Capítulo XXIII

Duodécimo privilegio de la virtud, que es cuán alegre y quieta sea la muerte de los buenos y, por el. contrario, cuán miserable y congojosa la de los malos

     

A todos estos privilegios se añade el postrero, que es el fin y muerte gloriosa de los buenos, al cual todos los otros se ordenan. Porque si, como dicen, al fin se canta la gloria, dime qué cosa más gloriosa que el fin de los buenos, ni más miserable que el de los malos. «Preciosa es -como dice el salmo-, la muerte de los santos en el acatamiento del Señor»; mas la muerte de los pecadores dice que es pésima, que quiere decir muy mala en superlativo grado, porque así para el cuerpo como para el ánima es el último de todos los males. Y así, dice san Bernardo sobre estas palabras: «La muerte de los pecadores es pésima.» Porque ella es, primeramente, mala por razón del apartamiento del mundo, y peor por el apartamiento del cuerpo, y pésima por los dos eternos tormentos del fuego y del gusano inmortal, que se siguen después della. Porque mucho duele dejar el mundo, y mucho más salir de la carne; pero mucho más el tormento del infierno. Pues todas estas cosas juntas, con otras anejas a ellas, atormentan al malo en aquel tiempo. Porque allí, primeramente, le fatigan los accidentes de la enfermedad, los dolores del cuerpo, los temores del ánima, las congojas de lo que queda, los cuidados de lo que será, la memoria de los pecados pasados, el recelo de la cuenta venidera, el temor de la sentencia, el horror de la sepultura, el apartamiento de todo lo que desordenadamente ama -esto es, de la hacienda, de los amigos, de la mujer, de los hijos, y desta luz y aire común, y de la misma vida-. Cada cosa destas por su parte tanto más le lastima, cuanto era más amada. Porque, como dice muy bien san Agustín, no se pierden sin dolor las cosas que se poseen con amor. Por donde dijo un filósofo que aquél temía menos la muerte, que menos deleites tenía en la vida.

     Pero, sobre todo esto, fatiga en aquella hora el tormento de la mala conciencia y la consideración y temor de lo que le está guardado. Porque entonces, despertando el hombre con la presencia de la muerte, abre los ojos y mira lo que nunca había mirado en la vida. La razón de lo cual señala muy bien Eusebio Emiseno en una homilía, diciendo que, porque en aquel tiempo cesan todos los cuidados de allegar y de buscar lo necesario para la vida, y cesa también la ambición de la honra y de la hacienda, y ninguna ocupación hay entonces, ni de trabajar ni de militar ni de hacer otra cosa alguna, de aquí es que sola la consideración de la cuenta ocupa el ánima vacía de todos los otros cuidados, y sólo el peso del divino juicio toma todos los sentidos. Estando, pues, así el hombre miserable con la vida puesta a las espaldas y la muerte ante los ojos, olvídase de todo lo presente que deja y comienza a pensar en lo venidero que le aguarda. Allí ve cómo ya se acabaron los deleites, y solos los pecados que se hicieron cometiéndolos quedan para el divino juicio. Y prosiguiendo el mismo doctor esta materia en otra homilía, dice así: «Pensemos qué llanto será aquél del ánima negligente cuando salga desta vida. Que angustias, qué oscuridad, qué tinieblas, cuando vea que entre los adversarios que la han de cercar le salga primero al encuentro su misma conciencia acompañada de diversos pecados. Porque ella sola, sin más probanza, se ha de ofrecer a nuestros ojos, para que nos convenza su testimonio y nos confunda su conocimiento. No será posible encubrirse aquí nada ni negarse, pues no de lejos ni de otra parte, sino de dentro de nos mismos ha de salir el acusador y el testigo.» Hasta aquí son palabras de Eusebio.

