Primera parte

 

 

Capítulo I

Del primer título que nos obliga a la virtud y servicio de dios, que es ser él, quien es. Donde se trata de la excelencia de las perfecciones divinas

    Dos cosas señaladamente suelen mover las voluntades de los hombres, cristiano lector, a cualquier honesto trabajo. Una es la obligación que por título de justicia tienen a él, y otra el fruto y provecho que se sigue dél. Y así es común sentencia de todos los sabios, que estas dos cosas, conviene saber, honestidad y utilidad, son las dos principales espuelas de nuestra voluntad, las cuales la mueven a todo lo que ha de hacer. Entre las cuales, aunque la utilidad es comúnmente más deseada, pero la honestidad y justicia de suyo es más poderosa. Porque ningún provecho hay en este mundo tan grande, que se iguale con la excelencia de la virtud, así como ninguna pérdida hay tan grande que el varón sabio no deba antes escoger, que caer en un vicio, como Aristóteles enseña. Por lo cual, siendo nuestro propósito en este libro convidar y aficionar los hombres a la hermosura de la virtud, será bien comenzar por esta parte más principal, declarándoles la obligación que tenemos a ella, por la que tenemos a Dios. El cual, como sea la misma bondad, ninguna otra cosa quiere ni manda ni estima ni pide más en este mundo que la virtud. Veamos, pues, ahora con todo estudio y diligencia los títulos que este señor tiene para pedirnos este tan debido tributo.

    Mas como éstos sean innumerables, solamente tocaremos aquí seis de los más principales, por cada uno de los cuales le debe de derecho el hombre todo lo que puede y es, sin ninguna excepción. Entre los cuales el primero y el mayor, y el que menos se puede declarar, es ser él quien es. Donde entra la grandeza de su majestad y de todas sus perfecciones, esto es, la inmensidad incomprensible de su bondad, de su misericordia, de su justicia, de su sabiduría, de su omnipotencia, de su nobleza, de su hermosura, de su fidelidad, de su verdad, de su benignidad, de su felicidad, de su majestad, y de otras infinitas riquezas y perfecciones que hay en él. Las cuales son tantas y tan grandes que, como dice un doctor, si todo el mundo se hinchese de libros y todas las criaturas dél fuesen escritores y toda el agua de la mar tinta, antes se henchiría el mundo de libros y se cansarían los escritores y se agotaría la mar, que se acabase de explicar una sola destas perfecciones como ella es. Y añade más este doctor, diciendo que si crease Dios un nuevo hombre, con un corazón que tuviese la grandeza y capacidad de todos los corazones del mundo, y éste llegase a entender una destas perfecciones con alguna grande y desacostumbrada luz, corría gran peligro no desfalleciese del todo o reventase con la grandeza de la suavidad y alegría que en él redundaría, si no fuese para esto especialmente confortado de Dios.

    Ésta es, pues, la primera y la más principal razón por la cual estamos obligados a amar, servir y obedecer a este señor. Lo cual es en tanto grado verdad, que hasta los mismos filósofos epicúreos, destruidores de toda la filosofía -pues niegan la divina providencia y la inmortalidad del ánima-, no por eso niegan la religión, que es el culto y veneración de Dios. Porque a lo menos, disputando uno dellos en los libros que Tulio escribió De la naturaleza de los dioses, confiesa y prueba eficacísimamente que hay Dios, y confiesa también la alteza y soberanía de sus perfecciones admirables, por las cuales dice que merece ser adorado y venerado. Porque esto se debe a la alteza y excelencia de aquella nobilísima sustancia por solo este título, aunque más no haya. Porque si acatamos y reverenciamos un rey aunque esté fuera de su reino, donde ningún beneficio recibimos dél, por sola la dignidad real de su persona, ¿cuánto más se deberá esto a aquel señor que, como dice san Juan, trae broslado en su vestidura y en su muslo: Rey de los reyes y Señor de los señores? Él es el que tiene colgada de tres dedos la redondez de la tierra, el cual dispone las causas, mueve los cielos, muda los tiempos, altera los elementos, reparte las aguas, produce los vientos, engendra las cosas, influye en los planetas, y como rey y señor universal da de comer a todas las criaturas.

