Capítulo XI

De otra manera de pecados que debe trabajar por huir el buen cristiano

     Demás destos siete pecados que se llaman capitales, hay otros también que se derivan dellos, los cuales no menos debe trabajar de evitar todo fiel cristiano que los pasados.

     Entre éstos, uno de los más principales es jurar el nombre de Dios en vano, porque este pecado es derechamente contra Dios, y así, de su condición, es más grave que cualquier otro pecado que se haga contra el prójimo, por muy grave que sea. Y no sólo tiene esto verdad cuando se jura por el mismo nombre de Dios, sino también cuando se jura por la cruz, y por los santos, y por la vida propia, porque cualquier destos juramentos, si cae sobre mentira, es pecado mortal, y pecado muy reprendido en las escrituras sagradas como injurioso a la divina majestad. Verdad es que cuando el hombre descuidadamente jura mentira, excusarse ha de pecado mortal, porque donde no hay juicio de razón ni determinación de voluntad, no hay esta manera de pecado. Mas esto no se entiende en los que tienen costumbre de jurar a cada paso sin hacer caso ni mirar cómo juran, y no les pesa de tenerla ni procuran hacer lo que es de su parte por quitarla, porque éstos no se excusan de pecado cuando por razón desta mala costumbre juran mentira sin mirar en ello, pudiendo y debiendo mirarlo. Ni pueden alegar que no miraron en ello ni era su voluntad jurar mentira, porque supuesto que ellos quieren tener esta mala costumbre también quieren lo que se sigue della, que es este y otros semejantes inconvenientes, y por esto no dejan de imputárseles por pecados y llamarse voluntarios.

     Por esto, debe trabajar el cristiano todo lo posible por desarraigar de sí esta mala costumbre, para que así no se le imputen estos descuidos por culpa mortal. Y para esto no hay otro mejor medio que tomar aquel tan saludable consejo que nos dio primero el Salvador, y después su apóstol Santiago, diciendo: «Ante todas las cosas, hermanos míos, no queráis jurar ni por el cielo ni por la tierra, ni otro cualquier juramento, sino sea vuestra manera de hablar: sí por sí, y no por no, porque no vengáis a caer en juicio de condenación.» Quiere decir, porque no os lleve la costumbre a jurar alguna mentira por donde seáis juzgados y sentenciados a muerte perpetua. Y no sólo de su propia persona, sino también de sus hijos y familia y casa trabaje por desterrar este tan peligroso vicio, reprendiendo y avisando a todos sus familiares cuando los viere jurar cualquier juramento que sea. Y cuando él mismo en esto se descuidare, tenga por estilo dar alguna limosna, o rezar siquiera un Pater noster y un Ave María, para que esto le sea, no tanto penitencia de la culpa, cuando memorial y despertador para no caer más en ella.

 

I

Del murmurar, escarnecer y juzgar temerariamente

     Otro pecado que se debe también mucho evitar es el de la murmuración, el cual no menos reina hoy en el mundo que el pasado, sin que haya casa fuerte ni congregación religiosa ni lugar sagrado contra él. Y aunque este vicio sea familiar a todo género de personas, porque el mismo mundo, con los desatinos que cada día hace, como da materia de llorar a los buenos, así la da de murmurar a los flacos, pero todavía hay algunas personas por natural pasión más inclinadas a él que otras. Porque así como hay gustos que no arrastran a cosa dulce ni la pueden tragar, sino a cosas amargas y acetosas, así hay personas tan podridas en sí y tan llenas de humor triste y melancólico, que en ninguna materia de virtud ni alabanza ajena toman gusto, sino en sólo mofar y maldecir y tratar de males ajenos. De suerte, que a todas las otras pláticas y materias están dormidos y mudos, y en tocándose esta tecla, luego parece que resucitan y cobran nuevos espíritus para tratar desta materia.

     Pues para criar en tu corazón odio de un vicio tan perjudicial y aborrecible como éste, considera tres grandes males que trae consigo. El primero es que está muy cerca de pecado mortal, porque de la murmuración a la detracción hay muy poco camino que andar, y como estos dos vicios sean tan vecinos, fácil cosa es pasar del uno al otro, así como los filósofos dicen que entre los elementos que concuerdan en alguna cualidad es muy fácil el pasaje de uno a otro. Y así vemos acaecer muchas veces que, cuando los hombres comienzan a murmurar, fácilmente pasan de los defectos comunes a los particulares, y de los públicos a los secretos, y de los pequeños a los grandes, con que dejan las famas de sus prójimos tiznadas y desdoradas. Porque después que la lengua se comienza a calentar, y crece el ardor y deseo de encarecer las cosas, tan mal se enfrena el apetito del corazón como el ímpetu de la llama cuando la sopla el viento, o el caballo de mala boca cuando corre a toda furia. Y ya entonces el murmurador no guarda la cara a nadie, ni cesa de ir adelante hasta llegar al más secreto rincón de la posada. Y por esta causa deseaba tanto el Eclesiástico la guarda deste portillo, cuando decía: «¿Quién dará guarda a mi boca y pondrá un sello en mis labios, para que no venga a caer por ellos y mi propia lengua me condene?» Quien esto decía, muy bien conocía la importancia y dificultad deste negocio, pues de sólo Dios deseaba y esperaba el remedio, que es el verdadero médico deste mal, como lo testifica Salomón, diciendo: «Al hombre pertenece aparejar el ánima, mas a Dios gobernar la lengua.» Tan grande es este negocio.

