Capítulo XIX

Aviso primero. De la estima de las virtudes, para mayor entendimiento desta regla

     Así como al principio desta regla pusimos algunos preámbulos que para antes della se requerían, así después della conviene dar algunos avisos para que mejor se entienda lo contenido en ella. Porque, primeramente, como aquí se haya tratado de muchas maneras de virtudes, es necesario declarar la dignidad que tienen unas sobre otras, para que sepamos estimar cada cosa en lo que es y dar a cada una su lugar. Porque así como el que trata en piedras preciosas conviene que entienda el valor dellas, porque no se engañe en el precio, y así como el mayordomo de un señor conviene que sepa los méritos de los que tiene en su casa, para que trate a cada uno según su merecimiento -porque lo contrario sería desorden y confusión-, así el que trata en las piedras preciosas de las virtudes, y el que como buen mayordomo ha de dar a cada una su derecho, conviene que para esto tenga muy entendido el precio dellas, para que cuando las cosas se encontraren sepa cuáles ha de anteponer a cuáles, porque no venga a ser, como dicen, allegador de la ceniza y derramador de la harina, como a muchos acontece.

     Pues para esto es de saber que todas las virtudes de que hasta aquí habemos tratado se pueden reducir a dos órdenes. Porque unas son más espirituales e interiores, y otras más visibles y exteriores. En la primera orden ponemos las virtudes teologales, con todas las otras que señalamos para con Dios, y principalmente la caridad, que tiene el primer lugar como reina entre todas ellas. Y con éstas se juntan otras virtudes muy nobles y muy vecinas a éstas, que son humildad, castidad, misericordia, paciencia, discreción, pobreza de espíritu, menosprecio del mundo, negamiento de nuestra propia voluntad, amor de la cruz y aspereza de Cristo, y otras semejantes a éstas, que llamamos aquí, extendido este vocablo, virtudes. Y llamamos las espirituales interiores, porque principalmente residen en el ánimo, puesto caso que proceden también a obras exteriores, como parece en la caridad y religión para con Dios, que aunque sean virtudes interiores, producen también sus actos exteriores para honra y gloria del mismo Dios.

     Otras virtudes hay que son más visibles y exteriores, como son el ayuno, la disciplina, el silencio, el encerramiento, el leer, rezar, cantar, peregrinar, oír misa, asistir a los sermones y oficios divinos, con todas las otras observancias y ceremonias corporales de la vida cristiana o religiosa. Porque aunque estas virtudes estén en el ánimo, pero los actos propios dellas salen más afuera que los de las otras, que muchas veces son ocultos e invisibles, como son creer, amar, esperar, contemplar, humillarse interiormente, dolerse de los pecados, juzgar discretamente y otros actos semejantes.

     Entre estas dos maneras de virtudes no hay que dudar sino que las primeras son más excelentes y necesarias que las segundas, con grandísima ventaja. Porque, como dijo el Señor a la Samaritana: «Mujer, créeme que es llegada la hora cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque el Padre tales quiere que sean los que le adoran. Espíritu es Dios, y por eso los que le adoran, en espíritu y en verdad conviene que le adoren.» Esto es, en romance claro, lo que canta aquel versico tan celebrado en las escuelas de los niños. Pues que Dios es espíritu, como las Escrituras nos lo enseñan, por eso conviene que sea honrado con pureza y limpieza de espíritu. Por esto el profeta David, describiendo la hermosura de la Iglesia, o del ánima que está en gracia, dice que toda la gloria y hermosura della está allá dentro escondida, donde está guarnecida con fajas de oro, y vestida de diversos colores de virtudes. Lo mismo nos significó el apóstol cuando dijo a su discípulo Timoteo: «Ejercítate en la piedad, porque el ejercicio corporal para pocas cosas es provechoso, mas la piedad para todo vale, pues a ella se prometen los bienes desta vida y de la otra». Donde por la piedad entiende el culto de Dios y la misericordia para con los prójimos, y por el ejercicio corporal la abstinencia y las otras asperezas corporales, como santo Tomás declara sobre este paso.