     Pero más a la larga y más divinamente prosigue Pedro Damiano, cardenal, esta materia, diciendo así: «Pensemos con mucha atención, cuando el ánima de un pecador comienza a salir de la prisión desta carne, con cuán recios temores es combatida, y con cuántos estímulos de la conciencia acusadora pungida. Acuérdase de las culpas que cometió, ve los mandamientos divinos que menospreció, duélese por haber vanamente gastado el tiempo de la penitencia, y aflígese viendo que está presente al artículo inevitable de la cuenta y de la divina venganza. Querría quedarse, y es compelida a partirse; querría recobrar lo perdido, y no se le da espacio para ello. Volviendo los ojos atrás, mira todo el curso de la vida pasada y parécele un brevísimo punto. Échalos adelante, y ve un espacio de infinita perpetuidad que la está esperando. Llora viendo que perdió el alegría de todos los siglos, la cual en este brevísimo espacio pudiera ganar, y aflígese porque perdió aquella inefable dulzura de perpetua suavidad por un breve deleite de la carne sensual. Y avergüénzase considerando que por aquella sustancia, que había de ser comida de gusanos, despreció aquella que había de ser colocada entre los coros de los ángeles. Y contemplando la gloria de aquellas riquezas inmortales, confúndese de ver cómo las perdió por la pobreza destos bienes temporales. Mas cuando baja los ojos de lo alto a mirar el valle tenebroso deste mundo, y ve sobre sí la claridad de aquella luz eterna, conoce claramente que era noche y tinieblas todo lo que en este mundo amaba. ¡Oh, si pudiese entonces merecer espacio de penitencia, cuán áspera vida abrazaría, cuán grandes cosas prometería, y a cuántos votos y oraciones se obligaría!»

     »Mas entretanto que estas cosas revuelve en su corazón, comienzan a venir los mensajeros y precursores de la muerte, que son oscurecerse y hundirse los ojos, levantarse el pecho, enronquecerse la voz, helarse los miembros, pararse los dientes negros, henchirse la boca de sarro y mudarse la color del rostro. Pues mientras estas cosas pasan, como oficios que sirven a la muerte vecina, represéntanse a la miserable ánima todas las obras y palabras y pensamientos de la mala vida pasada, dando triste testimonio contra su autor; y aunque él las quiera dejar de mirar, es forzado que las vea.»

     »Con esto se junta, por una parte, la horrible compañía de los demonios, y por otra la virtud y compañía de los ángeles. Y luego se comienza a barruntar a cuál de las dos partes ha de pertenecer aquella presa. Porque si en él hay obras de piedad y virtud, luego es consolado con el regalo y convite de los ángeles. Mas si la fealdad de sus deméritos y mala vida piden otra cosa, luego se estremece con intolerable temor y desconfianza, y así es despeñado y acometido y arrancado de su miserable carne, y llevado a los tormentos eternos.» Todo lo susodicho es de Pedro Damiano. Dime, pues, ahora: si esto es verdad y si esto así ha de pasar, ¿qué más era menester, si los hombres tuviesen seso, para ver cuán miserable sea y cuánto para huir la suerte de los malos, pues les está guardado un tan triste y tan desastrado fin?

     Y si para aquel tiempo pudiesen ayudar en algo las cosas desta vida como ayudan para todo lo ál, menos mal sería. Pero, ¿qué diremos? Que allí ninguna déstas ayuda, pues es cierto que allí ni aprovechan las honras, ni defienden las riquezas, ni valen los amigos, ni acompañan los criados, ni ayuda el linaje, ni socorre la hacienda, ni sirve otra cosa sino sola la virtud e inocencia de la vida. Porque, como dice el Sabio, «no aprovecharán las riquezas en el día de la venganza, mas la justicia sola -que es la virtud- librará de la muerte». Pues como el malo se halle tan pobre y tan desnudo deste socorro, ¿cómo podrá dejar de temblar y congojarse, viéndose tan solo y desfavorecido en el juicio divino?

 
I

De la muerte de los justos

 

     Mas, por el contrario, la muerte de los justos ¡cuán ajena está de todos estos males! Porque así como el malo recibe aquí el castigo de sus maldades, así el bueno el galardón de sus merecimientos, según aquello del Eclesiástico, que dice: «Al que teme a Dios irá bien en sus postrimerías, y en la hora de la muerte será bendito», esto es, será enriquecido y galardonado por sus trabajos. Y esto es lo que más claramente significó el evangelista san Juan en el Apocalipsis, el cual dice que oyó una voz del cielo que le dijo que escribiese, y las palabras que le mandó escribir eran éstas: «Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Porque luego les dice el Espíritu Santo que descansen ya de sus trabajos, porque sus buenas obras van en seguimiento dellos.» Pues el justo, que esta palabra tiene de Dios, ¿cómo desmayará en esta hora, viendo que va a recibir lo que procuró toda la vida? Pues por esto se escribe en el Libro de Job, hablando del justo, que «a la hora de la tarde le saldrá el resplandor del mediodía, y cuando le pareciere que estaba consumido, resplandecerá como lucero». Sobre las cuales palabras dice san Gregorio que por esto amanece este resplandor al justo en la hora de la tarde, porque a la hora de su muerte reconoce la claridad y gloria que le está aparejada, y así, en el tiempo que los otros se entristecen y desmayan, está él en Dios consolado y confiado. Así lo testifica Salomón en sus Proverbios, diciendo: «Por su malicia será desechado el malo, mas el justo a la hora de su muerte estará confiado.»

