Capítulo XX

Del nono privilegio de la virtud, que es de cómo oye dios las oraciones de los buenos y desecha las de los malos

     Tienen también otro gran privilegio los seguidores de la virtud, que es ser oídos de Dios en sus oraciones, lo cual es un gran remedio para todas las necesidades y miserias desta vida. Y para esto es de saber que dos diluvios universales ha habido en el mundo, uno material y otro espiritual, y ambos por una misma causa, que es por pecados. El material, que fue en tiempo de Noé, no dejó en el mundo cosa viva más de lo que pudo caber en un arca, porque todo se lo tragaron las aguas, de tal manera que la mar sorbió a la tierra con todos los trabajos y riquezas de los hombres. Mas el otro primer diluvio, que nació del primer pecado, fue mucho mayor que éste, porque no sólo dañó a los hombres que en aquel tiempo eran, sino a todos los siglos presentes, pasados y venideros; y no sólo hizo daño a los cuerpos, sino mucho más a las ánimas, pues tan robadas y desnudas quedaron de las riquezas y gracias que el mundo en aquel primer hombre había recibido, como se ve claro en un niño recién nacido, el cual nace tan desnudo de todos estos bienes, cuan desnudas trae las carnes.

     Pues deste primer diluvio nacieron todas las pobrezas y miserias a que la vida humana está sujeta, las cuales son tantas y tan grandes, que dieron materia a un gran doctor y sumo pontífice para hacer un libro de solas ellas. Y muchos grandes filósofos, considerando por una parte la dignidad del hombre sobre todos los otros animales, y por otra a cuántas miserias y vicios está sujeto, no acaban de maravillarse viendo este desorden en el mundo, porque no alcanzaron la causa dello, que fue el pecado. Porque veían que sólo éste entre todos los animales usa de mil diferencias de carnalidades y deleites; a sólo éste fatiga la avaricia, la ambición, y un insaciable deseo de vivir, y el cuidado de la sepultura y de lo que después della ha de ser. Ninguno otro tiene la vida más frágil, ni la codicia más encendida, ni el miedo más sin propósito, ni más rabiosa la ira. Veían también a los otros animales pasar la mayor parte de la vida sin enfermedades y sin los tormentos de los médicos y de las medicinas; veíanlos proveídos de todo lo necesario sin trabajo y sin cuidado. Mas al hombre miserable veían sujeto a mil cuentos de enfermedades, de accidentes, de desastres, de necesidades, de dolores, así de cuerpo como de ánima, así suyos propios como de todos los que ama. Lo pasado le da pena, lo presente le aflige y lo que está por venir le congoja; y para sustentar con pan y agua una sola boca, muchas veces le es forzado trabajar toda la vida.

     No acabaríamos a este paso de contar las miserias de la vida humana, la cual el santo Job dice que es una perpetua batalla y que los días della son como los de un jornalero que de sol a sol trabaja. Lo cual sintieron en tanta manera algunos sabios antiguos, que unos dijeron que no sabían si la naturaleza nos había sido madre o madrastra, pues a tantas miserias nos sujetó. Otros dijeron que lo mejor de todo era no nacer, o a lo menos morir luego acabando de nacer. Y no faltó quien dijo que muchos no tomaran la vida si se la dieran después de experimentada, esto es, si fuera posible probarla antes de recibirla.

     Pues habiendo quedado tal la vida por el pecado, y habiéndose perdido en aquel primer diluvio todo el caudal que habíamos recibido, ¿qué remedio nos dejó el que desta manera nos castigó? Dime tú, ¿qué remedio tiene un hombre enfermo y lisiado, que navegando por la mar en una tempestad perdió toda su hacienda, sino que, pues ni tiene patrimonio, ni salud para ganarlo, ande toda la vida mendigando? Pues si el hombre en aquel universal diluvio perdió cuanto tenía, y quedó tan pobre y desnudo, ¿qué remedio le queda sino llamar a las puertas de Dios como un pobre mendigo? Esto nos enseñó muy a la clara aquel santo rey Josafat cuando dijo: «Comoquiera que no sepamos, señor, lo que nos convenga hacer, sólo este remedio nos queda, que es levantar nuestros ojos a vos.» Y no menos significó esto mismo el santo rey Ezequías cuando dijo: «De la mañana a la tarde daréis, señor, fin a mi vida; mas yo así como el hijo de la golondrina llamaré, y gemiré como paloma.» Como si dijera: «Soy tan pobre y estoy tan colgado, señor, de vuestra misericordia y providencia, que no tengo un solo día de vida seguro, y por esto todo mi ejercicio ha de ser estar siempre dando gemidos ante vos como paloma, y llamaros como hace a sus padres el hijo de la golondrina.» Esto decía este santo varón con ser rey, y grande rey. Pero mucho mayor lo era su padre David, y con todo eso usaba deste mismo remedio en todas sus necesidades, y así con este mismo espíritu y sentimiento decía: «Con mi voz clamé al Señor, con mi voz hice oración a él. Derramo en presencia dél mi oración y doyle cuenta de mi tribulación cuando mi espíritu fatigado comienza a desfallecer», esto es: Cuando mirando a todas partes veo cerrados los caminos y puertos de la esperanza, cuando me faltan los remedios de la tierra, busco los del cielo por medio de la oración, la cual Dios me dejó para socorro de todos mis males.

