Capítulo IV

Del cuarto título por donde estamos obligados a la virtud, que es el beneficio inestimable de nuestra redención

    Vengamos al beneficio inestimable de nuestra redención. Para hablar deste misterio, verdaderamente yo me hallo tan indigno, tan corto y tan atajado, que ni sé por dó comience ni dónde acabe, ni qué deje ni qué tome para decir. Si no tuviera la torpeza del hombre necesidad destos estímulos para bien vivir, mejor fuera adorar en silencio la alteza deste misterio, que borrarlo con la rudeza de nuestra lengua. Cuentan de un famoso pintor, que habiendo pintado en una tabla la muerte de una doncella hija de un rey, y dibujado en torno della los deudos con rostros en gran manera tristes, y a la madre mucho más triste, cuando vino a querer dibujar el rostro del padre, cubriólo de industria con una sombra, para dar a entender que allí ya faltaba el arte para exprimir cosa de tan gran dolor. Pues si todo lo que sabemos no basta para explicar sólo el beneficio de la creación, ¿qué elocuencia bastará para engrandecer el de la redención? Con una simple muestra de su voluntad crió Dios todas las cosas del mundo, y quedáronle las arcas llenas y el brazo sano, acabándolo de criar. Mas para haberlo de redimir, sudó treinta y tres años y derramó toda su sangre y no quedó en él miembro ni sentido que no padeciese su dolor. Menoscabo parece de tan grandes misterios ser con lengua de carne manifestados. Pues, ¿qué haré? ¿Callaré o hablaré? Ni debo callar ni puedo hablar. ¿Cómo callaré tan grandes misericordias? ¿Y cómo hablaré misterios tan inefables? Callar es desagradecimiento, y hablar parece temeridad. Por esto suplico yo ahora, Dios mío, a vuestra infinita piedad, que entretanto que yo estuviera apocando vuestra gloria con mi rudeza por no saber más, deseando engrandecerla y declararla, estén allá en el cielo glorificándoos los que os saben alabar, y ellos compongan lo que yo descompongo, y doren ellos lo que el hombre desdora con su poco saber.

    Después de criado el hombre, y puesto por mano de Dios en aquel lugar de deleites en tan grande dignidad y gloria, estando tan obligado al servicio de su criador cuanto más dél había recibido, alzóse con todo, y de donde había de tomar mayores motivos para más amarle, de ahí los tomó para hacerle traición. Por esta causa fue lanzado del paraíso en el destierro deste mundo, y sobre esto condenado a las penas del infierno, para que, pues había sido compañero del demonio en la culpa, también lo fuese en la sentencia. Dijo el profeta a su criado Giezi, después que tomó los dones de Naamán leproso: «¿Tomaste la hacienda de Naamán? Pues la lepra de Naamán se pegará a ti y a todos tus descendientes eternamente.» Éste fue el juicio de Dios contra el hombre, que pues él quiso la riqueza de Lucifer, que fue la culpa de su soberbia, también se le pegase la lepra de Lucifer, que fue la pena della. Pues cata aquí al hombre comparado con el demonio, imitador de su culpa y compañero de su pena.

    Estando, pues, el hombre tan caído en los ojos de Dios, y en tanta desgracia suya, tuvo por bien aquel señor, no menos grande en la misericordia que en la majestad, de mirar, no a la injuria de su bondad soberana, sino a la desventura de nuestra miseria. Y teniendo más lástima de nuestra culpa, que ira por su deshonra, determinó remediar al hombre por medio de su unigénito hijo, y reconciliarle consigo. Mas, ¿cómo le reconcilió? ¿Cómo lo podrá eso hablar lengua mortal? Hizo tan grandes amistades entre Dios y el hombre, que vino a acabar, no sólo que Dios perdonase al hombre, y le restituyese en su gracia y se hiciese una cosa con él por amor, sino, lo que excede todo encarecimiento, llegó a hacerle tan una cosa consigo, que en todo lo que tiene criado no hay cosa más una que son ya los dos, porque no solamente son uno en amor y gracia, sino también en persona. ¿Quién nunca jamás pensara que así se había de soldar esta quiebra? ¿Quién imaginara que estas dos cosas, entre quien la naturaleza y la culpa habían puesto tan grande distancia, habían de venir a juntarse, no en una casa ni en una mesa ni en una gracia, sino en una persona? ¿Qué cosa más distante que Dios y el pecador? ¿Qué cosa ahora más junta que Dios y el hombre? Ninguna cosa hay, dice san Bernardo, más alta que Dios, y ninguna más baja que el cieno de que el hombre fue formado. Mas con tanta humildad descendió Dios al cieno, y con tanta dignidad subió el cieno a Dios, que todo lo que hizo Dios se diga que lo hizo el cieno, y todo lo que sufrió el cieno se diga que lo padeció Dios.

