Capítulo II

Del segundo título que nos obliga a la virtud y servicio de nuestro señor, por razón del beneficio de la creación

 

 
I

    No sólo estamos obligados a la virtud y obediencia de los mandamientos divinos por lo que Dios es en sí, sino también por lo que es para nosotros, que es por razón de sus innumerables beneficios. De los cuales, aunque habemos tratado en otros lugares para otros propósitos, pero aquí trataremos dellos para que por ellos veamos las grandes obligaciones que tenemos al servicio del dador.

    Entre estos beneficios, el primero es el de la creación. Del cual, por ser tan conocido, solamente diré que por este beneficio está el hombre obligado a emplearse todo en el servicio del señor que le crió, porque según toda ley, es el hombre deudor de todo lo que ha recibido. Y pues por este beneficio recibió el ser que tiene, que es el cuerpo con todos sus sentidos, y el ánima con todas sus potencias, síguese que todo esto está obligado a emplear en su manera en el servicio del hacedor, so pena de ser ladrón y desconocido a quien tanto bien le hizo. Porque si un hombre hace una casa, ¿a quién ha de servir esta casa sino al dueño que la hizo? Y si planta una viña, ¿cúyo ha de ser el fruto della sino del que la plantó? Y si un padre tiene un hijo, ¿a cúyo servicio está más obligado que al del padre que le engendró? Y por esta causa dicen las leyes que es inestimable el poder del padre sobre sus hijos, el cual se extiende a tanto, que por derecho los puede vender estando en necesidad, porque por haberles dado el ser que tienen, queda hecho tan señor dellos que puede disponer dellos en esta forma. Pues si tan grande es el señorío que el padre tiene sobre su hijo, ¿cuál será el que tiene aquél de quien se deriva todo el ser de padres en el cielo y en la tierra?

    Y si, como dice Séneca, los que recibieron beneficios son obligados a imitar las tierras fértiles, las cuales dan mucho más de lo que recibieron, ¿cómo responderemos a Dios con esta manera de agradecimiento, pues no le podemos dar más de lo que dél recibimos, por mucho que le demos? Y si no guarda esta ley el que no da más de lo que recibió, ¿qué diremos del que aún no da lo que recibió? Y si, como dice Aristóteles, a los dioses y a los padres no se puede pagar enteramente la deuda que se les debe, ¿qué se podrá pagar a Dios que tanto más nos tiene dado que todos los padres del mundo? Y si tan grande mal es ser un hijo rebelde y desobediente a su padre, ¿qué será serlo a Dios, que por tantos títulos es padre, en cuya comparación ninguno merece título de padre? Por esto, con mucha razón se queja él de los tales por un profeta, diciendo: «Si yo soy vuestro padre, ¿dónde está la honra que me debéis? Y si soy vuestro señor, ¿qué es del temor que me tenéis?» Y contra estos mismos se indigna otro profeta con palabras más encendidas, diciendo: «Generación mala y adúltera, pueblo loco y necio, ¿ésta es la paga de tantos beneficios que das a tu señor? ¿Por ventura no es él tu padre, que te hizo y te crió?» Éstos son los que ni levantan los ojos al cielo ni los vuelven a sí mismos acordándose de sí, porque si esto hiciesen, preguntarían a sí por sí, y procurarían saber su primer origen y principio, que es quién los hizo y para qué los hizo, y por aquí entenderían lo que debían hacer. Mas, porque esto no hacen, viven como si ellos mismos se hubieran hecho, como vivía aquel malaventurado rey de Egipto a quien amenaza Dios por un profeta, diciendo: «Contigo lo habré yo, dragón grande, que estás tendido en medio de tus ríos y dices: Míos son los ríos, yo me hice a mí mismo.» Las cuales palabras, a lo menos por la práctica, dicen todos aquéllos que así viven descuidados de su criador como si ellos mismos se hubieren hecho y no reconocieran hacedor.

    Mejor lo hacía el bienaventurado san Agustín, el cual, por este conocimiento de su principio, vino en conocimiento de su criador. Y así dice él en un soliloquio: «Volví a mí y entré en mí, y preguntéme: ¿Tú quién eres? Y respondíme: Hombre racional y mortal. Y comencé a inquirir lo que esto era, y dije: ¿De dónde tuvo principio, Dios mío, este animal? ¿De dónde sino de ti? Tú eres el que me hiciste, y no yo. Tú eres por quien yo vivo y por quien todas las cosas son y viven. Porque, ¿por ventura puede ser alguno artífice de sí mismo? ¿Por ventura hay otro de quien se derive el ser y el vivir sino de ti? ¿Por ventura no eres tú el sumo ser de quien mana todo ser? ¿No eres fuente de vida, de quien procede toda vida? Tú, pues, señor, me hiciste, sin el cual nada se hace. Tú eres hacedor mío, y yo obra tuya. Gracias, pues, sean dadas a ti, señor, por quien yo vivo y todas las cosas viven. Gracias a ti, formador mío, porque tus manos me formaron e hicieron. Gracias a ti, luz mía, porque con tu luz hallé a ti y hallé también a mí.»

