Capítulo XXVI

Contra los que perseveran en sus pecados con esperanza de la divina misericordia

     Otros hay que, perseverando en su mala vida, se aseguran con la esperanza de la divina misericordia y de la pasión de Cristo, a los cuales también será razón que demos su desengaño como a todos los demás. Dices que es grande la misericordia de Dios, pues por los pecadores se puso en la cruz. Yo te confieso que es muy grande, pues te consiente tan grande blasfemia como es hacer tú su bondad fautora de tu maldad, y que la cruz que él tomó por medio para destruir el reino del pecado tomes tú por medio para fortalecerlo, y donde le habías de ofrecer mil vidas que tuvieras por haber puesto la suya por ti, tomes de ahí ocasión para negarle ésa sola que él te dio. Más le dolió esto al Salvador que la misma muerte que padecía, pues no quejándose della, se quejó deste agravio por su profeta, diciendo: «Sobre mis espaldas fabricaron los pecadores, y extendieron su maldad.» Dime, ruégote, quién te enseñó a hacer esa consecuencia, que porque Dios es bueno, tomes tú licencia para ser malo y salir con ello. A lo menos el Espíritu Santo no enseña a argüir desa manera, sino désta: Porque Dios es bueno, merece ser servido y obedecido y amado sobre todas las cosas. Porque Dios es bueno es razón que yo lo sea, y espere en él que me perdonara, por gran pecador que haya sido, si de todo corazón me volviere a él. Porque Dios es bueno, y tan bueno, por eso es mayor maldad ofender a tal bondad. Y así, cuanto más engrandeces la bondad en que confías, tanto más encareces la culpa que contra ella cometes. Y esa tan grande culpa no es justo que quede sin castigo, y ese cargo pertenece a la divina justicia, que es, no como tú piensas, contraria, sino hermana y defensora de la divina bondad, la cual no consiente que tal ofensa quede sin debido castigo.

     No es nueva esta manera de excusa, sino muy vieja y muy usada en el mundo. Porque ésta era la contienda que tenían los profetas verdaderos con los falsos, ca los unos amenazaban de parte de Dios castigos de justicia, y los otros prometían de su propia cabeza falsa paz y misericordia. Y después que el azote de Dios declaraba la verdad de los unos y la mentira de los otros, decían los verdaderos profetas: «¿Dónde están vuestros profetas que os aseguraban y decían: No vendrá Nabucodonosor sobre nosotros?»

     Dices que es grande la misericordia de Dios. Tú, que eso dices, créeme que no te ha Dios abierto los ojos para que veas la grandeza de su justicia. Porque si esto fuera, tú dijeras con el profeta: «¿Quién hay, señor, que alcance a conocer el poder de vuestra saña, y que pueda contar la grandeza de vuestra ira?»

     Pues para que salgas dese engaño tan peligroso, ruégote que nos pongamos ahora en razón. Ni tú ni yo habemos visto la justicia divina en sí misma para que por esta vía podamos conocer su medida. Ni tampoco podemos en este mundo conocer a Dios sino por sus obras. Pues entremos ahora en ese mundo espiritual de la sagrada escritura, y después salgamos a éste corporal en que vivimos, y notemos en el uno y en el otro las obras de la divina justicia, para que por ellas la conozcamos.

     Sernos ha esta jornada muy provechosa, porque demás del fin que pretendemos, sacaremos otro fruto muy grande, que será avivar y criar en nuestros corazones el temor de Dios, el cual dicen los santos que es el tesoro, la guarda y el peso de nuestras ánimas. Por donde, así como el navío que va sin lastre y sin peso no va seguro, porque cualquier viento recio basta para trastornarlo, así tampoco lo va el ánima que camina sin el peso deste temor. El temor la sostiene para que los vientos de los favores humanos y divinos no la levanten y trastumben. Por muy rica que vaya, si carece deste peso, va a peligro. Y por tanto, no sólo los principiantes, sino también los criados viejos en la casa del Señor han de vivir con temor; y no solamente los culpados que tienen por qué temer, sino también los justos que no han hecho tanto por qué. Los unos teman porque cayeron, y los otros porque no caigan; a los unos los males pasados, y a los otros los peligros venideros deben poner temor.

     Y si quieres saber cómo se engendrará en ti este santo temor, dígote que después de infundido con la gracia, se conserva y crece con esta consideración de las obras de la divina justicia de que ahora comenzamos a tratar. Piénsalas y rúmialas muchas veces, y poco a poco verás criado en ti este santo temor.

