Capítulo XIV

Del tercero privilegio de la virtud, que es la lumbre y conocimiento sobrenatural que da nuestro señor a los virtuosos

     EL tercero privilegio que se concede a la virtud es una especial lumbre y sabiduría que nuestro señor comunica a los justos, la cual procede de la misma gracia que dijimos, así como todos los otros. La razón desto es porque, como a la gracia pertenece sanar la naturaleza, así como cura el apetito y la voluntad enferma por el pecado, así también cura el entendimiento, que no menos quedó oscurecido por el mismo pecado, para que así, con lo uno entienda el hombre lo que debe hacer, y con lo otro lo pueda hacer. Conforme a lo cual dice san Gregorio en los Morales: «Pena es que fue dada por el pecado no poder cumplir el hombre lo que entendía, y también fue pena no entenderlo.» Por lo cual dijo el profeta: «El Señor es mi lumbre contra la ignorancia, y él es mi salud contra la impotencia». En lo uno le enseña lo que debe desear, y en lo otro le da fuerzas para que lo pueda alcanzar, y así lo uno como lo otro pertenece a la misma gracia.

     Para lo cual, demás del hábito de la fe y de la prudencia infusa que alumbran nuestro entendimiento para saber lo que ha de creer y lo que ha de obrar, se añaden los dones del Espíritu Santo. Entre los cuales, los cuatro pertenecen al entendimiento, que son el don de la sabiduría, para darnos conocimiento de las cosas más altas; el de la ciencia, para las más bajas; el del entendimiento, para penetrar los misterios divinos, y la conveniencia y hermosura dellos; y el del consejo, para sabernos haber en las perplejidades que muchas veces se ofrecen en esta vida. Todos estos rayos y resplandores proceden de la gracia, la cual por eso se llama en las escrituras divinas «unción», que, como dice san Juan, nos enseña todas las cosas. Porque así como el olio entrelos otros licores señaladamente sirve para sustentar la lumbre y para curar las llagas, así esta divina unción hace lo uno y lo otro, curando las llagas de nuestra voluntad y alumbrando las tinieblas de nuestro entendimiento. Y éste es aquel olio preciosísimo sobre todos los bálsamos, de que el santo rey David se preciaba cuando decía: «Ungiste, señor, mi cabeza con abundancia de olio», porque está claro que no hablaba él aquí ni de la cabeza material, ni tampoco del olio material, sino de la cabeza espiritual, que es la más alta parte de nuestra ánima -donde está el entendimiento, como Dídimo declara sobre este paso-, y del olio espiritual, que es la lumbre del Espíritu Santo con que esta lámpara se sustenta. Pues de la lumbre deste olio tenía grande abundancia este santo rey, lo cual él confiesa en otro salmo, donde dice que le había Dios manifestado las cosas inciertas y ocultas de su sabiduría.

     Hay también otra razón para esto. Porque como el oficio de la gracia sea hacer a un hombre virtuoso, y esto no pueda ser sino induciéndole a tener dolor y arrepentimiento de la vida pasada, amor de Dios, aborrecimiento del pecado, deseo de los bienes del cielo y desprecio del mundo, claro está que nunca podrá la voluntad tener éstos y otros tales afectos, si no tuviere en el entendimiento lumbre y conocimiento proporcionado que los despierte, pues la voluntad es potencia ciega que no puede dar un paso sin que el entendimiento vaya delante, alumbrándola y declarándole el mal o bien de todas las cosas, para que conforme a esto se aficione a ellas. Por lo cual dice santo Tomás, que así como crece en el ánima del justo el amor de Dios, así también crece el conocimiento de la bondad, amabilidad y hermosura de Dios en la misma proporción. De tal modo, que si cien grados crece lo uno, otros tantos crece lo otro, porque quien mucho ama, muchas razones de amor conoce en la cosa que ama, y quien poco, pocas. Y lo que se entiende claro del amor de Dios, también se entiende del temor y de la esperanza, y del aborrecimiento del pecado, el cual nadie aborrecerá sobre todas las cosas si no entendiere que es él un tan grande mal, que merece ser aborrecido sobre todas ellas. Pues así como el Espíritu Santo quiere que haya estos efectos en el ánima del justo, así también ha de querer que haya causas que los produzcan, así como queriendo que hubiese diversidad de efectos en la tierra, quiso también que la hubiese en las causas e influencias del cielo.

