CAPITULO XIII


AGRADAR A DIOS


Hemos seguido a Teresa por "el único camino que lleva al amor", el del abandono. Hemos tratado de situar este camino en el conjunto de la geografía espiritual, y sobre todo hemos trazado la topografía con las curvas y las sinuosidades, para que el que se comprometa en él sepa dónde pone sus pasos. Es tiempo ahora para terminar de volver a la intuición fundamental de Teresa, pues el camino se hace para pasar por él y no para quedarse en él. Y esta intuición es el amor. Me diréis que no hay nada nuevo ahí dentro, puesto que el amor es el caudal del evangelio y por lo tanto de la santidad.

Pero hay algo original en Teresa y que hemos anotado en los últimos capítulos; es que en ella no se llega al amor por el espíritu de sacrificio, sino que se llega al espíritu de sacrificio por el amor. Y, ciertamente, se llega al amor por la confianza y nada más que por la confianza. Y he aquí encerrado el camino del evangelio. Su hermana Celina ha calado bien la originalidad del mensaje de Teresa, para la que el amor de Dios no está tan sólo al final del camino, sino en su fuente. Es el amor lo que le hace obrar:

"Al contrario de otros místicos que se ejercitan en la perfección para alcanzar el amor, sor Teresa del Niño Jesús tomaba como camino de la perfección el amor mismo.
      El amor fue el objetivo de toda su vida, el móvil de todas sus acciones" (C y R III, 1).


1. "Trabajo por agradarle"

Y, en ella, el amor va a tomar una forma de gratuidad y de discreción cuyo único objeto es dar alegría a Dios. Por eso va a utilizar una expresión que aparecerá a menudo en su pluma y también en los escritos de sus hermanas: Agradar a Dios. Dirá a la madre María de Gonzaga:

"Lo que (vuestra hija) estima, lo que únicamente desea es complacer a Jesús" (Ms.C, F3").

Vacilamos un poco al emplear esta expresión, pues ha sido devaluada por el uso amanerado que se ha hecho de ella. A cada paso, algunos la tenían en los labios, sobre todo cuando querían obtener un sacrificio de otro, diciéndole:
"¡Esfuérzate para complacer a Dios!" Se ha hecho también de ella el resorte de una espiritualidad "de agua de rosas". La palabra "placer" se admite mal hoy en día, pues las ciencias humanas la han asociado a satisfacciones inferiores y groseras, y por eso se habla de una moral del placer. Y, sin embargo, pienso que no debemos renunciar a ella, porque la encontramos en Teresa y corresponde en ella a una verdadera actitud espiritual. Tal vez sería más exacto decir en vez de "complacer", "alegrar a Dios". Pienso en este niño de ocho años a quien se hablaba de una religiosa, que festejaba sus veinticinco años de vida religiosa y que decía de ella: "Tiene la alegría de Dios". Esta palabra "alegría" tiene una connotación más gratuita y más espiritual.

Pero volvamos a la expresión de Teresa para ver la actitud espiritual que recubre, es siempre la misma:

"Durante su enfermedd me hizo esta confidencia:
No he deseado otra cosa que agrardar a Dios. Si hubiese procurado amontonar méritos, en este momento estaría desesperada" (C y R III, 3).

Sabe que nuestras mejores acciones tienen manchas ante Dios:

"En su humildad, tenía en nada las obras que había realizado, y sólo estimaba el amor que las había inspirado" (C y R III, 3).

Es un poco la actitud que deberíamos adoptar cuando hacemos un regalo a uno, el único motivo de gestión debería ser complacerle y darle alegría. Y si pudiese brotar una sonrisa en sus labios, esto sería nuestra más hermosa recompensa. Jesús volverá a menudo en el Sermón del monte a este amor gratuito de los demás:

"Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman... Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Más bien amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio" (Lc 6,32-35).