     El segundo mal que tiene este vicio es ser muy perjudicial y dañoso, porque a lo menos no se pueden excusar en él tres males: uno del que dice, otro de los que oyen y consienten, y el tercero de los ausentes de quien el mal se dice. Porque como las paredes tienen oídos y las palabras alas, y los hombres son amigos de ganar amigos y congraciarse con otros, llevando y trayendo estas consejas so color de que tienen mucha cuenta con la honra de las personas, de aquí nace que, cuando éstas llegan a oídos del infamado, se escandalice y embravezca y tome pasión contra quien dijo mal dél, de donde suelen recrecerse enemistades eternas, y aun a veces desafíos y sangre. Por donde dijo el Sabio: «El escarnecedor y maldiciente será maldito, porque revolvió a muchos que vivían en paz». Y todo esto, como ves, nació de una palabra desmandada, porque como dice el Sabio, «de una centella se levanta a veces una grande llama».

     Por razón destos daños es comparado este vicio en la Escritura, unas veces con las navajas que cortan los cabellos sin que lo sintáis, otras veces con arcos y saetas que tiran de lejos y hieren a los ausentes, otras veces con las serpientes que muerden de callada y dejan la ponzoña en la herida. Por las cuales comparaciones el Espíritu Santo nos quiso dar a entender la malicia y daños deste vicio, el cual es tan grande que dijo el Sabio: «La herida del azote deja una señal en el cuerpo, mas la de la mala lengua deja molidos los huesos.»

     El tercero mal que este vicio tiene es ser muy aborrecible e infame entre los hombres, porque todos naturalmente huyen de las personas de mala lengua como de serpientes ponzoñosas. Por donde dijo el Sabio que era «terrible en su ciudad el hombre deslenguado». Pues, ¿qué mayores inconvenientes quieres tú para aborrecer un vicio que por una parte es tan dañoso y por otra tan sin fruto? ¿Por qué querrás ser de balde y sin causa infame, y aborrecible a Dios y a los hombres, especialmente en un vicio tan cuotidiano y tan usado, donde casi tantas veces has de peligrar cuantas hablares y platicares con otros?

     Haz, pues, ahora cuenta que la vida del prójimo es para ti como un árbol vedado en que no has de tocar. Con igual cuidado has de procurar nunca decir bien de ti, ni mal de otro, porque lo uno es de vanos, y lo otro de maldicientes. Sean todos de tu boca virtuosos y honrados, y tenga todo el mundo creído que nadie es malo por tu dicho. Desta manera excusarás infinitos pecados, y otros tantos escrúpulos y remordimientos de conciencia, y serás amable a Dios y a los hombres, y de la manera que honrares a todos, así de todos serás honrado. Haz un freno a tu boca y está siempre atento a engullir y tragar las palabras que se te revuelven en el estómago, cuando vieres que llevan sangre. Cree que ésta es una de las grandes prudencias y discreciones que hay, y uno de los grandes imperios que puedes tener, si lo tuvieres sobre tu lengua.

     Y no pienses que te excusas deste vicio cuando murmuras artificiosamente alabando primero al que quieres condenar, porque algunos murmuradores hay que son como los barberos que, cuando quieren sangrar, untan primero blandamente la vena con aceite, y después hieren con la lanceta y sacan sangre. Destos dice el profeta que hablan palabras más blandas que el olio, mas que ellas de verdad son saetas.

     Y comoquiera que sea gran virtud abstenerse de toda especie de murmuración, mucho más lo es para con aquellos de quien habemos sido ofendidos, porque cuanto es más fuerte el apetito de hablar mal destos, tanto es de más generoso corazón ser templado en esta parte y vencer esta pasión. Y por esto, aquí conviene tener mayor recaudo, donde se conoce mayor peligro.

     Y no sólo de maldecir y murmurar, sino también de oír lenguas de murmuradores te debes abstener, guardando aquel consejo del Eclesiástico, que dice: «Tapa tus oídos con espinas, y no oigas la lengua del maldiciente.» Donde no se contenta con que tapes los oídos con algodón o con otra materia blanda, sino quiere que sea con espinas, para que no sólo no te entren las tales palabras en el corazón, holgando de oírlas, sino también punces el corazón del que murmura, haciendo mala cara a sus palabras. Como más claramente lo significó Salomón, cuando dijo: «El viento cierzo esparce las nubes, y el rostro triste la cara del que murmura.» Porque, como dice san Jerónimo, «la saeta que sale del arco no se hinca en la piedra dura, sino antes de allí resurte y hiere a veces al que la tiró».