     Y demás desto, si es verdad que la gracia aposenta a Dios en el ánima del justo, según arriba declaramos, y Dios, como tantas veces dice san Juan, es lumbre que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, claro está que mientras más pura y limpia la hallare, más resplandecerán en ella los rayos de su divina luz, como lo hacen los del sol en un espejo muy acicalado y limpio. Por lo cual llama san Agustín a Dios «sabiduría del ánima purificada», porque ésta tal esclarece él con los rayos de su luz, enseñándole lo que le conviene para su salvación. Mas, ¿qué maravilla es hacer él esto con los hombres, pues lo mismo hace en su manera con todas las otras criaturas, las cuales por instinto del autor de la naturaleza saben todo aquello que conviene para su conservación? ¿Quién enseña a la oveja, entre tantas especies de yerbas como hay en el campo, la que le ha de dañar y la que le ha de aprovechar, y así pace la una y deja la otra; y conocer otrosí el animal que es su amigo y el que es su enemigo, y así huir del lobo y seguir al mastín, sino este mismo señor? Pues si este conocimiento da Dios a los brutos para que se conserven en la vida natural, ¿cuánto más proveerá a los justos de otro mayor conocimiento para que se conserven en la espiritual, pues no tiene menor necesidad el hombre dél para las cosas que son sobre su naturaleza, que el bruto para las que son conformes a la suya? Porque si tan solícita fue la divina providencia en la provisión de las obras de naturaleza, ¿cuánto más lo será en las de gracia, que son tanto más excelentes, y que tan levantadas están sobre toda la facultad del hombre?

     Y aun este ejemplo no sólo prueba que haya este conocimiento, sino declara también de la manera que es, porque no es tanto conocimiento especulativo cuanto práctico, porque no se da para saber sino para obrar, no para hacer sabios disputadores sino virtuosos obradores. Por lo cual no se queda en sólo el entendimiento, como el que se alcanza en las escuelas, sino comunica su virtud a la voluntad, inclinándola a todo aquello a que la despierta y llama el tal conocimiento. Porque esto es propio de los instintos del Espíritu Santo, el cual, como perfectísimo maestro, enseña muchas veces con esta perfección a los suyos lo que les conviene saber. Conforme a lo cual dice la esposa en los Cantares: «Mi ánima se derritió después que habló mi amado», en lo cual se muestra claro la diferencia que hay désta doctrina a las otras, pues las otras no hacen más que alumbrar el entendimiento, mas ésta regala también y mueve la voluntad, y penetra con su virtud todos los rincones y senos de nuestra ánima, obrando en cada uno aquello que conviene para su reformación, según que lo declara el apóstol, diciendo: «Viva es la palabra de Dios, y eficaz, la cual penetra mas que un cuchillo de dos filos agudo», pues llega a hacer división entre la parte animal y espiritual del hombre, apartando lo uno de lo otro y deshaciendo la mala liga que suele haber entre carne y espíritu, cuando el espíritu, juntándose con la mala mujer de su carne, se hace una cosa con ella. La cual liga deshace la virtud y eficacia de la palabra divina, haciendo que el hombre viva por sí vida espiritual y no carnal.

