Capítulo XIX

Del octavo privilegio de la virtud, que es la bienaventurada paz y quietud interior de que gozan los buenos, y de la miserable guerra y desasosiego que dentro de sí padecen los malos

     Deste privilegio susodicho, que es la libertad de los hijos de Dios, se sigue otro no menor, que es la paz y sosiego interior en que viven los tales. Para cuyo entendimiento es de saber que hay tres maneras de paz. Una con los prójimos, otra con Dios, y otra consigo mismo. La paz con los prójimos es estar en gracia y amistad con ellos, sin querer mal a nadie, la cual tenía David, cuando decía: «Con los que aborrecían la paz era yo pacífico, y cuando les hablaba con mansedumbre me hacían guerra sin causa.» Esta paz nos encomienda el apóstol san Pablo, amonestándonos que trabajemos todo lo posible, a lo menos cuanto es de nuestra parte, por tener paz con todos los hombres. La segunda paz, que es con Dios, consiste también en la gracia y amistad de Dios, que se alcanza por medio de la justificación, la cual reconcilia el hombre con Dios y hace que Dios ame al hombre, y el hombre a Dios, sin que haya guerra ni contradicción de parte a parte. De la cual dijo el apóstol: «Pues estamos ya justificados mediante la fe y amor por Cristo nuestro salvador, por el cual alcanzamos esta gracia, tengamos paz con Dios.» La tercera paz es la que el hombre tiene consigo mismo. De lo cual nadie se debe maravillar, pues nos consta que en un mismo hombre hay dos hombres tan contrarios entre sí, como son el interior y el exterior, que son espíritu y carne, pasiones y razón, las cuales no sólo hacen guerra cruel y contradicción al espíritu, mas también inquietan con sus apetitos y deseos encendidos, y con su hambre canina, a todo el hombre, con lo cual perturban la paz interior, que es sosiego y reposo de nuestro espíritu.


 

I

De la guerra y desasosiego interior de los malos

 

     Ésta es, pues, la guerra y desasosiego continuo en que generalmente viven todos los hombres carnales. Porque como ellos por una parte carezcan de gracia, que es el freno con que se mortifican las pasiones, y por otra tengan tan desenfrenado y suelto su apetito, que apenas saben qué cosa sea resistirle en nada, de aquí nace que viven con infinitas maneras de deseos de cosas diversas: unos de honras, otros de oficios, otros de privanzas, otros de dignidades, otros de hacienda, otros de tales y tales casamientos, y otros de diversas maneras de pasatiempos y deleites. Porque este apetito es como un fuego insaciable que nunca dice basta, o como una bestia tragadora que jamás se harta, o como aquella sanguijuela chupadora de sangre, de quien dice Salomón que tiene dos hijas, las cuales siempre dicen: «Daca, daca.» Esta sanguijuela es el apetito insaciable de nuestro corazón; y estas dos hijas suyas son, por una parte la necesidad, y por otra la codicia, de las cuales la una es como sed verdadera, la otra como falsa, y no menos aflige la una que la otra, puesto caso que la una sea necesidad verdadera, y la otra falsa. De donde nace que ni los pobres ni los ricos, si son malos, tienen sosiego, porque en los unos la necesidad y en los otros la codicia siempre está solicitando el corazón, y diciendo: «Daca, daca.»

     Pues, ¿qué descanso, qué reposo, qué paz puede tener el hombre estando siempre estos dos solicitadores perpetuos llamando a la puerta, pidiéndole infinitas cosas que no está en su mano dárselas? ¿Qué reposo podría tener el corazón de una madre, si viese diez o doce hijos alderredor de sí, dando voces y pidiéndole pan, sin tenerlo? Pues ésta es una de las principales miserias de los malos. «Los cuales -como dice el salmista- están pereciendo de hambre y de sed, y desfalleciendo su ánima en ellos.» Porque como esté tan apoderado dellos el amor propio, cuyos son estos deseos, y tengan puesta toda su felicidad en estos bienes visibles, de aquí nace esta sed y hambre canina que tienen de aquellas cosas en que piensan que consiste esta felicidad. Y como no todas veces pueden alcanzar lo que desean porque se lo defienden otros más golosos o más poderosos, de aquí vienen a perturbarse y congojarse de la manera que hace el niño goloso y regalado, que cuando le niegan lo que pide, llora y patea y está para reventar. Porque así como es árbol de vida el cumplimiento del deseo, según dice el Sabio, así no hay otro mayor desabrimiento que desear, y no alcanzar lo deseado, porque esto es como perecer de hambre, y no tener qué comer. Y es lo bueno, que mientras más se les defiende lo que desean, más les crece con esta prohibición el deseo, y con el deseo no cumplido, el tormento, y así andan siempre en una rueda viva sin reposo.

