Capítulo XVIII

Del séptimo privilegio de la virtud, que es la verdadera libertad de que gozan los buenos, y de la miserable y no conocida servidumbre en que viven los malos

     De todos estos privilegios susodichos, y señaladamente del segundo y del cuarto, que es de la gracia del Espíritu Santo y de las consolaciones divinas, se sigue otro maravilloso de que gozan los buenos, que es la verdadera libertad del ánima, la cual el Hijo de Dios trajo al mundo, y por la cual tiene apellido de redentor del género humano, por haberlo rescatado de la verdadera y miserable servidumbre en que vivía, y puesto en verdadera libertad. Éste es uno de los principales bienes que este señor trajo al mundo, y uno de los más señalados beneficios del evangelio, y uno de los principales efectos del Espíritu Santo, porque donde este espíritu mora, ahí está la verdadera libertad, como dice el apóstol.

     Finalmente, éste es uno de los grandes premios que en esta vida se prometen a los siervos de Dios, como el mismo señor lo prometió a unos que le querían comenzar a servir, diciendo: «Si vosotros permaneciereis en mis palabras, seréis de verdad mis discípulos y conoceréis la verdad, y la verdad os librará», esto es, la verdad os dará la verdadera libertad. Y respondiendo ellos: «Hijos somos de Abrahán y nunca servimos a nadie. ¿Cómo dices tú ahora que seremos libres?», respondió el Señor: «En verdad os digo que quienquiera que comete pecado es siervo del pecado, y el siervo no permanece en la casa para siempre; mas el hijo permanece siempre y, por tanto, si el hijo os libertare, seréis de verdad libres.» En las cuales palabras manifiestamente da el Señor a entender que hay dos maneras de libertad: una falsa, que parece libertad y no lo es; y otra verdadera, que lo es. Falsa es la de aquellos que, teniendo el cuerpo libre, tienen el ánimo cautivo y sujeto a la tiranía de sus pasiones y pecados, como era la de Alejandro Magno, que siendo señor del mundo, era esclavo de sus vicios. Mas verdadera es la de aquellos que tienen el ánima libre de todos estos tiranos; comoquiera que esté el cuerpo ora suelto, ora cautivo, cual era la del apóstol san Pablo, que estando preso en una cadena, con el espíritu volaba por el cielo, y con sus cartas y doctrina libertaba el mundo.

     La razón de llamar ésta, a boca llena, libertad, y la otra no, es porque como entre las dos partes principales del hombre, el ánima sea sin comparación más noble, y casi el todo del hombre, y el cuerpo no sea más que la materia y el sujeto o la caja en que está el ánima encerrada, de aquí nace que aquél se debe decir de verdad libre, que tiene esta tan principal parte libre, y aquél falsamente libre, que teniendo ésta cautiva, el cuerpo trae por do quiere suelto y libre.



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I

De la servidumbre en que viven los malos

 

     Y si preguntares de quién es cautivo el que desta manera lo es, digo que lo es del más feo, torpe y abominable tirano de cuantos se pueden imaginar, que es el pecado. Porque la más abominable cosa que hay en el mundo es el tormento del infierno, y peor y más abominable es el pecado, que es causa dese tormento. Y déste son siervos y esclavos los malos, como claramente lo viste en las palabras del Señor arriba dichas: «Quienquiera que comete pecado, esclavo es y siervo del pecado.» Pues, ¿qué servidumbre puede ser más miserable que ésta?

     Y no sólo es siervo del pecado, mas también de los principales atizadores y movedores del pecado, que son el demonio, el mundo y nuestra propia carne, corrompida por el mismo pecado, con todos los apetitos desordenados que della proceden. Porque quien es esclavo de un hijo, también lo es de los padres que lo engendraron, y cónstanos que estos tres son los padres del pecado, por lo cual se llaman enemigos del ánima, porque le hacen tan grande mal como es cautivarla y entregarla en poder deste tan abominable tirano.

     Y aunque todos tres de consuno concuerden en esto, pero con alguna diferencia. Porque los dos primeros se sirven del tercero, que es la carne, como de otra Eva para engañar a Adán, o como de un muy propio instrumento y despertador con que nos mueven a todo mal. Por la cual causa el apóstol más claramente la llama pecado, poniendo en nombre del efecto a la causa, porque ella es la que nos atiza y mueve a todo género de pecados. Y por la misma razón la llaman los teólogos fomes peccati, que quiere decir, «cebo y nutrimento del pecado», porque es el aceite y la leña con que se sustenta el fuego del pecado. Mas nosotros comúnmente le llamamos sensualidad, carne o concupiscencia, que por términos más claros es nuestro apetito sensitivo, de quien nacen todas las pasiones, en cuanto corrompido y estragado por el pecado, porque éste es el atizador y despertador, y como un manantial, de todos los pecados. Y por esto señaladamente se sirven dél, y de todos sus apetitos, los otros dos enemigos para hacernos guerra por él. Por lo cual divinamente dijo san Basilio que las principales armas con que nos hacía guerra el demonio eran nuestros deseos, porque la demasiada afición de las cosas que deseamos nos hace procurarlas a tuerto o a derecho, y romper por todo lo que se nos pone delante, aunque sea prohibido por la ley de Dios, de donde nacen todos los pecados.