I

     Este es, pues, uno de los principales efectos de la gracia, y uno de los señalados privilegios que tienen los virtuosos en esta vida. Y porque esto, aunque probado por tan claras razones, por ventura parecerá a los hombres carnales oscuro de entender o dificultoso de creer, probarlo hemos ahora evidentísimamente por muchos testimonios, así del Viejo como del Nuevo Testamento. En el Nuevo dice el Señor por san Juan así: «El Espíritu Santo consolador, que enviará el Padre en mi nombre, os enseñará todas las cosas y repetirá las lecciones que yo os he leído, y os las traerá a la memoria.» Y en otro lugar: «Escrito está -dice él- en los profetas que ha de venir tiempo en que los hombres sean enseñados de Dios. Pues todo aquel que ha dado oídos a este maestro que es mi padre, y aprendido dél, viene a mí.» Conforme a lo cual dice el mismo señor por Jeremías: «Yo haré que mis leyes se escriban en los corazones de los hombres, y yo mismo, que un tiempo las escribí en tablas de piedra, las escribiré en sus entrañas, y así vendrán todos a ser enseñados de Dios.» Y por el profeta Isaías, declarando el Señor la prosperidad de su Iglesia, dice así: «Pobrecita, derribada con la fuerza de las tempestades que te han cercado, yo te volveré a reedificar y asentaré por orden las piedras de tu edificio, y te fundaré sobre piedras preciosas, y haré tus baluartes de jaspe, y serán todos tus hijos enseñados por el Señor.» Y más arriba, por el mismo profeta declara lo mismo, diciendo: «Yo soy tu señor Dios, que te enseño lo que te conviene saber, el que te gobierno por este camino que andas.» En las cuales palabras entendemos que hay dos maneras de ciencias, una de santos y otra de sabios, una de justos y otra de letrados. Y la de los santos es aquella que dice Salomón: «La ciencia de los santos es prudencia», porque la ciencia es para saber, mas la prudencia para obrar, y tal es la ciencia que a los santos se da.

     Pues en los Salmos de David, ¿cuántas veces hallamos prometida esta misma sabiduría? En un salmo dice: «La boca del justo meditará la sabiduría, y su lengua hablará juicio.» En otro promete el mismo señor al varón justo, diciendo: «Yo te daré entendimiento, y te enseñaré lo que has de hacer en este camino por donde andas, y pondré mis ojos sobre ti.» Y antes, más arriba, como cosa de grande precio y admiración, pregunta el mismo profeta, diciendo: «¿Quién es este varón que teme a Dios, a quien él hará tan grande merced, que él será su maestro y le enseñará la ley en que ha de vivir y el camino que ha de llevar?» Y en el mismo salmo, donde nosotros leemos: «Firmeza es el Señor de los que le temen», traslada san Jerónimo: «El secreto del Señor se descubre a los que le temen, y su testamento -que son sus leyes santísimas son a ellos manifestadas y declaradas», cuya declaración es grande luz del entendimiento, dulce pasto de la voluntad, y recreación, para todo el hombre, de grande suavidad. El cual conocimiento unas veces llama el mismo profeta pasto de su ánima en quien Dios le había puesto, otras agua de refección con que le había recreado, y otras mesa de fortaleza con cuyos manjares se esforzaba contra toda la furia de sus enemigos.

     Por la cual causa el mismo profeta, en aquel divino salmo que comienza Beati immaculati in via, pide tantas veces esta lumbre y enseñanza interior. Y así, una vez dice: «Siervo tuyo soy yo, señor; dame entendimiento para que sepa tus mandamientos.» Otras dice: «Esclarece, señor, mis ojos para que vea las maravillas de tu ley.» En otra dice: «Dame entendimiento y escudriñaré tu ley, y guardarla he con todo mi corazón.» Finalmente, ésta es la petición que más veces aquí repite, la cual nunca pidiera con tanta instancia, si no entendiera muy bien la eficacia desta doctrina y la costumbre que el Señor tiene de comunicarla.

     Pues siendo esto así, ¿qué mayor gloria que tener tal maestro y cursar en tal escuela, donde el Señor lee de cátedra y enseña la sabiduría del cielo a sus escogidos? Si iban los hombres, como dice san jerónimo, desde los últimos términos de España y Francia hasta Roma por ver a Tito Livio, que tan afamado era de elocuente; y si aquel gran sabio Apolonio, según algunos lo estiman, rodeó el monte Cáucaso y mucha parte del mundo por ver a Hiarcas sentado en un trono de oro entre unos pocos de discípulos, disputando del movimiento de los cielos y de las estrellas, ¿qué debían hacer los hombres por oír a Dios sentado en el trono de su corazón, enseñándoles, no de la manera que se mueven los cielos, sino de cómo se ganan los cielos?

