Capítulo XVII

De lo que el hombre debe hacer para con Dios

     Dicho ya de lo que debemos hacer para con nosotros y con nuestros prójimos, digamos ahora de lo que debemos hacer para con Dios, que es la principal y la más alta parte de justicia que hay, a la cual sirven aquellas tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, que tienen por objeto a Dios, y la virtud que los teólogos llaman religión, que tiene por objeto el culto de Dios.

     Pues con todas las obligaciones que debajo de todas estas virtudes se comprenden cumplirá el hombre enteramente si llegare a tener para con Dios el corazón que tiene un buen hijo para con su padre. De suerte que así como cumple consigo quien para consigo tiene corazón de buen juez, y con el prójimo quien para con él tiene corazón de madre, como ya dijimos, así también en su manera cumplirá con Dios quien tuviere corazón de hijo para con él, pues uno de los principales oficios del espíritu de Cristo es darnos esta manera de corazón para con Dios.

     Considera, pues, ahora diligentemente el corazón que tiene un buen hijo para con su padre, qué amor le tiene, qué temor y reverencia, qué obediencia, qué celo de su honra, cuán sin interés le sirve, cuán confiadamente acude a él en todas sus necesidades, cuán húmilmente sufre sus reprensiones y castigos, con todo lo demás. Ten tú este mismo corazón para con Dios, y habrás cumplido enteramente con esta parte de justicia.

     Pues para tener este corazón, nueve virtudes principalmente me parecen necesarias, entre las cuales la primera y la más principal es amor, la segunda temor y reverencia, la tercera confianza, la cuarta celo de la honra divina, la quinta pureza de intención en las obras de su servicio, la sexta oración y recurso a él en todas las necesidades, la séptima agradecimiento a sus beneficios, la octava obediencia y conformidad entera con su santa voluntad, y la nona humildad y paciencia en todos los azotes y trabajos que nos enviare.

 

I

     Según esta orden, la primera cosa y más principal que debemos hacer es amar a este señor así como él lo manda, que es con todo corazón, con toda nuestra ánima y con todas nuestras fuerzas. De suerte que todo cuanto hay en el hombre, cada cosa en su manera, ame y sirva a este señor: el entendimiento pensando en él, la voluntad amándole, los afectos inclinándose a lo que pide su amor, y las fuerzas de todos los miembros y sentidos empleándose en ejecutar todo lo que ordenare este amor. Y porque desta materia hay un tratado entero en la segunda parte de nuestro Memorial de la vida cristiana, ahí podrá ver lo que quisiere della el estudioso lector.

     La segunda cosa que después deste santo amor se requiere es temor, el cual procede deste mismo amor. Porque cuanto más amáis una persona, tanto más teméis, no sólo perderla, sino también enojarla, como vemos que lo hace el buen hijo para con su padre y la buena mujer para con su marido, que cuanto más le quiere, tanto más trabaja porque no haya en su casa cosa que le pueda dar pena. Este temor es guarda de la inocencia, y por esto conviene que esté muy profundamente arraigado en nuestra ánima, según que lo pedía el profeta David cuando decía: «Traspasa, señor, mis carnes con tu temor, porque de tus juicios temí.» De manera que no se contentaba este santo rey con tener el temor de Dios arraigado en su ánima, sino quería también tener traspasadas con él su carne y sus entrañas, para que este tan grande sentimiento le fuese como un clavo hincado en el corazón, que le sirviese de perpetuo memorial y despertador para no desmandarse en cosa con que ofendiese los ojos de quien así temía. Por lo cual con mucha razón se dice que el temor del Señor echa fuera el pecado, porque cuando se teme mucho la persona, natural cosa es temerse mucho la ofensa della.

     A este mismo temor pertenece temer, no sólo las malas obras, sino también las buenas, si por ventura no van tan puras y tan bien circunstancionadas como sería razón, por donde lo que de su naturaleza es bueno, por culpa nuestra deje de serlo. Por lo cual dice san Gregorio que de buenas ánimas es temer culpa donde culpa no es, como muestra que lo tenía el santo Job cuando decía: «Temía yo, señor, todas las obras que hacía, sabiendo que no disimulas el castigo de lo mal hecho.» A este mismo temor pertenece que, cuando estuviéremos en los oficios divinos y en las iglesias, mayormente donde está el santísimo sacramento, estemos allí, no parlando ni paseando ni derramando los ojos a diversas partes, como hacen muchos, sino con grande temor y acatamiento de aquella imperial majestad ante quien estamos, la cual por una especial manera asiste en aquel lugar. Estas y otras cosas tales pertenecen a este santo temor. Y si me preguntares cómo este santo afecto se cría en nuestras ánimas, a esto digo que la principal raíz de do procede es el amor de Dios, como arriba tocamos, después de lo cual también sirve en su manera para esto el temor servil, que es principio del filial, y así lo introduce en el ánima como la seda al hilo con que se cose el zapato. Y, demás desto, ayuda mucho a criar y acrecentar este santo afecto la consideración destas cuatro cosas, conviene saber, la alteza de la divina majestad, la profundidad de sus juicios, la grandeza de su justicia, la muchedumbre de nuestros pecados, y especialmente la resistencia que hacemos a las inspiraciones divinas. Por lo cual será bien algunas veces ocupar nuestro corazón en la consideración destas cuatro cosas, porque ella es la que sirve para criar y fomentar en nuestras ánimas este santo afecto, de lo cual tratamos más a la larga en el capítulo veintiocho del libro pasado.