    Éste es, pues, el primero de los beneficios divinos y el fundamento de todos los otros. Porque todos ellos presuponen ser, el cual por este beneficio se nos da. Y así se comparan todos con él, como accidentes con la sustancia donde se sujetan, para que por aquí veas cuán grande sea este beneficio y cuán digno de ser agradecido. Pues si tanto cuidado tiene Dios de pedir agradecimiento por sus beneficios, aunque esto no por su provecho, sino por el nuestro, ¿qué pedirá por éste, que es el fundamento de todos los otros? Mayormente siendo ésta la condición de Dios, que así como es liberalísimo en hacer mercedes, así es estrechísimo -si así se puede llamar- en pedir agradecimiento. No por razón de su provecho, sino por la obligación de nuestro oficio. Y así leemos en el Testamento Viejo que apenas acababa de hacer a su pueblo un beneficio, cuando luego daba orden cómo hubiese perpetua memoria y agradecimiento dél. Y así en sacando su pueblo de Egipto, luego a la hora, antes aun de la salida, mandó que se hiciese una fiesta solemnísima cada año en memoria dél. Mató también para este fin todos los primogénitos de los egipcios, y luego mandó que todos los primogénitos del pueblo que de ahí adelante naciesen, se le ofreciesen en memoria deste beneficio. Proveyóles luego de maná cuarenta años en el desierto, y en comenzándolo a enviar mandó que se cogiese cierta cantidad dél en un vaso y se guardase en el santuario, para que todas las generaciones advenideras tuviesen memoria de aquel beneficio. De ahí a poco dioles una victoria muy señalada contra Amalec, y acabada la victoria dijo luego a Moisés: «Escribe esta victoria en un libro para perpetua memoria della, y entrégalo a Josué.» Pues si tan especial cuidado tuvo este señor de proveer cómo hubiese en la memoria de su pueblo eterno agradecimiento de beneficios temporales, ¿qué pedirá por este beneficio inmortal, pues el ánima que él nos dio es inmortal? De aquí procedía el cuidado que los santos patriarcas tenían de edificar altares y hacer memorias cada vez que recibían algún particular beneficio de Dios, de tal manera que aún en los nombres de los mismos hijos que les daba escribían la memoria de los beneficios que recibían, para nunca jamás olvidarse dellos. Por donde concluye un santo que no había el hombre de respirar tantas veces cuantas se había de acordar de Dios. Porque así como siempre es, así siempre había de estar dando gracias por el ser inmortal que dél recibió.

    Es tan grande el vínculo desta obligación, que hasta los mismos filósofos deste mundo dan voces a los hombres que no sean ingratos a Dios. Y así Epicteto, noble filósofo entre los estoicos, dice así: «¡Oh hombre!, no seas ingrato a aquella soberana potestad, sino por el sentido del ver y del oír, y mucho más por la vida que te dio y por las cosas con que ella se sustenta, por los frutos maduros, por el vino y por el aceite, y por todo lo demás, le da gracias. Y mucho más, porque te dio razón para que supieses usar de todas esas cosas y conocer el valor dellas.» Pues si este agradecimiento nos pide un filósofo gentil por estos comunes beneficios, ¿qué será razón que sienta un cristiano que tanto mayor lumbre tiene de fe, y tanto más recibió?

    Mas por ventura dirás: «Esos comunes beneficios más parecen obras de naturaleza que beneficios de Dios. ¿Qué debo yo, pues, particularmente por la orden y disposición de las cosas que se van siempre por su curso?» No es esta voz de cristiano sino de gentil, ni aún de gentil sino de bestia. Y porque más claramente lo veas, mira cómo la reprende este mismo filósofo, diciendo así: «Dirás por ventura que la naturaleza te hace estos beneficios. ¡Oh desconocido!: ¿No entiendes, cuando esto dices, que mudas el nombre a Dios? ¿Qué otra cosa es la naturaleza sino Dios, que es principal naturaleza? Así que, hombre desagradecido, no te excusas con decir que esta deuda la debes a la naturaleza y no a Dios, pues no hay naturaleza sin Dios. Si hubieses recibido prestado algo de Lucio Séneca, y dijeses que quedabas obligado a Lucio y no a Séneca, no por esto se mudaba el acreedor, sino el nombre dél.