    ¿Quién dijera al hombre, cuando tan desnudo y tan enemistado se sintió con Dios, que andaba buscando los rincones del paraíso terrenal para esconderse, que tiempo vendría en que se juntase aquella tan baja sustancia en una persona con él? Fue tan estrecha esta junta y tan fiel, que cuando hubo de quebrar, que fue al tiempo de la pasión, antes quebró que despegó, porque no faltó por la juntura, sino por lo sano. Ca pudo la muerte apartar el ánima del cuerpo, que era junta de naturaleza, mas no pudo apartar a Dios, ni del ánima ni del cuerpo, que era junta de la persona divina. Porque lo que una vez por nuestro amor tomó, nunca jamás lo dejó.

    Éstas son las paces y éste el remedio que nos vino por manos de nuestro salvador y medianero. Y aunque le seamos tan deudores por este remedio cuanto ninguna lengua criada puede explicar, no menos lo somos por la manera del remediarnos, que por el mismo remedio. Mucho os debo, Dios mío, porque me librasteis del infierno y me reconciliasteis con vos, mas mucho más os debo por la manera en que me librasteis que por la libertad que me disteis. Todas vuestras obras en todo son maravillosas, y cuando le parece al hombre que no le queda espíritu para mirar sola una, deshácese esta maravilla cuando alza los ojos y mira otra. No es deshonra, señor, de vuestras grandezas que se deshagan las unas con las otras, sino muestra de vuestra gloria.

    Pues, ¿qué medio tomasteis, señor, para remediarme? Infinitos medios había con que pudierais darme cumplida salud sin trabajo y sin costa vuestra, pero fue tan grande y tan espantosa vuestra largueza, que por mostrarme más claro la grandeza de vuestra bondad y amor, quisisteis remediarme con tan grandes dolores, que sólo pensarlos bastó para haceros sudar sangre, y el padecerlos, para hacer despedazar a las piedras de dolor. Alaben os, señor, los cielos, y los ángeles prediquen siempre vuestras maravillas. ¿Qué necesidad teníais vos de nuestros bienes ni qué perjuicio os venía de nuestros males? Si pecares, dice Job, ¿qué mal le harás? Y si se multiplicaren tus maldades, ¿en qué le dañarás? Y si bien hicieres, ¿qué le darás o que podrá él recibir de tus manos? Pues aquel Dios tan rico y tan exento de males, aquel cuyas riquezas, cuyo poder, cuya sabiduría ni puede crecer ni ser más de lo que es; aquel que ni antes de la creación del mundo, ni ahora después de criado, es mayor ni menor de lo que era: ni porque todos los ángeles y hombres se salven y le alaben, es en sí más honrado, ni porque todos se condenen y le blasfemen, menos glorioso. Este tan gran señor, no por necesidad, sino por caridad, siendo nosotros sus enemigos y traidores, tuvo por bien de inclinar los cielos de su grandeza y descender a este lugar de destierro y vestirse de nuestra mortalidad y tomar sobre sí todas nuestras deudas y padecer por ellas los mayores tormentos que jamás se padecieron ni padecerán.