 

I

De las obras de la divina justicia que se cuentan en la sagrada escritura

 

     La primera obra de la divina justicia de que se hace mención en la escritura divina fue la condenación de los ángeles. El principio de los caminos de Dios fue aquella terrible y sangrienta bestia que es el príncipe de los demonios, como se escribe en Job, porque como todos los caminos de Dios sean misericordia y justicia, hasta aquella primera culpa no se había descubierto la justicia. Encerrada estaba en el seno de Dios como espada en su vaina, a la cual la enviaba el profeta Ezequiel, si se cumpliera su deseo. Esta primera culpa hizo que se desvainase la espada, y mira tú aquel primer golpe qué tal fue. Alza los ojos, y verás una gran lástima, verás una de las más ricas joyas de la casa de Dios, una de las principales hermosuras del cielo, una imagen en quien tan altamente resplandecía la hermosura divina, caer del cielo como un rayo por un solo pensamiento soberbio. De príncipe entre los ángeles se hizo príncipe de los demonios, de hermosísimo el más feo, de gloriosísimo el más atormentado, de graciosísimo el mayor enemigo de todos cuantos Dios tiene y tendrá jamás. ¡Qué cosa de tan grande admiración debe ser ésta para aquellos espíritus celestiales, los cuales tan bién conocen de dónde y adónde cayó una tan excelente criatura! ¡Con qué espanto dirán todas aquellas palabras de Isaías: «¿Cómo caíste del cielo, lucero que salías a la mañana?»!

     Desciende luego más abajo al paraíso terrenal, y verás otra caída no menos espantosa, si no fuera reparada. Porque si los ángeles cayeron, cada uno hizo su pecado actual por do cayese. Mas, ¿qué pecado actual hace el niño que nace, por do nazca hijo de ira? No es menester que haya actualmente pecado; basta que sea de linaje de un hombre que pecó, y pecando corrompió la común raíz de toda la naturaleza humana que en él estaba, para que éste nazca con su propio pecado. Es tan grande la gloria y la majestad de Dios, que haberle una criatura ofendido merece este tan espantoso castigo. Porque si aquel gran privado del rey Asuero, que se decía Amán, no se tenía por satisfecho con tomar venganza de solo Mardoqueo, de quien se tenía por injuriado, sino parecíale que convenía a su grandeza que todo el linaje de los judíos pagase con universal muerte el desacato de uno, ¿qué mucho es que la gloria y grandeza infinita de Dios pida este castigo?

     Cata aquí, pues, el primer hombre desterrado del paraíso por un bocado, el cual todo el universo mundo hasta el día de hoy está ayunando. Y al cabo de tantos siglos, el hijo que nace saca la lanzada del padre. Y no sólo antes que sepa pecar, sino antes que nazca, nace hijo de ira, y esto a cabo de tantos siglos. En tan largo espacio no está aún olvidada aquella injuria por tantos hombres repartida, y con tantos azotes castigada, antes todas cuantas penas hasta hoy se han padecido, y todas cuantas muertes ha habido, y todas cuantas ánimas arden y arderán para siempre en el infierno, todas son centellas que originalmente descienden de aquella primera culpa, y argumentos y testimonios de la divina justicia. Y todo esto pasa aún después de la redención del género humano por la sangre de Cristo, porque a no estar esto de por medio, ¿qué diferencia hubiera del hombre al demonio, pues tan poco remedio tenía el uno y el otro para se salvar? ¿Parécete, pues, que es ésta razonable muestra de la justicia divina?

     Y como si no bastara este yugo tan pesado sobre los hijos de Adán, añadiéronse de ahí adelante otros y otros nuevos castigos por otros nuevos pecados, que, como dijimos, se derivaron de aquel pecado. Todo el universo mundo pereció con las aguas del diluvio. Sobre aquellas cinco deshonestas ciudades llovió Dios fuego y piedra azufre del cielo. A Datán y Abirón, por una competencia que tuvieron con Moisés, tragó la tierra vivos. Dos hijos de Aarón, Nadab y Abiú, porque dejaron de guardar una ceremonia en su sacrificio, fueron súbitamente abrasados con el fuego del santuario, sin que les valiese la dignidad del sacerdocio ni la santidad del padre ni la privanza que tenía con Dios Moisés, su tío. Ananías y Safira, en el Nuevo Testamento, por una mentira que dijeron, al parecer liviana, en un punto los arrebató la muerte juntos.

