Capítulo XVI

Del quinto privilegio de la virtud, que es el alegría de la buena conciencia e que gozan los buenos, y del tormento y remordimiento interior que padecen los malos

     Con el alegría de las consolaciones del Espíritu Santo se junta otra manera de alegría que tienen los justos con el testimonio de la buena conciencia. Para entender la dignidad y condición deste privilegio, es de saber que la divina providencia, la cual a todas las criaturas proveyó de lo necesario para su conservación y perfección, queriendo que la criatura racional fuese perfecta, proveyóle suficientemente de todo lo que para esto era necesario. Y porque la perfección desta criatura consiste en la perfección de su entendimiento y voluntad, que son las dos principales potencias de nuestra anima, la una de las cuales se perfecciona con la ciencia y la otra con la virtud, por esto, en el entendimiento crió los principios universales de todas las ciencias, de donde proceden las conclusiones dellas, y en la voluntad crió la simiente de todas las virtudes -porque en ella puso una natural inclinación a todo lo bueno, y un aborrecimiento a todo lo malo-, la cual así como naturalmente se huelga con lo uno, así también se entristece y murmura contra lo otro como contra cosa que naturalmente aborrece. La cual inclinación es tan natural y tan poderosa, que puesto caso que con la costumbre larga del mal vivir se puede enflaquecer y debilitar, mas nunca del todo se puede extinguir y acabar, así como acaece también a nuestro libre albedrío, el cual, aunque con el uso del pecar se debilita y enflaquece, mas nunca del todo muere. Y en figura desto leemos que, entre todas las calamidades y pérdidas del santo Job, nunca faltó un criado que escapase de aquella rota, el cual le viniese a dar cuenta della. Y desta manera, nunca falta al que peca este criado, que los doctores llaman sindéresis de la conciencia, que entre todas las otras pérdidas queda salvo, y entre todas las otras muertes vivo, el cual no deja de representar al malo los bienes que perdió cuando pecó y el estado miserable en que cayó.

     En lo cual maravillosamente resplandece el cuidado de la providencia divina y el amor que tiene a la virtud, pues así nos proveyó de un perpetuo despertador que nunca durmiese, y de un perpetuo predicador que nunca se enmudeciese, y de un maestro y ayo que siempre nos encaminase al bien. Esto entendió maravillosamente Epicteto, filósofo estoico, el cual dice que así como los padres suelen encomendar sus hijos cuando son pequeños a algún ayo que tenga cuidado de apartarlos de todo vicio y encaminarlos a toda virtud, así Dios, como padre nuestro, después de ya criados, nos entregó a esta natural virtud que llamamos conciencia, como a otro ayo, para que ella nos estuviese siempre enseñando y encaminando a todo bien, y acusando y remordiendo en el mal.

     Pues así como esta conciencia es ayo y maestro de los buenos, así por el contrario es verdugo y azote de los malos, que interiormente los azota y acusa por los males que hacen, y echa acíbar en todos sus placeres, de tal manera, que apenas han dado el bocado en la cebolla de Egipto, cuando luego les salta la lágrima viva en el ojo. Y ésta es una de las penas con que Dios amenaza a los malos por Isaías, diciendo que «entregará a Babilonia en poder del erizo», porque por justo juicio de Dios es entregado el corazón del malo -que es aquí entendido por Babilonia- a los erizos, que son los demonios, y son también las espinas de los aguijones y remordimientos de la conciencia que consigo traen los pecados, los cuales, como espinas muy agudas, atormentan y punzan su corazón.

