Capítulo XXIII

Cuarto aviso. De la fortaleza que se requiere para alcanzar las virtudes

     E precedente aviso nos proveyó de ojos para mirar atentamente lo que debemos hacer. Éste nos proveerá de brazos, que es de fortaleza, para poderlo hacer. Porque como haya dos dificultades en la virtud, la una en distinguir y apartar lo bueno de lo malo, y la otra en vencer lo uno y proseguir lo otro, para lo uno se requiere atención y vigilancia, y para lo otro fortaleza y diligencia, y cualquiera destas dos cosas que falte, queda imperfecto el negocio de la virtud, porque, o quedará ciego si falta la vigilancia, o manco si faltare la fortaleza.

     Esta fortaleza no es aquella que tiene por oficio templar las osadías y temores, que es una de las cuatro virtudes cardinales, sino es una fortaleza general que sirve para vencer todas las dificultades que nos impiden el uso de las virtudes. Por esto anda siempre en compañía dellas, como con la espada en la mano, haciéndoles camino por doquiera que van. Porque la virtud, como dicen los filósofos, es cosa ardua y dificultosa, y por esto conviene que tenga siempre a su lado esta fortaleza para que le ayude a vencer esta dificultad. De donde, así como el herrero tiene necesidad de traer siempre el martillo en las manos por razón de la materia que labra, que es dura de domar, así también el hombre virtuoso tiene necesidad desta fortaleza, como de un martillo espiritual, para domar esta dificultad que en la virtud se halla. Por donde, así como el herrero sin martillo ninguna cosa haría, así tampoco el amador de las virtudes sin fortaleza, por la misma razón. Si no, dime: ¿cuál de las virtudes hay que no traiga consigo algún especial trabajo y dificultad? Míralas todas una por una: la oración, el ayuno, la obediencia, la templanza, la pobreza de espíritu, la paciencia, la castidad, la humildad. Todas ellas, finalmente, siempre tienen alguna dificultad anexa, o por parte del amor propio, o por parte del enemigo, o por parte del mismo mundo. Pues quitada esta fortaleza de por medio, ¿qué podrá el amor de la virtud desarmado y desnudo? Por do parece que, sin esta virtud, todas las otras están como atadas de pies y manos para no poderse ejercitar.

     Y por esto tú, hermano mío, que deseas aprovechar en las virtudes, haz cuenta que el mismo señor de las virtudes te dice también a ti aquellas palabras que dijo a Moisés, aunque en otro sentido: «Toma esta vara de Dios en la mano, que con ella has de hacer todas las señales y maravillas con que has de sacar a mi pueblo de Egipto.» Ten por cierto que, así como aquella vara fue la que obró aquellas maravillas y la que dio cabo a aquella jornada tan gloriosa, así esta vara de virtud y fortaleza es la que ha de vencer todas las dificultades que el amor de nuestra carne y el enemigo nos han de poner delante, y hacernos salir al cabo con esta empresa tan gloriosa. Y, por esto, nunca esta vara se ha de soltar de la mano, pues ninguna destas maravillas se puede hacer sin ella.

     Por lo cual me parece avisar aquí de un grande engaño que suele acaecer a los que comienzan a servir a Dios. Los cuales, como leen en algunos libros espirituales cuán grandes sean las consolaciones y gustos del Espíritu Santo y cuánta la suavidad y dulzura de la caridad, creen que todo este camino es deleites, y que no hay en él fatiga ni trabajo. Y así, se disponen para él como para una cosa fácil y deleitable, de manera que no se arman como para entrar en batalla, sino vístense como para ir a fiestas, y no miran que aunque el amor de Dios de suyo es muy dulce, el camino para él es muy agrio, porque para esto conviene vencer el amor propio y pelear siempre consigo mismo, que es la mayor pelea que puede ser. Lo uno y lo otro significó el profeta Isaías cuando dijo: «Sacúdete el polvo, levántate y siéntate, Jerusalén.» Porque en el sentar es verdad que no hay trabajo, mas haylo en el sacudir el polvo de las afecciones terrenales y en levantarnos del pecado y sueño que dormimos, que es lo que se requiere para venir a esta manera de asiento.