     ¿Pues qué diré de los juicios espantosos de Dios? Salomón, el más sabio de los hijos de los hombres, y tan amado de Dios que le mandó él poner por nombre El amado del Señor, vino por sus altos juicios a dar en el extremo de todos los males, que fue arrodillarse ante las estatuas de los ídolos. ¿Qué cosa más para temer? Y si supieses los juicios que desta manera acaecen cada día en la Iglesia, no menos por ventura te espantaría que todo lo dicho. Porque verías muchas estrellas del cielo caídas en tierra; verías muchos, que sentados a la mesa de Dios comían pan de ángeles, venir a desear henchir sus vientres de manjares de puercos; verías muchas castidades más finas y más hermosas que el marfil antiguo, tiznadas y convertidas en carbones de fuego: de lo cual todo fueron causa las culpas y pecados de los que cayeron, porque la ordenación y los juicios de Dios no ponen necesidad a las obras de los hombres, ni les quitan su libre albedrío.

     Mas sobre todo esto, ¿qué mayor muestra de justicia que no contentarse Dios con otra menor satisfacción que la muerte de su unigénito hijo para haber de perdonar al mundo? ¡Qué palabras tan para sentir aquellas que el Salvador dijo a las mujeres que le iban llorando!: «Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre mí, sino sobre vosotras y sobre vuestros hijos; porque días vendrán en que diréis: Bienaventuradas las estériles y los vientres que no concibieron y los pechos que no criaron. Entonces dirán a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si esto se hace en el madero verde, ¿en el seco qué se hará?» Como si más claramente dijera: «Si este árbol de vida y de inocencia, en el cual nunca hubo gusano ni carcoma de pecado, así arde con las llamas de la justicia divina por los pecados ajenos, ¿cómo arderá el árbol estéril y seco, a quien no la caridad, sino la maldad tiene tan cargado de los suyos propios? Pues si en esta que fue obra de tanta misericordia ves tan grande rigor de justicia, ¿qué será en las otras obras, donde no resplandece tanto esta misericordia?»

     Mas si por ventura eres tan rudo que no penetras la fuerza desta razón, párate a considerar aquella eternidad de las penas del infierno, y mira cuán espantable sea aquella justicia, que el pecado que se puede hacer en un punto, castiga con eterno tormento. Con esa tan grande misericordia que alabas se compadece esta tan espantable justicia que ves. ¿Qué cosa tan espantosa como ver de la manera que estará aquel sumo Dios, mirando desde el trono de su gloria un ánima que habrá estado penando millones de años en tan terribles tormentos, y que no por eso se inclinará jamás a compasión della, sino antes se holgará que pene, y que esta pena sea sin cabo y sin término y sin esperanza de remedio? ¡Oh alteza de la justicia divina! ¡Oh cosa de grande admiración! ¡Oh secreto y abismo de altísima profundidad! ¿Qué hombre hay tan fuera de juicio, que considerando esto, no se estremezca y admire de tan grande castigo?

 

II

De las obras de la divina justicia que en este mundo se ven

 

     Mas dejemos ahora la escritura sagrada, y salgamos a este mundo visible, y en él hallaremos otras obras de grandísima y espantosa justicia. Dígote de verdad que los que tienen un poquito de lumbre y conocimiento de Dios viven en este mundo con tan gran temor y espanto destas obras, que hallando salida para todas las otras obras divinas, no la hallan para ésta sino en sola la humilde y sencilla confesión de la fe. ¿A quién no pone en admiración ver casi toda la haz de la tierra cubierta de infidelidad, ver qué tan grande sementera tienen aquí los demonios para poblar los infiernos, ver qué tan gran parte del mundo, aun después de la redención del género humano, se está como de antes en las tinieblas de sus errores? ¿Qué es toda la tierra de cristianos, comparada con la que hay de infieles y con la que cada día se va descubriendo, sino un estrecho rincón? Y todo lo demás tiene tiranizado el reino de las tinieblas, donde no resplandece el sol de justicia, donde no ha amanecido la lumbre de la verdad, donde, como en los montes de Gelboé, no cae agua ni rocío del cielo, donde cada día, desde el principio del mundo, se llevan los demonios tantas presas de ánimas a los fuegos eternos, pues está claro que, así como fuera del Arca de Noé no escapó ninguno en tiempo del diluvio, ni fuera de la casa de Raab se guareció ninguno de los moradores de Jericó, así ninguno se salva fuera de la casa de Dios que es su Iglesia.