     Entendieron esta verdad hasta los filósofos gentiles, porque Aristóteles, que tan pocas cosas escribió de Dios, con todo eso dijo: «Si los dioses tienen cuidado de las cosas humanas, como es razón que se crea, cosa verosímil es que se huelguen con la cosa más buena y más semejante a ellos, y ésta es la mente o el espíritu del hombre. Y por esto, los que adornaren este espíritu con el conocimiento de la verdad y con la reformación de afectos, éstos han de ser muy agradables a Dios». Lo mismo sintió maravillosamente el príncipe de los médicos, Galeno, el cual, tratando en un libro de la composición y artificio del cuerpo humano y del uso y aprovechamiento de sus partes, y llegando a un paso donde singularmente resplandecía la grandeza de la sabiduría y providencia de aquel artífice soberano, arrebatado en una profunda admiración de tan grandes maravillas, como olvidado de la profesión de médico, y pasando a la de teólogo, exclamó diciendo: «Honren los otros a Dios con sus hecatombas -que son sacrificios de cien bueyes-; yo le honraré reconociendo la grandeza de su saber, que tan altamente supo ordenar las cosas; y la grandeza de su poder, que tan enteramente pudo poner por obra todo lo que ordenó; y la grandeza de su bondad, la cual de ninguna cosa tuvo envidia a sus criaturas, pues tan cumplidamente proveyó a cada una de todo lo que había menester sin alguna falta.» Esto dijo el filósofo gentil. Dime, ¿qué más pudiera decir un perfecto cristiano? ¿Qué más dijera si hubiera leído aquel dicho del profeta: «Misericordia quiero y no sacrificio, y conocimiento de Dios, más que holocaustos»? Muda las hecatombas en holocaustos, y verás la concordia que tuvo aquí el filósofo gentil con este profeta.

     Mas con todos estos loores que se dan a estas virtudes, las otras que pusimos en la segunda orden, dado caso que en la dignidad sean menores, pero son importantísimas para alcanzar las mayores y conservarlas, y algunas dellas necesarias, por razón del precepto o voto que en ellas interviene. Esto se prueba claramente discurriendo por aquellas mismas virtudes que dijimos. Porque el encerramiento y la soledad excusa al hombre de ver, de oír, de hablar y de tratar mil cosas y tropezar en mil ocasiones, en las cuales se pone a peligro, no sola la paz y sosiego de la conciencia, sino también la castidad y la inocencia. El silencio ya se ve cuánto ayuda para conservar la devoción y excusar los pecados que se hacen hablando, pues dijo el Sabio que en el mucho hablar no podían faltar pecados. El ayuno, demás de ser acto de la virtud de la temperancia, y ser obra satisfactoria y meritoria si se hace en caridad, enflaquece el cuerpo y levanta el espíritu, y debilita nuestro adversario y dispone para la oración y lección y contemplación, y excusa los gastos y codicias en que viven los amigos de comer y beber, y las burlerías y parlerías y porfías y disoluciones que entienden después de hartos. Pues el leer libros santos y oír semejantes sermones, y el rezar y cantar y asistir a los oficios divinos, bien se ve cómo éstos son actos de religión e incentivos de devoción, y medios para alumbrar más el entendimiento y encender más el afecto en las cosas espirituales.

     Pruébase también esto mismo por una experiencia tan clara, que si los herejes lo miraran, no vinieran a dar en el extremo que dieron. Porque vemos cada día con los ojos, y tocamos con las manos, que en todos los monasterios donde florece la observancia regular y la guarda de todo lo exterior, siempre hay mayor virtud, mayor devoción, más caridad, más valor y ser en las personas, más temor de Dios, y finalmente más cristiandad; y por el contrario, donde no se tiene cuenta con esto, así como la observancia anda rota, así también lo anda la conciencia y las costumbres y la vida, porque como hay mayores ocasiones de pecar, así hay más pecados y desconciertos. De suerte que, como en la viña bien guardada y bien cercada está todo seguro, y la que carece de guarda y de cerca está toda robada y esquilmada, así está la religión cuando se guarda la observancia regular, o no se guarda. Pues, ¿qué más argumento queremos que éste, que procede de una tan clara experiencia, para ver la utilidad e importancia destas cosas?