 

II

     La tercera virtud que para esto nos sirve es la confianza, esto es, que así como un hijo en todas las tribulaciones y necesidades que se le ofrecen, si tiene el padre rico y poderoso, está muy confiado que no le ha de faltar el socorro y providencia de su padre, así el hombre ha de tener en esta parte un corazón tan de hijo para con Dios, que considerando cómo tiene por padre aquél en cuyas manos está todo el poder del cielo y de la tierra, esté confiado en todas las tribulaciones que se le ofrecieren, que volviéndose a él y confiando en su misericordia, le sacará de aquel trabajo o lo enderezará para mayor bien y provecho suyo. Porque si esta manera de confianza tiene un hijo en su padre, y con ella duerme seguro, ¿cuánto más se debe tener en aquel que es más padre que todos los padres y más rico que todos los ricos? Y si dijeres que la falta de servicios y merecimientos, y la muchedumbre de los pecados de la vida pasada, te hace desmayar, el remedio es no mirar por entonces a esto, sino mirar a Dios y mirar a su hijo, nuestro único salvador y medianero, para cobrar esfuerzo en él.

     De donde, así como los que pasan un río impetuoso, cuando se les desvanece la cabeza con la fuerza de la corriente, les damos voces y decimos que no miren las aguas que desvanecen, sino que alcen los ojos a lo alto y caminarán seguros, así también se debe aconsejar a los flacos en esta parte, avisándoles que no miren por entonces a sí ni a sus pecados pasados. Pues dirás: «¿A qué debo mirar para cobrar esa manera de esfuerzo y confianza? A esto te respondo que mires primeramente aquella inmensa bondad y misericordia de Dios, que se extiende al remedio de todos los males del mundo. Y mira también la verdad de su palabra, por la cual tiene prometido favor y socorro a todos los que invocaren húmilmente su santo nombre y se pusieren debajo de su amparo, pues vemos que aun los mismos enemigos que traen bandos unos con otros no niegan su favor a los que se van a meter por sus puertas y guarecer en sus casas al tiempo del peligro. Y mira otrosí la muchedumbre de los beneficios que hasta ahora tienes de su piadosa mano recibidos, y aprende de la misericordia experimentada en las mercedes pasadas a esperar las venideras. Y, sobre todo esto, mira a Cristo con todos sus trabajos y merecimientos, los cuales son el principal derecho y título que tenemos para pedir mercedes a Dios, pues nos consta que estos merecimientos, por una parte son tan grandes que no pueden ser mayores, y por otra son tesoros de la Iglesia para el remedio y socorro de todas sus necesidades. Éstos, pues, son los principales estribos de nuestra confianza, y éstos los que hacían a los santos estar tan firmes en lo que esperaban, como el monte de Sión.

     Mas es mucho de sentir que, teniendo tan grandes motivos para confiar, somos muy flacos en esta parte, pues luego como vemos el peligro al ojo, desmayamos y nos vamos a Egipto a buscar amparo en la sombra y carros de Faraón. De manera que hallaréis muchos siervos de Dios muy ayunadores y rezadores y limosneros, y llenos de otras virtudes, mas muy pocos que tengan aquella manera de confianza que tenía santa Susana, la cual, estando sentenciada a muerte y sacándola ya para la ejecución de la sentencia, dice la Escritura que estaba su corazón confiado en el Señor. Autoridades para persuadir esta virtud, quien las quisiere traer, puede traer aquí toda la escritura sagrada, mayormente salmos y profetas, porque apenas hay en ellos cosa más repetida que la esperanza en Dios y la certidumbre de socorro para los que esperan en él.

 

III

     La cuarta virtud es celo de la honra de Dios, esto es, que el mayor de nuestros cuidados sea ver prosperada y adelantada la honra de Dios, y ver santificado y glorificado su nombre, y hecha su voluntad en el cielo y en la tierra; y el mayor de todos nuestros dolores sea ver que esto no se hace así, sino muy al revés. Tal era el corazón y celo que tuvieron los santos, en cuyo nombre fueron dichas aquellas palabras: «El celo, señor de la gloria de vuestra casa tiene enflaquecidas mis carnes.»

     Porque era tan grande la aflicción que por esta causa sentían, que el dolor del ánima enflaquecía el cuerpo y corrompía la sangre y daba muestras de sí en todo el hombre exterior. Y si nosotros tal celo tuviésemos, luego seríamos señalados en las frentes con aquella gloriosa señal de Ezequiel, por la cual estaríamos libres de todos los castigos y azotes de la justicia divina.