     Pues ese pedazo que hay de cristiandad, mira de la manera que está en nuestros tiempos, y hallarás por cierto que en todo este cuerpo místico, de la planta del pie hasta la cabeza, apenas hay cosa del todo sana. Saca afuera algunas ciudades principales donde hay algún rastro de doctrina, y discurre por todo esotro carruaje de villas y lugares donde no hay memoria della, y hallarás muchos pueblos de quien se puede verificar aquello que dijo Dios en un tiempo por Jerusalén: «Rodead todas las calles y barrios de Jerusalén, y buscad un hombre que sea verdaderamente justo, y yo usaré de misericordia con él.» Corre, no digo ya por todos los mesones y plazas, que éstos son lugares dedicados a mentiras y trampas, sino por todas las casas de vecinos y, como dice Jeremías, pon la oreja a escuchar lo que hablan, y hallarás que apenas se oye palabra que buena sea, sino que aquí oirás murmuraciones, allí torpezas, aquí juramentos, allí blasfemias y rencillas y codicias y amenazas, y finalmente en toda parte el corazón y lengua tratan de la tierra y de sus ganancias, y en muy pocas de Dios y de sus cosas, si no es para jurar y perjurar su nombre, que es aquella memoria de que se queja él mismo por su profeta diciendo: «Acuérdanse de mi, mas no como deberían, jurando por mi nombre mentiras.» De manera que, a lo menos por las insignias que se ven de fuera, apenas podrás juzgar si aquel pueblo es de cristianos o de gentiles, si no es por ventura por las torres de las campanas que asoman de lejos, o por los juramentos o perjurios que se oyen de cerca, y por todo lo demás apenas lo conocerás. Pues, ¿cómo pueden entrar éstos en la cuenta de aquellos de quien dice Isaías: «Todos cuantos los vieren luego los conocerán, porque estas son las plantas a quien bendijo el Señor»? Pues si tal ha de ser la vida del cristiano, que todos cuantos le vieren le juzguen por hijo de Dios, ¿en qué cuenta pondremos a estos que más parecen burladores y despreciadores de Cristo que cristianos?

     Pues si tantos son los pecados y males del mundo, ¿cómo no ves aquí claro los indicios y efectos de la justicia del cielo? Porque no se puede negar que así como uno de los mayores beneficios de Dios es preservar al hombre de pecado, así uno de los mayores castigos y señales de ira es dejarlo caer en ellos. Y así leemos en el Libro de los Reyes que el furor de Dios se airó contra Israel, por donde permitió a David caer en aquel pecado de soberbia, cuando mandó contar el pueblo. Y así también leemos en el Eclesiástico que a los varones misericordiosos apartará Dios de todo mal, y no permitirá que se vean envueltos en pecados. Porque así como una parte del premio de la virtud es acrecentamiento desa misma virtud, así muchas veces el castigo del pecado es permitir Dios otros pecados. Y así vemos que el mayor castigo que se dio por el mayor de los pecados del mundo, que fue la muerte del Hijo de Dios, fue aquel que denuncia el profeta contra los obradores desta maldad, diciendo: «Añade, señor, maldad a las maldades dellos, y no entren en tu justicia,» que es en la obediencia y guarda de tus mandamientos. ¿Y qué se sigue de ahí? Luego lo declara el mismo profeta, diciendo: «Sean borrados del libro de la vida, y no sean escritos con los justos.»

     Pues si tan grande castigo y tan grande muestra de ira es castigar Dios pecados con pecados, ¿cómo entre tanta muchedumbre de pecados como hierven en el mundo no ves las señales de la justicia divina? A doquiera que volviereis los ojos, como el que está engolfado en la mar, que no ve sino cielo y agua, apenas verás otra cosa que pecados. Y viendo pecados, ¿no ves justicia? ¿En medio de la mar no ves agua? Y si todo este mundo es un mar de pecados, ¿qué será sino un mar de justicia? No he menester yo descender al infierno para ver cómo resplandece allí la justicia divina; bástame estar en este mundo para verla.