     Pues ya si un hombre pretende alcanzar y conservar siempre aquella soberana virtud de la devoción, que hace al hombre hábil y pronto para toda virtud, y es como espuela y estímulo para todo bien, ¿cómo será posible alcanzar y conservar este afecto tan sobrenatural y tan delicado, si se descuida en la guarda de sí mismo? Porque este afecto es tan delicado y, si sufre decirse, tan fugitivo, que a vuelta de cabeza, no sé cómo, luego desaparece. Porque una risa desordenada, una habla demasiada, una cena larga, un poco de ira o de porfía o de otro cualquier distraimiento, un ponerse a querer ver, oír o entender en cosas no necesarias, aunque no sean malas, basta para agotar mucha parte de la devoción. De manera que no sólo los pecados, sino los negocios no necesarios, y cualquier cosa que nos haga divertir de Dios, nos hace diminuir la devoción. Porque así como el hierro, para que esté hecho fuego, conviene que esté siempre o casi siempre en el fuego -porque, si lo sacáis de allí, de ahí a poco se vuelve a su frialdad natural-, así este noble afecto depende tanto de andar el hombre siempre unido con Dios por actual amor y consideración, que en desviándolo de allí, luego se vuelve al paso de la madre, que es la disposición antigua que primero tenía.

     Por donde, el que trata de alcanzar y conservar este santo afecto ha de andar tan solícito en la guarda de sí mismo, esto es, de los ojos, de los oídos, de la lengua, del corazón, ha de ser tan templado en el comer y beber, ha de ser tan sosegado en todas sus palabras y movimientos, ha de amar tanto el silencio y la soledad, ha de procurar tanto la asistencia a los oficios divinos y todas aquellas cosas que le puedan despertar y provocar a la devoción, que mediante estas diligencias pueda conservar y tener seguro este tan precioso tesoro. Y si esto no hace, tenga por cierto que no le sucederá este negocio prósperamente.

     Todo esto nos declara bastantemente la importancia destas virtudes, dejando en su lugar, y no derogando, a la dignidad de las otras que son mayores. De lo cual todo se podrá colegir la diferencia que hay entre las unas y las otras, porque las unas son como fin, las otras como medio para este fin; las unas como salud, las otras como medicina con que se alcanza la salud; las unas son como espíritu de la religión, las otras como el cuerpo della, que aunque es menor que el espíritu, es parte principal del compuesto, y de que tiene necesidad para sus operaciones; las unas son como tesoro, y las otras como llave con que se guarda este tesoro; las unas son como la fruta del árbol, y las otras como las hojas que adornan el árbol y conservan la fruta dél. Aunque en esto falta la comparación, porque las hojas del árbol de tal manera guardan el fruto, que no son parte del fruto, mas estas virtudes de tal manera son guarda de la justicia, que también son parte de justicia, pues todas éstas son obras virtuosas que, ejercitadas en caridad, son merecedoras de gracia y gloria.

     Ésta es, pues, hermano, la estima que debes tener de las virtudes, de que en esta regla habemos tratado, que es lo que al principio deste capítulo propusimos, y con esta doctrina estaremos seguros de dos extremos viciosos, que es de dos grandes errores que ha habido en el mundo en esta parte, el uno antiguo de los fariseos, y el otro nuevo de los herejes deste tiempo. Porque los fariseos, como gente carnal y ambiciosa, y como hombres criados en la observancia de aquella ley que aún era de carne, no hacían caso de la verdadera justicia, que consiste en las virtudes espirituales, como toda la historia del evangelio nos lo muestra. Y así, quedábanse, como dice el apóstol, con la imagen sola de virtud, sin poseer la sustancia della, pareciendo buenos en lo de fuera, y siendo abominables en lo de dentro. Mas los herejes de ahora, por el contrario, entendido este engaño, por huir de un extremo vinieron a dar en otro, que fue despreciar del todo las virtudes exteriores, cayendo, como dicen, en el peligro de Escila por huir el de Caribdis. Mas la verdadera y católica doctrina huye destos dos extremos y busca la verdad en el medio, y de tal manera la busca, que dando su lugar y preeminencia a las virtudes interiores, da también el suyo a las exteriores, poniendo las unas como en la orden de los senadores, y las otras como en la de los caballeros y ciudadanos, que componen una misma república, para que se sepa el valor de cada cosa y se dé a cada una su derecho.