     Pues este tal apetito es uno de los más principales tiranos a quien están los malos sujetos y, como dice el apóstol, vendidos por esclavos. Y llámalos aquí «vendidos como esclavos», no porque por el pecado perdiesen ellos el libre albedrío con que fueron criados, porque ni se perdió ni perderá jamás, cuanto a su esencia, por más pecados que se hagan, sino porque por el pecado quedó, por una parte, este libre albedrío tan flaco, y por otra el apetito tan fuerte, que por la mayor parte prevalece lo fuerte contra lo flaco, y quiebra la soga por lo más delgado.

     Pues, ¿qué cosa más para sentir, que ver cómo, teniendo el hombre un ánima criada a imagen de Dios, esclarecida con lumbre del cielo, y un entendimiento que sube con su delicadeza sobre todo lo criado hasta hallar a Dios, que menospreciadas todas estas grandezas, venga a sujetarse y regirse por el ímpetu furioso de su apetito bestial, y éste corrompido por el pecado, y sobre todo movido y atizado por el demonio? ¿Qué se puede esperar deste regimiento y desta guía, sino despeñaderos y desastres y caídas y males incomparables?

     Y porque más claramente veas la fealdad desta servidumbre, quiero traerte para esto un ejemplo muy palpable. Imaginemos ahora que estuviese un hombre casado con una mujer en quien cupiese toda la nobleza, hermosura y discreción que en una mujer puede caber; y que estando él así muy bien casado, una mulata criada suya y grande hechicera, teniendo envidia desto, le diese algunos bebedizos con los cuales de tal manera le trastornase el seso, que despreciada la mujer y puesta a un rincón de casa, se entregase todo a la mulata y la hiciese sentar en el estrado de su mujer, y con ella comiese y durmiese y se aconsejase y tratase todos los negocios de su casa, y por su mandamiento gastase y disipase toda la hacienda en comidas y fiestas y juegos y cosas semejantes. Y no contento con esto, llegase su desatino a tales términos, que obligase a su propia mujer a servir como esclava a esta mala mujer en todo lo que ella le mandase. ¿Quién podría imaginar que hasta aquí llegase el embaucamiento de un hombre? Y si hasta aquí llegase, ¿cómo extrañarían esto los que lo supiesen? ¿Qué indignación tendrían contra aquella mala hembra, y que compasión de la noble mujer, y qué quejas del desatinado marido? Indignísima cosa parece ésta, pero mucho mayor es sin comparación la que al presente tratamos.

     Porque has de saber que dentro de nuestra misma ánima hay estas dos tan diferentes mujeres, que son espíritu y carne, las cuales, por otros nombres, los teólogos llaman porción superior e inferior. Porción superior es aquella parte de nuestra ánima en que está la voluntad y la razón, que es la lumbre natural con que Dios nos crió, cuya hermosura y nobleza es tan grande, que por ella es el hombre imagen de Dios, capaz de Dios y hermano de los ángeles. Y ésta es la noble mujer con que casó Dios al hombre para que hiciese vida con ella, guiando todas sus cosas por su consejo, que es por esta lumbre celestial. Mas en la porción inferior está el apetito sensitivo de que habemos tratado, que nos fue dado para apetecer las cosas necesarias a la vida y a la conservación de la especie humana, mas esto por la tasa y orden que por la razón le fuese puesta, así como el despensero que compra de comer por la orden que le manda su señor. Pues este apetito es la esclava de que hablamos, que por carecer de lumbre de razón, no se hizo para guiar ni mandar, sino para ser guiada y mandada. Y siendo esto así, el malaventurado del hombre de tal manera viene a aficionarse y entregarse a los gustos y deseos desta mala mujer, que desamparando el consejo de la razón por quien debiera guiarse, viene a regirse por ella haciendo cuanto le dice, que es poniendo por obra todos sus malos deseos y apetitos. Porque hombres vemos tan sensuales, tan desenfrenados y tan entregados a los deseos de su corazón, que casi en todas las cosas, como unas bestias, le obedecen y siguen, sin tener cuenta con ley de justicia ni de razón. Pues, ¿qué es esto sino entregar todo el gobierno de su vida a la sucia y torpe esclava de la carne, empleándose en todos los juegos y pasatiempos y deleites que ella pide, desamparando el consejo de la nobilísima y legítima mujer que es la razón?