     Y si quieres saber qué espinas sean éstas, digo que una espina es la misma fealdad y enormidad del pecado, la cual de sí es tan abominable, que decía un filósofo: «Si supiese que los dioses me habían de perdonar y los hombres no lo habían de barruntar, todavía no osaría cometer un pecado, por sola la fealdad que hay en él.» Otra espina es cuando el pecado trae consigo perjuicio de partes, porque entonces se representa él como aquel derramamiento de la sangre de Abel, que estaba clamando a Dios y pidiendo venganza. Y así se escribe en el primer libro de los Macabeos que se le representaban al rey Antíoco los grandes males y agravios que había hecho en Jerusalén, los cuales tanto le apretaron, que le causaron tristeza y mal de la muerte. Y así, estando él para morir, dijo: «Acuérdome de los males que hice en Jerusalén, de donde tomé tantos tesoros de oro y plata, y destruí los moradores de la ciudad sin causa, por donde conozco que me vinieron todos estos males que padezco, y así muero ahora con tristeza grande en tierra ajena.» Otra espina es la infamia que se sigue del mismo pecado, la cual el malo ni puede dejar de barruntar ni puede dejar de sentir, pues naturalmente desean los hombres ser bienquistos, y sienten mucho ser malquistos, pues como dijo un sabio: «No hay en el mundo mayor tormento que el público odio.» Otra espina es el temor necesario de la muerte y la incertidumbre de la vida, el recelo de la cuenta y el horror de la pena eterna, porque cada cosa déstas es una espina que hiere y punza muy agudamente el corazón del malo, tanto, que todas cuantas veces se le ofrece la memoria de la muerte, por un cabo tan cierta, y por otro tan incierta, no puede dejar de entristecerse, como el Eclesiástico dice, porque ve que aquel día ha de vengar sus maldades y poner fin a todos sus vicios y deleites, la cual memoria nadie puede desechar de sí, pues no hay cosa más natural al mortal que morir. Y de aquí nace que con cualquiera mala disposición que tenga, luego está lleno de temores y sobresaltos, si morirá, si no morirá, porque la vehemencia del amor propio y la pasión del temor le hacen haber miedo de las sombras y temer donde no hay que temer. Pues ya si hay en la tierra comunes enfermedades, si muertes, temblores de tierra, o truenos o relámpagos, luego se turba y altera con el miedo de su mala conciencia, figurándosele que todo aquello puede venir por su causa.

     Pues todas estas espinas juntas atormentan y punzan el corazón de los malos, como muy a la larga lo escribe uno de aquellos amigos del santo Job, cuyas palabras en sentencia referiré aquí para mayor luz desta doctrina. «Todos los días de su vida -dice él- persevera el malo en su soberbia, siendo tan incierto el número de los años de su tiranía. Siempre suenan en sus oídos voces de temor y de espanto, que son los clamores de la mala conciencia, que le está siempre remordiendo y acusando. En medio de la paz teme celadas de enemigos, porque por muy pacífico y contento que viva, nunca faltan temores y sobresaltos a la mala conciencia. No puede acabar de creer que le sea posible venir de las tinieblas a la luz, esto es, no cree que sea posible salir de las tinieblas de aquel miserable estado en que vive, y alcanzar la serenidad y tranquilidad de la buena conciencia, la cual, como una luz hermosísima, alegra y esclarece todos los senos y rincones del ánima, porque siempre le parece que por todas partes ve la espada delante de sí desnuda, de tal manera, que aun cuando se sienta a comer a la mesa, donde generalmente se suelen los hombres alegrar, allí no le faltan temores y sobresaltos y desconfianzas, pareciéndole que le está aguardando el día de las tinieblas, que es el día de la muerte y del juicio y de la sentencia final. De manera que las tribulaciones y angustias le espantan y cercan por todas partes, así como va cercado un rey de su gente cuando entra en la batalla.» Desta manera, pues, escribe aquí este amigo de Job la cruel carnicería que pasa en el corazón destos miserables, porque, como dijo muy bien un filósofo, «por ley eterna de Dios siempre persigue el temor a los malos». Lo cual concuerda muy bien con aquella sentencia de Salomón, que dice: «Huye el malo sin que nadie lo persiga, mas el justo está confiado y esforzado como un león.»

     Todo esto comprende en pocas palabras san Agustín, diciendo: «Mandásteislo, señor, y verdaderamente ello es así, que el ánimo desordenado sea tormento de sí mismo.» Lo cual generalmente se halla en todas las cosas. Porque, ¿que cosa hay en el mundo, que estando desordenada, no esté naturalmente inquieta y descontenta? El hueso que está fuera de su juntura y lugar natural, ¡qué dolores causa! El elemento que está fuera de su centro, ¡qué violencia padece! Los humores del cuerpo humano, cuando están fuera de aquella proporción y templanza natural que habían de tener, ¡qué enfermedades causan! Pues como sea cosa tan propia y tan debida a la criatura racional vivir por orden y por razón, siendo la vida desordenada y fuera de razón, ¿cómo no ha de padecer y reclamar la naturaleza desta criatura? Muy bien dijo el santo Job: «¿Quién jamás resistió a Dios y vivió en paz?» Sobre las cuales palabras dice san Gregorio que así como Dios crió las cosas maravillosamente, así las dispuso muy ordenadamente, para que así se conservasen y permaneciesen en su ser. De donde se infiere que quien resiste a la disposición y orden del criador deshace el concierto de la paz que dello se seguía, porque no pueden estar quietas las cosas que salen del compás de la divina disposición. Y así, las que permaneciendo en la sujeción de Dios vivían en orden y en paz, salidas desta sujeción, juntamente con el orden pierden la paz. Como se ve claro en el primero hombre y en el ángel que cayeron, los cuales, porque haciendo su voluntad salieron de la orden y sujeción de Dios, juntamente con la orden perdieron la felicidad y paz en que vivían; y el hombre, que estando sujeto era señor de sí, cuando perdió esta sujeción, halló la guerra y la rebelión dentro de sí.