     Si no, dime: ¿qué mayor confianza que la que el bienaventurado san Martín tenía a la hora de su muerte, el cual viendo ante sí al demonio dijo estas palabras: «¿Qué haces aquí, bestia sangrienta? No hallarás en mí cosa muerta en que te puedas cebar; y por esto el seno de Abrahán me recibirá en paz.» ¿Qué mayor confianza, otrosí, que la que en este mismo paso tenía nuestro padre santo Domingo, el cual viendo a sus frailes llorar por su partida y por la falta que les hacía, los consoló y esforzó diciendo: «No os desconsoléis, hijos míos, porque en el lugar donde voy os seré más provechoso»? Pues, ¿cómo podía en aquel trance desconsolarse ni temer la muerte quien tenía la gloria por tan suya, que no sólo esperaba alcanzarla para sí, sino también para sus hijos?

     Pues, por esta causa, los justos no tienen por qué temer la muerte, antes mueren alabando y dando gracias a Dios por su acabamiento, pues en él acaban sus trabajos y comienza su felicidad. Y así dice san Agustín sobre la epístola de san Juan: «El que desea ser desatado y verse con Cristo no se ha de decir dél que muere con paciencia, sino que vive con paciencia y muere con alegría.» Así que el justo no tiene por qué entristecerse ni temer la muerte, antes con mucha razón se dice dél que muere cantando como cisne, dando gloria a Dios por su llamamiento. No teme la muerte, porque temió a Dios, y quien a este señor teme no tiene más que temer. No teme la muerte, porque temió la vida; porque los temores de la muerte, efectos son de mala vida. No teme la muerte, porque toda la vida gastó en aprender a morir y en aparejarse para morir; y el hombre bien apercibido no tiene por qué temer a su enemigo. No teme la muerte, porque ninguna otra cosa hizo en la vida sino buscar ayudadores y valedores para esta hora, que son las virtudes y buenas obras. No teme la muerte, porque tiene al juez granjeado y propicio para este tiempo con muchos servicios que le ha hecho. Finalmente, no teme la muerte, porque al justo la muerte no es muerte, sino sueño; no muerte, sino mudanza; no muerte, sino último día de trabajos; no muerte, sino camino para la vida y escalón para la inmortalidad, porque entiende que, después que la muerte pasó por el venero de la vida, perdió los resabios que tenía de muerte y cobró dulzura de vida.

     Ni tampoco desmaya por todos los otros accidentes y compañeros deste paso, porque sabe que éstos son dolores de parto con que nace para la eternidad, por cuyo amor tuvo siempre la muerte en deseo, y la vida en paciencia. No desmaya con la memoria de los pecados, porque tiene a Cristo por redentor, a quien siempre agradó; no por rigor del juicio divino, porque le tiene por abogado; no por la presencia de los demonios, porque le tiene por capitán; no por el horror de la sepultura, porque sabe que allí siembra el cuerpo animal para que después nazca espiritual. Pues si al fin se canta la gloria, y el postrer día, como dice muy bien Séneca, juzga de todos los otros días y da sentencia sobre toda la vida pasada -porque él es el que justifica o condena todos los pasos della-, y tan pacífico y quieto es el fin de los buenos, y tan congojoso y peligroso el de los malos, ¿qué más era menester que esta sola diferencia para escupir la mala vida y abrazar la buena? ¿Qué montan todos los placeres, toda la prosperidad, todas las riquezas y todos los regalos y señoríos del mundo, si en el fin vengo a ser despeñado en el infierno? ¿Y qué me pueden dañar todas las miserias desta vida, acabando en paz y tranquilidad y llevando prendas de la gloria advenidera? Sea el malo cuan sabio quisiere en saber vivir, ¿para qué presta este saber, sino para saber adquirir cosas con que te hagas más soberbio, más vano, más regalado, más poderoso para el mal, más inhábil para el bien, y para que te sea tanto más amarga la muerte, cuanto era más dulce la vida? Si seso hay en la tierra, no hay otro mayor que saber bien ordenar la vida para este fin, pues el principal oficio del sabio es saber ordenar convenientemente los medios para su fin. Por donde, si es sabio médico el que sabe ordenar la medicina para la salud, que es el fin desa medicina, aquél será perfecta y absolutamente sabio, que supiere ordenar su vida para la muerte, esto es, para la cuenta que se ha de dar en ella, a la cual se debe ordenar toda la vida.