    Por mí, señor, naciste en un establo, por mí fuiste reclinado en un pesebre, por mí circuncidado al octavo día, por mí desterrado en Egipto, y por mí, finalmente, perseguido y maltratado con infinitas maneras de injurias. Por mí ayunaste, velaste, caminaste, sudaste, lloraste y probaste por experiencia todos los males que había merecido mi culpa, no siendo tú el culpado sino el ofendido. Por mí finalmente fuiste preso, desamparado, vendido, negado, presentado ante unos y otros tribunales y jueces, y ante ellos acusado, abofeteado, infamado, escupido, escarnecido, azotado, blasfemado, muerto y sepultado. Finalmente, remediásteisme muriendo en una cruz y acabando la vida en presencia de vuestra santísima madre, con tan grande pobreza que no tuvisteis una sola gota de agua en la hora de vuestra muerte, y con tan gran desamparo de todas las cosas, que de vuestro mismo padre fuisteis desamparado. Pues, ¿qué cosa de mayor espanto, que venir un Dios de tan grande majestad a acabar así la vida en un madero con título de malhechor?

    Cuando un hombre, por bajo que sea, viene por su culpa a parar en este lugar, si por caso le conocías antes y te llegas a él de cara para mejor verle, apenas acabas de maravillarte considerando a cuán baja suerte le trajo su miseria, que así viniese a acabar. Pues si es cosa de admiración ver un hombre bajo en tal lugar, ¿qué será ver en el mismo al señor de todo lo criado?; ¿qué será ver a Dios en tal lugar, que para un malhechor es abatido? Y si cuanto la persona justiciada es más alta y más conocida, tanto mayor espanto nos pone su caída, vosotros, ángeles bienaventurados que tan bien conocéis la alteza deste señor, ¿qué sentisteis, cuando allí lo visteis? Mirando se están uno a otro los querubines que mandó Dios poner a los dos lados del arca del Testamento, vueltos los rostros al propiciatorio con semblante de maravillados para dar a entender cuán espantados están aquellos espíritus soberanos considerando esta obra de tanta piedad, que es mirando a Dios hecho propiciatorio del mundo en aquel santo madero. Como atónita queda la misma naturaleza, suspensas están todas las criaturas, espántanse los principados y potestades del cielo de tan inestimable bondad como por aquí conocen en Dios.

    Pues, ¿quién no cae debajo de la ola de tan grandes maravillas? ¿Quién no se ahoga en este piélago de tanta piedad? ¿Quién no sale fuera de sí, como hizo Moisés en el monte, cuando mostrándole Dios la figura deste misterio, daba voces y decía: «Misericordioso, piadoso, sufridor, Dios de gran misericordia», sin saber decir otra cosa más que proclamar a gritos aquella gran misericordia que Dios allí le había representado? ¿Quién no cubre aquí sus ojos como Elías, cuando ve pasar a Dios, no con pasos de majestad sino de humildad, no trastornando los montes y quebrantando las piedras con su omnipotencia sino derribado ante los malos y haciendo despedazar a las piedras de compasión? Pues, ¿quién no cerrará aquí los ojos de su entendimiento y abrirá los senos de su voluntad para que ella sienta la grandeza deste amor y beneficio, y ame cuanto pudiere, sin tasa y sin medida? ¡Oh alteza de caridad! ¡Oh bajeza de humildad! ¡Oh grandeza de misericordia! ¡Oh abismo de incomprensible bondad!

    Pues si tanto, señor, os debo porque me redimisteis, ¿cuánto os deberé por esta manera de remedio? Redimísteisme con inestimables dolores y deshonras, y con venir a ser oprobio de los hombres y desecho del mundo. Con estas deshonras me honrasteis, con estas acusaciones me defendisteis, con esta sangre me lavasteis, con esta muerte me resucitasteis, y con esas lágrimas vuestras me librasteis de aquel perpetuo llanto y crujir de dientes. ¡Oh buen padre, que así amáis a vuestros hijos! ¡Oh buen pastor, que así os dais en pasto y mantenimiento a vuestro ganado! ¡Oh fiel guardador, que así os entregáis a la muerte por los que os encargasteis de guardar! Pues, ¿con qué dádivas responderé a esta dádiva? ¿Con qué lágrimas a esas lágrimas? ¿Con qué vida pagaré esa vida? ¿Qué va de vida de hombre a vida de Dios, y de lágrimas de criatura a lágrimas de criador?

