Capítulo XXV

 

Contra los que dilatan la penitencia hasta la hora de la muerte

 

     Razón sería que bastase lo dicho para confusión de otros que dejan, como ya declaramos, la penitencia para la hora de la muerte. Porque si tan gran peligro es dilatarla para adelante, ¿qué será para este punto? Mas porque este engaño está muy extendido por el mundo, y son muchas las ánimas que por aquí perecen, necesario es que dél particularmente tratemos. Y aunque sea algún peligro hablar desta materia, porque podría ser ocasión de desconfianza para algunos flacos, pero muy mayor peligro es no saber los hombres el peligro a que se ponen cuando para este tiempo se guardan. De manera que pesados ambos peligros, sin comparación es mayor éste que el otro, pues vemos cuántas más son las ánimas que se pierden por indiscreta confianza que por demasiado temor. Y por tanto, a nosotros, que estamos puestos en el atalaya de Ezequiel, conviene avisar destos peligros, porque los que por nosotros deben ser avisados no se llamen a engaño; y si ellos se perdieren, no cargue su sangre sobre nosotros. Y pues no tenemos otra lumbre ni otra verdad en esta vida sino la de la escritura divina, y de los santos padres y doctores que la declaran, veamos qué es lo que ellos dicen acerca desto, porque bien creo que nadie será tan atrevido que ose anteponer su parecer a éste. Y procediendo por esta vía, traigamos primero lo que los santos antiguos, y en cabo lo que la santa escritura acerca desto nos enseñan.


 

I

Autoridades de los santos antiguos, de la penitencia final

 

     Mas antes que entremos en esta disputa, presupongamos primero lo que san Agustín y todos los doctores generalmente dicen, conviene saber, que así como es obra de Dios la verdadera penitencia, así la puede él inspirar cuando quisiere, y así en cualquier tiempo que la penitencia fuere verdadera, aunque sea en el punto de la muerte, es poderosa para dar salud. Mas esto cuán pocas veces acaezca, ni quiero que yo ni tú seamos creídos en esta parte, sino que lo sean los santos, por cuya boca habló el Espíritu Santo, y por sus dichos y testimonios será razón que todos estemos. Oye, pues, primeramente lo que sobre este caso dice san Agustín en el libro De la verdadera y falsa penitencia: «Ninguno espere a hacer penitencia cuando ya no puede pecar, porque libertad nos pide para esto Dios y no necesidad. Y por tanto aquél a quien primero dejan los pecados, que él deja a ellos, no parece que los deja por voluntad sino por necesidad. Por donde los que no quisieron convertirse a Dios en el tiempo que podían, y después vienen a confesarse cuando ya no pueden pecar, no así fácilmente alcanzarán lo que desean.»

     Y un poco más abajo, declarando cuál haya de ser esta conversión, dice así: «Aquel se convierte a Dios, que todo y del todo se vuelve a él; el cual no sólo teme las penas, sino trabaja por alcanzar la gracia y los bienes del Señor. Y si desta manera acaeciere convertirse alguno al fin de la vida, no habemos de desesperar de su perdón. Mas porque apenas, o muy pocas veces, se halla en aquel tiempo esta tan perfecta conversión, hay razón para temer del que tan tarde se convierte. Porque el que se ve apretado con los dolores de la enfermedad y espantado con el temor de la pena, con dificultad llegará a hacer verdadera satisfacción, mayormente viendo delante de sí los hijos que desordenamente amó, y a la mujer, y al mundo que están tirando por él. Y porque hay muchas cosas que en este tiempo impiden el hacer penitencia, peligrosísima cosa es, y muy vecina de la perdición, dilatar hasta la muerte el remedio della. Y con todo esto digo que si éste tal alcanzare perdón de sus culpas, no por eso quedará libre de todas las penas, porque primero ha de ser purgado con el fuego del purgatorio, por haber dejado el fruto de la satisfacción para el otro siglo. Y este fuego, aunque no sea eterno como es el del infierno, mas es extrañamente grande, porque sobrepuja todas las maneras de penas que se han padecido en este mundo. Ni jamás en carne mortal se sintieron tales tormentos, aunque los de los mártires hayan sido tan grandes, y los que han padecido algunos malhechores. Y por tanto, procure cada uno de corregir así sus males, que no le sea necesario después de la muerte padecer tan terribles tormentos.» Hasta aquí son palabras de san Agustín, donde habrás visto la grandeza del peligro en que se pone el que de propósito guarda la penitencia para este tiempo.