     Y si a todo lo que está fuera de ti estás ciego, mira siquiera a ti mismo, que si estás en pecado, estás debajo de la lanza desta justicia, y mientras más seguro y más confiado, más caído debajo della. Así estuvo un tiempo san Agustín, como él mismo lo confiesa, diciendo: «Estaba yo ahogado en el golfo de los pecados, y había prevalecido contra mí tu ira, y yo no la conocía. Habíame hecho sordo con el ruido de las cadenas de mi mortalidad, y esta ignorancia de tu ira y de mi culpa era pena de mi soberbia.» Pues si Dios te ha castigado desta manera, permitiéndote estar tanto tiempo ahogado y ciego en tus maldades, ¿cómo cuentas de la feria tan al revés de como te va en ella? El favorecido cuente de las misericordias de Dios, mas el justiciado de sus justicias. Con la misericordia de Dios se compadece dejarte tanto tiempo en pecado, ¿y no se compadecerá enviarte al infierno? ¡Oh, si supieses cuán poco camino hay de la culpa a la pena, y de la gracia a la gloria! Puesto un hombre en gracia, ¿qué mucho es darle la gloria? Y caído en una culpa, ¿qué mucho es darle la pena? La gracia es principio y merecimiento de la gloria, y el pecado es infierno merecido y comenzado.

     Demás desto, ¿qué cosa puede ser más espantable que, siendo las penas del infierno tan horribles como arriba dijimos, consienta Dios que sea tan grande el número de los que se condenan y tan pequeño el de los que se salvan? Qué tan pequeño sea este número, porque no pienses que esto es adivinar, dícelo aquel que cuenta las estrellas del cielo y a cada una llama, por su nombre. ¿A quién no espantan aquellas palabras, tan bien sabidas y tan mal sentidas, que el Señor respondió a los discípulos cuando le preguntaban si eran pocos los que se salvaban, diciendo: «Entrad por estrecha puerta, porque ancha es la puerta y muy seguido el camino que va a la perdición, y muchos son los que van por él? ¡Cuán estrecha es la puerta y cuán angosto el camino que va a la vida!, y pocos son los que atinan con él! ¡Quién sintiera lo que el Salvador sentía, cuando no simplemente, sino con aquella exclamación y encarecimiento, dijo: « ¡Cuán estrecha es la puerta y cuán angosto el camino!» Todo el mundo pereció con las aguas del diluvio, y solas ocho ánimas se escaparon en el Arca de Noé, lo cual, como dice san Pedro en su canónica, es figura de cuán poquitos son los que se salvan en comparación de los que se condenan.

     Seiscientos mil hombres sacó Dios de Egipto para llevar a la tierra de promisión -sin mujeres y niños, que no se cuentan-, y para esto fueron ayudados con mil favores del cielo. Y con todo esto, la tierra que les había Dios ofrecido por su gracia perdieron ellos por su culpa, pues de tanto número de hombres sólo dos entraron en ella. Donde todos los doctores comúnmente dicen ser esto figura de los muchos que se condenan y de los pocos que se salvan, que es de ser muchos los llamados y pocos los escogidos. Por donde no sin causa se llaman los justos muchas veces en la escritura divina «piedras preciosas», para dar a entender que son tan raros en el mundo como ellas, y que la ventaja que hace el número de las otras piedras toscas a éstas, ésa hace el número de los malos al de los buenos, como lo testificó Salomón cuando dijo que era infinito el número de los locos. Pues dime ahora: si tan pocos y tan contados son los escogidos como te dice la figura y la verdad, pues ves cuántos fueron por justo juicio de Dios privados de aquello para que fueron llamados, ¿cómo no temerás tú en ese tan común peligro y diluvio universal? Si fueran las partes iguales, aún había grandísima razón para temer. ¿Mas, qué digo partes iguales? Dígote de verdad que es tan grande mal infierno para siempre, que aunque no hubiera de ser más que un hombre solo en todo el linaje humano el que hubiese de ir a él, sólo éste había de hacer temblar a todos los otros. Cuando el Salvador, cenando con sus discípulos, dijo que uno de ellos le había de vender, todos comenzaron a temer, aunque su conciencia los aseguraba, porque cuando el mal es grande, aunque sea de pocos, cada uno teme por la parte que le puede caber. Si estuviese un grande ejército de hombres en un campo, y supiesen todos por revelación de Dios que había de caer un rayo y matar a uno sin saber a quién, no hay duda sino que cada uno temería su propio peligro. ¿Pues qué sería si la mitad dellos, o la mayor parte, hubiese de peligrar? ¿Cuánto sería mayor este temor? Pues dime, hombre sabio para todas las cosas del mundo y del todo bruto para tu salvación: revélate aquí Dios que han de ser tantos los que aquel rayo de la divina justicia ha de herir, y tan pocos los que han de escapar, y no sabes tú a cual parte destas perteneces, ¿y con todo eso no temes? ¿Es, por ventura, menos mal el infierno que el rayo? ¿Hate Dios a ti asegurado? ¿Tienes cédula de tu salvación? Hasta ahora ninguna cosa te asegura, y tus obras te condenan, y según la presente justicia, si no vuelves la hoja, estás reprobado. ¿Y con todo esto no temes?