     Preguntarás, por ventura, si es este seguro y universal remedio para todas las necesidades de la vida. A esto, pues es cosa que pende de la divina voluntad, no pueden responder sino los que Dios escogió para secretarios della, que son los apóstoles y profetas. Entre los cuales dice uno así: «No hay nación en el mundo tan grande que tenga sus dioses tan cerca de sí, como nuestro señor Dios asiste a todas nuestras oraciones.» Éstas son palabras de Dios, salidas por boca de un hombre, las cuales nos certifican sobre todo lo que se puede certificar que cuando oramos aunque no veamos a nadie ni nos responda nadie, no hablamos a las paredes ni azotamos el aire, sino que allí está Dios dándonos audiencia y asistiendo a nuestras oraciones, y compadeciéndose de nuestras necesidades y aparejándonos el remedio, si es remedio que nos conviene. Pues, ¿qué mayor consuelo para el que ora, que tener esta prenda tan cierta de la asistencia divina? Y si esto solo basta para esforzarnos y consolarnos, ¿cuánto más lo harán aquellas palabras y prendas que tenemos de la boca del mismo Señor en su evangelio, donde dice: «Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y abriros han»? Pues, ¿qué prenda más rica que ésta? ¿Quién dudará destas palabras? ¿Quién no se consolará con esta cédula real en todas sus oraciones?

     Pues éste es uno de los mayores privilegios que tienen los amadores de la virtud en esta vida: conocer que estas tan ricas y seguras promesas principalmente dicen a ellos. Porque una de las señaladas mercedes que nuestro señor les hace en pago de su fidelidad y obediencia es que él les acudirá y oirá siempre en todas sus oraciones. Así lo testifica el santo rey David, cuando dice: «Los ojos del Señor están puestos sobre los justos, y sus oídos en las oraciones dellos.» Y por Isaías promete el mismo señor, diciendo: «Entonces -conviene a saber, cuando hubieres guardado mis mandamientos- invocarás, y el Señor te oirá; llamarás, y decirte ha: Cátame aquí presente para todo lo que quisieres.» Y no sólo cuando llaman, sino aun antes que llamen promete por este mismo profeta que los oirá.

     Mas a todas estas promesas hace ventaja aquella que el Señor promete por san Juan, diciendo: «Si permaneciereis en mí, y guardareis mis palabras, todo cuanto quisiereis pediréis, y hacerse ha». Y porque la grandeza desta promesa parecía sobrepujar toda la fe y credulidad de los hombres, vuélvela a repetir otra vez con mayor afirmación, diciendo: «En verdad, en verdad os digo, que cualquiera cosa que pidiereis al Padre en mi nombre os será concedida». Pues, ¿qué mayor gracia, qué mayor riqueza, qué mayor señorío que éste? «Todo cuanto quisiereis -dice- pediréis, y hacerse ha.» ¡Oh palabra digna de tal prometedor! ¿Quién pudiera prometer esto sino Dios? ¿Cúyo poder se extendiera a tan grandes cosas sino el de Dios? ¿Y qué bondad se obligara a tan grandes mercedes, sino la de Dios? Esto es hacer al hombre en su manera señor de todo, esto es entregarle las llaves de los tesoros divinos. Todas las otras dádivas y mercedes de Dios, por grandes que sean, tienen sus términos en que se rematan, mas ésta entre todas, como dádiva real de señor infinito, tiene consigo esta manera de infinidad, porque no determina esto ni aquello, sino «todo lo que vosotros quisiereis», siendo cosa conveniente para vuestra salud. Y si los hombres fuesen justos apreciadores de las cosas, ¿en cuánto habían de estimar esta promesa? ¿En cuánto estimaría un hombre tener tanta gracia y cabida con un rey, que hiciese dél todo lo que quisiese? Pues si en tanto se preciaría esto con un rey de la tierra, ¿cuánto mas con el rey del cielo?