     San Ambrosio también, en el libro De la penitencia -aunque otros atribuyen este dicho al mismo san Agustín-, trata copiosamente esta materia, donde entre otras muchas cosas dice así: «El que puesto ya en el postrer término de la vida pide el sacramento de la penitencia y le recibe, y así sale desta vida, yo os confieso que no le negamos lo que pide, mas no osamos afirmar que salga de aquí bien encaminado. Torno a repetir que no oso decir esto, que no os lo prometo, que no lo digo, que no os quiero engañar. ¿Pues quieres, hermano, salir desta duda y escaparte de cosa tan incierta? Haz penitencia en el tiempo que estás sano. Si así lo haces, dígote que vas bien encaminado, porque hiciste penitencia en tiempo que pudieras pecar. Pero si aguardas a hacer penitencia en tiempo que ya no podías pecar, los pecados dejaron a ti y no tú a ellos.»

     Lo mismo dice san Isidoro por estas palabras: «El que quiere a la hora de la muerte estar cierto del perdón, haga penitencia cuando está sano, y entonces llore sus maldades; mas el que habiendo vivido mal hace penitencia a la hora del morir, éste corre mucho peligro, porque así como su condenación es incierta, así su salvación es dudosa.»

     Todas estas palabras son mucho para temer, mas mucho más son las que escribe Eusebio, discípulo de san Jerónimo, que éste su santo maestro dijo estando para morir, echado en tierra, vestido de saco. Y porque no osaré referirlas con el rigor que están escritas, por no dar motivo a los flacos para desmayar, el que quisiere las podrá leer en el cuarto tomo de las obras de san Jerónimo, en una epístola que Eusebio escribe a Dámaso, obispo, sobre la gloriosa muerte de san Jerónimo. Pero entre otras cosas dice así: «¿Podrá decir el que todos los días de su vida perseveró en su pecado: 'A la hora de la muerte haré penitencia y me convertiré'? ¡Oh, cuán triste es esta consolación! Porque el que ha vivido mal toda la vida, sin acordarse -sino, por ventura, por entre sueños- qué cosa era penitencia, muy dudoso remedio tendrá en esta hora. Porque estando él en este tiempo enlazado con los negocios del mundo, y fatigado con los dolores de la enfermedad, y congojado con la memoria de los hijos que deja y con el amor de los bienes temporales de que ya no espera gozar, estando así cercado de todas estas angustias, ¿qué disposición tiene para levantar el corazón a Dios y hacer verdadera penitencia, la cual en toda la vida nunca hizo cuando esperaba vivir, y ahora no haría si esperase sanar? Pues, ¿qué manera de penitencia es la que se hace cuando la misma vida se despide? Conozco algunos de los ricos deste siglo que, después de graves enfermedades, recobraron la salud del cuerpo y empeoraron en la del ánima. Esto tengo, esto pienso, esto he aprendido por larga experiencia: que por maravilla tendrá buen fin aquel cuya vida fue siempre mala, el que nunca temió pecar y siempre sirvió a la vanidad.» Hasta aquí son palabras del dicho Eusebio, en las cuales ves el temor que este santo doctor tiene de la penitencia que hace en esta hora aquel que nunca la hizo en toda la vida.

     Y no es menor el que san Gregorio en esta parte tiene, el cual, sobre aquellas palabras de Job que dicen: «¿Qué esperanza tendrá el hipócrita si roba lo ajeno? ¿Por ventura oirá Dios su clamor en el día de su angustia?», dice así: «No oye Dios en el tiempo de la angustia las voces de aquel que en tiempo de paz no quiso oír las voces de su señor. Porque escrito está: «El que cierra las orejas para no oír la Ley, no será recibida su oración.» Mirando, pues, el santo Job cómo todos los que ahora dejan de obrar bien, al fin de la vida se vuelven a pedir mercedes a Dios, dice: «¿Por ventura oirá Dios el clamor de los tales?» En las cuales palabras se conforma con la sentencia del Redentor, que: «a la postre vinieron las vírgenes locas, diciendo: señor, señor, abridnos, y fueles respondido: En verdad os digo que no os conozco.» Porque en aquel tiempo usa Dios de tanto mayor severidad cuanto ahora usa de mayor misericordia, y entonces castigará a los que pecaron con mayor rigor de justicia el que ahora benignamente les ofrece su misericordia.» Hasta aquí son palabras de san Gregorio.