 

II

Prueba lo dicho por ejemplos

 

     Mas para mayor declaración y confirmación de lo dicho, y para espiritual recreación del lector, me pareció añadir aquí algunos ejemplos dignos de memoria, de las muertes gloriosas de algunos santos, tomadas del cuarto libro de los diálogos de san Gregorio papa, en los cuales claramente se verá cuán alegre y dichosa sea la muerte de los justos. Y si en esto me extendiere algo, no se perderá en ello tiempo, porque este santo doctor de tal manera cuenta estas historias, que de camino va dando mucha doctrina y avisos saludables en ellas.

     Escribe él, pues, que «en tiempo de los godos había en la ciudad de Roma una nobilísima doncella, por nombre Gala, hija de un cónsul llamado Símaco. La cual, siendo de poca edad, dentro de un año fue juntamente casada y viuda. Y como el mundo y la edad y las riquezas la convidasen otra vez al mismo estado, quiso ella antes desposarse con Cristo en aquellos desposorios que comienzan con llanto y acaban con alegría, que en éstos del mundo que, comenzando con alegría, acaban con tristeza, por la muerte necesaria que ha de ver el uno del otro. Mas como ella fuese de complexión muy caliente, certificáronle los médicos que si no casaba la habían de nacer barbas como a hombre, y así le acaeció. Pero la santa mujer, que había amado la hermosura interior de su esposo, no temió la fealdad exterior de su cuerpo ni hizo caso de aquella fealdad que no desagradaba al esposo celestial. Dejado, pues, el hábito secular, entregóse toda al servicio de Dios, entrando en un monasterio que estaba junto a la iglesia del apóstol san Pedro, donde perseveró muchos años con gran simplicidad de corazón y grande ejercicio de oración, haciendo muy largas limosnas a pobres. Y determinando el señor todopoderoso de dar perpetuo galardón a los trabajos de su sierva, vino a adolecer de un cancro que le nació en el pecho. Y estando ella acostada en su cama, tenía siempre dos lámparas encendidas, porque como amiga de luz, no sólo aborrecía las tinieblas espirituales, mas también las corporales.

     »Estando, pues, una noche fatigada con su enfermedad, vio entre las dos lámparas al bienaventurado apóstol san Pedro, y no temió nada de verle, antes tomando con él amor y osadía, se alegró y le preguntó diciendo: «¿Qué es esto, señor mío? ¿Por ventura son ya perdonados mis pecados?» Respondió el apóstol glorioso con un rostro benignísimo, y abajando la cabeza le dijo: «Ya son perdonados; ven.» Mas porque esta sierva de Dios tenía muy especial amistad con otra religiosa de aquel monasterio, que se llamaba Benedicta, replicó luego diciendo: «Ruégote que venga conmigo la hermana Benedicta.» Respondió él: «No ha de venir ésa, sino fulana -nombrando otra religiosa por su nombre-, y esa que pides, de aquí a treinta días te seguirá.» Pasado esto, cesó la visión, y la doliente, llamando a la madre del monasterio, diole cuenta de todo lo que había pasado. Y de ahí a tres días falleció ella, y juntamente la otra que le era señalada; y cumplidos los treinta, pasó desta vida a la otra la que ella había pedido. La memoria deste hecho permanece hasta ahora en aquel monasterio; y las religiosas más nuevas, que supieron esto de sus madres, lo cuentan ahora con tanto fervor y devoción como si estas mismas se hallaran presentes a esta maravilla.» Hasta aquí son palabras de san Gregorio. Considere, pues, aquí el cristiano lector cuán glorioso fin haya sido éste.

     Tras deste ejemplo escribe el mismo santo otro no menos memorable. «Había -dice él- en Roma un hombre llamado Sérvulo, muy pobre de hacienda y muy rico de merecimientos, el cual estaba en un portal, que era paso para la iglesia de san Clemente, pidiendo limosna a los que por allí pasaban. Y estaba tan tullido de perlesía en un lecho, que ni se podía levantar, ni sentar en la cama, ni llegar la mano a la boca, ni mudarse de un lado a otro. Tenía él una madre y un hermano que le acompañaban y servían, y todo lo que él podía haber de sus limosnas mandábalo dar a otros pobres por mano de la madre y del hermano. No sabía leer, mas había comprado algunos libros sagrados, y cuando recibía en casa algunos religiosos, hacía que le leyesen en ellos, de donde vino a ser que, en su manera, supiese mucho de las escrituras sagradas, aunque del todo no sabía leer. Y juntamente con esto, procuraba dar siempre gracias a nuestro señor en medio de sus dolores, y ocuparse día y noche en himnos y alabanzas divinas. Mas llegándose ya el tiempo en que el Señor quería remunerar esta tan gran paciencia, llegó a lo postrero. Y como él se viese vecino a la muerte, llamó a los peregrinos huéspedes que en su casa había, y amonestóles que se levantasen y cantasen juntamente con él salmos por la esperanza de su acabamiento.»