     Este es aquel estado miserable que significó muy altamente el Salvador en aquella parábola del hijo pródigo, de quien dice que, salido de la casa de su padre, se fue a una región muy lejos, donde hubo una grande hambre, de la cual alcanzó a él tanta parte, que la necesidad le hizo venir a guardar puercos, siendo hijo de tan noble padre. Y lo que más es, que deseaba henchir el vientre de aquel manjar vil que comían los puercos, y no había quien se lo diese. ¿Con qué otros colores se pudiera pintar más al propio todo el discurso y miserias de la vida de los malos? ¿Quién es este hijo pródigo que sale de la casa de su padre, sino el miserable pecador que se aparta de Dios y se derrama por los vicios y usa mal de todos los beneficios divinos? ¿Qué región es esta de tanta hambre, sino este mundo miserable, donde es tan insaciable el apetito de los mundanos, que jamás se ven hartos y contentos con las cosas que poseen, sino que siempre andan como lobos hambrientos, deseando y suspirando por más? ¿Y cuál es, si piensas, el oficio en que éstos entienden toda la vida, sino en apacentar puercos que es en buscar hartura y contentamiento para sus apetitos sucios y deshonestos?

     Si no, párate a mirar los pasos que da un hombre muy verde y muy metido en el mundo, desde la mañana hasta la noche, y aun desde la noche hasta la mañana, y hallarás que todo se le va en buscar cómo apacentar y deleitar alguno destos sentidos bestiales, o la vista, o el gusto, o el oído, o el tacto, o los demás. Como unos puros discípulos de Epicuro y no de Cristo, como si no tuviesen más que solos cuerpos de bestias, como si no creyesen que hay otro fin sino para deleites sensuales, así en ninguna otra cosa entienden, sino hoy aquí, mañana allí, andar a caza de gustos y pasatiempos con que apacentar algunos destos sentidos. ¿Qué otra cosa son sus galas, sus fiestas, sus banquetes, sus regalos, sus camas, sus músicas, sus conversaciones, sus vistas y sus salidas, sino andar buscando pasto para este linaje de puercos? Ponle tú a eso el nombre que quisieres; llámalo gentileza, o grandeza, o si quisieres cortesanía, que en el vocabulario de Dios no se llama eso sino «apacentar puercos». Porque así como los puercos son un linaje de animales que se huelgan con el cieno hediondo y se apacientan de manjares viles y sucios, así los corazones de los tales no se deleitan sino con el cieno sucio y hediondo de los deleites carnales.

     Y lo que excede a toda miseria es que el hijo de tan noble padre, criado para mantenerse en la mesa de Dios con manjares de ángeles, aun no puede hartarse destos manjares tan viles, según es grande la carestía dellos. Porque como son tantos los merchantes desta mercaduría, los unos se impiden a los otros, y así se quedan todos ayunos. Quiero decir, que como son tantos los que andan a la rebatiña, no puede dejar de haber entre ellos mucha contienda, ni es posible que los puercos debajo de la encina no gruñan y se den de navajadas unos a otros sobre quién tendrá más parte en la bellota.

     Éste es aquel estado miserable y aquella hambre que describe también el profeta, cuando dice: «Anduvieron por lugares yermos y solitarios, y por grandes páramos y sequedades, pereciendo de sed y hambre hasta venir a desfallecer». Pues, ¿qué hambre es ésta y qué sed, sino el apetito encendido que los malos tienen de las cosas del mundo, el cual, mientras más se cumple más se enciende, y mientras más bebe más sed padece, y mientras más leña le echan más arde? ¡Oh gente miserable!, ¿y de dónde os nace esta sed tan encendida, sino de que habéis desamparado la fuente de las aguas vivas, y os vais a beber a los aljibes rotos que no pueden retener las aguas? Faltóos el río de la verdadera felicidad, y por eso andáis perdidos por los desiertos, y por los charquillos y lagunas turbias de los bienes perecederos, a matar la sed. Artificio fue éste de aquel cruel Holofernes que, cuando cercó la ciudad de Betulia, mandó cortar los caños por do entraba el agua a la ciudad, y así no les quedaron a los pobres cercados sino unas fuentezuelas junto a los muros, donde a hurto bebían algunas gotillas de agua, más para untar los labios, que para matar la sed. Pues, ¿qué otra cosa hacéis los amadores de deleites, los cazadores de honras, los amigos de regalos, después que perdisteis la vena de las aguas vivas, sino andar bebiendo a hurto desas pobres fuentezuelas de las criaturas que halláis a mano, que más son para untar los labios y atizar la sed, que para matarla? ¡Oh miserable criatura!, «¿en qué andas -como dice el profeta- por el camino de los asirios a beber agua turbia y cenagosa?» ¿Qué agua puede ser más cenagosa que el deleite sensual, pues no se puede beber sin mal olor y mal sabor? Porque, ¿qué peor olor que la infamia del pecado, y qué peor sabor que el remordimiento de conciencia, que dél proceden, que como dice muy bien un filósofo, son dos perpetuos compañeros del deleite carnal?