     También Hugo de San Víctor, en el segundo libro De los sacramentos, conformándose con los pareceres destos santos, dice así: «Dificultosa cosa es que sea verdadera la penitencia cuando viene tardía, y muy sospechosa debe ser aquella penitencia que parece forzada. Porque fácil cosa es creer de sí el hombre que no quiere lo que no puede. Por donde la posibilidad declara muy bien la voluntad. Y por esto, si no haces penitencia cuando puedes, argumento es que no quieres.»

     El Maestro de las Sentencias va también por este mismo camino, y así dice: «Como la penitencia verdadera sea obra de Dios, puédela él inspirar cuando quisiere, y galardonar por misericordia a los que podría condenar por justicia. Mas porque en aquel paso hay muchas cosas que retraen al hombre deste negocio, cosa es peligrosa y vecina a la muerte dilatar hasta allí el remedio de la penitencia. Pero gran cosa es inspirarla Dios en aquella hora, si alguno hay a quien la inspire.» ¡Mira qué palabras éstas tan para temer! Pues, ¿cuál es el desatinado que osa poner el mayor de los tesoros en el mayor de los peligros? ¿Hay cosa mayor en el mundo que tu salvación? ¿Pues en qué seso cabe poner una cosa tan preciosa en tan grande peligro?

     Éste es, pues, el parecer de todos estos tan grandes doctores. Por donde verás cuán grande locura sea tener tú por segura la navegación de un golfo de quien tan sabios pilotos hablan con tan gran temor. Oficio es el bien morir que conviene aprenderse toda la vida, porque a la hora de la muerte hay tanto que hacer en morir, que apenas hay espacio para aprender a bien morir.


 

II

Autoridades de doctores escolásticos acerca de lo mismo

 

     Resta ahora, para mayor confirmación desta verdad, ver también lo que acerca desto sienten los doctores escolásticos. Entre los cuales, Escoto trata muy de propósito esta cuestión en el cuarto De las sentencias, donde pone una conclusión que dice así: «La penitencia que se hace a la hora de la muerte apenas es verdadera penitencia, por la dificultad grande que entonces hay para hacerla.» Prueba él esta conclusión por cuatro razones.

     La primera es por el grande estorbo que hacen allí los dolores de la enfermedad y la presencia de la muerte para levantar el corazón a Dios y ocuparlo en ejercicios de verdadera penitencia. Para cuyo entendimiento es de saber que todas las pasiones de nuestro corazón tienen grande fuerza para llevar en pos de sí el sentido y el libre albedrío del hombre. Y según reglas de filosofía, muy más poderosas son para esto las pasiones que dan tristeza que las que causan alegría. De donde nace que las pasiones y afectos del que está para morir son las más fuertes que hay, porque, como dice Aristóteles, el último trance y la más terrible cosa de las terribles es la muerte, donde hay tantos dolores en el cuerpo, tantas angustias en el ánima, y tanta congoja por los hijos y mujer y mundo que se dejan. Pues entre tan recios vientos de pasiones, ¿dónde ha de estar el sentido y el pensamiento, sino donde tan fuertes dolores y pasiones lo llevaron?

     Vemos por experiencia, cuando uno está con un dolor de ijada o con algún otro dolor agudo, que aunque sea hombre virtuoso, apenas puede por entonces tener el pensamiento fijo en Dios, sino que allí está todo el sentido donde lo llama el dolor. Pues si esto acaece al justo, ¿qué hará el que nunca supo qué cosa era pensar en Dios, y que tanto cuanto está más habituado a amar su cuerpo que su ánima, tanto más ligeramente acude al peligro del mayor amigo, que del menor? Entre cuatro impedimentos que san Bernardo pone de la contemplación, uno dellos dice que es la mala disposición del cuerpo, porque entonces el ánima está tan ocupada en sentir los dolores de su carne, que apenas puede admitir otro pensamiento que aquel que de presente la fatiga. Pues si esto es verdad, ¿qué locura es aguardar a la mayor de las indisposiciones del cuerpo para tratar del mayor de los negocios del ánima?