     Aunque también es verdad que provee el Señor de grandes y maravillosas consolaciones a los que fielmente trabajan, y a todos aquellos que trocaron ya los placeres del mundo por los del cielo. Mas si este trueque no se hace, y el hombre todavía no quiere soltar de las manos la presa que tiene, crea que no le darán este refresco, pues sabemos que no se dio el maná a los hijos de Israel en el desierto hasta que se les acabó la harina que habían sacado de Egipto.

     Pues tornando al propósito, los que no se armaren desta fortaleza ténganse por despedidos de lo que buscan, y sepan cierto que, mientras no mudaren los ánimos y el propósito, nunca lo hallarán. Crean que con trabajo se gana el descanso, y con batallas la corona, y con lágrimas la alegría, y con el aborrecimiento de sí mismo el amor suavísimo de Dios. Y de aquí nació reprenderse tantas veces en los Proverbios la pereza y negligencia, y alabarse tanto la fortaleza y diligencia, como en otra parte declaramos, porque sabía muy bien el Espíritu Santo, autor desta doctrina, cuán grande impedimiento para la virtud era lo uno y cuán grande ayuda lo otro.

 

I

De los medios por donde se alcanza esta fortaleza

     Mas por ventura preguntarás qué medio hay para alcanzar esta fortaleza, pues también ella es dificultosa como las otras virtudes. Porque no en balde comenzó el Sabio aquel su abecedario, tan lleno de doctrina espiritual, por esta sentencia: «Mujer fuerte, ¿quién la hallará? El valor della es sobre todos los tesoros y piedras preciosas traídas desde los últimos fines de la tierra.» Pues, ¿por qué medios podremos alcanzar cosa de tan gran valor? Primeramente, considerando este mismo valor, porque sin duda cosa es de gran valor la que tanto ayuda para alcanzar el tesoro inestimable de las virtudes. Si no, dime qué es la causa por que los hombres del mundo huyen tanto de la virtud. No es otra sino la dificultad que hallan en ella los cobardes y perezosos. «Dice el perezoso: El león está en el camino; en medio de las plazas tengo de ser muerto.» Y en otra parte añade el mismo Sabio, diciendo: «El loco mete las manos en el seno, y come sus carnes diciendo: Más vale un poquito con descanso, que las manos llenas con aflicción y trabajo.» Pues como no haya otra cosa que nos aparte de la virtud sino sola esta dificultad, teniendo fortaleza con que vencer, luego es conquistado el reino de las virtudes. Pues, ¿quién no tomará aliento y se esforzará a conquistar esta fuerza, la cual ganada, es ganado el reino de las virtudes, y con él el de los cielos, el cual no pueden ganar sino solos los esforzados? Con esta misma fortaleza es vencido el amor propio con todo su ejército. Y echado fuera este enemigo, luego es allí aposentado el amor de Dios, o por mejor decir, el mismo Dios. Pues, como dice san Juan, «quien está en caridad está en Dios».

     Aprovecha también para esto el ejemplo de muchos siervos de Dios que ahora vemos en el mundo pobres, desnudos, descalzos y amarillos, faltos de sueño y de regalo y de todo lo necesario para la vida, algunos de los cuales desean y aman tanto los trabajos y asperezas, que así como los mercaderes andan a buscar las ferias más ricas, y los estudiantes las universidades más ilustres, así ellos andan a buscar los monasterios y provincias de mayor rigor y aspereza, donde hallen, no hartura sino hambre, no riqueza sino pobreza, no regalo de cuerpo sino cruz y maltratamiento de cuerpo. Pues, ¿qué cosa más contraria a los nortes del mundo y a los deseos de las gentes que andar a buscar un hombre por tierras extrañas arte y manera como ande más hambriento, más pobre, más remendado y desnudo? Obras son éstas contrarias a carne y a sangre, mas muy conformes al espíritu del Señor.

     Y más particularmente condena nuestros regalos el ejemplo de los mártires, que con tales y tan crudos géneros de tormentos conquistaron el reino del cielo. Apenas hay día que no nos proponga la Iglesia algún ejemplo déstos, no tanto por honrar a ellos con la fiesta que les hace, cuanto por aprovechar a nosotros con el ejemplo que nos da. Un día nos propone un mártir asado, otro día desollado, otro ahogado, otro despeñado, otro atenazado, otro desmembrado, otro aradas las carnes con surcos de hierro, otro hecho un erizo con saetas, otro echado a freír en una tina de aceite, y otros de otras maneras atormentados. Y muchos dellos pasaron, no por un solo género de tormentos, sino por todos aquellos que la naturaleza y compostura del cuerpo humano podía sufrir. Porque muchos, de la prisión pasaban a los azotes, y de los azotes a las brasas, y de las brasas a los peines de hierro, y de allí al cuchillo, que sólo bastaba para acabar la vida, mas no la fe ni la fortaleza.