     »Y estando él con ellos muriendo y cantando, súbitamente los atajó y puso silencio con un grande clamor y terror, diciendo: «¡Callad! ¿Por ventura no oís las voces de alabanza que suenan en el cielo?» Y estando él atento con el oído de su corazón a las voces que dentro de sí oía, luego aquella santa ánima fue desatada de la carne, y así como acabó de expirar, sintióse allí un tan maravilloso olor, que todos cuantos presentes estaban fueron llenos de inestimable suavidad. Por las cuales cosas evidentemente conocieron que eran verdaderas las voces de alabanza con que aquella ánima había sido recibida en el cielo. A la cual maravilla se halló presente un monje nuestro que hasta hoy es vivo, el cual con grandes lágrimas suele testificar que aquel olor maravilloso no se quitó de las narices de los que allí asistían hasta que el cuerpo fue entregado a la sepultura.»

     Tras déste, añadiré aquí otro ejemplo memorable del mismo san Gregorio, del cual da él fiel testimonio como de cosa que mucho le tocaba. «Tres hermanas -dice él- tuvo mi padre, las cuales todas fueron vírgenes dedicadas a Dios. La una se llamaba Tarsila y la otra Gordiana y la otra Emiliana. Y todas tres con un mismo fervor y devoción se ofrecieron a Dios, y en un mismo tiempo se consagraron a él, y así vivían en su propia casa debajo de una estrecha regla y observancia. Y perseverando mucho tiempo en esta vida, comenzaron Tarsila y Emiliana a crecer cada día más en el amor de su criador, de tal manera que, estando en la tierra con sólo el cuerpo, cada día con el ánimo subían a la eternidad. Mas, por el contrario, el ánimo de Gordiana comenzó a entibiarse cada día más en el amor íntimo de Dios, y encenderse poco a poco más en el amor deste siglo. En el cual tiempo decía muchas veces Tarsila con un gran gemido a su hermana: «Veo que mi hermana Gordiana no pertenece a nuestro estado. Veo que se derrama de fuera y que no guarda su corazón conforme al propósito de su religión.» Y procuraban cada día las hermanas con blandas palabras amonestarla para que, dejada la liviandad de sus costumbres, tuviese la gravedad que le pedía su hábito. Y ella, mostrando un rostro grave cuando oía estas palabras, pasada la hora del castigo, perdía luego aquella fingida gravedad, y así gastaba el tiempo en hablar palabras livianas, y holgábase con la compañía de las doncellas legas, y érale muy pesada la conversación de cualquier persona que no era dada a este mundo.»

     »Pues una noche mi bisabuelo Félix, pontífice que fue desta iglesia de Roma, apareció a Tarsila -la cual se había aventajado sobre sus hermanas en la virtud de la continua oración y de la aflicción corporal y de singular abstinencia y gravedad de vida y en toda santidad-, y mostrándole una morada de perpetua claridad, le dijo: 'Ven, porque en esta morada de luz te tengo de recibir' Y ella, cayendo otro día enferma de una calentura, llegó a lo postrero. Y como es costumbre juntarse mucha gente cuando las personas nobles están en paso de muerte para consolar los deudos del que muere, así en aquella hora se hallaron allí muchas personas señaladas. Entre las cuales estaba también allí mi madre.»