 

II

De otra razón por donde estamos obligados al servicio de nuestro señor, por ser él nuestro criador

    Mas no sólo esta obligación de justicia, sino también nuestra misma necesidad y pobreza nos obliga a tener esta cuenta con nuestro criador si queremos, después de criados, alcanzar nuestra misma felicidad y perfección. Para lo cual es de saber que, generalmente hablando, todas las cosas que nacen no nacen luego con toda su perfección. Algo tienen, y algo les falta que después se haya de acabar. Y el cumplimiento de lo que falta ha de dar el que comienza la obra, de manera que a la misma causa pertenece dar el cumplimiento del ser, que dio principio dél. Y por esto todos los efectos generalmente se vuelven a sus causas, para recibir dellas su última perfección. Las plantas trabajan por buscar el sol y arraigarse todo cuanto pueden en la tierra que las produjo, los peces no quieren salir fuera del agua que los engendró. El pollico que nace, luego se pone debajo las alas de la gallina y la sigue por doquiera que vaya. Y lo mismo hace el corderico, que luego se junta con los ijares de su madre, y entre mil madres que sean de una misma color la reconoce, y siempre anda cosido con ella, como quien dice: «Aquí me dieron lo que tengo, aquí me darán lo que me falta.»

    Esto acaece universalmente en las cosas naturales, y lo mismo acaecería en las artificiales si tuviesen algún sentido o movimiento. Si un pintor, acabando de pintar una imagen, dejase por acabar los ojos, y aquella imagen sintiese lo que le falta, ¿qué haría?, ¿adónde iría? No iría, cierto, a casas de reyes ni príncipes, porque esos en cuanto tales no pueden satisfacer a su deseo, sino irse ía a la casa de su maestro, y suplicarle ía la acabase de perfeccionar. Pues, ¡oh racional!, ¿qué otra causa es la tuya sino ésta? No estás aún acabada de hacer. Mucho es lo que te falta para llegar al cumplimiento de tu perfección. Apenas está acabado el dibujo. Todo el lustre y hermosura de la obra queda por dar. Lo cual claramente muestra el apetito continuo de la misma naturaleza que, como quien se siente necesitada, no reposa, sino siempre está piando y suspirando por más. Quiso Dios tomarte por hambre, y que las mismas necesidades te metiesen por sus puertas y te llevasen a él. Por eso no te quiso acabar desde el principio, por eso no te enriqueció desde luego. No por escaso sino por amoroso, no porque fueses pobre sino porque fueses humilde, no porque fueses necesitado sino por tenerte siempre consigo. Pues si eres pobre y ciego y menesteroso, ¿por qué no te vas al padre que te crió y al pintor que te comenzó para que él acabe lo que te falta? Mira cómo lo hacía así el profeta David: «Tus manos -dice él- me hicieron y me criaron; dame entendimiento para que aprenda tus mandamientos.» Como si más claramente dijera: «Tus manos, señor, hicieron todo lo que hay en mí, mas no está aún acabada esta obra. Los ojos de mi ánima, entre otras partes, quedan por acabar; no tengo lumbre para saber lo que me conviene: ¿pues a quién pediré lo que me falta, sino a quien me ha dado lo que tengo? Pues dame, señor, esta lumbre, clarifica los ojos deste ciego desde su nacimiento para que con ellos te conozca, y así acaba lo que comenzaste en mi.

    Pues así como a este señor pertenece dar su última perfección al entendimiento, así también le pertenece darla a la voluntad y a todas las otras potencias del ánima, para que así quede acabada la obra por el mismo que la comenzó. Éste, pues, solo harta sin defecto, engrandece sin estruendo, enriquece sin aparato, y da descanso cumplido sin la posesión de muchas cosas. Con él está la criatura pobre y contenta, rica y desnuda, sola y bienaventurada, desposeída de todas las cosas y señora de todas ellas. Por lo cual con mucha razón dijo el Sabio: «Hay un hombre que vive rico no teniendo nada, y hay otro que vive como pobre teniendo muchas riquezas.» Porque muy rico es el pobre que tiene a Dios, como lo era san Francisco, y muy pobre a quien falta Dios, aunque sea señor del mundo. Porque, ¿qué le aprovechan al rico y poderoso todas sus riquezas, si con todo esto vive con mil maneras de cuidados y apetitos que no puede cumplir con cuanto tiene? ¿Y qué parte es la vestidura preciosa y la mesa delicada y el arca llena para quitar la congoja que está en el ánima? En la cama blanda da el rico muchos vuelcos en la noche larga, los cuales no puede excusar su rica bolsa. Resulta, pues, de todo lo dicho cuán obligados estamos todos al servicio de nuestro señor, no sólo por la deuda deste beneficio, sino también por lo que toca al cumplimiento de nuestra felicidad y remedio.