     Pues, ¿qué diré de las artes e invenciones que la ingeniosa crueldad, no ya de los hombres, sino de los demonios, inventó para combatir la fe y fortaleza de los espíritus con el tormento de los cuerpos? A unos, después de crudelísimamente llagados, hacían acostar en una cama de abrojos y de cascos de tejas muy agudos, para que por todas partes el cuerpo tendido recibiese en un punto mil heridas y padeciese un dolor universal en todos los miembros, y así fuese combatida la fe con un ejército de dolores extraños; a otros hacían pasear con las plantas desnudas sobre carbones encendidos; a otros arrastraban por cardos y rastrojos, atados a las colas de caballos no domados; para otros inventaban ruedas horribles, cercadas de navajas muy agudas, para que estando en alto el cuerpo fijo, esperase el encuentro de toda aquella orden de navajas que lo despedazasen; a otros tendían en unos ingenios de madera que para esto tenían hechos, y estirados allí fuertemente los cuerpos, los araban de alto abajo con garfios de hierro. ¿Qué diré, sino que aún no contenta la ferocidad de los tiranos con todos estos ensayos de tormentos, vino a inventar otro más nuevo, que fue atar por los pies al mártir a las ramas de dos grandes árboles, bajándolas violentamente hasta el suelo para que, soltándolas después y resurtiendo a sus lugares, llevasen volando por los aires cada una su pedazo de cuerpo? Mártir hubo en Nicomedia, y como éste hubo otros innumerables, a quien después de haber azotado tan cruelmente que, no sólo habían rasgado ya la piel y los cueros, sino que ya los azotes habían comido mucha parte de la carne y llegado a descubrir por muchas partes los huesos blancos entre las heridas coloradas, acabado este tormento, le regaron las llagas con vinagre y las polvorearon con sal. Y no contentos con esto, viendo aún que todavía estaba el ánima en el cuerpo, le tendieron sobre unas parrillas al fuego, y allí le volteaban de una banda a otra con horcas de hierro, hasta que, así asado ya y tostado el sagrado cuerpo, envió el espíritu a Dios.

     De manera que los perversos homicidas pretendían otra cosa aún más cruel que la muerte, que es la última de las cosas terribles, porque no pretendían tanto matar como atormentar con tantos y tan horribles martirios, que sin herida ninguna de muerte hiciesen partir las ánimas de los cuerpos a poder de tormentos. No eran, pues, estos mártires de otros cuerpos que los nuestros, ni de otra masa y composición que la nuestra, ni tenían por ayudador a otro Dios que el que nosotros tenemos, ni esperaban otra gloria que la que todos esperamos. Pues si éstos con tales y tantas muertes compraron la vida eterna, ¿cómo nosotros por la misma causa no mortificaremos siquiera los malos deseos de nuestra carne? Si aquéllos morían de hambre, ¿por qué tú no ayunarás un día? Si aquéllos perseveraban enclavados en la cruz orando, ¿por qué tú no perseverarás un rato de rodillas en oración? Si aquéllos tan fácilmente dejaban cortar y despedazar sus miembros, ¿por qué tú no cercenarás y mortificarás un poco de tus apetitos y pasiones? Si aquéllos estaban tanto tiempo encerrados en cárceles oscuras, ¿por qué tú no estarás siquiera un poco recogido en la celda? Si aquéllos así dejaban arar sus espaldas, ¿por qué tú alguna vez por Cristo no disciplinarás las tuyas?