     »Entonces la doliente, levantando los ojos a lo alto, vio venir a Jesús, y con grande admiración comenzó a dar voces y decir: «¡Apartaos, que viene Jesús!» Y puestos los ojos en aquel señor que veía, luego aquella santa ánima se despidió de la carne. Y súbitamente fue sentido allí por todos un olor de tan grande suavidad, que daba bien a entender que el autor de toda la suavidad había allí venido. Y como después la desnudasen para lavar su cuerpo como se suele hacer a los muertos, hallaron que en las rodillas y en los codos tenía hechos callos como de camello, del continuo uso de estar postrada en oración, de manera que la carne muerta daba testimonio de lo que el espíritu hacía siempre en la vida. Todo esto pasó antes de la fiesta del nacimiento de nuestro salvador. Después de la cual apareció luego Tarsila a su hermana Emiliana de noche en una visión diciéndole: 'Ven, hermana, para que celebre contigo la fiesta de la Epifanía, pues sin ti celebré la del santo nacimiento.' Mas Emiliana, congojada por el peligro y desamparo de su hermana Gordiana, respondió: 'Si yo voy contigo, ¿a quién dejaré encomendada nuestra hermana Gordiana?' A lo cual ella, con un triste semblante, respondió: 'Ven tú, porque Gordiana nuestra hermana está en la cuenta de las legas.' Después de la cual visión, luego cayó Emiliana enferma, y creciendo la enfermedad, vino a morir antes del día de la fiesta que le era señalada. Mas Gordiana, como se vio sola, luego creció más en su maldad, porque olvidada del temor de Dios, y olvidada de la vergüenza y de la reverencia, y olvidada de su voto y consagración, vino a casar con un hombre a quien tenía arrendada su hacienda.» Hasta aquí son palabras de san Gregorio, que con historias de su misma casa y familia nos da bien a entender el dichoso y próspero fin de la virtud, y el triste y feo paradero de la liviandad.

     Mas a esta materia daré cabo con otra maravillosa historia que el mismo santo refiere de su propio tiempo, por estas palabras: «En el tiempo que yo fui a entrar en el monasterio, había en Roma una mujer anciana que se llamaba Redenta, la cual, en hábito de religiosa, moraba junto a la iglesia de la bienaventurada siempre virgen María. Ésta había sido discípula de una virgen llamada Hirundina, de quien se decía que, resplandeciendo con grandes virtudes, había hecho vida eremítica sobre los montes Prenestinos. Habíanse juntado con esta Redenta dos discípulas, una que se llamaba Rómula, y la otra, que es ahora viva, conózcola de rostro mas no le sé el nombre. Morando, pues, estas tres en una misma casa, vivían una vida muy pobre de riquezas, mas muy rica de virtudes. Pero esta Rómula sobrepujaba a la otra su condiscípula con grandes méritos de vida, porque era mujer de maravillosa paciencia y de suma obediencia, y grande guardadora de silencio, y muy ejercitada en el uso de la continua oración.»

     »Mas porque muchas veces los que parecen perfectos en los ojos de los hombres no carecen de alguna imperfección en los de Dios -como vemos que muchas veces los hombres ignorantes alaban una imagen esculpida que no está del todo acabada, como si ya lo estuviese, mas el artífice entiende que hay más que hacer en ella, y aunque la oiga alabar, todavía procura de la limar más y perfeccionar-, así se hubo el Señor con esta Rómula, la cual quiso afinar y purificar más con una recia enfermedad de perlesía, de la cual estuvo muchos años en cama casi sin poder servirse de sus miembros. Mas estos azotes nunca movieron su ánima a impaciencia, antes la falta de los miembros se le hizo acrecentamiento de virtudes, y tanto más se ejercitaba en el ejercicio de la oración, cuanto menos tenía otra cosa que poder hacer. Pues una noche llamó a la madre Redenta, la cual criaba estas dos discípulas como hijas, diciéndole: 'Madre, ven; madre, ven.' La cual se levantó luego con la otra condiscípula, como después ambas lo contaron a muchos, y la cosa fue muy notoria a todos, y yo también en aquel mismo tiempo lo supe. Pues estando ellas a la media noche junto a la cama de la enferma, súbitamente resplandeció allí una luz del cielo que hinchió todo el espacio de aquella celdilla. Y el resplandor desta claridad era tan grande, que hacía estremecer a los que presentes estaban, de tal manera que, como después ellas contaban, todo el cuerpo

tenían como helado y yerto por la grandeza del pavor. Porque comenzaron a oír un sonido como de mucha gente, que por la puerta de la celda entraba, y la misma puerta crujía, como apretada de los que por ella entraban. Y así sentían entrar muchedumbre de gente, mas la grandeza del temor y de la claridad hacía que no pudiesen ver nada. Porque el temor derribaba su corazón, y la grandeza de la claridad les oscurecía y reverberaba la vista.»

