Capítulo V

Remedios contra la avaricia

     Avaricia es desordenado deseo de hacienda. Por lo cual con razón es tenido por avariento, no sólo el que roba, sino también el que desordenadamente codicia las cosas ajenas, o desordenadamente guarda las suyas. Este vicio condena el apóstol, cuando dice: «Los que desean de ser ricos, caen en tentaciones y lazos del demonio, y en muchos deseos inútiles y dañosos que llevan los hombres a la perdición. Porque la raíz de todos los males es la codicia». No se podía más encarecer la malicia deste vicio que con esta palabra, pues por ella se da a entender que quien a este vicio está sujeto, de todos los otros es esclavo.

     Pues cuando este vicio tentare tu corazón, puedes armarte contra él con las consideraciones siguientes. Primeramente considera, ¡oh avariento!, que tu señor y tu Dios, cuando descendió del cielo a este mundo, no quiso poseer estas riquezas que tú deseas, antes de tal manera amó la pobreza, que quiso tomar carne de una virgen pobre y humilde, y no de una reina muy alta y muy poderosa. Y cuando nació, no quiso ser aposentado en grandes palacios, ni echado en cama blanda ni en cunas delicadas, sino en un vil y duro pesebre sobre unas pajas. Después desto, en cuanto en esta vida vivió, siempre amó la pobreza y despreció las riquezas, pues para ser embajadores y apóstoles escogió, no príncipes ni grandes señores, sino unos pobres pescadores. Pues, ¿qué mayor abusión que querer ser rico el gusano, siendo por él tan pobre el señor de todo lo criado?

     Considera también cuánta sea la vileza de tu corazón, pues siendo tu ánima criada a imagen de Dios, y redimida por su sangre, en cuya comparación es nada todo el mundo, la quieres perder por un poco de interés. No diera Dios su vida por todo el mundo, y diola por el ánima del hombre. Luego de mayor valor es un ánima que todo el mundo. Las verdaderas riquezas no son oro ni plata ni piedras preciosas, sino las virtudes que consigo trae la buena conciencia. Pon aparte la falsa opinión de los hombres, y verás que no es otra cosa oro y plata sino tierra blanca y amarilla, que el engaño de los hombres hizo preciosas. Lo que todos los filósofos del mundo despreciaron, ¿tú, discípulo de Cristo, llamado para mayores bienes, tienes por cosa tan grande, que te hagas esclavo della? Porque, como dice san jerónimo, «aquél es siervo de las riquezas que las guarda como siervo, mas quien de sí sacudió este yugo repártelas como señor».

     Mira también que, como el Salvador dice, «nadie puede servir a dos señores», que son Dios y las riquezas, y que no puede el ánimo del hombre libremente contemplar a Dios si anda la boca abierta tras las riquezas del mundo. Los deleites espirituales huyen del corazón ocupado en los temporales, y no se podrán juntar en uno las cosas vanas con las verdaderas, las altas con las bajas, las eternas con las temporales, y las espirituales con las carnales, para que puedas juntamente gozar de las unas y de las otras. Considera otrosí que cuanto más prósperamente te suceden las cosas terrenas, tanto por ventura eres más miserable, por el motivo que aquí se te da de fiarte de esa falsa felicidad que se te ofrece. ¡Oh, si supieses cuánta desventura trae consigo esa pequeña prosperidad! El amor de las riquezas más atormenta con su deseo que deleita con su uso, porque enlaza el ánima con diversas tentaciones, enrédala con muchos cuidados, convídala con vanos deleites, provócala a pecar, e impide su quietud y reposo. Y, sobre todo esto, nunca las riquezas se adquieren sin trabajo ni se poseen sin cuidado ni se pierden sin dolor. Mas lo peor es que pocas veces se alcanzan sin ofensas de Dios, porque, como dice el proverbio, «el rico, o es malo, o heredero de malo».

     Considera otrosí cuán gran desatino sea desear continuamente aquellas cosas que, aunque todas se junten en uno, es cierto que no pueden hartar tu apetito, mas antes lo atizan y acrecientan, así como el beber al hidrópico la sed, porque por mucho que tengas, siempre codicias lo que te falta, y siempre estás suspirando por más. De suerte que discurriendo el triste corazón por las cosas del mundo, cánsase y no se harta, bebe y no apaga la sed, porque no hace caso de lo que tiene, sino de lo que podría más haber, y no menos molestia tiene por lo que no alcanza que contentamiento por lo que posee, ni se harta más de oro que su corazón de aire. De lo cual con mucha razón se maravilla san Agustín, diciendo: «¿Qué codicia es ésta tan insaciable de los hombres, pues aun los brutos animales tienen medida en sus deseos? Porque entonces cazan cuando padecen hambre, mas cuando están hartos, luego dejan de cazan Sola la avaricia de los ricos no pone tasa en sus deseos, ca siempre roba y nunca se harta».