     Supe de una persona que, estando en paso de muerte y diciéndole que se aparejase para lo postrero, recibió tan grande angustia de ver tan cerca de sí la muerte, que como si la pudiera detener con las manos, todo su negocio era pedir a muy gran prisa remedios y confortativos para evitar aquel trago, si le fuera posible. Y como un sacerdote lo viese tan olvidado de lo que convenía para aquella hora, y le amonestase que se dejase ya de aquellos cuidados y comenzase a llamar a Dios, importunado del buen consejo, respondió palabras muy ajenas de lo que aquel tiempo requería, con las cuales expiró. Y el que así habló había sido persona virtuosa: para que por aquí veas tú cómo turbará la presencia de la muerte a los que aman la vida, cuando así turbó a quien otro tiempo la despreciaba.

     Asimismo, supe de otra persona que, estando en una recia enfermedad y pensando que se llegaba ya su hora, deseaba con gran deseo, primero que partiese, hablar un rato muy de propósito con Dios, y prevenir a su juez con alguna devota suplicación, y parecíale que nunca los dolores y accidentes continuos de la enfermedad le daban un rato de alivio para hacerlo. Pues si para esto solo hay allí tan mal aparejo, ¿cuál es el loco que para tal tiempo guarda el remedio de toda la vida?

     La segunda razón deste doctor es porque la verdadera penitencia ha de ser voluntaria, esto es, hecha con prontitud de voluntad, y no por sola necesidad. Por lo cual dice san Agustín: «Menester es, no sólo temer al juez, sino también amarle; y hacer lo que se hiciere por voluntad y no por necesidad.» Pues el que en toda la vida nunca hizo penitencia verdadera, y aguarda entonces a hacerla, no parece que la hace por voluntad sino por pura necesidad. Y si por sola esta causa la hace, no es su penitencia puramente voluntaria.

     Tal fue la penitencia que hizo Semeí por la ofensa que había hecho a David cuando iba huyendo de Absalón, su hijo, el cual, después que lo vio volver de la huida victorioso, y entendió el mal que por allí le podía venir, adelantóse con mucha gente a recibir al rey y pedirle con mucha humildad perdón de la culpa pasada. Lo cual como viese un pariente de David llamado Abisaí, dijo: «¡Cómo!, ¿y por estas palabras fingidas se ha de escapar de la muerte Semeí, habiendo hecho tan grande injuria al rey David?» Mas el santo rey, que tan bien entendía de cuán poco mérito era aquella satisfacción, aunque por entonces prudentemente disimuló, no por eso le dejó sin castigo, antes a la hora de la muerte, con celo de justicia, no de venganza, dejó mandado como en testamento a su hijo Salomón que le diese su merecido, y así lo hizo. Tal, pues, parece la penitencia de muchos malos cristianos, los cuales, habiendo perseverado en ofender a Dios toda la vida, cuando llega la hora de la cuenta, como ven la muerte al ojo y la sepultura abierta y el juez presente, y entienden que no hay fuerza ni poder contra aquel sumo poder, y que en aquel punto se ha de determinar lo que para siempre ha de ser, vuélvense al juez con grandes suplicaciones y protestaciones, las cuales, si son verdaderas, no dejan de ser provechosas, mas el común suceso dellas declara lo que son. Porque por experiencia habemos visto muchos déstos, que si escapan de aquel peligro, luego se descuidan de todo lo que prometieron, y vuelven a ser los que eran, y aún tornan a revocar los descargos que dejaban ordenados, como hombres que no hicieron lo que hicieron por virtud y por amor de Dios, sino solamente por aquella prisa en que se vieron. La cual como cesó, cesó también el efecto que della se seguía.

     En lo cual parece ser esta manera de penitencia muy semejante a la que suelen hacer los mareantes en tiempo de alguna grande tormenta, donde proponen y prometen grandes virtudes y mudanzas de vida. Mas acabada la tormenta y escapados del presente peligro, luego se vuelven a jugar y blasfemar como lo hacían antes, sin hacer más caso de todo lo pasado que si fuera un propósito soñado.