     »Después de la cual luz sintieron un olor de tan maravillosa suavidad, que el temor que había causado la luz templaba la suavidad deste olor. Mas como no pudiesen sufrir la fuerza de tan grande luz, la enferma comenzó con una voz blanda a consolar a la maestra que allí estaba tremiendo, con estas palabras: 'No tremas, madre mía, que no muero ahora.' Y diciendo esto muchas veces, fue poco a poco remitiéndose la luz hasta que del todo cesó, mas no cesó la suavidad del olor, antes perseveró de la misma manera hasta el segundo y el tercero día. Y pasado el tercero día, en la noche que después se siguió, llamó a su maestra y pidió el viático, que es el santísimo sacramento, y recibiólo. Y apenas se había apartado la madre y la otra condiscípula de su cama, cuando súbitamente se comenzaron a oír en la plaza, antes de la puerta de aquella celda, dos coros de cantores, los cuales, según que por las voces se podía juzgar, parecían de hombres y mujeres, cantando los hombres los salmos, y respondiendo las mujeres. Y estándose desta manera celebrando aquellos oficios y exequias celestiales, aquella santa ánima, salida de las carnes, comenzó a subir al cielo, y juntamente con ella iba aquel canto y olor celestial. Y cuanto más subía a lo alto, menos se sentía acá bajo, hasta que del todo lo uno y lo otro cesó.» Hasta aquí son palabras de san Gregorio.

     Muchos otros ejemplos se pudieran traer a este propósito, pero éstos bastarán para que se vea cuán quieta, cuán pacífica y alegre comúnmente sea la muerte de los buenos. Porque aunque no a todos se concedan estas señales tan sensibles, pero como todos sean hijos de Dios, y a la hora de la muerte se acabe el plazo de los trabajos y comience el de la remuneración, siempre son allí esforzados y consolados con el socorro de la divina gracia y con el testimonio de su buena conciencia. Y así se consolaba el bienaventurado san Ambrosio en este paso, diciendo: «No he vivido de tal manera que me pese por haber vivido, ni temo la muerte, porque tenemos buen señor.» Y a quien estos tan grandes favores parecieren increíbles, ponga los ojos en la inmensidad incomprensible de la bondad de Dios a la cual pertenece amar, honrar y favorecer los buenos, y parecerle ha poco todo lo que aquí se ha contado. Porque si esta bondad llegó a tomar carne humana y morir en una cruz por los hombres, ¿qué mucho es consolar y honrar a la hora de la muerte a los buenos que por tan caro precio redimió? Y si, acabando de expirar, los ha de llevar a su casa y hacerlos participantes de su gloria, y mostrarles la esencia divina, ¿qué mucho es hacerles estos favores al tiempo de la partida?

 
III

Conclusión de la segunda parte

 

     Éstos son, pues, hermano mío, los doce privilegios que se conceden a la virtud en esta vida, que son como los doce frutos de aquel hermosísimo árbol que vio san Juan en el Apocalipsis plantado a la ribera de un río, que daba doce frutos en el año según el número de los meses dél. Porque, ¿qué otro árbol puede ser éste, después del Hijo de Dios, sino la misma virtud, que es el árbol que da frutos de santidad y de vida? ¿Y qué otros frutos más preciosos que estos que aquí se han declarado? Porque, ¿qué más hermoso fruto que la providencia paternal que Dios tiene de los suyos, y la gracia divina, y la lumbre de la sabiduría, y las consolaciones del Espíritu Santo, y el alegría de la buena conciencia, y el socorro de la esperanza, y la verdadera libertad del ánima, y la paz interior del corazón, y el ser oído en las oraciones y socorrido en las tribulaciones y proveído en las necesidades temporales, y finalmente ayudado y consolado con alegre muerte al fin de la vida? Verdaderamente, cada tino destos privilegios es en sí tan grande, que si bien se conociese, sólo él bastaría para hacer a un hombre abrazar la virtud y mudar la vida, y para que entendiese con cuánta verdad dijo el Salvador, que el que por él dejase el mundo, recibiría aquí ciento tanto más de lo que dejó, y después la vida eterna, como arriba se declaró.

     Cata aquí, pues, hermano, cuál sea este bien a que te convidamos, mira si te puedes llamar a engaño aunque dejases por él todas las cosas del mundo. Un solo inconveniente tiene, si así se puede llamar, por donde no es de los malos tan preciado, que es no ser dellos conocido. Por lo cual dijo el Salvador que el reino de los cielos era semejante al tesoro escondido. Porque verdaderamente él es tesoro, mas es tesoro escondido a los otros, no a su poseedor. Porque muy bien conocía el valor deste tesoro el profeta, cuando decía: «Mi secreto para mí, mi secreto para mí.» Poco se le daba, por lo que a él tocaba, que supiesen los otros parte deste su bien, porque no es éste como los otros bienes, que no son bienes si no son conocidos, porque como no son bienes por sí, sino por la opinión del mundo, es menester que sean conocidos del mundo para que se llamen bienes. Mas este bien hace bueno y bienaventurado al que lo posee, y no menos calienta el corazón de su poseedor, sabiéndolo él solo, que si lo supiese todo el mundo.