     Dices que te esfuerza la misericordia divina. Ésa no deshace lo dicho, antes si con ella se compadece tanto número de perdidos, ¿no se compadecerá que seas tú también uno dellos, si vivieres como ellos? ¿No ves, miserable de ti, que te engaña el amor propio, pues te hace presumir de ti otra cosa que de todo el mundo? Porque, ¿qué privilegio tienes tú más que todos los hijos de Adán, para que no vayas tú donde van aquellos cuyas obras imitas?

     Y si por sus obras habemos de conocer a Dios, como arriba se dijo, una cosa te sé decir: que aunque sean muchas las comparaciones que se pueden hacer de la misericordia a la justicia donde siempre son aventajadas las obras de la misericordia, pero en cabo venimos a hallar que en el linaje de Adán, de quien tú desciendes, más son los vasos de ira que los de misericordia, pues son tantos los que se condenan y tan pocos los que se salvan. Lo cual no es porque falte a nadie el favor y ayuda de Dios, el cual, como dice el apóstol, quiere que todos se salven y vengan al conocimiento de la verdad, sino por falta de los malos, que no se quieren aprovechar de los favores de Dios.

     He dicho todo esto para que entiendas que, si con esta tan grande misericordia de Dios que tú alegas se compadece que haya en el mundo tantos infieles, y en la Iglesia tantos malos cristianos, y que si de los infieles se pierden todos, y de los cristianos tantos, también se compadecerá que te pierdas tú también con ellos, si fueses tal como ellos. ¿Por ventura riéronse a ti los cielos cuando nacías, o mudáronse entonces los derechos de Dios y las leyes de su evangelio, porque para ti haya de ser un mundo, y para los otros otro? Pues si con esta tan gran misericordia se compadece que el infierno haya dilatado su seno, y que desciendan cada día millares de ánimas a él, ¿no se compadecerá que descienda también la tuya si vivieres esa misma vida? Y porque no digas que entonces era Dios riguroso y ahora manso, mira que con esa mansedumbre se compadece ahora todo esto que has oído, para que no dejes tú también de temer tu castigo, aunque seas cristiano, si eres malo.

     ¿Perderá, por ventura, Dios su gloria si tú solo dejares de entrar en ella? ¿Tienes tú algunas grandes habilidades de que Dios tenga particular necesidad porque te haya de sufrir con todas tus tachas buenas y malas, o tienes algún especial privilegio más que los otros porque no te hayas de perder con ellos, si fueres malo como ellos? Pues a los hijos de David, que fueron privilegiados por los méritos de su padre, no dejó Dios de dar su merecido cuando fueron malos, y así muchos dellos acabaron desastradamente, ¿y estás tú vanamente confiado, creyendo que con todo eso estás seguro? Yerras, hermano mío, yerras si crees que eso sea esperar en Dios. No es ésa esperanza, sino presunción, porque esperanza es confiar que arrepintiéndote y apartándote del pecado te perdonará Dios, por malo que hayas sido; mas presunción es creer que perseverando siempre en mala vida todavía tienes tu salvación segura. Y no pienses que es éste cualquier pecado, porque él es uno de los pecados que se cuentan contra el Espíritu Santo, porque esto es injuriar y usar mal de la bondad de Dios, que especialmente se atribuye al Espíritu Santo, los cuales pecados dice el Salvador que no se perdonan en este siglo ni en el otro, dando a entender que son dificultosísimos de perdonar, porque cuanto es de su parte cierran la puerta de la gracia y ofenden al mismo médico que nos ha de dar la vida.