     La tercera razón es porque el mal hábito y costumbre de pecar que el malo ha tenido toda la vida, comúnmente le suele acompañar como la sombra al cuerpo hasta la muerte, porque la costumbre es como otra naturaleza, que con gran dificultad se vence. Y así, vemos por experiencia muchos en aquella hora tan olvidados de su ánima, tan avarientos para ella aún en la muerte, tan encarnizados en el amor de la vida si la pudiesen redimir por algún precio, tan cautivos del amor deste mundo y de todas las cosas que en él amaron, como si no estuviesen en el paso que están. ¿No has visto algunos viejos en aquella hora tan guardosos y codiciosos, y tan atentos a mirar por sus trapillos y pajuelas, y tan cerradas las manos para todo bien, y tan vivo el apetito, aún de aquello que no pueden consigo llevar? Éste es un linaje de pena con que muchas veces castiga Dios la culpa, permitiendo que acompañe a su autor hasta la sepultura, según que lo dice san Gregorio por estas palabras: «Con este linaje de castigo castiga Dios al pecador, permitiendo que se olvide de sí en la muerte el que no se acordó de Dios en la vida.» Desta manera se castiga un olvido con otro olvido: el olvido que fue culpa con el que juntamente es pena y culpa. Lo cual se ve cada día por experiencia, pues tantas veces habemos oído de muchos que se dejaron morir entre los brazos de las malas mujeres que mal amaron, sin quererlas despedir de su compañía ni aún en aquella hora, por estar por justo juicio de Dios olvidados de sí mismos y de sus ánimas.

     La cuarta razón se funda en la cualidad del valor que ordinariamente suelen tener las obras que en aquel tiempo se hacen. Porque parece claro a quien tiene algún conocimiento de Dios, cuánto menos le agrade este linaje de servicios, que los que en otros tiempos se hacen. Porque, ¿qué mucho es, como decía la santa virgen Lucía, ser muy largo de lo que, aunque te pese, has acá de dejar? ¿Qué mucho es perdonar allí la deshonra, cuando sería mayor deshonra no perdonarla? ¿Qué mucho es dejar la manceba, cuando aunque quisieses, no la podrías ya más tener en casa?

     Por estas razones, pues, concluye este doctor que en aquella hora con dificultad se hace penitencia verdadera. Y añade aún más, diciendo que el cristiano que con deliberación determina guardar la penitencia para aquella hora peca mortalmente, por la grande ofensa que hace a su ánima, y por el grandísimo peligro en que pone su salvación. Pues, ¿qué cosa más para temer que ésta?

 

III

Autoridades de la sagrada escritura para el mismo propósito

 

     Mas porque todo el peso desta disputa principalmente pende de la palabra de Dios -porque para contra ésta no hay apelación ni respuesta-, oye ahora lo que ella acerca desto nos enseña. En el primer capítulo de los Proverbios, después de haber escrito Salomón las palabras con que la sabiduría eterna llama a los hombres a penitencia, dice luego las que dirá a los rebeldes a este llamamiento, en esta forma: «Porque os llamé y no quisisteis acudir a mi llamamiento, extendí mis manos y no hubo quien las mirase, y despreciasteis todas mis reprensiones y consejos, yo también me reiré en vuestra muerte y haré burla de vosotros cuando os vinieren los males que temíais. Cuando viniere de improviso la muerte, como tempestad que a deshora se levanta, entonces me llamarán y no los oiré, y de mañana madrugarán a ponérseme delante y no me hallarán, porque aborrecieron el castigo y la doctrina, y no tuvieron temor de Dios ni quisieron obedecer mis consejos.» Hasta aquí son palabras de Salomón, o por mejor decir del mismo Dios, las cuales san Gregorio, en el susodicho libro de los Morales, entiende y declara al propósito que aquí hablamos. Pues, ¿qué tienes que responder a esto? ¿Por qué no bastarán estas amenazas, pues son de Dios, para hacerte temer un tan gran peligro y aparejarte para esta hora con tiempo?

     Pues oye aún otro testimonio no menos claro. Hablando el Salvador en el evangelio de su venida a juicio, aconseja a sus discípulos con grande instancia que estén aparejados para esta hora, trayéndoles para esto muchas comparaciones por las cuales entendiesen cuánto esto les importaba. Y así dice: «Bienaventurado es el siervo a quien el Señor hallare en aquella hora velando. Mas si el mal siervo dijere en su corazón: 'Mi señor se tarda mucho; tiempo me queda para aparejarme', y él entretanto se diere a comer y beber y hacer mal a sus compañeros, vendrá su señor en el día que él no piensa y en la hora que no sabe, y partirlo ha por medio, y darle ha el castigo que se da a los hipócritas.» Aquí parece claro que el Señor sabía bien los consejos de los malos y las veredas que buscan para sus vicios, y por esto les sale al camino, y les dice cómo les ha de ir por él y en qué han de parar sus confianzas. Pues, ¿qué otro pleito es el que ahora tratamos sino éste? ¿Qué digo yo aquí sino lo que el mismo Señor te dice? Tú eres ese siervo malo, que haces en tu corazón la misma cuenta, y así te quieres aprovechar de la dilación del tiempo para comer y beber y perseverar en los mismos delitos. Pues, ¿cómo no temerás esta amenaza que te hace quien es tan poderoso para cumplirla como para hacerla? Contigo habla, contigo lo ha, a ti lo dice. Despierta, miserable, y repárate con tiempo, porque no seas despedazado cuando llegue la hora deste juicio.