En el fondo, Teresa reacciona muy fuerte contra una espiritualidad de tipo utilitario y mercantil que trata de adquirir méritos en contrapartida de lo que se hace por Dios. El hombre no se justifica por sus buenas obras ni por la práctica de la Ley, sino por la fe en Jesucristo" (Gál 2,16). Un día he encontrado a un joven cisterciense que se había convertido después de una vida bastante agitada y que me dijo poco más o menos lo mismo que Teresa, "¿qué hay que hacer para amar a Dios sin que él lo sepa?"

"Los grandes santos han trabajado por la gloria de Dios, pero yo, que no soy más que un alma pequeñita, trabajo por agradarle, por satisfacer sus 'fantasías', y me sentiría dichosa de soportar los más grandes sufrimientos, aun sin que él lo supiera, si fuese posible, no para procurarle una gloria pasajera —aun esto sería demasiado hermoso—, sino sólo para hacer florecer una sonrisa en sus labios... Hay ya bastantes que quieren ser útiles. Mi sueño es el de ser un juguetito inútil en las manos del Niño Jesús...; soy un 'capricho' de Jesusín..." (C y R III, 2).

El sueño de Teresa es deshojarse, es decir, proclamar que Dios sólo es importante y que nosotros somos inútiles: "Hay ya bastantes que quieren ser útiles", dice. Es lo que proclama también la Virgen en el Magnificat, porque sabe que todos los dones de Dios son gratuitos. Teresa se alegra y da gracias a Dios por todos los dones que le ha hecho. Da gracias por ser tan valiosa a los ojos de Dios siendo tan inútil. Por eso sueña en deshojarse y derramar sus fuerzas en libación, es decir, para nada, para complacer a Dios. Dirá a su hermana Celina que envidiaba sus obras y a quien hubiera gustado componer sus poesías:

"No hay que apegar el corazón a esto... ¡Oh, no!, ante nuestra impotencia debemos ofrecer las obras de los otros; en eso consiste la ventaja de la comunión de los santos. Y no hemos de estar pesarosos de esta impotencia, sino dedicarnos únicamente al amor" (C y R III 11).


2. No desperdiciar ningún pequeño sacrificio

Teresa está toda entera en esta frase: "Hay que aplicarse únicamente al amor". Y otra vez dirá: "Lo que nos importa es unirnos a Dios" (C y R III, 25). Pero el amor en ella no tiene nada que ver con deseos piadosos, es un amor que se traduce en obras. En una palabra, es un amor efectivo, como lo pide Cristo en el evangelio: "No son los que dicen: Señor, Señor, los que entrarán en el Reino, sino los que hacen la voluntad de mi Padre, que está en los Cielos". Ignacio de Loyola dirá lo mismo en la Contemplación para alcanzar Amor, que se podría comparar al Acto de ofrenda al Amor misericordioso: "El amor se debe poner más en las obras que en las palabras" (Ejercicios n.Q 23).

Teresa vinculará siempre el amor al don efectivo de su persona que se da a través de pequeñas obras. Tanto cuanto está despegada de las grandes obras y trabajos de penitencia deslumbradoras que llenan de orgullo, tanto se agarra a las pequeñas acciones realizadas con amor. En el fondo esto es obedecer a las sugerencias del Espíritu que nos conduce a la obediencia de Cristo y de la Iglesia. Y Cristo nos dice que no nos servirá de nada haber obedecido todos los mandamientos si no hemos obedecido al Espíritu. Dirá al joven rico: "Una cosa te falta", precisamente el haber obedecido a su invitación gratuita de dejarlo todo. Para Teresa, deshojarse es consumirse, arder en la llama de Dios, es probar su amor por medio de pequeños sacrificios. La palabra está arrojada y tiene una gran importancia, aunque haya peligro hoy de sonreírse ante ella.