     Mas la llave deste secreto no es mi lengua, ni todo lo que aquí habemos dicho, porque todo lo que se puede declarar con lengua mortal queda bajo, para lo que él es. La llave es la luz divina y la experiencia y uso de la virtud. Ésta pide tú al Señor, y luego hallarás este tesoro; y hallarás al mismo Dios, en quien todas las cosas hallarás, y verás con cuánta razón dijo el profeta: « Bienaventurado el pueblo que tiene al Señor por su Dios, porque, ¿qué puede faltar a quien este bien posee?» Escríbese en el Libro de los Reyes que dijo Helcana, padre de Samuel, a su mujer Ana, viéndola llorar porque no tenía hijos: «Ana, ¿por qué lloras y por qué se aflige tu corazón? ¿Por ventura no te valgo yo más que diez hijos?» Pues si un buen marido, que hoy es y mañana no, vale más a la mujer que diez hijos, ¿cuánto te parece que valdrá más Dios al ánima que de verdad le posee? ¿Qué hacéis, hombres, en qué andáis, qué buscáis? ¿Por qué dejáis la fuente del paraíso por los charquillos turbios del mundo? ¿Por qué no tomáis aquel tan sano consejo que os da el profeta, diciendo: «Probad y ved cuan suave es el Señor»? ¿Por qué no tentaréis algunas veces este vado? ¿Por qué no probaréis este manjar? Fiaos de la palabra deste señor y comenzad, que después el mismo camino y el negocio os desengañarán.

     Espantosa parecía aquella serpiente hecha de la vara de Moisés cuando se miraba de lejos, mas tomada en la mano, se hizo vara inocente como lo era de antes. No sin causa dijo Salomón: «Caro es, caro es, dice el comprador; mas después que tiene la mercaduría en la mano, vase gloriando.» Pues así acaece cada día a los hombres en este trato, que como al principio no conocen la cualidad desta mercaduría, porque no son espirituales, y sienten lo que les piden por ella, porque son carnales, háceseles muy caro lo que les piden por lo que les dan. Mas después que comienzan a gustar cuán suave es el Señor, luego se glorían en su mercaduría y conocen que por ningún precio es caro tan grande bien. ¡Cuán alegremente vendió aquel hombre del evangelio todo lo que tenía, por comprar aquella heredad en que había hallado el tesoro! Pues, ¿por qué el cristiano, oído este nombre, no querrá saber lo que esto es? Cosa es, por cierto, maravillosa que si un burlador te certificase que dentro de tu casa en tal parte había un gran tesoro, no dejarías de cavar y probar si esto era verdad; y certificándote aquí la palabra de Dios que dentro de ti puedes hallar un incomparable tesoro, que no se te levante el corazón para quererlo buscar.

     ¡Oh, si supieses cuánto son más ciertas estas nuevas, y cuánto mayor este tesoro! ¡Oh, si supieses a cuán pocas azadadas encontrarías con él! ¡Oh, si entendieses cuán cerca está el Señor de los que le llaman, si le llaman de verdad! ¡Cuántos hombres habrá habido en el mundo que, arrepintiéndose de sus pecados y perseverando en pedir perdón dellos, en menos que una semana de camino descubrieron tierra, o por mejor decir, hallaron cielo nuevo y tierra nueva, y comenzaron a barruntar dentro de sí el reino de Dios! ¿Qué mucho es hacer esto aquel señor que dijo: «En cualquier hora que el pecador gimiere su pecado, no tendré más memoria dél»? ¿Qué mucho es hacer esto aquel que, apenas dejó acabar al hijo pródigo aquella breve oración que traía pensada, cuando le echó los brazos encima y le recibió con tanta fiesta? Vuélvete, pues, ahora, hermano, a este piadoso padre, y madruga un poco por la mañana, y persevera algunos días en llamar a las puertas de su misericordia, y ten por cierto que si húmilmente perseverares, en cabo te responderá y descubrirá el tesoro secreto de su amor. Y cuando lo hayas probado, dirás luego con la esposa en los Cantares: «Si diere el hombre toda su hacienda por la caridad, como nada la despreciará.»