Capítulo XXIX

 

Conclusión de todo lo contenido en este primero libro

 

     De todo lo susodicho se colige claro cómo todas las maneras de bienes que el corazón humano puede en esta vida alcanzar se encierran en la virtud. Por do parece que ella es un bien tan universal y tan grande, que ni en el cielo ni en la tierra hay cosa con que mejor la podamos en su manera comparar que con el mismo Dios. Porque así como Dios es un bien tan universal que en él solo se hallan las perfecciones de todos los bienes, así también en su manera se hallan en la virtud. Porque vemos que, entre las cosas criadas, unas hay honestas, otras hermosas, otras honrosas, otras provechosas, otras agradables y otras con otras perfecciones, entre las cuales tanto suele ser una más perfecta y más digna de ser amada, cuanto más destas perfecciones participa. Pues según esto, ¿cuánto merece ser amada la virtud, en quien todas estas perfecciones se hallan? Porque si por honestidad va, ¿qué cosa más honesta que la virtud, que es la misma raíz y fuente de toda honestidad? Si por honra va, ¿a quién se debe la honra y el acatamiento sino a la virtud? Si por hermosura va, ¿qué cosa más hermosa que la imagen de la virtud? Si con ojos mortales se pudiese ver su hermosura, a todo el mundo llevaría en pos de sí, como dice Platón. Si por utilidad va, ¿qué cosa hay de mayores utilidades y esperanzas que la virtud, pues por ella se alcanza el sumo bien? La longura de los días con los bienes de la eternidad están en su diestra, y en su siniestra riquezas de gloria.

     Pues si por deleites va, ¿qué mayores deleites que los de la buena conciencia, y de la caridad y de la paz, y de la libertad de los hijos de Dios y de las consolaciones del Espíritu Santo, lo cual todo anda en compañía de la virtud? Pues si se desea fama y memoria, en memoria eterna vivirá el justo; y el nombre de los malos se pudrirá, y así como humo desaparecerá. Si se desea sabiduría, no la hay otra mayor que conocer a Dios y saber encaminar la vida por debidos medios a su último fin. Si es dulce cosa ser bienquisto de los hombres, no hay cosa más amable ni más conveniente para esto que la virtud. Porque, como dice Tulio, así como de la conveniencia y proporción de los miembros y humores del cuerpo nace la hermosura corporal que lleva los ojos en pos de sí, así de la conveniencia y orden de la vida nace una tan grande hermosura en la persona, que no sólo enamora los ojos de Dios y de sus ángeles, sino aun a los malos y enemigos es amable.

     Este es aquel bien que por todas partes es bien, y ninguna cosa tiene de mal. Por donde con grandísima razón envió Dios al justo aquella tan breve y tan magnífica embajada que al principio deste libro propusimos, con lo cual ahora lo acabamos, diciendo: «Dicite justo quoniam bene: Decid al justo que bien». Decidle que en hora buena él nació y que en hora buena morirá, y que bendita sea su vida y su muerte y lo que después della sucederá. Decidle que en todo le sucederá bien: en los placeres y en los pesares, en los trabajos y en los descansos, en las honras y en las deshonras, porque «a los que aman a Dios todas las cosas sirven para su bien». Decidle que aunque a todo el mundo vaya mal, y aunque se trastornen los elementos y se caigan los cielos a pedazos, él no tiene por qué temer, sino por qué levantar cabeza, porque entonces se llega el día de su redención. Decidle que bien, pues para él está aparejado el mayor bien de los bienes, que es Dios, y está libre del mayor mal de los males, que es la compañía de Satanás. Decidle que bien, pues su nombre está escrito en el libro de la vida, y Dios Padre lo ha tomado por hijo, y el Hijo por hermano, y el Espíritu Santo por su templo vivo. Decidle que bien, pues el camino que ha tomado y el partido que ha seguido por todas partes le viene bien: bien para el ánima y bien para el cuerpo, bien para con Dios y bien para con los hombres, bien para esta vida y bien para la otra, pues a los que buscan el reino de Dios todo lo demás será concedido. Y si para alguna cosa temporal no viniere bien, ésa, llevada con paciencia, es mayor bien, porque a los que tienen paciencia, las pérdidas se les convierten en ganancias, y los trabajos en merecimientos, y las batallas en coronas. Todas cuantas veces mudó Labán la soldada a Jacob, pretendiendo aprovechar a sí y dañar al yerno, tantas se le volvió el sueño al revés, y aprovechó al yerno y dañó a sí.