    Y si por ventura te parece, hombre, que no le debes tanto porque no padeció por ti solo, sino también por todos los otros, no te engañes, porque realmente de tal manera padeció por todos, que también padeció por cada uno. Porque, con su sabiduría infinita, él tuvo todos aquellos por quien padeció tan presentes ante sus ojos, como si fueran uno solo, y con su caridad inmensa abrazó a todos y a cada uno, y derramó su sangre por él como por todos. Finalmente, tan grande fue su caridad, que, como dicen los santos, si uno solo entre todos los hombres fuera culpado, por él solo padeciera lo que padeciera por todos. Mira, pues, ahora cuánto debes a este señor que tanto hizo por ti, y que tanto más hiciera de lo que hizo, si te fuera necesario.

 

I

Colige de lo dicho cuán gran mal sea ofender a nuestro señor

 

    Pues díganme ahora todas las criaturas si puede ser beneficio mayor ni obligación mayor ni gracia mayor. Digan todos los coros de los ángeles si ha hecho Dios otro tanto por ellos.

Pues, ¿quién no se ofrecerá del todo al servicio de tal señor? «Tres veces -dice san Anselmo- te debo, señor, todo lo que soy. Porque me criaste, te debo todo lo que hay en mí; y porque después me redimiste, te debo aún con más justo título la misma deuda; y porque después de todo esto te me prometes en galardón, también me debo todo.» Pues, ¿cómo no me entregaré yo una vez a quien por tantos títulos me debo? ¡Oh ingratitud y dureza de corazón humano, si con tales beneficios no se vence! No hay cosa tan dura que por algún artificio no se pueda ablandar. Los metales se regalan con el fuego, el hierro se ablanda en la fragua, la dureza del diamante se doma y labra con sangre de animales. Mas, ¡oh, corazón más que de piedra, más que de hierro, más que de diamante, a quien ni ablanda el fuego del infierno ni el regalo de padre tan piadoso ni la sangre del cordero sin mancilla, derramada por ti!

    Pues habiendo vos, señor, descubierto a los hombres tal bondad y misericordia, ¿es cosa tolerable que haya quien no os ame, que haya quien deste beneficio se olvide, que haya quien con todo esto os ofenda? ¿A quién ama quien a vos no ama? ¿Qué beneficios agradece quien los vuestros no agradece? ¿Cómo no serviré yo a quien así me amó, así me buscó, así me remedió? «Si yo -dice el Salvador- fuere levantado de la tierra, todas las cosas traeré a mí.» ¿Con qué fuerzas, con qué cadenas? Con fuerzas de amor y con cadenas de beneficios. «Con las cuerdas de Adán lo traeré a mí -dice el Señor-, y con ataduras de amor.» Pues, ¿quién no será llevado por estas cuerdas? ¿Quién no se dejara prender destas cadenas? ¿Quién no será vencido con tales beneficios?

    Y si tan grande culpa es no amar este señor, ¿qué será ofenderle y quebrar sus mandamientos? ¿Cómo puedes tener manos para ofender aquellas manos que tan liberales fueron para contigo, hasta ponerse en una cruz? Cuando aquella mala mujer solicitaba al santo patriarca José para que hiciese traición a su señor, defendióse el santo mozo con estas palabras: «Mira que todas cuantas cosas tiene mi señor ha puesto en mis manos, sacando a ti sola, que eres su mujer. Pues, ¿cómo podré yo cometer tan gran maldad contra él, y pecar contra Dios?» Como si dijera: «Si mi señor ha sido tan bueno y tan largo para conmigo, si todo cuanto tiene ha puesto en mis manos, si así me ha honrado y fiado de mí todas las cosas, ¿cómo podré yo, estando preso con tantas cadenas de beneficios, tener manos para ofender a tan buen señor?» Y es de notar que no se contentó con decir «no debo», o «no es razón ofenderle», sino «¿cómo podré ofenderle?», dando a entender que la grandeza de los beneficios, no sólo debe quitar la voluntad, sino también en su manera las fuerzas y la facultad para ofender al bienhechor.