     Considera también que, donde hay muchas riquezas, también hay muchos que las consuman, muchos que las gasten, muchos que las desperdicien y hurten. ¿Qué tiene el más rico del mundo de sus riquezas, más que lo necesario para la vida? Pues desto te podrías descuidar si pusieses tu esperanza en Dios y te encomendases a su providencia, porque nunca desampara a los que esperan en él. Porque quien hizo al hombre con necesidad de comer no consentirá que perezca de hambre. ¿Cómo puede ser que, manteniendo Dios a los pajaricos y vistiendo los lirios, desampare al hombre, mayormente siento tan poco lo que basta para remedio de la necesidad? La vida es breve y la muerte se apresura a más andar, ¿qué necesidad tienes de tanta provisión para tan corto camino? ¿Para qué quieres tantas riquezas, pues cuantas menos tuvieres, tanto más libre y desembarazado caminarás? Y cuando llegares al fin de la jornada, no te irá menos bien si llegares pobre, que a los ricos que llegarán más cargados, sino que acabado el camino, te quedará menos que sentir lo que dejas y menos de que dar cuenta a Dios, comoquiera que los muy ricos, al fin de la jornada, no sin grande angustia dejarán los montones de oro que mucho amaron, y no sin mucho peligro darán cuenta de lo mucho que poseyeron.

     Considera otrosí, ¡oh avariento!, para quién amontonas tantas riquezas, pues es cierto que así como viniste a este mundo desnudo, así también has de salir dél. Pobre naciste en esta vida, pobre la dejarás. Esto deberías pensar muchas veces, porque, como dice san Jerónimo, fácilmente desprecia todas las cosas quien se acuerda que ha de morir. En el artículo de la muerte dejarás todos los bienes temporales y llevarás contigo solamente las obras que hiciste, buenas o malas, donde perderás todos los bienes celestiales, si teniéndolos en poco en cuanto viviste, todo tu trabajo empleaste en los temporales. Porque tus cosas serán entonces divididas en tres partes: el cuerpo se entregará a los gusanos, el ánima a los demonios, y los bienes temporales a los herederos, que por ventura serán desagradecidos o pródigos o malos. Pues luego mejor será, según el consejo del Salvador, distribuirlos a pobres que te los lleven delante, como hacen los grandes señores cuando caminan, que envían delante sus tesoros. Porque, ¿qué mayor desatino que dejar tus bienes a donde nunca tornarás, y no enviarlos a donde para siempre vivirás?

     Considera también que aquel soberano gobernador del mundo, como un prudente padre de familia, repartió los cargos y los bienes de tal manera, que a unos ordenó para que rigiesen, y otros para que fuesen regidos; unos para que distribuyesen lo necesario, y otros para que lo recibiesen. Y pues tú eres uno de los que están puestos para despenseros de la hacienda que a ti sobra, ¿parécete que te será lícito guardar para ti solo lo que recibiste para muchos? Porque, como dice san Basilio, de los pobres es el pan que tú encierras, y de los desnudos el vestido que tú escondes, y de los miserables el dinero que tú entierras. Pues sabe cierto que a tantos hurtaste sus bienes, a cuantos pudieras aprovechar con lo que a ti sobraba, y no aprovechaste. Por tanto mira que los bienes que de Dios recibiste son remedios de la miseria humana, y no instrumentos de mala vida. Mira, pues, que sucediéndote todas las cosas prósperamente no te olvides de quien te las da, ni de los remedios de la miseria ajena hagas materia de vanagloria. No quieras, ¡oh hermano!, amar el destierro más que la patria, ni de los aparejos y provisiones para caminar hagas estorbos del camino, ni amando mucho la claridad de la luna desprecies la luz del mediodía, ni conviertas los socorros de la vida presente en materia de muerte perpetua. Vive contento con la suerte que tienes, acordándote que dice el apóstol: «Teniendo suficiente mantenimiento y ropa con que nos cubramos, con esto estamos contentos». Porque, como dice san Crisóstomo, el siervo de Dios no se ha de vestir ni para parecer bien ni para regalo de su carne, sino para cumplir con su necesidad. «Busca primero el reino de Dios y su justicia, y todas las otras cosas te serán concedidas», porque Dios, que te quiere dar las cosas grandes, no te negará las pequeñas. Acuérdate que no es la pobreza virtud, sino el amor de la pobreza.