     La quinta virtud es pureza de intención, a la cual pertenece que, en todas las obras que hiciéremos, no busquemos a nosotros ni pretendamos sólo nuestro interés, sino la gloria y beneplácito deste señor, teniendo por cierto que, así como los que juegan a la ganapierde, perdiendo ganan y ganando pierden, así mientras más sin interés tratáremos en esta parte con Dios, más ganaremos con él, y al revés. Ésta es una de las cosas que habemos de mirar y examinar en nuestras obras, y de que mayores celos habemos de tener, recelando no se nos vayan por ventura los ojos a mirar en ellas otra cosa que Dios, porque la naturaleza del amor propio, como ya dijimos, es sutil, y en todas las cosas busca a sí misma. Muchos hay muy ricos de buenas obras que por ventura, cuando sean examinadas en el contraste de la justicia divina, se hallarán faltas desta pureza de intención que es aquel ojo del evangelio que, si es claro, todo el cuerpo hace claro, y si oscuro, todo lo hace oscuro.

     Muchas personas hay constituidas en dignidad, así en la república como en la Iglesia, que viendo cómo siempre la virtud en semejantes oficios es favorecida, trabajan por ser virtuosos y vivir a ley de hombres de bien, lavando sus manos de toda vileza y de toda cosa que pueda mancillar su honra, mas esto hacen por no caer de la reputación en que están, por ser quistos con sus príncipes, por ser favorecidos y acrecentados en sus oficios, y llevados a otros mayores. De manera que estas obras no proceden de centella viva de amor y temor de Dios, ni tienen por fin su obediencia y su gloria, sino sólo el interés y gloria propia del hombre. Pues lo que así hace, aunque a los ojos del mundo parezca algo, en los de Dios es todo humo y sombra de justicia, no verdadera justicia. Porque no son meritorias ante Dios ni las virtudes morales por sí solas, ni los trabajos corporales, aunque sea sacrificar los propios hijos, sino sólo este espíritu de amor enviado del cielo, y lo que nace desta raíz. No había en el templo cosa que no fuese, o de oro, o dorada, y así no es razón que haya en el templo vivo de nuestra ánima cosa que no sea caridad, o vaya dorada con ella. Por donde el siervo de Dios no ponga tanto los ojos en lo que hace, cuanto en lo que pretende hacer, porque bajísimas obras con altísima intención son altísimas, y altísimas con bajísima intención son muy bajas. Porque no mira Dios tanto al cuerpo de la obra, cuanto al ánima de la intención que procede del amor.

     Esto es imitar en su manera aquel nobilísimo y graciosísimo amor del Hijo de Dios, el cual nos pide en su evangelio que le amemos de la manera que él nos amó, conviene saber, de pura gracia y sin ninguna manera de interés. Y como, entre las circunstancias desta divina caridad, ésta sea la más admirable en la persona de Dios, muy dichoso será aquel que, en todas las obras que hiciere, trabajare por imitarle. Y el que esto hiciere, sepa cierto que será muy amado de Dios, como muy semejante a él en la alteza de la virtud y en la pureza de la intención, pues la semejanza suele ser causa de amor. Por tanto, desvíe el hombre sus ojos, en las buenas obras que hace, de todo respeto humano, y póngalos en Dios, y no consienta que la obra que tiene por premio a tal señor sirva para sólo respeto temporal. Porque así como sería gran lástima ver una doncella nobilísima y hermosísima casada con un carbonero, siendo merecedora de un rey, así lo es, y mucho más, ver a la virtud, merecedora de Dios, empleada en adquirir por ella bienes del mundo.

     Mas porque esta pureza de intención no es fácil de alcanzar, pídala el hombre instantemente en todas sus oraciones a Dios, mayormente en aquella petición de la oración del Señor, cuando dice que se haga su voluntad en la tierra como se hace en el cielo, para que así como todos aquellos ejércitos celestiales cumplen la voluntad de Dios con purísima intención por sólo agradarle, así procure él, morando en la tierra, imitar esta costumbre y policía del cielo en cuanto le sea posible. No porque no sea bueno y santo, demás del agradar a Dios, pretender su reino, sino porque tanto será la obra más perfecta, cuanto más desnuda fuere de todo interés propio.

 

IV

     La sexta virtud es oración, mediante la cual, como hijos, debemos recorrer a nuestro padre en el tiempo de la tribulación -como hacen hasta los niños chiquitos, que con cualquier miedo o sobresalto que tengan, luego acuden a sus padres-, para que mediante ella tengamos continua memoria de nuestro padre y andemos siempre en su presencia, y muchas veces platiquemos con él, pues todo esto está anexo a la condición y obligación de los buenos hijos para con sus padres. Y porque desta virtud tratamos en otros lugares, al presente no se ofrece qué decir más.