    Y lo que más es, que este reino y señorío no es por sucesión ni por elección, ni por herencia, sino por naturaleza. Porque así como el hombre naturalmente es mayor que una hormiga, así aquella nobilísima sustancia sobrepuja tanto todas las otras substancias criadas, que todas ellas y todo este mundo tan grande apenas es una hormiga delante dél. Pues si esta verdad reconoció y confesó un tan bárbaro y tan mal filósofo, ¿qué será razón que confiese la filosofía cristiana? Ésta, pues, nos enseña que aunque hay innumerables títulos por donde estamos obligados a Dios, éste es el mayor de todos, y el que solo, aunque más no hubiera, merecía todo el amor y servicio del hombre, aunque él tuviera infinitos corazones y cuerpos que emplear en él. Lo cual procuraron siempre cumplir todos los santos, cuyo amor era tan puro y tan desinteresado, que dice dél san Bernardo: «El verdadero y perfecto amor, ni toma fuerzas con la confianza ni siente los daños de la desconfianza», queriendo decir que ni se esfuerza a servir a Dios por lo que espera que le han de dar, ni desmayaría aunque supiese que nada le habían de dar, porque no se mueve a esto por interés, sino por puro amor debido a aquella infinita bondad.

    Mas con ser este título el más obligatorio, es el que menos mueve a los menos perfectos. Lo uno porque tanto más los mueve su interés cuanto más parte en ellos tiene el amor propio, y lo otro porque, como aún rudos e ignorantes, no alcanzan a entender la dignidad y hermosura de aquella soberana bondad. Porque si desto tuviesen más entera noticia, sólo este resplandor de tal manera robaría sus corazones, que contentos con sólo él, no buscarían más que a él. Por lo cual no será fuera de propósito darles aquí un poco de luz para que puedan conocer algo más de la grandeza y dignidad deste señor. Ésta es tomada de aquel sumo teólogo san Dionisio, el cual en su Mística teología ninguna otra cosa más pretende que darnos a entender la diferencia del ser divino a todo otro ser criado, enseñándonos, si queremos conocer a Dios, a desviar los ojos de las perfecciones de todas las criaturas, para que no nos engañemos queriendo medir y sacar a Dios por ellas, sino que dejándolas todas acá bajo, nos levantemos a contemplar un ser sobre todo ser, una sustancia sobre toda sustancia, una luz sobre toda luz, ante la cual toda luz es tinieblas, y una hermosura sobre toda hermosura, en cuya comparación es fealdad toda hermosura. Esto nos significa aquella oscuridad en que entró Moisés a hablar con Dios, la cual le cubría la vista de todo lo que no era Dios, para que así pudiese mejor conocer a Dios. Y esto mismo nos declara aquel cubrirse Elías los ojos con su palio cuando vio pasar delante de sí la gloria de Dios. Porque a todo lo de acá ha de cerrar el hombre los ojos, como a cosa tan baja y desproporcionada, cuando quisiere contemplar la gloria de Dios.

    Esto se verá más claro si consideramos la diferencia grandísima que hay de aquel ser no criado a todo otro ser criado, que es del Criador a sus criaturas, porque todas ellas vemos que tuvieron principio y pueden tener fin, mas él ni tiene principio ni puede tener fin. Todas ellas reconocen superior y dependen de otro, él ni reconoce superior ni depende de nadie. Todas ellas son variables y sujetas a mudanzas, en él no cabe mudanza ni variedad. Todas ellas son compuestas cada cual de su manera, mas en él no hay composición por su suma simplicidad: porque si fuera compuesto de partes, tuviera componedor que fuera primero que él, lo cual es imposible. Todas ellas pueden ser más de lo que son y tener más de lo que tienen y saber más de lo que saben, mas él ni puede ser más de lo que es -porque en él está todo el ser-, ni tener más de lo que tiene -porque él es el abismo de todas las riquezas-, ni saber más de lo que sabe, por la infinidad de su saber y por la excelencia de su eternidad, a la cual todo está presente. Por la cual causa lo llama Aristóteles acto puro, que quiere decir última y suma perfección, tal que no sufre añadidura, porque no es posible ser más de lo que es ni imaginarse cosa que le falte.