     Pues, ¡oh hermano mío!, ¿por qué serás tan cruel para contigo y tan enemigo de ti mismo, que dejes de abrazar una cosa que por todas partes te arma tan bien? ¿Qué mejor consejo, qué mejor partido puedes tú seguir que éste? ¡Oh, mil veces bienaventurados los limpios en el camino, los que andan en la ley de Dios! Bienaventurados otra vez los que escudriñan sus mandamientos y le buscan con todo su corazón.

     Pues si, como dicen los filósofos, el bien es objeto de nuestra voluntad, y por consiguiente, cuanto una cosa es más buena, tanto merece ser más amada y deseada, ¿quién estragó de tal manera tu voluntad que ni guste ni abrace este tan universal y tan grande bien? ¡Oh, cuánto mejor lo hacía aquel santo rey que decía: «Tu ley, señor, tengo en medio de mi corazón»! No al rincón, no a trasmano, sino en medio, que es en el primero y mejor lugar de todos. Como si dijera: «éste es el mayor de mis tesoros y el mayor de mis negocios y el mayor de mis cuidados.» ¡Cuán al revés lo hacen los hombres del mundo, pues las leyes de la vanidad tienen puestas en la primera silla de su corazón, y las de Dios en el más bajo lugar! Mas este santo varón, aunque era rey y tenía mucho que apreciar y que perder, todo esto tenía debajo los pies, y la ley sola de Dios en el medio de su corazón, porque sabía él muy bien que, guardada ésta fielmente, todo lo demás tenía seguro.

     ¿Qué falta, pues, ahora para que no quieras tú también seguir este mismo ejemplo y abrazar este tan grande bien? Porque si por obligación va, ¿qué mayor obligación que la que tenemos a Dios nuestro señor por sólo ser él quien es, pues todas las otras obligaciones del mundo no se llaman obligaciones comparadas con ésta, como al principio declaramos?

     Si por beneficios va, ¿qué mayores beneficios que los que habemos recibido dél, pues demás de habernos criado y redimido con su sangre, todo cuanto hay dentro y fuera de nosotros, el cuerpo, el ánima, la vida, la salud, la hacienda, la gracia -si la tenemos-, y todos los pasos y momentos de nuestra vida, y todos los buenos propósitos y deseos de nuestra ánima, y finalmente todo lo que tiene nombre de ser o de bien, originalmente procede de aquel que es fuente del ser y del bien? Pues si por interés va, digan todos los ángeles y hombres, ¿qué mayor interés que darnos gloria para siempre y librarnos de pena para siempre, pues éste es el premio de la virtud? Y si pretendemos bienes de presente, ¿qué mayores bienes que aquellos doce privilegios de que gozan todos los buenos en esta vida, de que arriba tratamos, el menor de los cuales es más parte para darnos alegría y contentamiento que todos los estados y tesoros del mundo? ¿Pues qué más se puede cargar en esta balanza, para pender a esta parte, de lo que aquí se promete? Pues ya las excusas que contra esto suelen alegar los hombres del mundo, de tal manera quedan deshechas, que no veo portillo abierto por do se puedan descabullir, si no quieren a sabiendas tapar los oídos y cerrar los ojos a tan clara y manifiesta verdad.