 

II

De otra razón por donde estamos obligados al servicio de nuestro señor, por ser él nuestro criador

    Mas no sólo esta obligación de justicia, sino también nuestra misma necesidad y pobreza nos obliga a tener esta cuenta con nuestro criador si queremos, después de criados, alcanzar nuestra misma felicidad y perfección. Para lo cual es de saber que, generalmente hablando, todas las cosas que nacen no nacen luego con toda su perfección. Algo tienen, y algo les falta que después se haya de acabar. Y el cumplimiento de lo que falta ha de dar el que comienza la obra, de manera que a la misma causa pertenece dar el cumplimiento del ser, que dio principio dél. Y por esto todos los efectos generalmente se vuelven a sus causas, para recibir dellas su última perfección. Las plantas trabajan por buscar el sol y arraigarse todo cuanto pueden en la tierra que las produjo, los peces no quieren salir fuera del agua que los engendró. El pollico que nace, luego se pone debajo las alas de la gallina y la sigue por doquiera que vaya. Y lo mismo hace el corderico, que luego se junta con los ijares de su madre, y entre mil madres que sean de una misma color la reconoce, y siempre anda cosido con ella, como quien dice: «Aquí me dieron lo que tengo, aquí me darán lo que me falta.»

    Esto acaece universalmente en las cosas naturales, y lo mismo acaecería en las artificiales si tuviesen algún sentido o movimiento. Si un pintor, acabando de pintar una imagen, dejase por acabar los ojos, y aquella imagen sintiese lo que le falta, ¿qué haría?, ¿adónde iría? No iría, cierto, a casas de reyes ni príncipes, porque esos en cuanto tales no pueden satisfacer a su deseo, sino irse ía a la casa de su maestro, y suplicarle ía la acabase de perfeccionar. Pues, ¡oh racional!, ¿qué otra causa es la tuya sino ésta? No estás aún acabada de hacer. Mucho es lo que te falta para llegar al cumplimiento de tu perfección. Apenas está acabado el dibujo. Todo el lustre y hermosura de la obra queda por dar. Lo cual claramente muestra el apetito continuo de la misma naturaleza que, como quien se siente necesitada, no reposa, sino siempre está piando y suspirando por más. Quiso Dios tomarte por hambre, y que las mismas necesidades te metiesen por sus puertas y te llevasen a él. Por eso no te quiso acabar desde el principio, por eso no te enriqueció desde luego. No por escaso sino por amoroso, no porque fueses pobre sino porque fueses humilde, no porque fueses necesitado sino por tenerte siempre consigo. Pues si eres pobre y ciego y menesteroso, ¿por qué no te vas al padre que te crió y al pintor que te comenzó para que él acabe lo que te falta? Mira cómo lo hacía así el profeta David: «Tus manos -dice él- me hicieron y me criaron; dame entendimiento para que aprenda tus mandamientos.» Como si más claramente dijera: «Tus manos, señor, hicieron todo lo que hay en mí, mas no está aún acabada esta obra. Los ojos de mi ánima, entre otras partes, quedan por acabar; no tengo lumbre para saber lo que me conviene: ¿pues a quién pediré lo que me falta, sino a quien me ha dado lo que tengo? Pues dame, señor, esta lumbre, clarifica los ojos deste ciego desde su nacimiento para que con ellos te conozca, y así acaba lo que comenzaste en mi.

    Pues así como a este señor pertenece dar su última perfección al entendimiento, así también le pertenece darla a la voluntad y a todas las otras potencias del ánima, para que así quede acabada la obra por el mismo que la comenzó. Éste, pues, solo harta sin defecto, engrandece sin estruendo, enriquece sin aparato, y da descanso cumplido sin la posesión de muchas cosas. Con él está la criatura pobre y contenta, rica y desnuda, sola y bienaventurada, desposeída de todas las cosas y señora de todas ellas. Por lo cual con mucha razón dijo el Sabio: «Hay un hombre que vive rico no teniendo nada, y hay otro que vive como pobre teniendo muchas riquezas.» Porque muy rico es el pobre que tiene a Dios, como lo era san Francisco, y muy pobre a quien falta Dios, aunque sea señor del mundo. Porque, ¿qué le aprovechan al rico y poderoso todas sus riquezas, si con todo esto vive con mil maneras de cuidados y apetitos que no puede cumplir con cuanto tiene? ¿Y qué parte es la vestidura preciosa y la mesa delicada y el arca llena para quitar la congoja que está en el ánima? En la cama blanda da el rico muchos vuelcos en la noche larga, los cuales no puede excusar su rica bolsa. Resulta, pues, de todo lo dicho cuán obligados estamos todos al servicio de nuestro señor, no sólo por la deuda deste beneficio, sino también por lo que toca al cumplimiento de nuestra felicidad y remedio.