Una educadora me dijo un día: "Antes se hablaba mucho de sacrificios y muy poco de amor. Hoy se habla de amor y muy poco de sacrificios". ¡Es cierto! Todos hemos sido formados en esta concepción de que había que hacer "pequeños sacrificios" para mostrar nuestro amor al Señor. Hasta los contabilizábamos. Y esto no sucedía sin cierto riesgo de fariseísmo y, sobre todo, de creer que la santidad era obra de nuestra propia industria. La vida se ha encargado luego de desengañarnos y de mostramos como a Teresa, que sólo Dios podía hacernos santos. pero tendríamos que volver a examinar hoy nuestra concepción del sacrificio. Escuchemos lo que dice Teresa:

"¡Oh, Amado mío, así es como se consumirá mi vidal... No tengo otro modo de probarte mi amor que arrojando flores, es decir, no desperdiciando ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra, aprovechando las más pequeñas cosas v haciéndolas por amor...
Quiero sufrir por amor, y hasta gozar por amor, de esta manera arrojaré flores delante de tu trono. No hallaré flor en mi camino que no deshoje para ti... Además, al arrojar mis flores, cantaré (se podría llorar al ejecutar una acción tan gozosa?), cantaré aun cuando tenga que coger mis flores de en medio de las espinas. Y tanto más melodioso será mi canto, cuanto más largas y punzantes sean las espinas" (Ms.B, F4).

¿En qué sentido habla Teresa de "pequeños sacrificios" para "complacer" a Dios? En el fondo, sabe muy bien que no se puede amar a Dios sin renunciarse, pero como no es capaz de hacer grandes cosas, se debe alegrar de poder hacer cosas pequeñas y esto con el solo objeto de proclamar su amor y sobre todo su obediencia a Cristo. Se sabe cómo Teresa había soñado en hacer grandes penitencias y he aquí que descubre que es incapaz. Es humillante querer lo infinito en sus deseos y ser limitado en la realidad física.
Por eso madre María de Gonzaga le había pedido utilizar en invierno una estufilla para que no tuviese frío en los pies. Y Teresa decía con humor:

"Las demás se presentarán en el cielo con sus instrumentos de penitencia, y yo con un brasero, pero sólo cuenta el amor y la obediencia" (C y R III, 12).

Consideraba la obediencia por encima de todo y aconsejaba a sus novicias que no obrasen a su gusto en este terreno, sobre todo cuando se trata de pequeños permisos que hay que pedir, y confesaba que estas pequeñas naderías eran un martirio.

Se siente uno tentado de sonreír ante "estos pequeños sacrificios" y, sin embargo, tienen un valor inestimable para los que caminan en el seguimiento de Cristo, en el camino de infancia. Sonreímos, pero seamos honrados: ¿Somos capaces de hacerlos grandes? Entonces, si no os sentís capaz de obedecer heroicamente en las cosas grandes —esto os será exigido más tarde por Dios, como Jesús dijo a Pedro: otro te ceñirá, mientras que tú te ceñías tú mismo hasta ahora— y de imitar a Jesús en la agonía, proclamad vuestro deseo por actos, que en su materialidad no cuestan más que esta proclamación.

Sonreír, ordenar asuntos que se retrasan, aceptar en silencio una humillación, cerrar una puerta, escribir una carta desagradable, orar gratuitamente un cuarto de hora, prestar un servicio..., actos que no tienen apariencia ninguna y que, de suyo, no os hacen avanzar en la vida espiritual, pero que proclaman vuestra impotencia para caminar hacia Dios por vosotros mismos. Esta sencilla proclamación del hecho por obedecer a una inspiración del Espíritu es una obediencia pobre y fácil. Y es precisamente lo que es fácil lo que se hace difícil, pues nos gusta siempre realizar hazañas para procurarnos a nosotros mismos una santidad a fuerza de puños.
 

3. Sólo puedo ofrecer cosas muy pequeñas

Teresa no cesa de repetir a Celina y a las novicias: no os inquietéis por vuestras obras, no es esto lo que es importante, sino el amor que anima vuestra vida: "Id a vuestro deber, no a vuestro gusto" (C y R V, 4), dice a su hermana. Gustad el hacer las cosas ocultas, con el solo fin de dar alegría a Dios y salvar a las almas: "¡Qué misterio! Con nuestras pequeñas virtudes, con nuestra caridad practicada en la sombra, nosotras convertimos de lejos a las almas... ayudamos a los misioneros" (C y R IV, 3). Ya ore, haga limosna o ayune, Teresa se oculta de la mirada de los demás y obra únicamente bajo la mirada del Padre que ve en lo secreto. Oculta lo que tiene de mejor, para que sólo Dios goce de ello y de esta manera los demás se aprovechan más.