     Y porque no pienses que esta doctrina es así como quiera, oye lo que de la excelencia della dice el profeta David, aunque esta luz no sea tan general y común para todos: «Más supe que todos cuantos me enseñaban, porque me ocupaba en pensar tus mandamientos; y más que todos los viejos y ancianos, porque me empleaba en guardarlos.» Pero aún mucho más promete el Señor por Isaías a los suyos, diciendo: «Darte ha el Señor descanso por todas partes, y henchirá tu ánima de resplandores; y serás como un vergel de regadío, y como una fuente que siempre corre y nunca le falta agua.» Pues, ¿qué resplandores son éstos de que hinche Dios las ánimas de los suyos, sino el conocimiento que les da de las cosas de su salud? Porque allí les enseña cuán grande sea la hermosura de la virtud, la fealdad del vicio, la vanidad del mundo, la dignidad de la gracia, la grandeza de la gloria, la suavidad de las consolaciones del Espíritu Santo, la bondad de Dios, la malicia del demonio, la brevedad desta vida, y el engaño, común casi, de todos los que viven en ella. Y con este conocimiento, como dice el mismo profeta, los levanta muchas veces sobre las alturas de los montes, y desde allí contemplan al rey en su hermosura, y sus ojos ven la tierra de lejos. De donde nace que los bienes del cielo les parezcan lo que son, porque los miran como de cerca; y los de la tierra muy pequeños Porque demás de serlo, los miran de lejos. Lo contrario de lo que acaece a los malos, como quien tan de lejos mira las cosas del cielo, y tan de cerca las de la tierra.

     Y ésta es la causa por donde los que participan este don celestial, ni se envanecen con las cosas prósperas ni desmayan con las adversas, porque con esta luz ven cuán poco es todo cuanto el mundo puede dar y quitar en comparación de lo que Dios da. Y así, dice Salomón que el justo permanece de una misma manera en su sabiduría como el sol, mas el loco a cada hora se muda como la luna. Sobre las cuales palabras dice san Ambrosio en una epístola: «El sabio no se quebranta con el temor, no se muda con el poder, no se levanta con las cosas prósperas, no se ahoga con las adversas. Porque donde está la sabiduría, ahí está la virtud, ahí la constancia, ahí la fortaleza.» De manera que siempre se es el mismo en su ánimo, y ni se hace mayor ni menor con las mudanzas de las cosas, ni se deja llevar de todos los vientos de doctrina, sino persevera perfecto en Cristo, fundado en caridad y arraigado en la fe.

     Y no se debe nadie maravillar que esta sabiduría sea de tan grande virtud, porque no es ella, como ya dijimos, sabiduría de la tierra, sino del cielo; no la que envanece, sino la que edifica; no la que solamente alumbra con su especulación el entendimiento, sino la que mueve con su calor la voluntad, de la manera que movía la de san Agustín, de quien escribe él mismo que lloraba cuando oía los salmos y voces de la Iglesia, que dulcemente resonaban, las cuales voces entraban por sus oídos a lo íntimo de su corazón, y allí, con el calor de la devoción, se derretía la verdad en sus entrañas y corrían lágrimas por sus ojos, con las cuales dice que le iba muy bien. ¡Oh bienaventuradas lágrimas y bienaventurada escuela, bienaventurada sabiduría que tales santos da! ¿Qué se puede comparar con esta sabiduría? «No se dará -dice Job- por ella el oro precioso ni se trocará por toda la plata del mundo. No igualarán con ella los paños de Indias, labrados de diversos colores, ni las piedras preciosas de gran valor. No tienen que ver con ella los vasos de oro y vidrio ricamente labrados, ni otra cosa alguna por grande y eminente que sea.» Después de las cuales alabanzas concluye el santo varón, diciendo: «Mirad que el amor de Dios es esta sabiduría, y apartarse del pecado es la verdadera inteligencia.»