     Y acaece aún más, que como este apetito sea ciego, y no haga diferencia de lo que se puede o no se puede alcanzar, y muchas veces la fuerza del deseo haga parecer fácil lo que es más difícil, de aquí nace desear muchas cosas que no puede alcanzar. Porque no hay cosa mucho para desear que no tenga otros muchos deseosos que anden en pos della, y muchos amadores y contentadores que la defiendan. Y como el apetito quiere y no puede, codicia y no alcanza, tiene hambre y no hay quien le dé de comer, y muchas veces tiende los brazos en balde, y madruga de mañana y nada le sucede, y a veces, subiendo ya por la escala le derriban de los muros abajo, y le quitan de las manos lo que parece que ya tenía, de aquí procede el morir y el reventar y el congojarse y despedazarse dentro de sí mismo por verse tan alejado de lo que desea. Porque como estas dos tan principales fuerzas del ánima, que son irascible y concupiscible, están entre sí de tal manera ordenadas que una sirve a la otra, claro está que mientras la parte concupiscible no alcanzare lo que desea, luego la irascible ha de salir por ella, congojándose y embraveciéndose y poniéndose a todos los encuentros y peligros que pudiere, por dar contentamiento a su hermana cuando la ve triste y descontenta. Pues desta confusión de deseos nace este desasosiego interior de que tratamos, el cual llama «guerra» el apóstol Santiago, cuando dice: «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas que hay entre vosotros, sino de las codicias y apetitos que militan y pelean en vuestras ánimas cuando codiciáis las cosas y no podéis alcanzarlas?» Y llámala «guerra» con mucha razón, por la lucha y contradicción natural que hay entre el espíritu y la carne, y los deseos de la una parte y de la otra.

     Y aún acaece en este género de cosas otra más para sentir, y es que muchas veces vienen los hombres a alcanzar todo lo que parece que bastaba para tener el contentamiento que ellos habían deseado, y estando en tal estado que podrían, si quisiesen, vivir a su placer, con todo esto viene a metérseles en la cabeza que les conviene pretender tal manera de honra, o de título, o de lugar, o de precedencia, o de cosa semejante, la cual si procuran y no alcanzan, vienen a entristecerse y congojarse y recibir mayor tormento con aquella nonada que les falta, que contentamiento con todo cuanto les queda. Y así viven con esta espina, o por mejor decir, con este perpetuo azote toda la vida, que les agua y vierte toda su prosperidad y se la convierte en humo.

     Esto llamo yo «enclavar el artillería», que es cosa que suelen hacer los enemigos en la guerra, lo cual basta para que un tiro muy poderoso no sea de provecho, quedándose tan entero y tan grande como de antes, porque sólo esto bastó para deshacer toda su fuerza. Y deste mismo artificio usa Dios con los malos, para que clarísimamente entiendan, si ellos quisiesen abrir los ojos, que la felicidad y contentamiento del corazón humano es dádiva de Dios, y que él la da cuando quiere y a quien quiere, sin ninguno destos aparatos, y la quita cuando quiere, con sólo enclavar, como dijimos, el artillería, que es permitiendo alguno destos desaguadores y vertederos de su prosperidad. Por donde, quedándose tan ricos y tan prósperos en lo que parece por defuera, por sólo esta falta secreta viven tan tristes y descontentos como si nada tuvieran. Y esto es lo que divinamente significó el mismo señor por Isaías, hablando contra la soberbia y potencia del rey de los asirios, diciendo que él pondría flaqueza en medio de su grosura, y fuego debajo de su gloria con el cual ardiese. Para que por aquí se vea cómo sabe Dios dar un barreno al navío que prósperamente navegaba, y poner flaqueza en medio de la fortaleza, y miseria en medio de la prosperidad.