     Éste es, pues, el tormento en que por justo juicio de Dios viven los malos, que es una de las grandes miserias que en esta vida padecen. Así lo predican generalmente todos los santos. San Ambrosio, en el libro de sus Oficios, dice: «¿Qué pena hay más grave que la llaga interior de la conciencia? ¿Por ventura no es este mal más para huir de la muerte, que las pérdidas de la hacienda, que el destierro, que la enfermedad y el dolor?» San Isidoro dice: «De todas las cosas puede huir el hombre, sino de sí mismo, porque doquiera que fuere, no le ha de desamparar el tormento de la mala conciencia.» Y en otro lugar dice él mismo: «Ninguna pena hay mayor que la de la mala conciencia. Por tanto, si quieres nunca estar triste, vive bien.» Lo cual es en tanta manera verdad, que hasta los mismos filósofos gentiles, sin conocer ni creer las penas con que nuestra fe castiga a los malos, confiesan esta misma verdad. Y así dice Séneca: «¿Qué aprovecha esconderse y huir de los ojos y oídos de los hombres? La buena conciencia llama por testigos a todo el mundo, pero la mala, aunque esté en la soledad, está solícita y congojosa. Si es bueno lo que haces, sépanlo todos; si es malo, ¿qué hace al caso que no lo sepan los otros, si lo sabes tú? ¡Oh, miserable de ti si menosprecias este testigo, pues es cierto que la propia conciencia vale, como dicen, por mil testigos! Y él mismo, en otra parte, dice que la mayor pena que se puede dar a una culpa es haberla cometido. Y en otra repite lo mismo, diciendo: «A ningún testigo de tus pecados debes temer más que a ti mismo; porque de todos los otros puedes huir, mas de ti no, como sea cierto que la maldad sea pena de sí misma.» Tulio, en una oración, dice: «Grande es la fuerza de la conciencia en cualquiera de las partes; y así, nunca temen los que no hicieron por qué, comoquiera que siempre viven en temor los que algo hicieron.»

     Éste es, pues, uno de los tormentos que perpetuamente padecen los malos, el cual se comienza en esta vida y se continuará en la otra, porque éste es aquel gusano inmortal, según lo llama Isaías, que eternalmente roerá y atormentará la conciencia de los malos. Y esto dice san Isidoro que es «llamar un abismo a otro abismo»: cuando los malos pasen del juicio de su conciencia al juicio de la condenación eterna.

 
I

De la alegría de la buena conciencia de que gozan los buenos

 

     Pues deste azote y carnicería tan cruel están libres los buenos, pues carecen de todos estos aguijones y estímulos de la conciencia, y gozan de las flores y frutos suavísimos de la virtud que el Espíritu Santo planta en sus ánimas, como un paraíso terrenal y vergel cercado en que él se deleita. Así lo llama san Agustín, escribiendo sobre el Génesis, donde dice: «El alegría de la buena conciencia que hay en el bueno, paraíso es. Por donde la Iglesia, en aquellos que viven con justicia, piedad y templanza, convenientemente se llama paraíso adornado con abundancia de gracias y de castos deleites.» Y en el libro que trata De cómo se han de enseñar los ignorantes, dice así: «Tú que buscas el verdadero descanso, el cual se promete a los cristianos después de la muerte, ten por cierto que también lo hallarás entre las molestias amarguísimas desta vida, si amares los mandamientos de aquel que lo prometió. Porque en muy poco espacio verás por experiencia cómo son más dulces los frutos de la justicia que los de la maldad, y más verdadera y dulcemente te alegrarás de la buena conciencia en medio de las tribulaciones que de la mala entre los deleites.» Hasta aquí son palabras de san Agustín, por las cuales entenderás ser tanta la alegría de la buena conciencia, que así como la miel no solamente es dulce, mas hace también dulces las cosas desabridas con que se junta, así la buena conciencia es tan alegre, que hace alegres todas las molestias de la vida.