     Y lo que peor y más intolerable es, que no contentos con esto, hacen a esta misma señora que sirva a esta tan mala esclava, y que se desvele noche y día, inventando y procurando todo lo que conviene para el gusto y contentamiento della. Porque cuando un hombre emplea toda su razón y entendimiento en trazar tantas invenciones y maneras de atavíos, de edificios tan curiosos, de potajes y guisados tan exquisitos, de aderezos de casa, y de tratos y negocios para granjear todo lo que para esto se requiere, ¿qué es esto, sino desquiciar el ánima de los ejercicios espirituales de su propia nobleza, y hacer que sea esclava, cocinera y despensera de quien le fue dada por cautiva? Y cuando un hombre carnal, aficionado a una mujer, para vencer su castidad emplea toda su razón y entendimiento en escribir cartas, en componer sonetos llenos de agudeza y sentencias, y en buscar todas las minas y contraminas que para estos tratos se requieren, ¿qué hace en esto, si piensas, sino servir a la esclava la que era señora, ocupandose aquella lumbre celestial y divina en buscar medios para las vilezas y apetitos de su carne? Y cuando el rey David usó de tantas maneras de medios para encubrir el hurto de Betsabé, mandando venir al marido de la guerra y convidándolo a cenar y emborrachándole en la cena, y después dándole cartas con avisos e industrias para que el inocente muriese, estas trazas, ¿quién las hacía sino el entendimiento y la razón, y quién instigaba a hacerlas sino la carne perversa, para encubrir o gozar mas a su salvo de sus deleites? Cosas son todas éstas de que Séneca, con ser filósofo gentil, se afrentaba y avergonzaba; y así decía: «Mayor soy y para mayores cosas nacido que para ser esclavo de mi carne.» Pues si nos espantare el embaucamiento de aquel hombre enhechizado y perdido, ¿cuántos más nos debe espantar esto, por lo cual tantos mayores bienes se desperdician, y tantos mayores males se ganan?

     Y con ser ésta una cosa, por una parte tan monstruosa y tan lastimera, y por otra tan usada, pasamos por ella ligeramente, sin que nadie pasme de tan gran desorden por estar el mundo tan desordenado. Porque como dice muy bien san Bernardo, no se siente el hedor abominable de los viciosos, por ser tantos los que lo son. Porque así como en la tierra donde todos nacen prietos no se tiene por injuria la negrura, y donde todos generalmente son beodos no se tiene por deshonrada la embriaguez, siendo cosa tan vil, así, como en todo el mundo generalmente haya esta monstruosidad, apenas hay quien la conozca por tal. Todo esto, pues, bastantemente nos declara cuán miserable sea esta servidumbre, y juntamente con esto, a cuán espantable pena fue el hombre condenado por el pecado, pues por él fue entregada una criatura tan noble a un tan torpe tirano. Y por tal lo tenía el Eclesiástico cuando hacía oración a Dios, pidiéndole que lo librase de los deseos desordenados del vientre y de la deshonestidad, y que no le entregase en poder de un ánima desvergonzada y desenfrenada, como quien pide no ser entregado a algún grande verdugo o tirano, porque por tal tenía él este apetito.

 

II

     Pues ya si quieres saber qué tan grande sea la potencia deste tirano, puédeslo claramente colegir considerando lo que ha hecho el mundo y hace cada día. Y no quiero para esto ponerte ante los ojos las fábulas que los poetas fingieron, representándonos aquel tan famoso Hércules, el cual después de vencidos y domados todos los monstruos del mundo, dicen que vencido del amor torpe de una mujer, dejada la maza, se sentaba entre sus criadas a hilar con una rueca en la cinta porque ella se lo mandaba, y amenazábale si no lo hiciese. Lo cual sabiamente fingieron los poetas para significar por aquí la tiranía y potencia deste apetito. Ni tampoco quiero traer aquí las verdades antiguas de las escrituras divinas, donde se nos propone un Salomón, por una parte lleno de tan grande santidad y sabiduría, y por otra adorando los ídolos y edificándoles templos por complacer a sus mujeres -que no menos declara la tiranía desta pasión-, sino los ejemplos cuotidianos que nos pasan por las manos cada día. Mira, pues, a lo que se pone una mujer adúltera por obedecer a un apetito desordenado -porque en esta pasión quiero ahora poner ejemplo, para que por ésta se vea la fuerza de las otras-. Sabe ésta muy bien que si el marido la tomare con el hurto en las manos, la matará; y que en un mismo punto perderá la vida, la honra, la hacienda y el alma, con todo lo demás que en este mundo y en el otro se puede perder, que es la mayor y más universal pérdida de cuantas hay. Y que juntamente con esto dejará a sus hijos y padres y hermanos y todo su linaje deshonrado, y con perpetua materia de dolor. Y con todo esto es tan grande la fuerza deste apetito, o por mejor decir la potencia deste tirano, que le hace pasar por todo esto y beber todos estos tragos tan horribles con grandísima facilidad, por hacer lo que él le manda. Pues, ¿qué tirano obligó jamás a un cautivo que tuviese, a obedecer con tan grande riesgo a lo que él le mandase? ¿Qué más duro y miserable cautiverio quieres que éste?

     Pues en este estado generalmente viven los malos, como claramente lo significó el profeta, cuando dijo: «Sentados están en tinieblas y sombra de muerte, padeciendo hambre y estando presos con cadenas de hierro.» Pues, ¿qué tinieblas son éstas, sino la ceguedad en que viven los malos -de que arriba tratamos-, pues ni conocen a sí ni a Dios como conviene, ni para qué viven, ni para qué fin fueron criados, ni la vanidad de las cosas que aman, ni el mismo cautiverio y servidumbre en que viven? ¿Y qué cadenas son éstas con que están presos, sino las fuerzas de las aficiones con que están sus corazones aferrados con las cosas que desordenadamente aman? ¿Y qué hambre es esta que padecen, sino el apetito insaciable que tienen de infinitas cosas que no alcanzan?'¿Pues qué mayor cautiverio quieres que éste?