     Lo mismo también nos es significado en el Libro de Job, donde se dice que los gigantes gimen debajo de las aguas, para que se vea que también para éstos tiene Dios sus honduras y sus trabajos, como para los pequeñuelos que parecen estar más sujetos a las injurias del mundo. Pero muy más claramente significó esto Salomón, cuando entre las grandes miserias del mundo contó ésta por una de las mayores, diciendo: «Hay aun otro mal que vi debajo del sol, y muy común en el mundo. Veréis un hombre a quien Dios dio riquezas y hacienda y honra, y ningún bien falta a su ánima de todos los que desea, y con todo esto no le dio poder para comer de lo que tiene, sino que otro extraño se lo tragará.» ¿Pues qué es no tener el hombre poder para comer de lo que tiene, sino no lograr las cosas que posee ni tener con ellas aquel contentamiento que le pudieran dar? Porque con un desaguadero déstos que dijimos ordena Dios que se vierta toda su felicidad, para que por aquí se entienda que, así como la verdadera sabiduría no la dan letras muertas, sino Dios, así la verdadera paz y contentamiento tampoco lo dan las riquezas y bienes del mundo, sino Dios.

     Pues tornando al propósito, si aun los que tienen todas las cosas que desean, no teniendo a Dios viven tan descontentos y desabridos, ¿qué harán aquellos a quien todas las cosas faltan, pues cada una de estas faltas es una hambre y una sed que los fatiga, y una espina que traen hincada en el corazón? ¿Pues qué paz, qué sosiego puede haber en el ánima donde hay tanta importunidad, tanta guerra y tanto desasosiego de apetitos y pensamientos? Muy bien dijo el profeta, de los tales: «El corazón del malo es como la mar cuando anda en tormenta, que no puede reposar.» Porque, ¿qué mar, ni qué olas y vientos, pueden ser más furiosos que las pasiones y apetitos de los malos, las cuales suelen a veces revolver mares y mundos? Y aun acontece muchas veces levantarse en este mar vientos contrarios, que es otro linaje de tormenta mayor. Ca muchas veces los mismos apetitos pelean entre sí unos contra otros como vientos contrarios, porque lo que quiere la carne no quiere la honra, y lo que quiere la honra no quiere la hacienda, y lo que quiere la hacienda no quiere la fama, y lo que quiere la fama no quiere la pereza y el amor del regalo. Y así acaece que deseándolo todo, no saben qué desearse, y aun ellos mismos no se entienden ni saben qué tomar ni qué dejar, por encontrarse los apetitos unos con otros, como hacen los malos humores en las enfermedades complicadas, donde apenas halla la medicina lo que deba hacer, porque lo que es saludable contra un humor es contrario para otro. Esta es aquella confusión de las lenguas de Babilonia y aquella contradicción contra la cual el profeta hace oración a Dios, diciendo: «Destruye, señor, y divide sus lenguas, porque vi maldad y contradicción en la ciudad.» Pues, ¿qué división de lenguas y qué maldad y contradicción es ésta, sino la que pasa en el corazón de los hombres mundanos entre la diversidad de sus apetitos cuando se encuentran unos con otros, deseando cosas contrarias, y aborreciendo uno lo que quiere el otro?


 

II

De la paz y sosiego interior en que viven los buenos

 

     Ésta es, pues, la suerte de los malos. Mas los buenos, por el contrario, como tienen tan bien gobernados todos sus apetitos y deseos; corno tienen tan domadas y mortificadas sus pasiones; como tienen puesta su felicidad, no en estos falsos y perecederos bienes, sino en sólo Dios, que es el centro de su felicidad, y en aquellos eternos y verdaderos bienes que nadie les puede quitar; corno tienen por enemigo perpetuo el amor propio y su carne propia, con toda la cuadrilla de sus apetitos y deseos; y como tienen, finalmente, su voluntad tan resignada y puesta en las manos de Dios, de aquí nace que ninguna destas molestias los inquieta y perturba, de tal manera que les haga perder su paz.