     La séptima virtud, después déstas, es hacimiento de gracias, al cual pertenece que tengamos un corazón muy agradecido a todos los beneficios divinos, y una lengua que la mayor parte de la vida gaste en dar gracias por ellos, diciendo con el profeta: «Bendeciré yo al Señor en todo tiempo, y en mi boca estará siempre su alabanza.» Y en otro lugar: «Sea, señor, mi boca llena de tus alabanzas, para que todo el día gaste en cantar tu gloria.» Porque si siempre está el Señor dándonos vida y conservándonos en el ser que nos dio, y lloviendo perpetuamente sobre nosotros beneficios con el movimiento de los cielos y con el continuo servicio de todas las criaturas, ¿qué mucho es estar siempre alabando a quien siempre está conservando y preservando, y gobernando y haciéndonos mil bienes? Sea, pues, éste el primero de todos nuestros ejercicios, y por donde, como aconseja san Basilio, comencemos ordinariamente nuestras oraciones, de tal manera que a la mañana y a la noche y al mediodía, y a todos los tiempos, siempre demos al Señor gracias por todos sus beneficios, así generales como particulares, así de naturaleza como de gracia. Y mucho más por aquel beneficio de beneficios y gracia de gracias que fue hacerse hombre, y derramar toda cuanta sangre tenía por los hombres, y haber querido quedarse mediante el santísimo sacramento del altar en nuestra compañía, considerando principalmente en estos beneficios esta circunstancia que acabamos de decir, conviene saber, que es señor de todo lo criado el que esto hacía, el cual ningún interés podía en todo esto pretender, y así hizo todo cuanto hizo por pura bondad y amor. Desta materia había mucho que decir, pero porque ya della tratamos en otra parte hablando de los beneficios divinos, esto bastará para el presente lugar.

 

V

De cuatro grados de obediencia

     La octava virtud que para con este celestial padre nos ordena, es una general obediencia a todo lo que él manda, en la cual consiste el cumplimiento y suma de toda justicia. Esta virtud tiene tres grados: el primero, obedecer a los mandamientos divinos; el segundo, a los consejos; el tercero, a las inspiraciones y llamamientos de Dios. La guarda de los mandamientos, de todo punto es necesaria para la salud; la de los consejos, ayuda para la de los mandamientos, sin la cual muchas veces suele correr peligro. Porque el no jurar, aunque sea verdad, sirve para no jurar cuando sea mentira; el no pleitear, para no perder la paz y la caridad; el no poseer cosa propia, para estar más seguro de codiciar la ajena; y el hacer bien a quien nos hace mal, para estar más lejos de procurarle o hacerle mal. Desta manera, los consejos sirven como de antemuro a los preceptos; y por esto, el que desea acertar, no se contente con la guarda de lo uno, sino trabaje, según le fuere posible y según la condición de su estado, por guardar lo otro. Porque así como el que pasa un río impetuoso no se contenta con atravesar por medio del río, sino antes sube hacia arriba y corta el agua contra la corriente, por estar más seguro de irse tras ella, así el siervo de Dios no sólo ha de poner los ojos en aquello que puntualmente basta para salvarse, sino debe tomar el negocio más de atrás, porque si no saliere con lo que pretende, que es lo mejor, a lo menos llegue a lo que cumple para su salud, que es lo que basta.

     El tercero grado dijimos que era obedecer a las inspiraciones divinas, pues los buenos servidores no sólo obedecen a lo que su señor les manda por palabras, sino también a lo que les significa por señales. Y porque en esto podría haber engaño, tomando por inspiración divina la que podría ser humana o diabólica, por esto nos conviene hacer aquí aquello que dice san Juan: «No queráis creer a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios.» Y para esto, demás del contraste de la escritura divina y de la doctrina de los santos, en el cual se han de examinar estas cosas, podrás guardar esta regla general: que como haya dos maneras de servicios de Dios, unos voluntarios y otros obligatorios, cuando éstos acaeciere encontrarse, siempre han de preceder los obligatorios a los voluntarios, por muy grandes y muy meritorios que sean. Y así se ha de entender aquella sentencia tan celebrada de Samuel, que dice: «Más vale la obediencia que el sacrificio», porque primero quiere Dios que el hombre obedezca su palabra, y después le haga todos los servicios que quisiere, sin perjuicio de su obediencia.