     Veamos esto mismo por otros ejemplos. Pon los ojos en Amnón, hijo primogénito de David, el cual, después que puso los suyos en su hermana Thamar, de tal manera se cegó con estas tinieblas y se prendió con estas cadenas y se afligió con esta hambre, que vino a perder el comer, el beber, el sueño, la salud, y caer en cama enfermo con la fuerza desta pasión. Pues dime qué tales eran las cadenas de la afición y aprensión con que estaba su corazón cautivo, pues tal impresión hicieron en la carne y en los mismos humores del cuerpo, que bastaron para causarle tan grande enfermedad. Y porque no pienses que la cura desta dolencia es alcanzarse lo que se desea, mira bien cómo quedó más enfermo y más perdido, después que alcanzó lo que deseaba, de lo que estaba antes. Porque muy mayor dice la Escritura que fue el odio con que aborreció después a la hermana, que el amor que antes le había tenido. De manera que no quedó con el vicio libre de la pasión, sino trocóla por otra mayor. Pues, ¿hay tirano en el mundo que así vuelva y revuelva sus prisioneros, y así les haga tejer y destejer, andar y desandar los mismos caminos?

     Tales, pues, son todos los que están tiranizados deste vicio, los cuales apenas son señores de sí mismos, pues ni comen ni beben ni piensan ni hablan ni sueñan sino en él, sin que ni el temor de Dios, ni el ánima, la conciencia, ni paraíso ni infierno ni muerte ni juicio, ni aun a veces la misma vida y honra que ellos tanto aman, sea parte para revocarlos deste camino ni romper esta cadena. Pues, ¿qué diré de los celos déstos, de los temores, de las sospechas y de los sobresaltos y peligros en que andan noche y día, aventurando las almas y las vidas por estas golosinas? ¿Hay, pues, tirano en el mundo que así se apodere del cuerpo de su esclavo, como este vicio del corazón? Porque nunca un esclavo está tan atado al servicio de su señor, que no le queden muchos ratos, de día y de noche, en que huelgue y entienda en lo que le cumple. Mas tal es este vicio y otros semejantes, que después que se apoderan del corazón, de tal manera lo prenden y se lo beben todo, que apenas le queda al hombre valor ni habilidad ni tiempo ni entendimiento para otra cosa.

     Por lo cual, no en balde dijo el Eclesiástico que las mujeres y el vino robaban el corazón de los sabios, porque casi tan alienado queda un hombre con este vicio, por sabio que sea, y tan inhábil para todas las cosas que son propias de hombre, como si hubiese bebido una cuba de vino. Y para significar esto el ingenioso poeta, finge de aquella famosa reina Dido, que en el punto que se cegó con la afición de Eneas, luego desistió de todos los públicos ejercicios y reparos de la ciudad. De manera que ni los muros comenzados iban adelante, ni la juventud ejercitaba las armas, ni los oficiales públicos entendían en fortalecer los puertos, ni en los otros pertrechos necesarios para defensión de la patria. Porque este tirano de tal manera dice prendió todos los sentidos desta mujer, que para todo quedó inhábil, sino sólo para aquel cuidado, el cual cuanto más se apoderó del corazón, tanto menos le dejó de valor para todo lo demás. ¡Oh vicio pestilencial, destruidor de las repúblicas, cuchillo de los buenos ejercicios, muerte de las virtudes, niebla de los buenos ingenios, enajenamiento del hombre, embriaguez de los sabios, locura de los viejos, furor y fuego de los mozos, y común pestilencia del género humano!

     Y no sólo en este vicio, mas en todos los otros hay esta misma tiranía. Si no, pon los ojos en el ambicioso y vanaglorioso que anda perdido por el humo de la honra, y mira cuán sujeto vive a este deseo, cuán apetitoso de gloria, cuán diligente en procurarla, pues toda la vida y todas la cosas ordena para este fin: el servicio, el acompañamiento, el vestido, el calzado, la mesa, la cama, el aparato de casa, los criados, los gestos, los meneos, la manera del andar y del hablar y del mirar, y finalmente todo cuanto hace, para este fin lo hace, pues de tal manera lo hace como más convenga para parecer mejor y ser loado y alcanzar este soplo de viento. De manera que, si bien lo miras, todo lo que ordinariamente dice y hace es armar lazos y redes para cazar este aplauso y aire popular. Y si nos maravillamos del otro emperador que gastaba todas las siestas en andar a caza de moscas con un punzón en la mano, ¿cuánto es más de maravillar la locura deste miserable, que no sólo las siestas, sino toda la vida gasta en cazar este humo y airecico del mundo? Por lo cual el triste, ni hace lo que quiere ni viste como quiere ni va donde quiere, pues deja muchas veces de ir aun a las iglesias y tratar con los buenos por miedo de lo que el mundo, a quien él vive sujeto, dirá. Y lo que más es, por esto gasta mucho más de lo que quiere y de lo que tiene, y se pone en mil necesidades con que infierna su anima, y también las de sus descendientes, a los cuales deja por herederos de sus deudas e imitadores de sus locuras. Pues, ¿qué pena merecen éstos, sino la que escriben haber dado un rey a un hombre muy ambicioso, al cual mandó que diesen humo a narices hasta que muriese, diciendo que justamente era castigado con muerte de humo, pues toda la vida había gastado en procurar humo de vanidad? Pues, ¿qué mayor miseria que ésta?

