aquel sagrado monte. Tenía él ahí dos discípulos muy religiosos, de la tierra de Palestina, que tenían en guarda la dicha celda. Y después de haber vivido unos pocos días en ella, cayó en una enfermedad de que murió.»

    »Un día, pues, antes de su muerte, súbitamente quedó atónito, y teniendo los ojos abiertos, miraba a la una parte del lecho y a la otra, y como si estuvieran allí algunos que le pidieran cuenta, respondía él en presencia de todos los que allí estaban, diciendo algunas veces: «Así es cierto, mas por eso ayuné tantos años.» Otras veces decía: «No es así, mentís, no hice tal cosa.» Otras decía: «Así es verdad, mas lloré y serví tantas veces a los prójimos por eso.» Y otra vez decía: «Verdaderamente me acusáis; así es, y no tengo qué decir, sino que hay en Dios misericordia.» Y era, por cierto, espectáculo horrible y temeroso ver aquel invisible y riguroso juicio.

    » ¡Miserable de mí!, ¿qué será de mí, pues aquel tan grande seguidor de soledad y quietud, en algunos de sus pecados decía que no tenía qué responder, el cual había cuarenta años que era monje, y había alcanzado gracia de lágrimas? Algunos hubo que de verdad me afirmaron que estando este padre en el yermo daba de comer a un león pardo por su mano. Y siendo tal, partió desta vida pidiéndosele tan estrecha cuenta, dejándonos inciertos cuál fuese su juicio, cual su termino y cuál la sentencia de su causa.» Hasta aquí son palabras de san Juan Clímaco, las cuales asaz declaran cuánto deban temer esta salida los descuidados y negligentes, pues en tanto estrecho se vieron en ella tan grandes santos.»

    Y si preguntares cuál sea la causa por donde los santos tuvieron tan gran temor en este paso, a esto responde san Gregorio, en el vigésimocuarto libro de los Morales, diciendo: «Los santos varones, considerando atentamente cuán justo sea el juez que les ha de tomar cuenta, cada día ponen ante los ojos el término de su vida, y examinan con cuidado qué es lo que podrían responder al juez en esta demanda. Y si por ventura se hallan libres de todas las malas obras en que pudieron caer, temen si por ventura lo están de los malos pensamientos que en cada momento el corazón humano suele representar. Porque aunque sea fácil cosa vencer las tentaciones de las malas obras, no lo es defenderse de la guerra continua de los malos pensamientos. Y comoquiera que en todo tiempo teman los secretos juicios deste tan justo juez, entonces señaladamente los temen cuando se llegan ya a pagar la común deuda de la naturaleza humana, y se ven acercar a la presencia de su juez. Y crece aún este temor cuando el ánima se quiere ya desatar de la carne, porque en este tiempo cesan los vanos pensamientos y fantasías de la imaginación, y ninguna cosa deste siglo se representa al que está ya casi fuera del siglo. De manera que entonces, los que están muriendo, solamente miran a sí y a Dios, ante quien se hallan presentes, y todo lo demás, como ya no necesario, vienen a echar en olvido. Y si en este paso se acuerdan que nunca dejaron de hacer los bienes que entendían, temen si por ventura dejaron de hacer los que no entendían, porque no saben juzgarse ni conocerse perfectamente. Y por esto, al tiempo de la salida son combatidos con mayores y más secretos temores, porque ven que de ahí a un poquito espacio hallarán lo que para siempre nunca mudarán.» Hasta aquí son palabras de san Gregorio, las cuales bastantemente nos declaran cuánto más para temer sea esta cuenta y esta hora, de lo que los hombres mundanos imaginan.