     Y por servicios necesarios entendemos primeramente la guarda de los mandamientos de Dios, sin la cual no hay salud. Lo segundo, la guarda de los mandamientos de aquellos que están en su lugar, pues quien a éstos resiste, resiste a la ordenación de Dios. Lo tercero, la guarda de todas aquellas cosas que están anexas al estado de cada uno, como son las obligaciones que tiene el prelado en su estado, y el religioso y el casado en el suyo. Lo cuarto, la de aquellas cosas que, aunque no sean absolutamente necesarias, ayudan grandemente a la conservación de las necesarias, porque también éstas participan alguna manera de necesidad por razón de las otras. Pongamos ejemplo. Tienes tú ya experiencia de mucho tiempo, que cuando cada día tienes un pedazo de recogimiento para entrar dentro de ti mismo y examinar tu conciencia y tratar con Dios del remedio della, traes la vida más concertada y eres más señor de ti y de tus pasiones, y estás más hábil y pronto para toda virtud; y por el contrario, que cuando faltas en éste, luego desfalleces y desbarras en muchas faltas, y te ves en peligro de volver a las costumbres pasadas, porque aún no tienes suficiente caudal de gracia ni estás aún del todo fundado en la virtud. Y por esto, como el pobre que el día que no lo gana no lo come, así tú, el día que no te dan este socorro de devoción, quedas ayuno y flaco, y fácil para caer en las cosas menores que disponen para las mayores. Pues, en tal caso, debes entender que Dios te llama a este ejercicio, pues ves que comúnmente por este medio te ayuda, y sin él sueles desfallecer. Esto digo, no para que entiendas aquí necesidad de precepto, sino necesidad de un muy conveniente medio para mejor responder a tu profesión.

     Ítem, eres regalado y amigo de ti mismo, y enemigo de cualquier trabajo y aspereza, y ves que por esto se impide mucho tu aprovechamiento, porque por esta causa dejas de entender en muchas obras virtuosas, por ser trabajosas, y desbarras en muchas culpables, por ser deleitables. En este caso, entiende que el Señor te llama a la fortaleza y a la aspereza y mal tratamiento de tu cuerpo, y al trabajo de la mortificación de todos tus gustos y apetitos, pues ves por experiencia lo que te importa este negocio. Desta manera puedes discurrir por todas aquellas obras cuyo ejercicio te hace mayor provecho, y cuya falta te hace mayor falta, y a ésas entiende que te llama nuestro señor, aunque en esto y en todas las cosas debes siempre seguir el consejo de los mayores.

     De lo dicho parece que, para acertar a escoger, no ha de poner el hombre los ojos en lo que de suyo es mejor, sino en lo que para él es mejor y más necesario, porque muchas obras hay altísimas y de grandísima perfección que no serán por eso mejores para mí, aunque sean mejores en sí, porque no tengo yo fuerzas para ellas ni soy llamado para eso. Y, por tanto, cada uno permanezca en su llamamiento y se mida consigo mismo, y ponga los ojos en lo que más le arma, y no los extienda a lo que de todo en todo excede sus fuerzas, como lo aconseja el Sabio, diciendo: «No levantes los ojos a las riquezas que no puedes alcanzar, porque tomarán alas como de águila y volarán al cielo.» Y a los que hacen lo contrario reprende el profeta, diciendo: «Mirasteis a lo más, y convirtióseos en menos; abarcasteis mucho, y apretasteis poco.»

     Esta es la ley que se ha de guardar entre los servicios voluntarios y obligatorios. Mas, entre los que son voluntarios, podrás tener la siguiente: entre esta manera de servicios, unos son públicos y otros secretos, de unos se nos sigue honra, interés y deleite, y de otros no. Pues entre éstos, si quieres no errar, siempre debes tener un poco más de recelo de los públicos que de los secretos, y de los que traen algún interés que de los que no lo traen. Porque, como ya muchas veces dijimos, la naturaleza del amor propio es muy sutil, y siempre busca a sí misma aun en los muy altos ejercicios. Por lo cual decía un religioso varón: «¿Sabéis dónde está Dios? Donde no estáis vos.» Dando a entender que aquella era más puramente obra de Dios donde no se hallaba interés propio, porque aquí no parece que se busca ni se pretende otra cosa que Dios. Y no digo esto para que de tal manera declinemos a este extremo, que siempre hayamos de acudir a él -porque en el otro puede haber, y hay muchas veces, mayor mérito y mayor razón de obligación con todos esos contrapesos-, sino para dar aviso de las malicias y resabios del amor propio, para que no todas veces el hombre se fije dél, aunque venga con máscara de virtud.

     Estos tres grados abraza en sí la obediencia perfecta, los cuales por ventura significó el apóstol cuando dijo: «No queráis, hermanos míos, ser imprudentes, sino discretos y avisados para entender cuál sea la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta», donde parece comprender estos tres grados de obediencia, porque buena es la obediencia de los preceptos, y agradable la de los consejos, y perfecta la de las inspiraciones y llamamientos divinos. Porque entonces habrá llegado el hombre a la perfección de la obediencia, cuando hubiere puesto por obra todo lo que Dios le manda, aconseja e inspira.

     A estos tres grados se añade el cuarto, que es una perfectísima conformidad con la divina voluntad en todo lo que ordenare de nosotros, caminando con igual corazón por honra y por deshonra, por infamia y por buena fama, por salud o por enfermedad, por muerte o por vida, bajando húmilmente la cabeza a todo lo que él ordenare de nos, y tomando con igual corazón los azotes y los regalos, los favores y los disfavores de su mano, no mirando lo que nos da, sino quién lo da y el amor con que lo da, pues no con menor amor azota el padre a su hijo, que le regala cuando ve que le cumple.