     Éste es, pues, hermano, uno de los grandes premios con que te convidamos a la virtud, pues ella es la que tiene las llaves deste tesoro. Y así, por este medio nos convidó a ella Salomón en sus Proverbios, diciendo que «si guardare el hombre sus palabras y escondiere sus mandamientos en su corazón, entonces entenderá el temor del Señor y hallará la ciencia de Dios; porque el Señor es el que da la sabiduría, y de su boca procede la prudencia y la ciencia.» La cual sabiduría no permanece en un mismo ser, porque cada día crece con nuevos resplandores y conocimientos, como el mismo sabio lo significó, diciendo: «La senda de los justos resplandece como luz», y así va procediendo y creciendo hasta el perfecto día, que es el de aquella bienaventurada eternidad donde ya no diremos con los amigos de Job que recibimos como a hurto las secretas inspiraciones de Dios, sino que claramente veremos y oiremos al mismo Dios.

     Ésta es, pues, la sabiduría de que gozan los hijos de la luz. Mas los malos, por el contrario, viven en aquellas tan horribles tinieblas de Egipto que se podían palpar con las manos. En figura de lo cual leemos que en la tierra de Jesé, donde moraban los hijos de Israel, había siempre luz, mas en la de Egipto día y noche había estas tinieblas, las cuales nos representan la horrible ceguedad y noche oscura en que viven los malos, como ellos mismos lo confiesan por Isaías, diciendo: «Esperamos la luz y vinieron tinieblas, y anduvimos como ciegos palpando las paredes; y como si no tuviéramos ojos, así tentábamos con las manos. Caíamos en medio del día como si fuera de noche, y en los lugares oscuros como cuerpos muertos.» Si no, dime: ¿qué mayores ceguedades y desatinos, que en los que cada paso caen los malos; qué mayor ceguedad que vender el reino del cielo por las golosinas del mundo, que no temer el infierno, no buscar el paraíso, no temer el pecado, no hacer caso del juicio divino, no estimar las promesas ni las amenazas de Dios, no recelar la muerte que a cada hora nos aguarda, no aparejarse para la cuenta y no ver que es momentáneo lo que deleita y eterno lo que atormenta? «No supieron -dice el profeta- ni entendieron. En tinieblas andan perpetuamente; y así, por unas tinieblas caminan a otras tinieblas», esto es, por las interiores a las exteriores, y por las desta vida a las de la otra.

     A cabo de toda esta materia me pareció avisar que, aunque todo lo que está dicho desta celestial sabiduría y lumbre del Espíritu Santo sea grande verdad, mas no por eso ha de dejar nadie, por muy justificado que sea, de sujetarse húmilmente al parecer y juicio de los mayores y señaladamente de los que están puestos por maestros y doctores de la Iglesia, como en otra parte más a la larga dijimos. Porque, ¿quién más lleno de luz que el apóstol san Pablo, ni que Moisés, que hablaba con Dios cara a cara? Y con todo eso, el uno vino a Jerusalén a comunicar con los apóstoles el evangelio que había aprendido en el tercero cielo, y el otro no despreció el consejo de Jetró, su suegro, aunque gentil. La razón desto es porque las ayudas y socorros interiores de la gracia no excluyen las exteriores de la Iglesia, pues de una y de otra manera quiso la divina providencia proveer a nuestra flaqueza, que de todo tenía necesidad. Por donde, así como el calor natural de los cuerpos se ayuda con el calor exterior de los cielos; y la naturaleza, que procura cuanto puede la salud de su individuo, es también ayudada con las medicinas exteriores que para esto fueron criadas, así también las lumbres y favores interiores de la gracia son grandemente ayudados con la luz y doctrina de la Iglesia. Y no será merecedor de los unos el que no se quisiere húmilmente sujetar a los otros.