     Paréceme que gasto mucho tiempo en cosa tan clara. Mas, ¿qué haré, que aún con todo esto veo muy gran parte del mundo cubrirse con este manto? Pues para que aún más claro veas la grandeza deste peligro, oye otro testimonio del mismo Salvador. Acabadas estas palabras, añade luego lo que se sigue, diciendo: «Entonces será semejante el reino de los cielos a diez vírgenes, cinco locas y cinco sabias.» «Entonces» dice. ¿Cuándo «entonces»? Cuando venga el juez, cuando se llegue la hora de su juicio, así el universal de todos como el particular de cada uno, según declara san Agustín, porque no se altera en el universal lo que en el particular se determina. «Pues en este paso -dice el Señor- acaeceros ha como acaeció a diez vírgenes, cinco locas y cinco sabias, las cuales aguardaban por la venida del esposo. Las sabias proveyéronse con tiempo de lámparas y de olio para salirle a recibir, mas las locas, como tales, no curaron desto. Ya la media noche, al tiempo del mayor sueño -que es cuando los hombres están más descuidados, y menos piensan en este paso-, diéronles rebato diciendo que venía el esposo, que le saliesen a recibir. Entonces levantáronse todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas; y las que estaban ya aparejadas entraron con él a las bodas, y cerróse la puerta; mas las que no estaban aparejadas comenzaron entonces a querer proveerse y aparejarse, y a dar voces al esposo, diciendo: 'Señor, señor, abridnos.' A las cuales respondió: 'En verdad os digo que no os conozco'». Y así concluye el santo evangelio la parábola y la declaración della, diciendo: «Por tanto, velad y estad aparejados, pues no sabéis el día ni la hora.» Como si dijera: «¿Habéis visto cuán bien libraron en este trance las vírgenes que estaban aparejadas, y cuán mal las que no lo estaban? Por tanto, pues no sabéis el día ni la hora desta venida, y el negocio de vuestra salvación pende tanto deste aparejo, velad y estad aparejados en todo tiempo, porque no os tome aquel día desapercibidos como a estas vírgenes, y así perezcáis como ellas perecieron.»

     Éste es el sentido literal desta parábola, como declara el cardenal Cayetano en este lugar, donde dice: «Esto sólo sacamos de aquí, que la penitencia que se dilata hasta la hora de la muerte, cuando se oye esta palabra: «Catad que viene el esposo, no es segura, antes en esta parábola se describe como no verdadera, porque por la mayor parte no lo es.» Y al cabo pone este doctor la resolución de toda la parábola, diciendo: «La conclusión desta doctrina es dar a entender que por tanto las cinco vírgenes locas fueron desechadas, porque al tiempo que el esposo vino no estaban aparejadas; y por esto las otras cinco fueron admitidas, porque estaban apercibidas». Por donde conviene que siempre lo estemos, pues no sabemos la hora desta venida. Pues, ¿qué cosa se podía pintar más clara que ésta? Por lo cual me maravillo mucho cómo, después de la justificación tan clara desta verdad, se osan los hombres entretener y consolar con esta tan flaca esperanza. Porque antes desta luz tan clara, no me maravillara yo tanto que se persuadieran lo contrario, o se quisieran engañar. Mas después que aquel maestro del cielo resolvió esta materia, después que el mismo juez nos declaró con tantos ejemplos las leyes de su juicio y el norte por donde nos había de juzgar, ¿en qué seso cabe creer que de otra manera pasará el negocio, que lo predicó el que lo ha de sentenciar?