     Y así como dijimos que la misma fealdad y enormidad del pecado atormentaba los malos, así, por el contrario, la misma hermosura y dignidad de la virtud alegra y consuela a los buenos, como claramente lo significó el profeta David, cuando dijo: «Los juicios del Señor -que son sus santos mandamientos- son verdaderos y justificados en sí mismos, y son más preciosos que el oro y piedras preciosas, y más dulces que el panal y la miel.» Y así, como en tales, se deleitaba él mismo en la guarda dellos, como él lo testificó en otro salmo, diciendo: «En el camino de tus mandamientos, señor, me deleité, así como en todas las riquezas del mundo.» La cual sentencia confirma su hijo Salomón en sus Proverbios, diciendo: «Alegría es al justo hacer justicia -que es lo mismo que hacer virtud-, y cumplir con las obligaciones que el hombre tiene sobre sí.» La cual alegría, aunque proceda de otras muchas causas, pero señaladamente procede de la misma dignidad y hermosura de la virtud, la cual, como dijo Platón, es de inestimable hermosura. Finalmente, es tan grande el fruto y gusto de la buena conciencia, que en ella pone san Ambrosio, en el libro de sus Oficios, la felicidad de los justos en esta vida. Y así dice él: «Tan grande es el resplandor de la virtud, que basta para hacer nuestra vida bienaventurada la tranquilidad de la conciencia y la seguridad de la inocencia.»

     Y así como los filósofos, sin lumbre de fe, conocieron el tormento de la mala conciencia, así conocieron el alegría de la buena, como lo muestra Tulio en el libro de las Cuestiones tusculanas, donde dice así: «La vida que se ha empleado en honestos y nobles ejercicios trae consigo tanta consolación, que los que desta manera vivieron, o no sienten trabajo, o lo tienen por muy liviano.» Él mismo dice en otro lugar que ningún teatro hay más público ni más honroso para la virtud, que el testimonio de la buena conciencia. Sócrates, preguntado quién podría vivir sin pasión, respondió que el que viviese bien. Y Bías, otrosí filósofo insigne, preguntado quién había en la vida que careciese de miedo, respondió que la buena conciencia. Y Séneca en una carta dice así: «El sabio nunca vive sin alegría, y esta alegría le viene de la buena conciencia.» En lo cual verás cuánto concuerda esta sentencia con aquello de Salomón que dice: «Todos los días del pobre son malos -conviene saber, trabajosos y penosos-, mas el ánima segura es como un banquete perpetuo.» No se podía más decir en tan pocas palabras, en las cuales se nos da a entender que, así como el que está en un convite se alegra con la variedad de los manjares y con la presencia de los amigos con quien los come, así el justo se alegra con el testimonio de la buena conciencia y con el olor de la presencia divina, de la cual tiene grandes prendas y conjeturas en su ánima. Sino la diferencia es ésta: que aquella alegría del convite es bestial y terrena, mas ésta es perpetua; aquélla se comienza con hambre y se acaba con hastío, ésta se comienza con la buena vida y se continúa con la perseverancia y se acaba con la gloria.

     Pues si los filósofos en tanto estimaban esta alegría, sin esperar nada en la otra vida por ella, el cristiano, que sabe cuántos bienes tiene Dios aparejados para galardonarla en la vida advenidera y cuántos en la presente, ¿cuánto más se alegrará? Y aunque este testimonio no deba carecer de un santo y religioso temor, pero este tal temor no sólo no desmaya, mas antes por una maravillosa manera esfuerza al que lo tiene, porque tácitamente nos da a entender que es más legítima y sana nuestra confianza, pues está acompañada y rectificada con este santo temor, del cual si careciese, no sería confianza sino falsa seguridad y presunción.

     Cata aquí, pues, hermano, otro privilegio de que gozan los buenos, del cual dice el apóstol: «Nuestra gloria es el testimonio de nuestra conciencia, que es haber vivido con simplicidad de corazón, y con pureza y sinceridad, y no con sabiduría carnal.»

     Esto es lo que con palabras se puede significar deste privilegio. Mas ni éstas ni otras muchas son más parte para declarar la excelencia dél a quien no tiene experiencia della, que quien quisiese con palabras dar a entender el sabor de un manjar exquisito a quien nunca lo probó. Porque sin duda esta alegría es tan grande, que muchas veces, cuando el bueno se halla triste y atribulado, y volviendo los ojos a todas partes no ve cosa que le consuele, volviendo los ojos hacia dentro y mirando la paz de su conciencia y el testimonio della, se consuela y esfuerza, porque entiende bien que todo lo demás, comoquiera que suceda, ni hace ni deshace a su caso, sino sólo esto. Y aunque, como dije, no pueda tener evidencia desto, mas así como el sol por la mañana, antes que se descubra, esclarece el mundo con la vecindad de su resplandor, así la buena conciencia, aunque no se conozca por evidencia, todavía alegra con el resplandor de su testimonio al ánima. Lo cual es en tanto grado verdad, que dice san Crisóstomo estas palabras: «Toda abundancia de tristeza, cayendo en una buena conciencia, así se apaga como una centella de fuego cayendo en un lago muy profundo de agua.»