     ¿Qué diré también del avariento codicioso, que no sólo es esclavo, sino también idólatra de su dinero, a quien sirve, a quien adora, a quien obedece en todo cuanto le manda, por quien ayuna y se quita el pan de la boca, y a quien finalmente ama más que a Dios, pues por él mil veces ofende a Dios? En él tiene su descanso, en él su gloria, en él su esperanza, en él todo su corazón y pensamiento; con él se acuesta, con él se levanta, y toda la vida y todos los sentidos emplea en tratar dél, olvidado de sí y de todo lo ál. Deste tal, ¿diremos que es señor del dinero para hacer dél lo que quisiere, o esclavo y cautivo dél, pues no ordena el dinero para sí, sino a sí para el dinero, quitándolo de la boca y aun del ánima para ponerlo en él?

     Pues, ¿qué mayor cautiverio puede ser que éste? Porque si llamáis cautivo al que está encerrado en una mazmorra, o al que tiene los pies en un cepo, ¿cómo no estará preso el que tiene el ánima presa con la afición desordenada de lo que ama? Porque cuando esto hay, ninguna potencia queda al hombre perfectamente libre, ni es señor de sí mismo, sino esclavo de aquello que desordenadamente ama, porque donde está su amor, allí está preso su corazón, aunque no se pierda por eso su libre albedrío. Y no hace al caso con qué género de ataduras estés preso, si la mejor y mayor parte de ti lo está. Ni disminuye la servidumbre desta prisión, que estés voluntariamente preso; porque si ella es verdadera prisión, tanto será más peligrosa, cuanto fuere más voluntaria, pues vemos que no disminuye la malicia del veneno ser muy dulce, si él es de verdad veneno. Y no puede ser mayor prisión que la que de tal manera tira por ti y te tiene preso, que te hace cerrar los ojos a Dios, a la verdad, a la honestidad y a las leyes de justicia, y de tal manera te tiene tiranizado, que así como el beodo no es señor de sí mismo, sino el vino, así el que desta manera está preso, no es del todo señor de sí mismo, sino de su pasión, aunque no por esto pierda su libre albedrío. Y si el cautiverio es tormento, ¡qué mayor tormento que el que uno destos miserables padece, pues infinitas veces, ni puede alcanzar lo que desea, ni quiere dejar de desearlo, ni sabe qué se haga, ni qué camino se tome! Y con esta perplejidad viene a decir lo que el otro poeta dijo a una mujer mal acondicionada: «Aborrézcote y ámote juntamente; y si me preguntas la causa, la causa es porque, ni puedo vivir contigo, ni puedo pasar sin ti.» Pues ya si alguna vez acomete a romper estas cadenas y vencer estas aficiones, halla luego tan grande resistencia, que muchas veces desespera de la victoria, y así se torna el miserable otra vez a meter de pies en la misma cadena. ¿Parécete, pues, que se puede llamar tormento y cautiverio éste?

     Y si fuese ésta una sola cadena, menos mal sería, porque estando el hombre preso con una sola prisión, y peleando con un solo enemigo, menos desconfiaría de vencerlo. Mas, ¿qué diremos de otras prisiones de aficiones con que este miserable está preso? Porque como la vida humana está sujeta a tantas maneras de necesidades, todas éstas son cadenas y motivos de codicias, porque son grandes lazos con que se prende nuestro corazón, aunque esto sea mas en unos que en otros. Porque hay algunos hombres naturalmente tan aprensivos, que apenas pueden desasirse de lo que una vez aprehenden. Otros hay melancólicos, a quien también hace aprensivos y vehementes en sus deseos este humor. Otros hay pusilánimes, a quien todas las cosas parecen grandes y muy dignas de ser estimadas y deseadas, por pequeñas que sean, porque al corazón pequeño todo le parece grande, por poco que sea, como Séneca dijo. Otros hay naturalmente vehementes en todas las cosas que desean, como son ordinariamente las mujeres, las cuales dice un filósofo que aman o aborrecen porque no saben tener medio en sus aficiones. Todos éstos, pues, padecen muy duro y áspero cautiverio con la fuerza de las pasiones que los cautivan. Pues si tan grande miseria es estar preso con una sola cadena y ser esclavo de un solo señor, ¿qué será estar preso con tantas cadenas y ser esclavo de tantos señores, como lo es el malo, el cual tantos señores tiene cuantas son las pasiones a que obedece y los vicios a que sirve?