    Todas las criaturas militan debajo la bandera del movimiento, para que como pobres y necesitadas se puedan mover a buscar lo que les falta, mas él no tiene para qué moverse, pues ninguna cosa le falta y porque en todo lugar está presente. En todas las otras cosas, así como hay diversas partes, así se distinguen las unas de las otras, mas en él no puede haber distinción de partes diversas por su suma simplicidad. De manera que su ser es su esencia, y su esencia es su poder, y su poder es su querer, y su querer es su voluntad, y su voluntad es su entendimiento, y su entendimiento es su entender, y su entender es su ser, y su ser es su sabiduría, y su sabiduría es su bondad, y su bondad es su justicia, y su justicia es su misericordia, la cual, aunque tiene contrarios efectos que la justicia, cuales son perdonar y castigar, mas realmente en él son tan una cosa, que su misma justicia es su misericordia, y su misericordia es su justicia. Y así en él caben obras y perfecciones al parecer contrarias y admirables, como dice san Agustín. Porque él es secretísimo y presentísimo, hermosísimo y fortísimo, estable e incomprensible, sin lugar y en todo lugar, invisible y que todo lo ve, inmutable y que todo lo muda, el que siempre obra y siempre está quieto, el que todo lo hinche sin estar encerrado y todo lo provee sin quedar distraído, el que es grande sin cuantidad y por eso inmenso, y bueno sin cualidad y por eso verdadera y sumamente bueno -antes ninguno es bueno, sino sólo él.

    Finalmente, por abreviar, todas las cosas criadas, así como tienen limitada esencia que las comprende, así tienen limitado poder a que se extienden, y limitadas obras en que se ejercitan, y limitados lugares adonde moran, y limitados nombres con que se significan, y particulares definiciones con que se declaran, y señalados predicamentos o géneros donde se encierran. Mas aquella soberana sustancia, así como es infinita en el ser, así también lo es en el poder y en todo lo demás. Y así, ni tiene definición que la declare ni género que la encierre, ni lugar que la determine ni nombre que la signifique por su propio concepto, antes, como dice san Dionisio, con no tener nombre, tiene todos los nombres, porque en sí contiene todas las perfecciones significadas por esos nombres. De donde se infiere que todas las criaturas, como son limitadas, así son comprensibles, mas sólo aquel ser divino, así como es infinito, así es incomprensible a todo entendimiento criado. Porque, como dice Aristóteles, lo que es infinito, como no tiene cabo, así con ningún entendimiento puede ser comprendido ni abarcado, si no es con sólo aquel que todo lo comprende. ¿Qué otra cosa nos significan aquellos dos serafines que vio Isaías puestos al lado de la majestad de Dios, que estaban sentados en un trono muy alto, cada uno con seis alas, con las dos de las cuales cubrían el rostro de Dios y con las otras dos los pies del mismo Dios, según declara un intérprete, sino dar a entender que ni aún aquellos espíritus soberanos que tienen el más alto lugar en el cielo y están más vecinos a Dios pueden comprender todo cuanto hay en Dios, ni llegar de cabo a cabo a conocerle, puesto caso que claramente le vean en su misma esencia y hermosura? Porque como el que está a la orilla de la mar realmente ve la mar en sí misma, mas no llega a ver ni la profundidad ni la largura della, así aquellos espíritus soberanos, con todos los otros escogidos que moran en el cielo, realmente ven a Dios, mas no pueden comprender ni el abismo de su grandeza ni la longura de su eternidad. Y por esto mismo se dice que está Dios sentado sobre los querubines, en quien están encerrados los tesoros de la sabiduría divina, mas con todo eso está sobre ellos, porque no le pueden ellos alcanzar ni comprender.

