Capítulo XVIII

De las obligaciones de los estados

     Dicho ya en general de lo que conviene a todo género de personas, convenía descender en particular a tratar de lo que a cada uno conviene en su estado. Mas porque éste sería largo negocio, por ahora bastará avisar brevemente que, demás de lo susodicho, debe tener cada uno respeto a las leyes y obligaciones de su estado, las cuales son muchas y diversas según la diversidad de los estados que hay en la Iglesia. Porque unos son prelados, otros súbditos, otros casados, otros religiosos, otros padres de familia, etc. Y para cada uno destos hay una ley por sí.

     El prelado, dice el apóstol, que ejercite su oficio con toda solicitud y vigilancia. Y lo mismo le aconseja Salomón cuando dice: «Hijo mío, si te obligaste y saliste por fiador de algún amigo tuyo, mira que has tomado sobre ti una grande carga, y por esto discurre, date prisa, despierta a tu amigo, no des sueño a tus ojos ni dejes plegar tus párpados hasta poner el negocio en tales términos que salgas bien desa obligación.» Y no te maravilles que este sabio pida tanta solicitud sobre este caso, porque por dos causas suelen tener los hombres grande solicitud en la guarda de las cosas, o porque son de grande valor, o porque están en gran peligro, y ambas concurren en el negocio de las ánimas en tan subido grado, que ni el precio puede ser mayor, ni tampoco el peligro, por donde conviene que sean guardadas con grandísimo recaudo.

     El súbdito ha de mirar a su prelado, no como a hombre sino como a Dios, para reverenciarle y hacer lo que manda con aquella prontitud y devoción que lo hiciera si se lo mandara Dios. Porque si el señor a quien yo sirvo me manda obedecer a su mayordomo, cuando obedezco al mayordomo, ¿a quién obedezco sino al señor? Pues si Dios me manda obedecer al prelado, cuando hago lo que el prelado manda, ¿a quién obedezco, al prelado o a Dios? Y si san Pablo quiere que el siervo obedezca a su señor, no como a hombre sino como a Cristo, ¿cuánto más el súbdito a su prelado, a quien sujetó el vínculo de la obediencia?

     En esta obediencia ponen tres grados: el primero, obedecer con sola obra; el segundo, con obra y con voluntad; el tercero, con obra, voluntad y entendimiento. Porque algunos hacen lo que les mandan, mas ni les parece bien lo mandado ni lo hacen de voluntad; otros lo hacen, y de buena voluntad, mas no les parece acertado lo que se les manda; otros hay que, cautivando su entendimiento en servicio de Cristo, obedecen al prelado como a Dios, que es con obra, voluntad y entendimiento, haciendo lo que les manda voluntariamente, y aprobando lo que se manda húmilmente, sin se querer hacer jueces de aquéllos de quien han de ser juzgados.

     Así que, hermano mío, con todo estudio traba a por obedecer a tu prelado, acordándote que está escrito: «El que a vosotros oye, a mí oye, y el que a vosotros desprecia, a mí desprecia.» No pongas jamás la boca en ellos, porque no te sea dicho de parte del Señor: «No es vuestra murmuración contra nosotros, sino contra Dios.» No los tengas en poco, porque no te diga el mismo señor: «No despreciaron a ti, sino a mí, para que no reine sobre ellos.» No trates con ellos con falsedad y doblez, porque no te sea dicho: «No mentiste a los hombres, sino a Dios», y así pagues con arrebatada muerte la culpa de tu atrevimiento, como los que esto hicieron.

     La mujer casada mire por el gobierno de su casa, por la provisión de los suyos, por el contentamiento de su marido y por todo lo demás. Y cuando hubiere satisfecho a esta obligación, extienda las velas a toda la devoción que quisiere, habiendo primero cumplido con las obligaciones de su estado.

     Los padres que tienen hijos tengan siempre ante los ojos aquel espantoso castigo que recibió Helí por haber sido negligente en el castigo y enseñanza de sus hijos, cuya negligencia castigó Dios, no sólo con las arrebatadas muertes dél y dellos, sino también con privación perpetua del sumo sacerdocio, que por esto le fue quitado. Mira que los pecados del hijo son pecados, en su manera, también del padre, y la perdición del hijo es perdición de su padre, y que no merece nombre de padre el que, habiendo engendrado a su hijo para este mundo, no le engendra para el cielo. Castíguelo, avísele, apártele de malas compañías, búsquele buenos maestros, críele en virtud, enséñele desde su niñez con Tobías a temer a Dios, quiébrele muchas veces la propia voluntad, y pues antes que naciese le fue padre del cuerpo, después de nacido séale padre del ánima. Porque no es razón que se contente el hombre con ser padre de la manera de los pájaros y los animales, que son padres que no hacen más que dar de comer y sustentar sus hijos. Séale padre como hombre, y como hombre cristiano, y como verdadero siervo de Dios, que cría su hijo para hijo de Dios, heredero del cielo, y no para esclavo de Satanás y morador del infierno.

     Los señores de familia que tienen criados y esclavos acuérdense de aquella amenaza de san Pablo que dice: «Si alguno no tiene cuidado de sus domésticos y familiares, éste tal negado ha la fe -que es la fidelidad que debiera guardar-, y es peor que un hombre desleal. Acuérdese que éstos son como ovejas de su manada, y que él es como pastor y guarda dellas, mayormente de los que son esclavos, y piense que algún tiempo le pedirán cuenta dellos y le dirán: «¿Dónde está la grey que te fue encomendada, y el ganado noble que tenías a tu cargo?» Y llamólo con mucha razón noble, por causa del precio con que fue comprado, y por la sacratísima humanidad de Cristo con que fue ennoblecido, pues ningún esclavo hay tan bajo que no sea libre y noble por la humanidad y sangre de Cristo. Tenga, pues, el buen cristiano cuidado que los que tiene en su casa estén libres de vicios conocidos, como son enemistades, juegos, perjurios, blasfemias y deshonestidades. Y demás desto, que sepan la doctrina cristiana y que guarden los mandamientos de la Iglesia, y señaladamente el de oír misa domingos y fiestas, y ayunar los días que son de ayuno, si no tuvieren algún legítimo impedimento, según que arriba fue declarado.