     El que estos cuatro grados de obediencia tuviere, habrá alcanzado aquella resignación que tanto engrandecen los maestros de la vida espiritual, la cual de tal manera sujeta y pone un hombre en las manos de Dios, como un poco de cera blanda en las manos de un artífice. Y llámase resignación, porque así como un clérigo que resigna un beneficio, totalmente se desposee dél y lo entrega en manos del prelado para que disponga dél a su voluntad, sin contradicción del primer poseedor, así el varón perfecto se entrega de tal manera en las manos de Dios, que no quiere ya ser más suyo ni vivir para sí, ni comer ni dormir ni trabajar para sí, sino para gloria de su criador, conformándose con su santísima voluntad en todo lo que dispusiere dél, y tomando de su mano con igual corazón todos los azotes y trabajos que le vinieren, desposeyéndose de sí y de su propia voluntad para cumplir enteramente la de aquel señor cuyo esclavo conoce que es por mil títulos que para esto hay. Así muestra David que estaba resignado, cuando decía: «Así como un jumento soy, señor, ante ti, y yo siempre estoy contigo.» Porque así como la bestia no va por donde quiere, ni descansa cuando quiere, ni hace lo que quiere, sino en todo y por todo obedece al que la rige, así también lo ha de hacer el siervo de Dios, sujetándose perfectamente a él. Esto mismo significó el profeta Isaías, cuando dijo: «El Señor me habló al oído, y yo no le contradigo ni doy paso atrás rehusando lo que él me manda, por muy áspero y dificultoso que sea.» Esto mismo nos enseñan por figura aquellos misteriosos animales de Ezequiel de quien se escribe que «a doquiera que sentían el ímpetu y movimiento del Espíritu Santo, luego se movían con gran ligereza, sin tornar atrás», para significar en esto con cuánta prontitud y alegría debe el hombre acudir a todo aquello que entendiere ser la voluntad de Dios. Para lo cual no sólo se requiere prontitud de voluntad, sino también discreción de entendimiento y discreción de espíritu, como dijimos, para que no nos engañemos abrazando nuestra propia voluntad por la suya. Antes, regularmente hablando, todo aquello que fuere muy conforme a nuestro gusto debemos tener por sospechoso, y lo que fuere contra él por más seguro.

     Éste es el mayor sacrificio que el hombre puede hacer a Dios, porque en los otros sacrificios ofrece sus cosas, mas en éste ofrece a sí mismo; y cuanto va del hombre a las cosas del hombre, tanto va deste sacrificio a los otros sacrificios. Y en éste tal se cumple aquello que san Agustín dice, conviene saber, que aunque Dios sea señor de todas las cosas, mas no es de todos decir aquellas palabras de David: «Tuyo soy yo, señor», sino de solos aquellos que, desposeídos de sí mismos, totalmente se entregaron al servicio deste señor, y así se hicieron suyos. Es, otrosí, ésta la mayor disposición que hay para alcanzar la perfección de la vida cristiana, porque como Dios nuestro señor, por su infinita bondad, esté siempre aparejado para enriquecer y reformar el hombre cuando éste, por su parte, no le resiste ni contradice, antes se entrega todo a su obediencia, fácilmente puede obrar en él todo lo que quiere, y hacerlo como a otro David hombre según su corazón.

 

VI

De la paciencia en los trabajos

     Para alcanzar este último grado de obediencia aprovecha mucho la última virtud que al principio deste capítulo propusimos, que es la paciencia en los trabajos que nuestro piadoso padre muchas veces nos envía, así para nuestro ejercicio como para materia de merecimiento. A la cual paciencia nos convida Salomón en sus Proverbios, diciendo: «Hijo mío, no deseches la disciplina y castigo del Señor, ni desmayes cuando eres castigado dél, porque los que él ama, castiga y huelga con ellos, como padre con sus hijos.» La cual sentencia prosigue y declara muy por extenso el apóstol en la carta que escribe a los hebreos, exhortándolos a paciencia por estas palabras: «Perseverad, hermanos, en la disciplina y castigo paternal de Dios, considerando que él en esto os trata como a hijos. Porque, ¿qué hijo hay que no sea castigado de su padre? Porque si carecéis deste castigo, por el cual han pasado todos los hijos de Dios, síguese que sois hijos de otro padre, y no de Dios. Acordaos que nuestros padres carnales nos castigaban y enseñaban, a los cuales teníamos reverencia. Pues, ¿no será más razón que obedezcamos al padre de los espíritus para que vivamos?»

     Todas estas palabras nos dan claramente a entender cómo el oficio de padres es castigar y enmendar a sus hijos, y así el de los buenos hijos ha de ser bajar húmilmente la cabeza y tener aquel castigo por grandísimo beneficio, por testimonio de amor y corazón paternal. Esto nos enseñó con su ejemplo el unigénito hijo del eterno padre, cuando queriendo san Pedro librarlo de la muerte, dijo: «¿El cáliz que me dio mi padre no quieres que beba?» Como si dijera: «Si este cáliz viniera por otra mano, tuvieras algún color de contradecirlo. Mas viniendo por mano de un tal padre, que tan bien sabe y puede y quiere ayudar a los que tiene por hijos, ¿cómo no se beberá tal cáliz cerrados los ojos, sin querer saber más de que viene por él?»