    Éstas son aquellas tinieblas que el profeta David dice que puso Dios al derredor de su tabernáculo, para dar a entender lo que el apóstol significó más claramente cuando dijo que Dios moraba en una luz inaccesible adonde nadie podía llegar, lo cual el profeta llama tinieblas que impiden la vista y comprensión de Dios. Porque según dijo muy bien un filósofo, así como ninguna cosa hay más clara ni más visible que el sol, pero con todo esto ninguna hay que menos se vea por la excelencia de su claridad y por la flaqueza de nuestra vista, así ninguna hay que de suyo sea más inteligible que Dios, y ninguna que menos en esta vida se entienda, por esta misma razón.

    Por donde, el que en alguna manera le quisiere conocer, después que haya llegado a lo último de las perfecciones que él pudiere entender, conozca que aún le queda infinito camino que andar, porque es infinito mayor de lo que él ha podido comprender. Y cuanto más entendiere esta incomprensibilidad, tanto más habrá entendido dél. Por donde san Gregorio, sobre aquellas palabras de Job: «El que hace cosas grandes e incomprensibles sin número...», dice así: «Entonces hablamos con mayor elocuencia las obras de la omnipotencia divina cuando, quedando maravillados y atónitos, las callamos, y entonces el hombre alaba convenientemente callando, lo que no puede convenientemente significar hablando.» Y así nos aconseja san Dionisio que honremos el secreto de aquella soberana deidad que trasciende todos los entendimientos con sagrada veneración del ánima y con un inefable y casto silencio. En las cuales palabras parece que alude a aquellas del profeta David, según la traslación de san Jerónimo, que dicen: «A ti calla el alabanza, Dios en Sión», dando a entender que la más perfecta alabanza de Dios es la que se hace callando -que es con este casto e inefable silencio-, entendiendo nuestro no entender y confesando la incomprensibilidad y soberanía de aquella inefable sustancia cuyo ser es sobre todo ser, cuyo poder es sobre todo poder, cuya grandeza es sobre toda grandeza, y cuya sustancia sobrepuja infinitamente y se diferencia de toda otra sustancia, así visible como invisible.

    Conforme a lo cual dice san Agustín: «Cuando yo busco a mi Dios, no busco forma de cuerpo ni hermosura de tiempo ni blancura de luz ni melodía de canto ni olores de flores ni ungüentos aromáticos ni miel ni maná deleitable al gusto ni otra cosa que pueda ser tocada y abrazada con las manos. Nada desto busco cuando busco a mi Dios. Mas con todo esto busco una luz sobre toda luz que no ven los ojos, y una voz sobre toda voz que no perciben los oídos, y un olor sobre todo olor que no sienten las narices, y una dulzura sobre toda dulzura que no conoce el gusto, y un abrazo sobre todo abrazo que no siente el tacto. Porque esta luz resplandece donde no hay lugar, y esta voz suena donde el aire no la lleva, y este olor se siente donde el viento no le derrama, y este sabor deleita donde no hay paladar que guste, y este abrazo se recibe donde nunca jamás se aparta.»