En este sentido, es verdaderamente casta: "La Santísima Virgen, dice, se ha cuidado mucho de guardar todo para sí, no puedo avergonzarme de hacer otro tanto".

"La castidad, dice el P. Molinié, es la alegría de ser el bien de Dios. Esta alegría nos inspira la necesidad de ocultarnos para pertenecerle, para que él sea el único que goce de nosotros; no revelarse a los demás, sino en la medida en que él mismo nos lo pide. El espíritu de castidad es, pues, el alma del silencio. Toda revelación inútil de nosotros mismos es ya algo impuro" (Retiro a los dominicos de Monligeon, N.9- 6).

Teresa vuelve incansablemente sobre estos pequeños sacrificios de los que está tejida toda nuestra vida. Y cuando uno experimenta su debilidad y su incapacidad para hacer estas pequeñas cosas, hay que alegrarse de su pobreza. Sor Genoveva le decía:

"Vos sois delicada con Dios y yo no lo soy, pero ¡cuánto desearía serlo!... ¿Suple, acaso; mi deseo?
      Precisamente, sobre todo si aceptáis esa humillación. Y si llegáis a alegraros, eso agradará más a Jesús que si nunca hubiéseis cometido falta de delicadeza; decir: 'Dios mío, os doy gracias por no tener nunca un sentimiento delicado y me alegro de que las otras lo tengan... Me llenáis de alegría, ¡Oh, Señor!, con todo lo que hacéis— (C y R III, 5).

El padre Bro dio por título a una de sus conferencias de Cuaresma en Notre-Dame: ¡Dad gracias a Dios de no
tener esperanza!"

Tendríamos que leer el libro Consejos y Recuerdos, donde se ve concretamente cómo Teresa reacciona y vive el amor a través de las acciones más ordinarias de su vida. Lo expresa muy bien a la madre María de Gonzaga en los manuscritos:

"Ya veis, Madre amadísima, que soy un alma muy pequeña que sólo puede ofrecer a Dios cosas muy pequeñas. Y aún me sucede muchas veces dejar escapar algunos de estos pequeños sacrificios, que tanta paz llevan al alma. Pero no me desanimo por eso; me resigno a tener un poco menos de paz v procuro estar más alerta en otra ocasión" (Ms.C, F31").

Teresa realiza, pues, actos pobres, sin dificultad material, pero que significan su voluntad y su alegría de no obrar por sí misma:

"Cuando una se renuncia a sí misma, se alcanza la recompensa en la tierra. Me preguntáis muchas veces el medio para llegar al amor; ese medio es olvidaros de vos misma y no buscaros en nada" (C y R IV, 17).

Buscamos cosas difíciles porque nos buscamos un cierto brillo, el de haber hecho un esfuerzo por nosotros mismos. No se trata de esto. Cuanto más fácil es el acto, más verdadero es desde el punto de vista de la obediencia:

"Me contestó sencillamente:
      que en las cosas de poca importancia había cogido la costumbre de obedecer a todas y cada una por espíritu de fe, como si fuese Dios mismo quien le manifestase su voluntad" (C y R V, 7).

Hay que aceptar que una obra no tiene otro sentido más que el de obedecer a Cristo y al Espíritu Santo. Es el acto de amor más puro que podemos hacer, nos dice Teresa.

En nuestra vida espiritual podemos tener muchas excusas para nuestras faltas de debilidad: montar en cólera, por ejemplo. Hay faltas que no podemos prácticamente evitar. Pero, por el contrario, hay pecados para los que no tenemos ninguna excusa, si no seria orgullo puro. Podemos siempre orar, por ejemplo, privamos de algo a lo largo de una comida, evitar una palabra que haga saltar el polvorín: es lo que Cristo busca, cosas muy sencillas que están a nuestro alcance y que se pueden hacer sin excusa. Podríamos leer un libro de Karl Rahner (Vivre et croire aujoud'hui, D.D.B.), las páginas sobre la experiencia de la gracia en la vida diaria. Muestra cómo el cristiano experimenta en él la vida trinitaria en la medida en que se entrega gratuitamente a Dios a través de las realidades cotidianas de la existencia. Cita ejemplos muy sencillos: aceptar el permanecer solo en la habitación únicamente para orar, perdonar a uno sin ser obligado por otro motivo, sino el de obedecer a Cristo que manda perdonar a los enemigos.