     Mas, con todo esto, hay algunos que en tiempo de paz están a su parecer sujetos a este padre, y conformes en todo con su voluntad, los cuales en el tiempo de la adversidad desmayan y dan bien a entender que era falsa y engañosa aquella conformidad, pues al tiempo del menester la perdieron. Como hacen los hombres pusilánimes y cobardes, que en tiempo de paz muestran grande ánimo, mas al tiempo de la pelea pierden el corazón y las armas. Y pues los combates y tribulaciones desta vida son tan continuas, será bien armar a los tales con espirituales armas, de las cuales se puedan ayudar en los tales tiempos.

     Pues, para esto, primeramente puedes considerar que no igualan los trabajos desta vida con la grandeza de la gloria que por ellos se alcanza. Porque tanta es el alegría de aquella luz eterna, que puesto que no pudiésemos gozar della más que por una sola hora, deberíamos abrazar de buena gana todos los trabajos y despreciar todos los contentamientos del mundo por ella. Porque, como dice el apóstol, el trabajo momentáneo y liviano de nuestra tribulación es materia de un inestimable peso de gloria que por él se nos da en el cielo.

     Considera también que las cosas prósperas muchas veces estragan el corazón con soberbia, y las adversas, por el contrario, le purifican con el dolor; en aquéllas se levanta el corazón, en éstas, aunque esté levantado, se humilla; en aquéllas se olvida el hombre de sí mismo, y en éstas ordinariamente se acuerda de Dios; por aquéllas muchas veces las buenas obras hechas se pierden, por éstas las culpas cometidas en muchos años se limpian, y el ánima se conserva para no caer en otras.

     Y si por ventura te aprietan algunas enfermedades, debes de presuponer que muchas veces, entendiendo nuestro señor los males que haríamos teniendo salud, nos corta las alas e inhabilita para ellos con la enfermedad. Y mucho más nos importa estar así quebrantados con la dolencia, que perseverar sanos en nuestra malicia, pues más vale, como el mismo señor dice, entrar en la vida eterna cojo o manco, que con dos pies y dos manos ser echados en los fuegos eternos. Porque claro está que nuestro misericordioso señor no se deleita con nuestros tormentos, mas huelga de curar nuestras enfermedades con medicinas contrarias, para que los que adolecimos con deleites convalezcamos con dolores, y los que caímos cometiendo cosas ilícitas nos levantemos careciendo aún de las lícitas. Por donde entenderás cómo aquella soberana bondad se aíra en este mundo por no airarse en el otro, y por eso ahora misericordiosamente usa de rigor, porque después no tome justa venganza. Porque, como dice san Jerónimo, «muy grande ira es no airarse Dios contra los pecadores». Y así, quien no quisiere aquí ser azotado con los hijos, será en el infierno condenado con los demonios. Por lo cual con mucha razón exclama san Bernardo, diciendo: «Señor, aquí me quema, aquí me cauteriza, para que en el otro me perdones.» En esto, pues, verás con cuánta diligencia mira por ti el criador de todas las cosas, pues no te deja de la mano ni te suelta la rienda para cumplir tus malos deseos. Los médicos del cuerpo fácilmente conceden a los desahuciados todo lo que desean, mas al que tiene remedio danle dieta y mándanle que se refrene de todo lo que le puede dañar. Los padres, otrosí, quitan a los hijos traviesos el dinero con que juegan, a los cuales después dejan toda su hacienda. Lo mismo, pues, hace también en su manera con nosotros aquel soberano médico de nuestras ánimas y aquel que es padre sobre todos los padres.

     Allende desto considera cuántas y cuán grandes afrentas sufrió nuestro redentor de aquellos mismos que él había criado: cuántos escarnios, cuántas bofetadas, cuán pacientemente tuvo descubierto su rostro a aquellas infernales bocas de los que le escupían, cuán mansamente dejó traspasar su cabeza con las espinas que le hincaban, cuán de buena voluntad recibió para remedio de su sed aquel amargo brebaje que le dieron, con qué silencio sufrió ser adorado por escarnio, y finalmente con cuánto fervor y paciencia corrió hasta la muerte por librarnos de la muerte. Pues no te debe parecer áspero que tú, vil hombrecillo, sufras los azotes que él te quisiere dar por tus pecados, pues él sufrió tantos por los tuyos y no quiso salir desta vida sin azotes, viniendo a ella sin pecados. Porque así «convenía que Cristo padeciese y entrase en su gloria», para enseñar por la obra lo que el apóstol dice por palabra: «No será coronado sino el que legítimamente peleare.» Por lo cual, mucho mejor es sufrir aquí los males presentes con paciencia, donde aprovechan para perdón de la culpa y acrecentamiento de gloria, que sufrirlos impacientemente, con mayor trabajo y sin esperanza de fruto, pues que quieras o no quieras, los has de pasar cuando quisiere Dios, a cuyo poder nada resiste.