 

I

    Y si quieres por un pequeño ejemplo barruntar algo desta incomprensible grandeza, pon los ojos en la fábrica deste mundo, que es obra de la mano de Dios, para que por la condición del efecto entiendas algo de la nobleza de la causa. Presuponiendo primero lo que dice san Dionisio, que en todas las cosas hay ser, poder y obrar, las cuales están de tal manera proporcionadas entre sí, que cual es el ser de las cosas tal es su poder, y cual el poder tal el obrar. Presupuesto este principio, mira luego cuán hermoso, cuán bien ordenado y cuán grande es este mundo, pues hay algunas estrellas en el cielo que, según dicen los astrólogos, son ochenta veces mayores que toda la tierra y agua juntas. Mira otrosí cuán poblado está de infinita variedad de cosas que moran en la tierra y en el agua y en el aire y en todo lo demás, las cuales están fabricadas con tan grande perfección, que sacados los monstruos aparte, en ninguna hasta hoy se halló ni cosa que sobrase ni que le faltase para el cumplimiento de su ser. Pues esta tan grande y tan admirable máquina del mundo, según el parecer de san Agustín, crió Dios en un momento y saco de no ser a ser, y esto sin tener materiales de que la hiciese, ni oficiales de que se ayudase, ni herramienta de que se sirviese, ni modelos o dibujos exteriores en que la trazase, ni espacio de tiempo en que prosiguiendo la acabase, sino, con sola una simple muestra de su voluntad, salió a luz esta grande universidad y ejército de todas las cosas. Y mira más, que con la misma facilidad que crió este mundo pudiera criar, si quisiera, millares de cuentos de mundos muy más grandes y más hermosos y más poblados que éste. Y acabándolos de hacer, con la misma facilidad los pudiera aniquilar y deshacer sin ninguna resistencia.

    Pues dime ahora: si, como se presupuso de la doctrina de san Dionisio, por los efectos y obras de las cosas conocemos el poder de las cosas, y por el poder el ser, ¿cuál será el poder de donde esta obra procedió? Y si tal y tan incomprensible es este poder, ¿cuál será el ser que se conoce por tal poder? Esto, sin duda, sobrepuja todo encarecimiento y entendimiento. Donde aún hay más que pensar: que estas obras tan grandes, así las que son como las que pueden ser, no igualan con la grandeza deste divino poder, antes quedan infinitamente más bajas, porque infinitamente más es a lo que se extiende este infinito poder. Pues, ¿quién no queda atónito y pasmado considerando la grandeza de tal ser y tal poder, al cual, aunque no vea con los ojos, a lo menos no puede dejar de barruntar por esta razón cuán grande sea y cuán incomprensible?

    Esta inmensidad infinita de Dios declara santo Tomás en el Compendio de la teología por este ejemplo: «Vemos -dice él- que entre las cosas corporales, cuanto una es más excelente, tanto es mayor en cantidad. Y así vemos ser mayor el agua que la tierra, y mayor el aire que el agua, y mayor el fuego que el aire, y mayor el primer cielo que el elemento del fuego, y mayor el segundo cielo que el primero, y mayor el tercero que el segundo, y así subiendo hasta la décima esfera, y hasta el cielo empíreo, que es de inestimable e incomparable grandeza, lo cual se ve claro por cuán pequeña es la redondez de la tierra y del agua en comparación de los cielos, pues los astrólogos dicen que es un punto a respecto del cielo. Lo cual demuestran claramente porque, estando el cerco del cielo repartido en doce signos por do anda el sol, de cualquier parte de la tierra se ven los seis perfectamente, porque la altura y eminencia de la tierra no ocupa más de lo que ocuparía una hoja de papel o una tabla que estuviese en medio del mundo, de donde sin impedimento se vería la mitad del cielo. Pues siendo el cielo empíreo, que es el primero y el más noble cuerpo del mundo, de tan inestimable grandeza sobre todos los otros cuerpos, por aquí se entiende -dice santo Tomás- cómo Dios, que sin ninguna limitación es el primero y el mayor y el mejor de todas las cosas, así espirituales como corporales, y el hacedor dellas, ha de sobrepujar a todas ellas con infinita grandeza. No en cantidad, porque no es cuerpo, sino en la excelencia y nobleza de su perfectísimo ser».