Arriba
 

IV

Responde a algunas objeciones

 

     Mas, por ventura, contra todo esto me dirás: ¿pues el ladrón no se salvó con una sola palabra a la hora de la muerte? A esto responde san Agustín en el libro alegado que aquella confesión del buen ladrón fue la hora de su conversión y de su bautismo y de su muerte juntamente. Por donde, así como el que muere acabándose de bautizar, como a otros muchos ha acontecido, va derecho al cielo, así acaeció a este dichoso ladrón, porque aquella hora fue para él hora de su bautismo.

     Respóndese también que, así esta obra tan maravillosa como todos los milagros y obras semejantes, estaban profetizadas y guardadas para la venida del Hijo de Dios al mundo y para testimonio de su gloria, y así convenía que para la hora en que aquel señor padecía, se oscureciesen los cielos y temblase la tierra y se abriesen los sepulcros y resucitasen los muertos, porque todas estas maravillas estaban guardadas para testimonio de la gloria de aquella persona. Y en la cuenta déstas entra la salud de aquel santo ladrón, en la cual obra no es menos admirable su confesión que su salvación, pues confesó en la cruz el reino, y predicó la fe cuando los apóstoles la perdieron, y honró al Señor cuando todo el mundo le blasfemaba. Pues como esta maravilla junto con las otras pertenezcan a la dignidad de aquel señor y de aquel tiempo, grande engaño es querer que generalmente se haga en todos los tiempos lo que estaba reservado para aquél.

     Cónstanos también que en todas las repúblicas del mundo hay cosas que ordinariamente se hacen, y cosas también extraordinarias. Y las ordinarias son comunes para todos, mas las extraordinarias son para algunos particulares. Lo mismo también pasa en la república de Dios, que es su Iglesia. Porque cosa regular y ordinaria es aquella que dice el apóstol,

que el fin de los malos será conforme a sus obras, dando a entender que, generalmente hablando, a la buena vida se sigue buena muerte, y a la mala vida mala muerte. Cosa también es ordinaria que los que hicieren buenas obras irán a la vida eterna, y los que malas al fuego eterno. Ésta es una sentencia que a cada paso repiten todas las escrituras divinas. Esto cantan los salmos, esto dicen los profetas, esto anuncian los apóstoles, esto predican los evangelistas. Lo cual en pocas palabras resumió el profeta David, cuando dijo: «Una vez habló Dios, y dos cosas le oí decir: que él tenía poder y misericordia, y que así daría a cada uno según sus obras.» Ésta es la suma de toda la filosofía cristiana.

     Pues según ésta cuenta decimos que cosa es ordinaria que, así el justo como el malo, reciban su merecido al fin de la vida según sus obras. Pero fuera desta ley universal, puede Dios usar de especial gracia con algunos para gloria suya, y dar muerte de justos a los que tuvieron vida de pecadores, como también podría acaecer que el que hubiese vivido como justo, por algún secreto juicio de Dios viniese a morir como pecador, que es como el que ha navegado prósperamente toda la carrera, y a boca del puerto viniese a padecer tormenta. Por lo cual dijo Salomón: «¿Quién sabe si el espíritu de los hijos de Adán sube a lo alto, y el espíritu de las bestias desciende a lo bajo?» Porque aunque universalmente acaece que las ánimas de los que viven como bestias desciendan a los infiernos, y las de los que viven como hombres de razón suban al cielo, mas todavía por algún especial juicio de Dios puede suceder esto de otra manera. Pero la doctrina segura y general es: Quien viviere bien, tendrá buena muerte. Pues por esta causa nadie debe asegurarse con ejemplos de gracias particulares, pues éstos no hacen regla general, ni pertenecen a todos, sino a pocos, y ésos no conocidos, por donde no puedes tú sabe si serás del número dellos.

     Otros alegan otra manera de remedio, diciendo que los sacramentos de la ley de gracia hacen al hombre de atrito contrito, y que entonces a lo menos tendrán esta manera de disposición, la cual junto con la virtud de los sacramentos será bastante para darles salud. La respuesta desto es que no cualquier dolor basta para tener aquella manera de atrición que, junta con el sacramento, da gracia al que lo recibe. Porque cierto es que hay muchas maneras de atrición y de dolor, y que no por cualquier atrición déstas se hace el hombre de atrito contrito, sino por sola aquella que en particular sabe el dador de la gracia, y otro fuera dél no puede saber. No ignoraban esta teología los santos doctores, y con todo esto hablan con tanto temor en esta manera de penitencia, como arriba declaramos. Y expresamente san Agustín, en la primera autoridad que dél alegamos, habla del que recibe penitencia y es reconciliado por los sacramentos de la Iglesia, «al cual -dice- damos penitencia, mas no seguridad».