     Pues éste es uno de los principales galardones, entre otros muchos, que promete Dios a los amadores de la virtud, lo cual nos testifican a cada paso todas las escrituras divinas. El real profeta dice: «Mucha paz tienen, señor, los que guardan vuestra ley, y no hay cosa que los escandalice.» Y por Isaías dice el mismo señor: «Ojalá hubieras tenido cuenta con mis mandamientos, porque fuera tu paz como un río caudaloso, y tu justicia como las aguas de la mar.» Y llama aquí esta paz «río» por la gran virtud que ella tiene para apagar las llamas de nuestros apetitos, y templar el ardor de nuestras codicias, y regar las venas estériles y secas de nuestro corazón, y dar a nuestras ánimas refrigerio. Lo mismo también significó divinamente, aunque con grande brevedad, Salomón, diciendo: «Cuando hubieren agradado a Dios los caminos del hombre, él hará que sus enemigos tengan paz con él.» Pues, ¿qué enemigos son éstos que hacen guerra al hombre, sino sus propias pasiones y malas inclinaciones de su carne, que pelea siempre contra el espíritu? Pues éstas dice el Señor que hará venir a tener paz con él cuando, por virtud de la gracia y de la buena costumbre, vienen a habituarse a las obras del espíritu, y así tienen paz con él, porque no le hacen tan cruel guerra como antes solían. Porque aunque la virtud en sus principios sienta grande contradicción en las pasiones, después que llega a su perfección, obra con gran suavidad y facilidad y con mucho menor contradicción.

     Finalmente, ésta es aquella paz que por otro nombre llama el profeta David anchura de corazón, cuando dice: «Ensanchaste, señor, mis pasos debajo de mí, y no se enflaquecieron ni debilitaron mis pies». Por las cuales palabras quiso el profeta declarar la diferencia que hay del camino de los buenos al de los malos. Porque los unos andan con los corazones apretados y congojosos por los temores y cuidados con que viven, como el caminante que va por una senda muy estrecha entre grandes barrancos y despeñaderos, temiendo caer a cada paso; mas el otro camina holgado y seguro, como el que va por un camino llano y espacioso que no tiene por qué temer. Esto entienden mucho mejor los justos por la práctica que por la teórica, porque todos ellos reconocen la diferencia que hay de su corazón, en el tiempo que sirvieron al mundo y en el que se ofrecieron al servicio de Dios. Porque entonces, a cada ocasión de trabajos, todo eran congojas y sobresaltos y temores y apretamientos de corazón, mas después que, dejado el camino del mundo, trasladaron su corazón al amor de los bienes eternos y pusieron toda su felicidad y confianza en Dios, pasan ordinariamente por todas estas cosas con un corazón tan ancho, tan quieto y tan rendido a la voluntad de Dios, que muchas veces ellos mismos se espantan tanto desta mudanza, que les parece no ser ellos los que antes eran, o que les han trocado los corazones. ¡Tan mudados se hallan!

     Ya la verdad, son ellos y no son ellos, porque aunque sean ellos cuanto a la naturaleza, no son ellos mismos cuanto a la gracia, pues della procede esta mudanza, aunque nadie pueda tener evidencia della. Esto es lo que promete el mismo señor por Isaías, diciendo: «Cuando pasares por las aguas estaré contigo, y los ríos no te cubrirán, y en medio del fuego no te quemarás.» Pues, ¿qué aguas son éstas, sino los arroyos de las tribulaciones desta vida y el diluvio de las miserias innumerables que cada día se ofrecen en ella? ¿Y qué fuego es éste, sino el ardor de nuestra carne, que es aquel horno de Babilonia que atizan los ministros de Nabucodonosor, que son los demonios, de donde se levantan las llamas de nuestros desordenados apetitos y deseos? Pues el que en medio destas aguas y destas llamas, en que todo el mundo generalmente peligra, persevera sin quemarse, ¿cómo no barruntará por aquí la presencia del Espíritu Santo, y la virtud del favor divino? Ésta es aquella paz que, como dice el apóstol, sobrepuja todo sentido, porque ella es un tan alto y tan sobrenatural don de Dios, que no puede el entendimiento humano por sí solo entender cómo sea posible que un corazón de carne esté quieto y pacífico y consolado en medio de los torbellinos y tempestades del mundo.

     Mas el que esto siente, alaba y reconoce al hacedor destas maravillas, diciendo con el profeta: «Venid y ved las obras del Señor, y las maravillas que ha obrado en la tierra. Ca él hizo pedazos el arco y quebró las armas, y los escudos quemó en el fuego, diciendo: Dejad las armas y vivid en paz y reposo, para que veáis cómo yo soy Dios, ensalzado en el cielo y en la tierra.» Pues siendo esto así, ¿qué cosa más rica, más dulce y más para ser deseada, que esta quietud, este reposo, esta anchura y grandeza de corazón, y esta bienaventurada paz?