    Pues descendiendo ahora a nuestro propósito, por aquí podrás en alguna manera entender cuáles sean las perfecciones y grandezas deste señor. Porque tales es necesario que sean, cual es su mismo ser. Así lo confiesa el Eclesiástico de su misericordia, diciendo: «Cuan grande es el ser de Dios, tan grande es la misericordia de Dios». Y no menos lo son todas las otras perfecciones suyas, de manera que tal es su bondad, su benignidad, su majestad, su mansedumbre, su sabiduría, su dulzura, su nobleza, su hermosura, su omnipotencia, y tal también su justicia. Y así es infinitamente bueno, infinitamente suave, infinitamente amoroso, e infinitamente amable, e infinitamente digno de ser obedecido, temido, acatado y reverenciado. De suerte que si en el corazón humano pudiese caber amor y temor infinito, y obediencia y reverencia infinita, todo esto era debido en ley de justicia a la dignidad y excelencia deste señor. Porque si cuanto una persona es más excelente y más alta, tanto se le debe mayor reverencia, necesariamente se sigue que siendo la excelencia de Dios infinita, se le debe reverencia infinita. De donde se infiere que todo lo que falta a nuestro amor y reverencia para llegar a esta medida, falta para lo que se debe a la dignidad desta grandeza.

    Pues siendo esto así, ¿qué tan grande es la obligación que nos pide sólo este título, aunque más no hubiera, al amor y obediencia deste señor? ¿Qué ama quien a esta bondad no ama? ¿Qué teme quien a esta majestad no teme? ¿A quién sirve quien a este señor no sirve? ¿Para qué se hizo la voluntad, sino para abrazar y amar al bien? Pues si éste es el sumo bien, ¿cómo no lo abraza nuestra voluntad sobre todos los bienes? Y si tan grande mal es no amarlo y reverenciarlo sobre todas las cosas, ¿qué será tenerlo en menos que todas ellas? ¿Quién pudiera creer que hasta aquí pudiese llegar la maldad del hombre? Pues, realmente, hasta aquí llegan los que por un deleite bestial, o por un pundonor de honra, o por dos maravedís de interés, desprecian y ofenden a esta bondad. Y aún más adelante pasan los que pecan de balde, que es por sola maldad y costumbre, sin haber por eso algún interés. ¿A tanto ha llegado el desalmamiento del mundo? ¡Oh ceguedad incomparable! ¡Oh insensibilidad más que de bestias! ¡Oh atrevimiento digno de los demonios! ¿Qué merece quien esto hace? ¿Con qué se castigará dignamente el desprecio de tan grande majestad? Claro está que con ninguna pena menor que con la que está a los tales aparejada, que es arder para siempre en los fuegos del infierno. Y con todo esto no se castiga dignamente.

    Éste es, pues, el primer título por donde estamos obligados al amor y servicio deste señor, la cual obligación es tan grande, que todas cuantas obligaciones podemos tener en el mundo a diversos géneros de personas por razón de sus excelencias y perfecciones no se pueden llamar obligaciones comparadas con ésta. Porque así como todas las otras perfecciones criadas, comparadas con las divinas, no son perfecciones, así todas las obligaciones que nacen destas mismas excelencias y perfecciones no se llaman obligaciones en presencia desta, como tampoco todas las ofensas hechas a puras criaturas se llaman ofensas comparadas con la que se hace al Criador. Por lo cual dijo David en el salmo de la penitencia que contra sólo Dios había pecado, comoquiera que también había pecado contra Urías, a quien mató, y contra su mujer, a quien deshonró, y contra todo su reino, a quien escandalizó. Mas con todo esto dice que había pecado contra sólo Dios, porque sabía él muy bien que todas estas ofensas y deformidades eran nada en comparación de la fealdad que este pecado tenía por ser contra lo que Dios mandó. Y así la consideración desta deformidad lo afligía tanto, que no hacía caso de todas las otras en comparación desta, porque así como Dios es infinitamente mayor que toda otra criatura, así es infinitamente mayor en su manera la obligación que le tenemos y la ofensa que le hacemos. Y de finito a infinito no puede haber proporción.