4. Despertarse de veras al amor de Dios

Cuando nos despertamos de veras al amor de Dios, comenzamos a darnos cuenta de cuántas cosas tienen que cambiar en nuestra vida y que tenemos que convertirnos. Tropezamos en muchos terrenos y tenemos que deshacernos de muchos defectos. Tenemos muy poca fe para arrancar estas montañas de egoísmo y transportarlas al mar. No tenemos la fe de la cananea que es tan poderosa, pero podemos pedir a Cristo la fe como un grano de mostaza que ya, sin embargo, desplaza un poco los montes. El drama es que queremos convertirnos de una sola vez, imaginándonos resoluciones es truendosas de oración, de servicio o de ascesis, más imaginarias que reales y que nos apresuramos a olvidar al día siguiente a causa de nuestra debilidad, pero que mantienen una buena conciencia en nosotros. El Señor no nos pide que emprendamos todo esto de un solo golpe, sino de acometer lo que podamos cumplir hoy, con alegría y paz, porque sabemos que esto es bueno.

He aquí el sentido de los pequeños sacrificios pedidos por Teresa en el movimiento de abandono. Habitualmente tenemos en el corazón una zona en la que, especialmente, Dios nos llama a la conversión, la cual es siempre el comienzo de una vida nueva. Hay un rincón en nosotros en el que él nos da con el codo y nos recuerda que, si somos serios con él, eso debe cambiar. Es a menudo el punto que queremos olvidar, o tal vez acometer más tarde. No queremos escuchar su palabra que nos condena a este propósito y, en consecuencia, tratamos de olvidarla y distraernos trabajando en otro rincón más seguro, que nos pide conversión, pero no con el mismo aguijón de conciencia.

Es ahí donde Teresa nos invita a vivir el abandono. No es fácil reconocer en nosotros esta zona precisa en la que Dios nos invita a la conversión, embotamos la percepción de ello trabajando en otro punto que queremos corregir, mientras que el Señor quiere precisamente otra cosa. Teresa enseña a sus novicias a sentir y a reconocer la llamada a la conversión que Dios les dirige a propósito de tal zona de su vida. Lo hace de una manera muy sencilla, cuando sus hermanas vienen a contarle sus dificultades vividas en el instante presente. Si tropiezan en tal punto preciso, es que Dios las está trabajando en este terreno y les espera allí hoy. Deben, pues, colaborar a esta acción de Dios y favorecerla haciendo actos positivos, más que atacar arbitrariamente esta o aquella imperfección.

Al mismo tiempo, captaremos a través de estos pequeños actos una experiencia personal del amor que el Señor tiene por nosotros y nos abandonaremos a él. El abandono pasa también por esta forma concreta de renunciamiento. Interrogáos ahí, aceptando el no rehusar estos actos de puro amor, sin lustre, sin brillo, como Cristo no tenía otra gloria más que la de no hacer su voluntad. Así llegaréis a ser santos y seréis felices:

"No hay que buscarse a sí mismo en nada, pues en cuanto uno comienza a buscarse, al instante deja de amar" (Imi/. L III, c. 5).
      "Al final de mi vida religiosa he llevado la existencia más feliz que se puede imaginar, porque no me buscaba a mí misma" (C y R IV, 17).

Y la última palabra con la que desearía dejaros al final de este capítulo es ésta: solamente la gente feliz puede evitar el ser malos y enseñar a los demás a no hacerse mal. Pero no olvidemos tampoco que sólo los que han alcanzado la intimidad con Cristo son verdaderamente felices.