     Pues, ¿qué mayor miseria que ésta? Si toda la dignidad del hombre, en cuanto hombre, consiste en dos cosas, que son razón y libre albedrío, ¿qué cosa más contraria a lo uno y a lo otro que la pasión, que ciega la razón y lleva tras sí el libre albedrío? Por donde verás cuán perjudicial y dañosa sea cualquiera desordenada pasión, pues así derriba al hombre de la silla de su dignidad, oscureciéndole la razón y pervirtiéndole el libre albedrío, sin las cuales dos cosas el hombre no es hombre, sino bestia. Ésta es, pues, hermano, la miserable servidumbre en que viven todos los malos, como gente que no se rige por Dios ni por razón, sino por apetito y pasión.

 
III

De la libertad en que viven los buenos

 

     Pues desta tan miserable servidumbre nos vino a librar el Hijo de Dios, y ésta es la libertad y victoria que celebra el profeta Isaías, cuando dice: «Alegrarse han, señor, en ti tus redimidos, como los labradores cuando cogen el fruto de sus labranzas, y como se alegran los vencedores después de tomada la presa, cuando reparten los despojos. Porque tú, señor, quitaste de encima dellos el yugo pesado que los apremiaba y la vara que los hería y el cetro del tirano que con tributos desaforados los oprimía. Todos estos nombres de yugo, de vara, de cetro, convienen a la tiranía y fuerza de nuestro apetito, porque dél, como de muy propio instrumento, se aprovecha el demonio, que es el príncipe de este mundo, para tiranizar los hombres y sujetarlos al pecado. Pues de toda esta fuerza y potencia nos libró el Hijo de Dios con la abundancia de la gracia que con el sacrificio de su muerte nos ganó. Por lo cual dice el apóstol que nuestro viejo hombre fue juntamente crucificado con él. Y llama aquí «viejo hombre» este apetito que se desordenó por aquel primer pecado, porque por aquel grande sacrificio y mérito de su pasión nos alcanza gracia para sojuzgar este tirano y ponerlo debajo los pies y hacerlo pasar por la pena del talión, crucificando a quien antes nos crucificaba, y cautivando a quien antes nos tenía cautivos. Y así viene a cumplirse lo que el mismo Isaías en otra parte profetizó, diciendo: «Prenderán a los que antes los prendían, y sujetarán a sus opresores.» Porque, antes de la gracia, nuestro apetito sensual traía sujeto y tiranizado a nuestro espíritu, haciéndolo servir a sus malos deseos, como arriba se declaró. Mas recibida la gracia, de tal manera es ayudado por ella, que prevalece contra este tirano, y le sujeta y hace obedecer a lo que es razón.

     Esto fue maravillosamente figurado en la muerte de Adonibezec, rey de Jerusalén, a quien mataron los hijos de Israel, cortándole primero los pies y las manos. El cual como así se viese, y se acordase de las crueldades y tiranías que hasta allí había usado, dijo estas palabras: «Sesenta reyes, cortados los pies y las manos, comían debajo de mi mesa las migajas que della caían, y ahora veo que de la manera que yo lo hice, así lo ha hecho Dios conmigo.» Y añade la Escritura que lo llevaron así como estaba a Jerusalén, y que ahí murió. Este tan cruel tirano, figura es del príncipe deste mundo, el cual antes de la venida del Hijo de Dios, generalmente mancaba los hombres de pies y de manos, destroncándolos e inhabilitándolos para servir a Dios, cortándoles las manos para no hacer bien, y los pies para no desearlo. Y demás desto, haciéndolos andar comiendo las migajuelas pobres que de su mesa caían, que son los deleites mundanales y sensuales con que este mal príncipe apacienta a sus servidores. Los cuales con mucha razón se llaman «migajas» y no «pedazos de pan», por la escasez grande con que este tirano reparte a los suyos estos relieves, pues nunca se los da en la hartura y abundancia que ellos desean. Mas después que el Salvador vino al mundo, hizo pasar a este tirano por la pena que él daba a los otros, cortándole los pies y las manos, esto es, deshaciendo y quebrantando todas sus fuerzas. Cuya muerte señaladamente se dice fue en Jerusalén, porque ahí fue donde el salvador del mundo, muriendo, mató al príncipe de este mundo, y donde siendo él crucificado, le crucificó y ató de pies y manos, y le quitó su poder. Y así, luego después de su sacratísima pasión comenzaron los hombres a triunfar deste tirano, enseñoreándose tan poderosamente del mundo, del demonio y de todos sus vicios y apetitos, que todos los tormentos y halagos del mundo no fueron bastantes para derribarlos en un pecado mortal.