     Y si pasares más adelante y quisieres saber cuáles sean las causas de do procede este don celestial, a esto respondo que procede de todos estos privilegios de la virtud que habemos dicho, porque así como en la cadena de los vicios unos están trabados con otros, que son causa dellos, así en la escala de las virtudes, unas también tienen esta misma dependencia de las otras, de tal modo que la más alta, así como produce de sí más frutos, así tiene más raíces de donde nace. Y así, esta bienaventurada paz, que es uno de los doce frutos del Espíritu Santo, nace destotros frutos y privilegios que dijimos, y señaladamente procede de la misma virtud, cuya compañera indivisible ella es. Porque así como a la virtud naturalmente se debe reverencia y honra exterior, así también se le debe paz interior, la cual juntamente es fruto y premio della. Porque como la guerra interior proceda de la soberbia y desasosiego de las pasiones, como ya dijimos, estando éstas domadas y enfrenadas con las mismas virtudes que este oficio tienen, cesa la causa de todos estos bullicios y desasosiegos.

     Y ésta es una de las tres cosas en que consiste la felicidad del reino del cielo en la tierra, del cual dice el apóstol: «El reino de Dios no es comer ni beber, sino justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo.» Donde por la justicia, según la costumbre de la lengua hebrea, se entiende la misma virtud y santidad de que aquí tratamos, en la cual, juntamente con estos dos frutos admirables que son paz y alegría en el Espíritu Santo, consiste la felicidad y bienaventuranza comenzada de que los justos gozan en esta vida. Y que esta paz sea efecto de la virtud, dícelo el mismo señor claramente por Isaías así: «La paz será obra de la justicia, y el fruto desa misma justicia será el silencio y seguridad perpetua. Y asentarse ha mi pueblo en la hermosura de la paz, y en las moradas de la confianza, y en un descanso harto y abundoso.» Y llama aquí «silencio» a la misma paz interior, que es el reposo y quietud de las pasiones que perturban con sus clamores y deseos congojosos el reposo y silencio del ánima.

     Lo segundo, nace esta paz de la libertad y señorío de las pasiones de que arriba tratamos. Porque así como después de conquistada y señor cada una tierra y sujetados los moradores della, luego hay en ella paz y tranquilidad, y cada uno se sienta debajo de su higuera y de su parra, sin temor ni recelo de enemigos, así después de conquistadas y señoreadas las pasiones de nuestra ánima, que son, como dijimos, la causa de todos sus desasosiegos, luego se sigue en ella un silencio interior y una paz admirable, con que vive quieta y libre de la guerra y contradicción importuna destas perturbaciones. De manera que así como ellas, cuando eran señoras y estaban apoderadas del hombre, lo revolvían y alteraban todo, así ahora, cuando el hombre está libre de la tiranía dellas y las tiene cautivas, no tiene quien desta manera le revuelva la casa y le perturbe la paz.

     Lo tercero, nace también esta paz de la grandeza de las consolaciones espirituales de que arriba tratamos, con las cuales de tal manera se satisfacen y adormecen hasta los deseos y afectos de nuestro apetito, que por entonces están quietos y satisfechos con la parte que les cabe destos relieves de la porción superior del ánima. Porque allí la parte concupiscible se da por contenta con aquel soberano gusto que recibe en Dios, y la irascible se quieta viendo a su hermana satisfecha y contenta; y aquí queda todo el hombre quieto y sosegado con esta participación y gusto del sumo bien.

     Lo cuarto, nace también esta paz del testimonio y alegría interior de la buena conciencia de que arriba tratamos, queda grande quietud y descanso al ánima del justo, aunque no la asegure perfectamente, porque no se descuide y pierda el estímulo santo del temor.

     Últimamente, nace esta paz de la confianza que los buenos tienen en Dios, de quien también tratamos, porque ésta señaladamente les hace estar quietos y consolados aun en medio de las tormentas desta vida, por estar aferrados con las áncoras de la esperanza, que es por confiar que tienen a Dios por padre, por valedor, por defensor y por escudo, debajo de cuyo amparo con mucha razón viven quietos, cantando con el profeta: «En paz juntamente dormiré y descansaré, porque tú, señor, aseguraste mi vida con la esperanza de tu misericordia.» Ca desta nace la paz de los justos y el remedio de todos sus males, porque, ¿qué razón tiene para congojarse quien tiene tal valedor?