     Mas, sobre todas estas consideraciones y remedios, añadiré el postrero y más eficaz, conviene saber, que para conservar esta paciencia ande el hombre siempre reparado y prevenido para todas las adversidades y disgustos que por cualquier parte le puedan venir. Porque, ¿qué otra cosa se puede esperar de un mundo tan malo y de una carne tan frágil, y de la envidia de los demonios y de la malicia de los hombres, sino continuos disgustos y sobresaltos no pensados? Pues contra todos estos accidentes ha de andar el varón prudente apercibido y armado, como quien anda en tierra de enemigos. De lo cual sacará dos grandes provechos: el primero, que llevará más ligeramente los trabajos teniéndolos desta manera prevenidos, porque, como dice Séneca, «más blanda suele ser la herida del golpe que se ve de lejos». Lo cual nos aconseja el Eclesiástico cuando dice que antes de la enfermedad aparejemos la medicina, que es como quien se sangra en sanidad. El segundo provecho es que todas las veces que esto hiciere, entienda que hace a Dios un sacrificio muy semejante en su manera al del patriarca Abrahán cuando estuvo aparejado para sacrificar a su hijo Isaac. Porque todas las veces que el hombre presupone que, o por parte de Dios, o de los hombres, le pueden venir tales trabajos o disgustos, y él como siervo de Dios se dispone y apareja para recibirlos con toda humildad y paciencia, y para esto se resigna en las manos de su señor, aceptando y tomando dellas todo lo que por cualquier vía destas le viniere, como hizo David las injurias de Semeí, las cuales tomó como si Dios se las enviara, entienda cierto que cada vez que esto hace, hace un sacrificio muy agradable a Dios, y que tanto merece con la prontitud de la voluntad sin la obra, como con la misma obra.

     Para lo cual se debe el hombre acordar que una de las principales partes de la profesión cristiana es ésta. Así lo testifica san Pedro, diciendo que ninguno desmaye en los trabajos, pues todos sabemos que para esto estamos diputados. Piense, pues, el cristiano que vive en este mundo que es como una roca que está en medio de la mar, la cual es perpetuamente combatida de diversas ondas, pero ella persevera siempre sin moverse en un lugar. Esto se ha dicho tan por extenso porque como toda la profesión de la vida cristiana, según dice san Bernardo, se divida en dos partes, que es en hacer bienes y padecer males, claro está que la segunda es más dificultosa que la primera, y por esto aquí convenía poner mayor recaudo donde es mayor peligro.

     Mas aquí es de notar que en esta virtud de la paciencia señalan los santos doctores tres grados excelentes, aunque cada uno más perfecto que el otro, entre los cuales el primero es llevar los trabajos con paciencia, el segundo desearlos por amor de Cristo, el tercero alegrarse en ellos por la misma causa. Por lo cual, no se debe el siervo de Dios contentar con aquel primer grado de paciencia, sino del primero trabaje por subir al segundo, y puesto en éste, no descanse hasta llegar al tercero. El primero grado se ve claramente en la paciencia del santo Job; el segundo en el deseo que tuvieron algunos mártires del martirio; el tercero en el alegría que recibieron los apóstoles por haber sido merecedores de padecer injuria por el nombre de Cristo. Y éste mismo tuvo el apóstol cuando, en una parte, dice que se gloriaba en las tribulaciones; en otra, que se alegraba en sus enfermedades, en angustias, en azotes, etc., por Cristo; en otra donde, tratando de su prisión, pide a los filipenses que le sean compañeros en el alegría que tenía por verse preso en aquella cadena por Cristo. Y esta misma gracia escribe él que fue dada en aquellos tiempos a los fieles de la iglesia de Macedonia, los cuales tuvieron abundantísima alegría en medio de una grande tribulación que les sobrevino. Éste es uno de los altos grados de paciencia, y de caridad y perfección, adonde una criatura puede llegar, al cual grado llegan muy pocos, y por esto no obliga Dios a nadie deba o de precepto a él, así como ni al pasado.

     Verdad es que no se entiende por esto que nos hayamos de alegrar en las muertes y calamidades y trabajos de nuestros prójimos, ni menos de nuestros parientes y amigos, y mucho menos de la Iglesia, porque la misma caridad que nos pide alegría en lo uno, nos mueve a tristeza y compasión en lo otro, pues ella es la que sabe gozar con los que gozan y llorar con los que lloran, como vemos que lo hacían los profetas, los cuales gastaban toda la vida en llorar y sentir las calamidades y azotes de los hombres.

     Pues quienquiera que estas nueve condiciones o virtudes tuviere, tendrá para con Dios corazón de hijo, y habrá cumplido enteramente con esta postrera y suma parte de justicia que da a Dios lo que se le debe.