    Pues si tan riguroso es este juicio, y si tanto y con tanta razón le temieron los santos, ¿qué será justo que hagan los que no lo son, los que la mayor parte de la vida gastaron en vanidades, los que tantas veces despreciaron a Dios, los que tan olvidados vivieron de su salud, y tan poca cuenta tuvieron para aparejarse para esta hora? Si tanto teme el justo, ¿qué debe hacer el pecador? ¿Qué hará la vara del desierto, cuando así se estremece el cedro del monte Líbano? Y si, como dice san Pedro, el justo apenas se salvará, el pecador y malo, ¿dónde parecerá? Dime, pues, qué sentirás en aquella hora cuando, salido ya desta vida, entres en aquel divino juicio, solo, pobre y desnudo, sin más valedores que tus buenas obras y sin más compañía que la de tu propia conciencia, y esto en un tribunal tan riguroso, donde no se trata de perder la vida temporal, sino de vida y muerte perdurable. Y si en la tela deste juicio te hallares alcanzado de cuenta, ¿cuáles serán entonces los desmayos de tu corazón? ¿Cuán confuso te hallarás y cuán arrepentido? Grande fue el desmayo de los príncipes de Judá cuando vieron la espada vencedora de Sesac, rey de Egipto, volar por las plazas de Jerusalén, cuando por la pena del castigo presente conocieron la culpa del yerro pasado.

    Mas, ¿qué es todo esto en comparación de la confusión en que allí los malos se verán? ¿Qué harán? ¿Dónde irán? ¿Con qué se defenderán? Lágrimas allí no valen, arrepentimientos allí no aprovechan, oraciones allí no se oyen, promesas para adelante allí no se admiten, tiempo de penitencia allí no se da, porque acabado el postrer punto de la vida ya no hay más tiempo de penitencia. Pues riquezas y linaje y favor del mundo, mucho menos aprovecharán, porque, como dice el Sabio: «No aprovecharán las riquezas en el día de la venganza, mas la justicia sola librará de la muerte.» Pues cuando el ánima miserable se vea cercada de tantas angustias, ¿qué hará, sino decir con el profeta: «Cercado me han gemidos de muerte, y dolores del infierno me han rodeado»? ¡Oh, miserable de mí, y en qué cerco me han puesto ahora mis pecados! ¡Cuán súbitamente me ha salteado esta hora! ¡Cuán sin pensarlo se ha llegado! ¿Qué me aprovechan ahora todas mis honras y dignidades pasadas? ¿Qué todos mis amigos y criados? ¿Qué todas las riquezas y bienes que poseí, pues ahora me han de hacer pago con siete pies de tierra y con una pobre mortaja? Y lo que peor es, que las riquezas han de quedar acá para que las desperdicien otros, y los pecados que hice en mal ganarlas han de ir conmigo allá para que lo pague yo. ¿Qué me aprovechan, otrosí, ahora todos mis deleites y contentamientos pasados, pues ya los deleites se acabaron, y no quedan ahora más que las heces dellos, que son los escrúpulos y el remordimiento de la conciencia, las espinas que atraviesan ahora mi corazón y para siempre lo atormentarán? ¿Cómo no me aparejé para esta hora? ¿Cuántas veces me avisaron desto, y me hice sordo? ¿Por qué aborrecí la disciplina y no quise obedecer a mis maestros, ni hice caso de las voces de los que me enseñaban? En todo género de pecados he vivido en medio de la Iglesia y del pueblo.

    Éstas, pues, serán las ansias, las congojas y las consideraciones de los malos en esta hora. Pues porque tú, hermano mío, no te veas en este aprieto, ruégote ahora quieras, de todo lo que hasta aquí está dicho, considerar y retener estos tres puntos en la memoria. El primero sea considerar qué tan grande ha de ser la pena que a la hora de la muerte recibirás por todas las ofensas que hiciste contra Dios. El segundo, qué tanto es lo que allí desearás haberle servido y agradado para tenerle para aquella hora propicio. El tercero, qué linaje de penitencia desearás allí hacer, si para esto se te diese tiempo, porque de tal manera trabajes por vivir ahora, como entonces desearás haber vivido.