     Y si me alegares para esto la penitencia de los ninivitas, que procedía del temor que tuvieron de ser destruidos dentro de cuarenta días, mira tú, no sólo la penitencia tan áspera que hicieron, sino también la mudanza de su vida, y múdala tú desa manera, y no te faltará esa misma misericordia. Pero veo que apenas has escapado de la enfermedad cuando luego tornas a la misma maldad y revocas cuanto tenías ordenado. ¿Qué quieres, pues, que juzgue desta penitencia?


 

V

Conclusión de todo lo susodicho

 

     Todo esto se ha dicho, no para cerrar a nadie la puerta de la salud ni de la esperanza, porque ésta, ni los santos la cierran, ni nadie la debe cerrar, sino para desencastillar a los malos deste lugar de refugio adonde se acogen para perseverar en sus males. Pues dime ahora, hermano, por amor de Dios: si todas las voces de los doctores y de los santos y de la razón y de la misma Escritura, tan peligrosas nuevas te dan desta penitencia, ¿cómo osas fiar tu salvación de tan grande peligro?

     ¿En qué confías parar en aquella hora? ¿En tus aparejos y mandas de testamentos y oraciones? Ya ves la prisa que se dieron aquellas vírgenes locas a proveerse, y las voces que dieron al esposo pidiéndole la puerta, y cuán poco les valieron, porque no procedían de verdadera penitencia. ¿Confías en las lágrimas que allí derramarás? Mucho valen, cierto, las lágrimas en todo tiempo, y dichoso el que las derramare de corazón, mas acuérdate cuántas lágrimas derramó aquel que por una golosina vendió su mayorazgo, y cómo, según dice el apóstol, no halló lugar de penitencia, aunque con tantas lágrimas la buscó, porque no lloraba por Dios sino por el interés que perdía. ¿Confías en los buenos propósitos que allí propondrás? Mucho valen también éstos cuando son verdaderos, más acuérdate de los propósitos que propuso el rey Antíoco, el cual estando en este paso, prometió a Dios tan grandes cosas que ponen admiración a quien las lee, y con todo esto dice la Escritura: «Hacía aquel malvado oración a Dios, del cual no había de alcanzar misericordia»; y la causa era porque todo aquello que proponía, no lo proponía con espíritu de amor, sino de puro temor servil, el cual, aunque sea bueno, pero sólo él no basta para alcanzar el reino del cielo. Porque temer las penas del infierno es cosa que puede proceder del amor natural que el hombre tiene a sí mismo, y amar el hombre a sí no es cosa por la cual se dé a nadie este reino. De suerte que así como con ropa de sayal no entraba nadie en el palacio del rey Asuero, así tampoco entrará en el de Dios con ropa de siervo, que es con sólo este temor, si no va vestido con ropa de bodas, que es amor.

     ¡Oh, pues, hermano mío!, ruégote ahora pienses atentamente que sin duda te has de ver en esta hora, y no será de aquí a muchos días, pues ya ves la prisa que se dan los cielos a correr. Presto se acabará de hilar con tantas vueltas este copo de lana que es nuestra vida mortal. «Cerca está -dice el profeta- el día de la perdición, y los tiempos se dan prisa por llegar». Pues acabado este tan ligero plazo, vendrá el cumplimiento destas profecías, y allí verás cuán verdadero profeta te he sido en lo que te he anunciado. Allí te verás cercado de dolores, fatigado con cuidados, agonizando con la presencia de la muerte, esperando la suerte que de ahí a poco te ha de caber. ¡Oh suerte dudosa! ¡Oh trance riguroso! ¡Oh pleito donde se espera sentencia de vida para siempre, o muerte para siempre! ¡Quién pudiese entonces trocar aquellas suertes! ¡Quién tuviese mano en aquella sentencia! Ahora la tienes, no la desprecies. Ahora tienes tiempo para granjear al juez. Ahora puedes ganarle la voluntad. Toma, pues, el consejo del profeta que dice: «Buscad al Señor en el tiempo que se puede hallar, y llamadlo cuando está cerca para os oír.» Ahora está cerca para nos oír, aunque no lo podemos ver, mas en la hora del juicio verse ha, pero no nos oirá si desde ahora no lo tuviéremos merecido.