     Y si aún estos ejemplos no bastan, alza los ojos a aquel santo madero de la cruz, y mira quién es aquel que allí está padeciendo tan crueles tormentos por tu amor. «Mirad -dice el apóstol-, a aquel que tan grandes encuentros recibió de los pecadores, porque no canséis ni desmayéis en los trabajos.» Espantoso ejemplo es éste por doquiera que lo quisieres mirar. Porque si miras los trabajos, no pueden ser mayores; si a la persona que los padece, no puede ser más excelente; si la causa por que los padece, ni es por culpa suya, porque él es la misma inocencia, ni por necesidad suya, porque es señor de todo lo criado, sino por pura bondad y amor. Y con ser esto así, padeció en su cuerpo y ánima tan grandes tormentos, que todas las pasiones de los mártires y de todos los hombres del mundo no igualan con ellos. Cosa fue ésta de que se espantaron los cielos y tembló la tierra, y se despedazaron las piedras y sintieron todas las cosas insensibles. Pues, ¿cómo será el hombre tan insensible que no sienta lo que sintieron los elementos? ¿Y cómo será tan ingrato que no procure imitar algo de aquello que se hizo por su ejemplo? Porque por esto, como dijo el mismo señor, convenía que Cristo padeciese y así entrase en su gloria, porque pues había venido al mundo para guiarnos al cielo -pues el camino para él era la cruz-, que fuese en la delantera crucificado, para que así tomase esfuerzo el vasallo, viendo tan maltratado a su señor.

     Pues, ¿quién será tan ingrato o tan regalado o tan soberbio o tan desvergonzado, que viendo al señor de la majestad con todos sus amigos y escogidos caminar con tanto trabajo, quiera él ir en una litera y gastar la vida en regalos? Mandaba el rey David a Urías, que venía de la guerra, ir a dormir y descansar a su casa, y cenar con su mujer, y el buen criado respondió: «El arca de Dios está en las tiendas, y los siervos del rey mi señor duermen sobre la haz de la tierra, ¿e iré yo a mi casa a comer y beber y descansar? Por la salud tuya y por la de tu ánima, tal cosa no haré.» ¡Oh fiel y buen criado, tan digno de ser alabado cuan indignamente muerto! ¿Pues cómo tú, cristiano, viendo de la manera que ves a tu señor en la cruz, no tendrás este mismo comedimiento para con él? El arca de Dios, de madera de cedro incorruptible, padece dolores y muerte, ¿y tú buscas regalos y descanso? Aquel arca donde estaba el maná -que es el pan de los ángeles- escondido, gustó hiel y vinagre por ti, ¿y tú buscas deleites y golosinas? Aquel arca donde estaban las tablas de la ley, que son todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios, es vituperada y tenida por locura, ¿y tú buscas honras y alabanzas? Y si no basta el ejemplo desta arca mística para confundirte, junta con ella los trabajos de los siervos de Dios que duermen sobre la haz de la tierra, conviene saber, los ejemplos y pasiones de tantos santos, de tantos profetas, mártires, confesores y vírgenes, que con tantos dolores y asperezas pasaron esta vida, como lo cuenta uno de ellos, diciendo así: «Los santos padecieron escarnios, azotes, prisiones y cárceles; fueron apedreados, aserrados, tentados y muertos a cuchillo; anduvieron pobremente vestidos de pieles de ovejas y de cabras, necesitados, angustiados, afligidos; de los cuales el mundo no era merecedor; vivían en las soledades y desiertos, en las cuevas y concavidades de la tierra. Y todos ellos, en medio destos trabajos, fueron probados y hallados fieles a Dios.»

     Pues si ésta fue la vida de los santos, y lo que más es, del santo de los santos, no sé yo por cierto con qué título ni por cuál privilegio piensa alguno de ir adonde ellos fueron si va por camino de deleites y regalos. Y, por tanto, hermano mío, si deseas ser compañero de su gloria, procura serlo de su pena; si quieres reinar con ellos, procura padecer con ellos.

     Todo esto sirve para exhortarte a esta noble virtud de fortaleza, para que así seas imitador de aquella santa ánima de quien se dice que «ciñó sus lomos con fortaleza y esfórzó sus brazos para el trabajo». Y para conclusión deste capítulo y de la doctrina de todo este segundo libro, acabaré con aquella nobilísima sentencia del Salvador que dice: «Quienquiera que quisiere venir en pos de mí, niegue a sí mismo y tome su cruz y sígame.» En las cuales palabras comprendió aquel maestro celestial la suma de toda la doctrina del evangelio, la cual se ordena a formar un hombre perfecto y evangélico. El cual, teniendo un linaje de paraíso en el hombre interior, padece una perpetua cruz en lo exterior, y con la dulzura de la una abraza voluntariamente los trabajos de la otra.