 
IV

De las causas de do procede esta libertad

 

     ¿Preguntarás, por ventura, de dónde procede esta tan maravillosa victoria y libertad? A esto digo que, después de Dios, procede primeramente, como ya dijimos, de la divina gracia, la cual, mediante las virtudes que della proceden, de tal manera adormece y templa el furor de nuestras pasiones, que no las deja prevalecer contra la razón. Por donde así como los encantadores suelen con algunas palabras encantar las serpientes para que no hagan mal a nadie, de manera que estando vivas no son ponzoñosas, y teniendo veneno no dañan con el, así también esta divina gracia de tal modo encanta estas ponzoñosas serpientes de nuestras pasiones, que estándose ellas vivas y enteras en el ser de naturaleza, no lo están en la malicia de la ponzoña, pues no bastan, como antes hacían, para empozoñar nuestra vida. Lo cual divinamente significó el profeta Isaías, cuando dijo: «Alegrarse ha el niño de teta sobre los agujeros de la serpiente; y el que estuviere ya destetado, meterá seguramente la mano en la cueva del basilisco. No harán mal ni matarán en todo mi santo monte, porque la tierra estará tan llena del conocimiento de Dios, como de las aguas del mar que la cubre.» Pues claro está que no habla aquí el profeta de las serpientes materiales, sino de las espirituales, que son nuestras pasiones y malas inclinaciones, que cuando se desmandan, bastan para emponzoñar el mundo. Ni tampoco habla de niños corporales, sino espirituales. Entre los cuales se llama «niño de teta» el que comienza a servir a Dios, que aún ha menester leche para criarse; y «destetado» el que está ya más aprovechado, que puede andar por su pie y comer pan con corteza. Pues tratando de los unos y de los otros, dice de los primeros que se alegrarán de ver cómo, estando en compañía destas espirituales serpientes, por virtud de la divina gracia no recibirán dellas daño mortal consintiendo en el pecado; mas de los postreros, que están ya destetados y adelantados en el camino de Dios, dice que «meterán la mano en la cueva del basilisco», esto es, que los guardará Dios aun entre mayores peligros, porque en ellos se cumplirá aquella promesa del salmo, que dice: «Sobre la serpiente y basilisco andarás, y pondrás los pies sobre el león y el dragón.» Pues éstos son los que, metiendo las manos en la cueva del basilisco, no recibirán daño, porque la abundancia de la gracia que se derramará sobre la tierra, de tal manera encantará estas serpientes, que no sean parte para hacer daño a los hijos de Dios.

     Esto mismo, aun más claramente y sin metáforas, explicó el apóstol cuando, después de haber tratado muy copiosamente de la tiranía de nuestros apetitos y de nuestra carne, al cabo exclamó diciendo: «¡Miserable de mí!, ¿quién me librará del cuerpo desta muerte?» Responde él mismo en una palabra, diciendo: «La gracia de Dios que se nos da por Cristo.» En el cual lugar no entiende él por «el cuerpo de muerte», este cuerpo sujeto a la muerte natural que todos esperamos, sino el que en otro lugar llama él «cuerpo de pecado», que es nuestro apetito mal inclinado, del cual, como de un cuerpo, proceden los miembros de todas las pasiones y deseos desordenados que nos llevan a pecar. Y deste tal cuerpo, como de un cruel tirano, dice el apóstol que nos libra la gracia que se da por Cristo, como está dicho.

     Después de la cual, la segunda y muy principal causa es la grandeza del alegría y de las consolaciones espirituales de que los justos gozan, según que arriba declaramos. La cual de tal manera apaga la sed de todos sus deseos, que con esto fácilmente vencen y despiden de sí todos los apetitos y deseos, y hallada esta fuente de todos los bienes, luego pierden el apetito congojoso de todos los otros bienes, como el Señor lo declaró a la mujer samaritana, diciendo: «Quien bebiere del agua que yo le daré -que es la divina gracia- nunca jamás padecerá sed». Lo cual dice san Gregorio en una homilía por estas palabras: «El que perfectamente ha conocido la dulcedumbre de la vida celestial, luego desampara todas las cosas que sensualmente amaba, deja lo que poseía, derrama lo que allegaba, enciéndesele el corazón con deseos del cielo, desagrádale todo lo que hay en la tierra y parécele feo todo lo que antes le era hermoso, porque sólo el resplandor desta preciosa margarita reluce en su ánima. Pues desta manera, lleno el vaso de nuestro corazón deste licor celestial, y apagada con él la sed de nuestra ánima, no tiene por qué andar hambreando y procurando los bienes perecederos de esta vida, y así queda libre de las cadenas de las aficiones dellos, porque donde no hay deseo ni amor, no hay cadena ni prisión. Y desta manera, el corazón que vino a hallar al señor de todo, se halla él también en su manera señor de todo, pites tiene resumidos los otros bienes en este bien.

     Con estos dos favores de Dios -que, para esta libertad, nos ayuda-, se junta también la diligencia y cuidado que los buenos tienen de sujetar la carne al espíritu, y la pasiones a la razón, con la cual vienen ellas poco a poco a mortificarse y habituarse a lo bueno, y a perder muy gran parte del furor y brío que antes tenían. Porque, como dice san Crisóstomo, si las bestias fieras, acostumbradas a tratar con los hombres, vienen por tiempo a perder su natural fiereza y envestirse de la blandura y mansedumbre de los hombres -por donde dijo el poeta que el tiempo y la costumbre hacía a los leones obedecer a los hombres-, ¿qué mucho es que nuestras pasiones naturales, acostumbradas a obedecer a la razón, vengan poco a poco a razonarse y domesticarse, esto es, a participar en algo la condición del espíritu y de la razón, y holgar con las obras della? Y si para esto basta el uso y la buena costumbre, ¿cuánto más bastará la gracia ayudada con la misma costumbre?