     Y, por tanto, si el que murmura es tu súbdito, o tal persona que sin escándalo le puedes mandar que calle, débeslo hacer. Y si esto no puedes, a lo menos entremete otras pláticas discretamente para cortar el hilo de aquéllas, o muéstrale tan mala cara, que él mismo se avergüence de lo que habla, y así quede cortésmente avisado y se vuelva del camino. Porque de otra manera, si le oyes con alegre rostro, dasle ocasión que pase adelante, y así no menos pecas oyendo tú que hablando él, pues así como es gran mal pegar fuego a una casa, así también lo es estarse calentando a la llama que otro enciende, estando obligado a acudir con agua.

     Mas entre todas estas murmuraciones la peor es murmurar de los buenos, porque esto es acobardar a los flacos y pusilánimes, y cerrar la puerta a otros más flacos para que no osen entrar con este recelo. Porque aunque esto no sea escándalo para los fuertes, no se puede negar sino que lo es para los pequeñuelos. Y porque no tengas en poco esta manera de escándalo, acuérdate que dice el Señor: «Quien escandalizare a uno destos pequeñuelos que en mí creen, más valdría que le atasen una piedra de atahona al cuello y le arrojasen en el profundo de la mar.» Por eso tú, hermano mío, ten por un linaje de sacrilegio poner boca en los que sirven a Dios, porque aunque fuesen lo que los malos dicen, sólo por el sobrescrito que traen merecen honra. Mayormente, pues está Dios diciendo dellos: «Quien a vosotros tocare, toca en mí en la lumbre de los ojos.»

     Todo esto que se ha dicho contra los murmuradores y maldicientes cabe también en los escarnecedores y mofadores, y mucho más. Porque este vicio tiene todo lo que el pasado, y sobre esto tiene otra tizne aun más de soberbia y presunción y menosprecio de los otros, por donde es muy más para huir que el otro, como lo mandó Dios en la Ley, cuando dijo: «No serás maldiciente ni escarnecedor en los pueblos.» Y por esto, no será necesario gastar más palabras en afear este vicio, pues para esto debe bastar lo dicho.

 

II

De los juicios temerarios y de los mandamientos de la Iglesia

     Con estos dos pecados, como muy vecino dellos, se junta el juzgar temerariamente. Porque los murmuradores y escarnecedores no sólo hablan mal de las cosas que realmente pasan, sino de todo aquello que ellos juzgan o sospechan. Ca, porque no les falte materia de murmurar, ellos mismos la levantan cuando falta con los juicios y sospechas de su corazón, echando a mala parte lo que se podía echar a buena, contra aquello que el Salvador nos manda, diciendo: «No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados.» Esto también muchas veces puede ser pecado mortal, cuando lo que se juzga es cosa grave, y se juzga livianamente y con poco fundamento. Mas cuando el juicio fuese más sospecha que juicio, entonces no sería pecado mortal, por la imperfección de la obra.

     Con estos pecados que son contra Dios se juntan los que se hacen contra aquellos cinco mandamientos de la santa madre Iglesia, los cuales obligan de precepto, como son oír misa entera domingos y fiestas, confesar una vez al año, comulgar por Pascua, y ayunar los días que ella manda, y pagar fielmente los diezmos. El mandamiento del ayuno obliga de veintiún años arriba, más o menos, conforme al parecer del discreto confesor o cura, a los que no son enfermos o muy flacos o viejos, o trabajadores, o mujeres que crían o están preñadas, y a los que no tienen para comer bastantamente una vez al día. Y así puede haber otros impedimentos semejantes.

     En lo que toca al oír de las misas los días de obligación, trabaje el hombre por asistir a ellas no sólo con el cuerpo, sino también con el espíritu, recogidos los sentidos, y la lengua callada. Mas el corazón esté atento a Dios y a los misterios de la misa o de alguno otro santo pensamiento, o a lo menos rezando alguna cosa devota.

     Y los que tienen esclavos, criados, hijos y familia deben procurar con todo estudio y diligencia que éstos oigan misa los días de fiesta. Y si no pudieren acudir a la mayor por haber de quedar en casa a aderezar la comida, o a otras cosas necesarias, a lo menos procuren que ese día por la mañana oigan una misa rezada, para que así cumplan con esta obligación. En lo cual hay muchos señores de familia muy culpados y negligentes, los cuales darán a Dios cuenta estrecha desta negligencia. Verdad es que cuando se ofreciese urgente y razonable causa por donde no se pudiese oír la misa, como es estar curando de un enfermo, o cosas semejantes, entonces no sería pecado dejar la misa, porque la necesidad no está sujeta a esta ley.

     Éstos son los pecados más cuotidianos en que más veces suelen caer los hombres, de los cuales todos debemos siempre huir con suma diligencia. De unos porque son mortales, y de otros porque están muy cerca de serlo, demás de ser de suyo más graves que los otros comunes veniales. Desta manera conservaremos la inocencia y aquellas vestiduras blancas que nos pide Salomón, cuando dice: «En todo tiempo estén blancas tus vestiduras, y nunca jamás falte olio de tu cabeza», que es la unción de la divina gracia, la cual nos da lumbre y fortaleza para todas las cosas, y así nos enseña y esfuerza para todo bien, que son los principales efectos deste olio celestial.