     Pues según esto, ¿qué resta sino que, vista la perfección y hermosura de la virtud, digas tú también aquellas palabras que el Sabio dijo hablando de la sabiduría, hermana y compañera desa misma virtud?: «Ésta es la que yo amé y busqué desde mi mocedad, y trabajé por tomarla por esposa, e híceme amador de su hermosura. La nobleza della se parece en que el mismo Dios trató con ella, y en que el señor de todas las cosas es su enamorado. Porque ella es la que tiene a cargo enseñar su doctrina y elegir y administrar sus obras. Y si la posesión de las riquezas es para ser deseada, ¿qué cosa más rica que la sabiduría, la cual obra todas las cosas? Y si la sabiduría es la fabricadora de todas las cosas, ¿qué cosa hay en el mundo más artificiosa que ella? Y si se desea la virtud y la justicia, ¿en qué otra cosa se emplean los trabajos de la sabiduría? Ésta es la que enseña la templanza y la prudencia y la justicia y la fortaleza, que son las cosas que más aprovechan a los hombres. Ésta, pues, determiné tomar por compañera de mi vida, sabiendo cierto que ella partiría conmigo de sus bienes y sería descanso de mis cuidados y alivio de todos mis hastíos y trabajos.» Hasta aquí son palabras del Sabio. ¿Qué resta, pues, sino concluir esta materia con la conclusión que el bienaventurado mártir Cipriano acaba en una elegantísima epístola que escribió a un amigo suyo, del menosprecio del mundo, diciendo así?:

     «Una es, pues, la quieta y segura tranquilidad, una la firme y perpetua seguridad: si librado el hombre de la tempestad y torbellinos deste siglo tempestuoso, y colocado en la fiel estancia y puerto de la salud, levanta los ojos de la tierra al cielo, y admitido ya a la compañía y gracia del Señor, se alegra de ver cómo todo lo que está en la opinión del mundo levantado, dentro de su corazón está caído. No puede éste tal desear alguna cosa del mundo, porque es ya mayor que el mundo.» Y más abajo añade, diciendo: «Y no son menester muchas riquezas ni negocios ambiciosos para alcanzar esta felicidad, porque dádiva es ésta de Dios -que en el ánima religiosa se recibe-, el cual es tan liberal y tan comunicable, que así como el sol calienta y el día alumbra, y la fuente corre y el agua cae de lo alto, así aquel espíritu divino liberalmente se comunica a todos.»

     »Por donde tú, hermano mío, que estás ya asentado en la nómina deste ejército celestial, trabaja con todas tus fuerzas por guardar fielmente la disciplina desta milicia con religiosas costumbres. Ten por compañera perpetua la oración y la lección. Unas veces habla con Dios, y otras hable Dios contigo. Él te enseñe sus mandamientos y él disponga y ordene todos los negocios de tu vida. A quien él hiciere rico, nadie tenga por pobre. Ya no podrá padecer hambre ni pobreza el pecho que estuviere lleno de la bendición y abundancia celestial. Entonces te parecerán estiércol las casas vestidas de preciosos mármoles y los maderamientos guarnecidos de oro, cuando entiendas que tú eres el que principalmente conviene ser adornado, y que ésa mucho mejor casa es, en la cual como en un templo vivo reposa Dios, y donde el Espíritu Santo tiene hecha su morada. Pintemos, pites, esta casa, y pintémosla con inocencia, y esclarezcámosla con lumbre y resplandor de justicia. Ésta nunca amenazará caída por antigüedad ni vejez, ni perderá su lustre cuando el oro y el color de las paredes se desfloraren. Caducas son todas las cosas afeitadas y compuestas, y no dan estable firmeza a sus poseedores, porque no son verdadera posesión. Mas ésta permanece con el color siempre vivo, y con honra entera y caridad perdurable. Ni puede caer ni desflorarse, aunque puede con la resurrección de los cuerpos reformarse.» Hasta aquí son palabras de Cipriano.

     Pues el que movido por todas las razones y persuasiones que en este libro habemos tratado -interviniendo en ello el favor y tocamiento de Dios, sin el cual nada se puede bien hacer-, desea abrazar este bien tan alabado de la virtud, cómo se haya esto de hacer, en el libro siguiente se declara.