     Pues de aquí nace que muchas veces los siervos de Dios, sensualmente, si decirse puede, huelguen más con el recogimiento y con el silencio, y con la lección y oración y meditación, y con otros tales ejercicios, que nunca holgaran con el juego y con la caza y con todas las conversaciones y recreaciones del mundo, las cuales ellos tienen por tormento, de tal manera que aun la misma carne viene a aborrecer lo que antes amaba, y tomar gusto y contentamiento en lo que antes aborrecía. Lo cual es en tanta manera verdad, que muchas veces, como dice san Buenaventura en el prólogo del Estímulo del amor de Dios, se deleita tanto la parte interior de nuestra ánima en los ejercicios de la oración y comunicación con Dios, que recibe tormento cuando por algún justo impedimento la apartan de allí. Y esto es lo que quiso significar el profeta, cuando dijo: «Alabaré yo al Señor porque me dio entendimiento, y también porque de noche mis rehenes me reprenden -o, como trasladó otro intérprete, me enseñan-». Ésta es, cierto, una señalada obra de la divina gracia. Porque por «las rehenes» entienden aquí los exponedores los afectos y movimientos interiores del hombre, que suelen ser, como ya dijimos, estímulos y despertadores de pecar. Los cuales, por virtud de la gracia, muchas veces no sólo no nos incitan al mal de la manera que solían, mas antes a veces ayudan al bien; y no sólo no sirven al demonio en cuyos reales servían, mas antes pasándose a los de Cristo, vuelven las armas contra el enemigo.

     Lo cual aunque en muchos ejercicios de vida espiritual se pueda ver, pero señaladamente en el afecto de la contrición y dolor de los pecados, en el cual tiene también su parte la porción inferior de nuestra ánima, afligiéndose y derramando lágrimas por ellos. Y por esto dice el santo profeta que «de noche» -cuando suelen los justos al cabo del día examinar su conciencia y llorar sus culpas; cuando este profeta dice en otra parte que barría su espíritu con este ejercicio-, entonces le reprendían sus rehenes, porque con el desabrimiento que en esta parte de su ánima sentía por haber ofendido a Dios, quedaba castigado y escarmentado para no volver a cometer lo que tanto le había dolido. Por lo cual con mucha razón da gracias al Señor, porque no sólo la parte superior de su ánima donde está la razón le convidaba al bien, mas también la parte inferior della, que comúnmente suele ser incentivo y despertador de mal. Mas aunque esto en su manera sea verdad, y sea ésta una grande gloria de la redención de Cristo que, como perfectísimo redentor, perfectísimamente nos redimió y libertó, no por eso debe nadie descuidarse ni fiarse de su carne, por muy mortificada que esté, mientras vive en esta vida mortal.

     Éstas, pues, son las causas principales desta maravillosa libertad. De la cual, entre otros efectos, se siguen un nuevo conocimiento de Dios y una confirmación de la fe y religión que profesamos, como claramente lo testifica el mismo señor por Ezequiel, diciendo: «Conocerán los hombres que soy Dios, cuando quebrare las cadenas del yugo dellos y los librare de las manos de los que los tenían tiranizados.» Este yugo ya dijimos que era la sensualidad o apetito desordenado de pecar, que dentro de nuestra carne mora, y nos oprime y sujeta al pecado. Las cadenas deste yugo son las malas inclinaciones con que el demonio nos prende y lleva tras sí, las cuales son tanto más fuertes, cuanto más confirmadas están con la mala costumbre, como san Agustín lo confiesa en sí mismo, diciendo: «Preso estaba yo, no con hierro, sino con mi propia voluntad, que era más dura que hierro. Mi querer tenía en sus manos mi enemigo, y de mí había hecho cadena contra mí, con la cual me tenía preso. Porque de mi perversa voluntad nació mi mal deseo, y del mal deseo el vicio, y de la continuación del vicio la costumbre; y ésta era la cadena con que el demonio tenía preso mi corazón.» Pues cuando un hombre se vio algún tiempo desta manera preso como se vio este mismo santo, y probando muchas veces a salir deste cautiverio, halló tan dificultosa la salida como él mismo la halló; cuando después de vuelto a Dios ve quebradas estas cadenas y mortificadas estas pasiones, y se halla libre y señor de sus apetitos, y ve puesto debajo de sus pies el yugo que tenía sobre sus hombros, ¿qué ha de hacer sino conjeturar por aquí que es Dios el que quebró tales cadenas y quitó aquel yugo tan pesado de su cerviz? ¿Qué ha de hacer sino alabar a Dios con el profeta, diciendo: «Quebraste, señor, mis ataduras; a ti sacrificaré sacrificio de alabanza e invocaré tu santo nombre»?