     Y porque no pienses que esto es decir, y no hacer, pon los ojos en las vidas de los santos, y mira cuántas y cuán grandes cosas acabaron con la oración. ¿Qué hizo Moisés en Egipto y en todo aquel camino del desierto con la oración? ¿Qué no acabaron Elías y Eliseo, su discípulo, con oración? ¿Qué milagros no hicieron los apóstoles con oración? Con esta arma pelearon los santos, con ésta vencieron a los demonios, con ésta triunfaron del mundo, con ésta se enseñorearon de la naturaleza, con ésta volvieron en rocío templado las llamas del fuego, con ésta aplacaron y amansaron la saña de Dios y alcanzaron dél todo lo que quisieron. De nuestro padre santo Domingo se escribe haber descubierto a un grande amigo suyo que ninguna cosa jamás había pedido a nuestro señor que no la hubiese alcanzado. Y como el amigo le respondiese que pidiese a Dios para religioso de su orden al maestro Reginaldo, que era un famoso hombre en aquellos tiempos, el santo varón hizo aquella noche oración por él, y otro día por la mañana, comenzando el himno de Prima, Iam lucis orto sidere, entró aquel nuevo lucero por el coro, y echado a los pies del santo varón, le pidió húmilmente el hábito de su orden. Este es, pues, el galardón prometido a la obediencia de los justos, que pues ellos son tan fieles y obedientes a las voces de Dios, así también Dios lo sea en su manera a las voces dellos, y pues ellos responden a Dios cuando los llama, les pague él, como dicen, a tornapeón en la misma moneda, respondiendo a su llamado. Y por esto dice Salomón que el varón obediente hablará victorias, porque justo es que haga Dios la voluntad del hombre, cuando el hombre hace la de Dios.

     Mas, por el contrario, de las oraciones de los malos dice Dios por Isaías: «Cuando extendiereis vuestra manos apartaré mis ojos de vosotros, y cuando multiplicareis vuestras oraciones no las oiré.» Y por Jeremías los amenaza el mismo señor, diciendo: «En el tiempo de la tribulación dirán: Levántate, señor, y líbranos. Y responderles ha: ¿Dónde están los dioses que adorasteis? Pues levántense ésos, y líbrente en el tiempo de la necesidad.» Y en el libro del santo Job se escribe: «¿Qué esperanza tendrá el malo, habiendo robado lo ajeno? ¿Por ventura oirá Dios su clamor cuando venga sobre él la angustia?» Y san Juan, en su canónica, dice: «Hermanos muy amados, si nuestra conciencia no nos reprendiere, confianza tenemos en Dios que alcanzaremos todo lo que pidiéremos; porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que es agradable a sus ojosConforme a lo cual dice David: «Si cometí maldad en mi corazón no me oirá Dios; mas porque no la cometí, oyó él mi oración.»

     Destos lugares hallaremos otros infinitos en las escrituras sagradas, para que por todo esto veas la diferencia que hay de las oraciones de los buenos a las de los malos, y por consiguiente la ventaja que hay del partido de los unos al de los otros, pues los unos son oídos y tratados como hijos, y los otros despedidos comúnmente como enemigos. Porque como no acompañan su oración con buenas obras, ni con aquella devoción ni fervor de espíritu, ni con aquella caridad y humildad, no es maravilla que no sea oída. Porque, como dice muy bien Cipriano, «no es eficaz la petición cuando es estéril la oración.» Verdad es que aunque esto generalmente sea así, pero es tan grande la bondad y largueza de Dios, que algunas veces se extiende a oír las oraciones de los malos, las cuales aunque no sean meritorias, no dejan de ser impetratorias. Porque como dice santo Tomás, el merecer nace de la caridad, mas el impetrar de la infinita bondad y misericordia de Dios, la cual algunas veces oye las oraciones de los tales.