 

III

Conclusión de todo lo dicho

 

     Concluyamos, pues, esta materia con aquel desengaño que el Espíritu Santo nos da por el Eclesiástico, diciendo: «Del pecado perdonado no dejes de tener temor, y no digas: Misericordioso es el Señor; no se acordará de la muchedumbre de mis pecados.» Porque su misericordia y su ira están muy cerca, y su ira tiene los ojos puestos sobre los pecadores. Dime, ruégote: si de los pecados ya perdonados nos manda tener temor, ¿cómo tú no temes añadiendo cada día pecados a pecados? Y nota bien aquella palabra que dice que la ira divina mira a los pecadores, porque desa pende el entendimiento desta materia. Para lo cual has de saber que, aunque la misericordia de Dios se extienda a justos y pecadores, y a todos alcance su parte conservando a los unos y llamando y esperando a los otros, pero con todo esto, aquellos grandes favores que promete Dios en sus escrituras, señaladamente pertenecen a los justos, los cuales así como guardan fielmente las leyes de Dios, así les guarda él fielmente su palabra, y les es verdadero padre como ellos le son obedientes hijos. Y, por el contrario, cuanto lees de amenazas y maldiciones y rigores de justicias, todo eso habla contigo y con los tales como tú. Pues, ¿qué ceguedad es la tuya, que no tengas miedo de las amenazas que hablan contigo, y tomes grande contentamiento con las palabras que no dicen a ti? Toma la parte que te cabe, y deja al justo su hacienda. Para ti es la ira; teme. Para el justo el amor y la bienquerencia; alégrese. ¿Quiéreslo ver? Mira qué dice David: «Los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos sobre las oraciones dellos. Mas su rostro airado está sobre los malos, para destruir de la tierra la memoria dellos. « Y en el Libro de Esdras hallarás escritas estas palabras: «La mano del Señor -que es su providencia paternal- está puesta sobre aquellos que de verdad lo buscan; mas su imperio y su fortaleza y su furor, contra todos los que lo desamparan.» Pues si esto es así, tú, miserable, que perseveras en pecado, ¿cómo andas engañado, cómo cruzas los brazos, cómo truecas las cartas? No dice a ti ese sobrescrito. No habla contigo, en ese estado de ira y de enemistad, la dulzura del amor y de la bienquerencia divina. Esa parte es de Jacob, no pertenece a Esaú. Esa suerte es de los buenos: tú, que eres malo, ¿qué tienes que ver con ella? Deja de serlo, y será tuya. Deja de serlo, y hablará contigo la benevolencia y la providencia paternal de Dios. Entretanto, tirano eres y usurpador de lo ajeno, y en lo vedado quieres entrar. «Espera en el Señor -dice David-, y haz buenas obras.» Y en otro lugar: «Sacrificad -dice él- sacrificio de justicia, y esperad en el Señor.» Ésta es buena manera de esperar, y no, haciéndote truhán de la divina misericordia, perseverar en pecado y pensar de ir al paraíso. El buen esperar es apartándote de las malas obras y llamando a Dios; mas si obstinadamente perseveras en ellas, no es esperar, sino presumir; no es esperar, y esperando merecer misericordia, sino ofendiendo a la misericordia, hacerse indigno della. Porque así como la Iglesia no vale al que confiando en ella sale della a hacer mal, así es justo que no valga la misericordia de Dios al que se favorece della para el mal.

     Esto habían de considerar los dispensadores de la palabra de Dios, los cuales muchas veces, no mirando con quién hablan, dan ocasión a los malos para perseverar en sus males. Deberían mirar que, así como a los cuerpos enfermos el que más les da de comer, más los daña, así a las ánimas obstinadas en pecados, el que más las sustenta con esta manera de confianza, más motivo les da para continuar la mala vida.

     Finalmente, acabo esta materia con aquella prudente sentencia de san Agustín, el cual dice que esperando y desesperando van los hombres al infierno: esperando mal en la vida, y desesperando peor en la muerte. Así que, hermano mío, déjate esas presuntuosas confianzas, y acuérdate que hay en Dios misericordia y justicia, por donde así como pones los ojos en la misericordia para esperar, así también los debes poner en la justicia para temer. Porque como dice muy bien san Bernardo, dos pies tiene Dios, uno de misericordia y otro de justicia, y nadie debe abrazar el uno sin el otro. Porque la justicia sola, sin misericordia, no nos haga temer tanto que desesperemos; ni la misericordia sola, sin la justicia, nos haga presumir y esperar tanto que perseveremos en el mal vivir.