    Pues si esta manera de agradecimiento merecían aquellos beneficios, ¿qué merecerán los de Dios? Aquel hombre puso en las manos de José cuanto tenía; Dios ha puesto en tus manos casi todo cuanto tiene. Mira, pues, cuánto es más lo que Dios tiene que lo que aquél tenía, porque tanto más es lo que tú tienes recibido que lo que aquél recibió. Si no, dime: ¿qué hacienda tiene Dios que no la haya puesto en tus manos? El cielo, la tierra, el sol, la luna, las estrellas, los ríos, los mares, las aves, los peces, los árboles, los animales y, finalmente, todo cuanto hay debajo del cielo, en tus manos está puesto. Y no sólo cuanto hay debajo del cielo, sino también cuanto hay sobre el cielo, que es la gloria de allá, y las riquezas y bienes de allá. «Todas las cosas -dice el apóstol- son vuestras»: sea Paulo, sea Apolo, sea Pedro, sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo venidero, todo es vuestro, porque todo ayuda a vuestra salvación. Y no sólo lo que está sobre los cielos, sino también el mismo señor de los cielos se nos ha dado en mil maneras: en padre, en tutor, en salvador, en maestro, en médico, en precio, en ejemplo, en mantenimiento, en remedio y en galardón. Finalmente, el Padre nos dio a su Hijo, nos mereció al Espíritu Santo, y el Espíritu Santo nos hace merecer al mismo Padre e Hijo de quien manan todos los bienes.

    Pues si es verdad que cuanto Dios tiene lo ha puesto en tus manos, ¿como tienes tú manos para ofender tan larguísimo y piadosísimo bienhechor? Extremo mal parece no agradecer tan grandes bienes. Pues, ¿qué será añadir al desagradecimiento, menosprecio y ofensas del bienhechor? Si aquel mancebo se hallaba tan cautivo y tan impotente para ofender a quien le había puesto en las manos toda su casa, ¿cómo tienes tú fuerzas para ofender a quien el cielo y la tierra y a sí mismo puso en tus manos? ¡Oh, más ingrato que los brutos animales, más fiero que las fieras y más insensible que todas las cosas insensibles, si no sientes este mal! Porque, ¿qué fiera, qué león, qué tigre se desmandó en hacer mal a quien bien le hace?

    De un perro escribe san Ambrosio que estuvo toda una noche llorando y aullando a su señor porque se lo había muerto un su contrario; y como otro día por la mañana se llegase mucha gente a ver el muerto, y también entre ellos el matador, arremetió luego contra él, y a bocados y ladridos dio a entender la culpa secreta del malhechor. Pues si los perros, por un pedazo de pan, tal amor y fe tienen con sus señores, ¿cómo serás tú tan ingrato que en ley de agradecimiento y humanidad te dejes vencer de un perro? Y si aquel animal tanto se indignaba contra quien le mató a su señor, ¿cómo no te indignarás tú contra los que mataron al tuyo? ¿Y quién son, si piensas, los que le mataron sino tus pecados? Estos fueron los que le prendieron, éstos los que le ataron, azotaron y pusieron en cruz. Tus pecados, digo, fueron la causa. Porque no fueran los verdugos poderosos para esto, si tus pecados no lo fueran. Pues, ¿por qué no te embravecerás contra estos tan crueles homicidas que quitaron la vida a ni señor? ¿Por qué, viéndole muerto ante ti y por ti, no crecerá más en ti el amor para con él, y el aborrecimiento contra el pecado que le mató, especialmente sabiendo que todo lo que él en este mundo hizo, dijo y padeció fue por causar en nuestros corazones aborrecimiento dél? Por matar el pecado murió, y por echarle clavos en pies y manos se dejó él enclavar en los suyos. Pues, ¿por qué quieres tú hacer para ti vanos todos los trabajos y sudores de Cristo, pues te quieres quedar en aquella misma servidumbre de que él con su sangre te libró? ¿Cómo no temblarás de sólo el nombre del pecado, pues ves a Dios hacer tan extrañas cosas para destruirlo? ¿Qué más había que hacer para retraer a los hombres de pecar que ponérseles el mismo Dios delante atravesado en un madero? ¿Quién osaría ofender a Dios, si viese el paraíso y el infierno abierto delante de sí? Pues sin duda mayor cosa es ver a Dios puesto en la cruz, que todo esto. Por donde, a quien no mueve esta hazaña tan grande, no sé qué otra cosa le puede mover.