     Los pobres que voluntariamente son pobres son semejantes a Cristo, que siendo rico, por nosotros se hizo pobre. Mas los que viven en pobreza necesaria, y la sufren con paciencia, y desprecian las riquezas que no tienen, desa pobreza necesaria hacen virtud. Y así como los pobres con su pobreza se conforman con Cristo, así los ricos con sus limosnas se reforman para Cristo, porque no solamente los pobres pastores hallaron a Cristo, mas también los sabios y poderosos, cuando le ofrecieron sus tesoros. Pues tú que tienes bastante hacienda da limosna a los pobres, porque dándola a ellos, la recibe Cristo. Y ten por cierto que en el cielo, donde ha de ser tu perpetua morada, te está guardado lo que ahora les dieres; mas si en esta tierra escondieres tus tesoros, no esperes hallar nada donde nada pusiste. Pues, ¿cómo se llamarán bienes del hombre los que no puede llevar consigo, antes los pierde contra su voluntad? Mas, por el contrario, los bienes espirituales son verdaderamente bienes, pues no desamparan a su dueño aun en su muerte, ni nadie se los puede quitar si él no quisiere.

 

I

Que no debe nadie retener lo ajeno

     Acerca deste pecado, conviene avisar del peligro que hay en retener lo ajeno. Para lo cual es de saber que, no sólo es pecado tomar lo ajeno, sino también retenerlo contra voluntad de cuyo es. Y no basta que tenga el hombre propósito de restituir adelante si luego puede, porque no sólo tiene obligación a restituir, sino también a luego restituir. Verdad es que si no pudiese luego, o del todo no pudiese por haber venido a gran pobreza, en tal caso no sería obligado a uno ni a otro, porque Dios no obliga a lo imposible.

     Para persuadir esto no me parece hay necesidad de más palabras que de aquellas que san Gregorio escribe a un caballero, diciendo: «Acuérdate, señor, que las riquezas mal habidas se han de quedar acá, y el pecado que hicieres en haberlas así ha de ir contigo allá». Pues, ¿qué mayor locura que quedarse acá el provecho y llevar contigo el daño, y dejar a otro el gusto y tomar para ti el tormento, y obligarte a penar en la otra vida por lo que otros hayan de lograr en ésta?

     Y demás desto, ¿qué mayor desatino que tener en más tus cosas que a ti mismo, y padecer detrimento en el ánima por no padecerlo en la hacienda, y poner el cuerpo al golpe del espada por no recibirlo en la capa? Y allende desto, ¿qué tan cerca está de parecer a Judas el que por un poco de dinero vende la justicia, la gracia y su misma ánima? Y finalmente, si es cierto, como lo es, que a la hora de la muerte has de restituir si te has de salvar, ¿qué mayor locura que, habiendo en cabo de pagar lo que debes, querer estar de aquí allá en pecado, y acostarte en pecado, y levantarte en pecado, y confesar y comulgar en pecado, y perder todo lo que pierde el que está en pecado, que vale más que todo el interés del mundo? No parece que tiene juicio de hombre el que pasa por tan grandes males.

     Trabaja, pues, hermano, por pagar muy bien lo que debes y por no hacer agravio a nadie. Procura también que no duerma en tu casa el trabajo y sudor de tu jornalero. No le hagas ir ni venir muchas veces, y echar tantos caminos por cobrar su hacienda, que trabaje más en cobrarla que en ganarla, como muchas veces acaece con la dilación de los malos pagadores. Si tienes testamento que cumplir, mira no defraudes las ánimas de los difuntos de su debido socorro, porque no paguen la culpa de tu negligencia con la dilación de su pena, y después cargue todo sobre tu ánima. Si tienes criados a quien debes, trabaja por tener muy asentadas y claras sus cuentas, y desembarázate, o a lo menos declárate, muy bien con ellos en la vida, para no dejar después marañas en la muerte. Lo que tú pudieres cumplir de tu testamento no lo dejes a otros ejecutores, porque si tú eres descuidado en tus cosas propias, ¿cómo crees que serán los otros diligentes en las ajenas?

     Préciate de no deber nada a nadie, y así tendrás el sueño quieto, la conciencia reposada, la vida pacífica y la muerte descansada. Y para que puedas salir con esto, el medio es que pongas freno a tus apetitos y deseos, y ni hagas todo lo que deseas ni gastes más de lo que tienes, y desta manera, midiendo el gasto, no con la voluntad, sino con la posibilidad, nunca tendrás por qué deber. Todas nuestras deudas nacen de nuestros apetitos, y la moderación déstos vale más que muchos cuentos de renta. Ten por sumas y verdaderas riquezas aquellas que dice el apóstol: «Piedad y contentamiento con la suerte que Dios te dio». Si los hombres no quisiesen ser más de lo que Dios quiere que sean, siempre vivirían en paz; mas cuando quieren pasar está raya, siempre han de perder mucho de su descanso, porque nunca tiene buen suceso lo que se hace contra la divina voluntad.