CAPÍTULO X


TERESA DESCUBRE UN CAMINO NUEVO

 

La vida de un santo está en continua evolución, y la vida de Teresa no ha escapado de esta ley de crecimiento. No ha tratado nunca de saber dónde estaba en su caminar, pues no quería acumular méritos. Le importa poco morir joven o anciana, "lo único que desea es dar gusto a Jesús". Pero al atardecer de su vida, en el momento en que canta las Misericordias del Señor para con ella, escribiendo la Historia de su alma, lanza una mirada sobre las diversas etapas recorridas. Al escribir, se sitúa ante Dios fijando los movimientos de su acción en ella para conservar espiritualmente el recuerdo de ella y juzgar de la dirección que le imprime.

El encadenamiento de las grandes etapas de su vida, las contempla por las cimas. Comprende con alegría que todos los instantes de su destino humano han sido transfigurados por la acción de Dios y da gracias por ello. Nuestro propósito aquí no es trazar la curva de su caminar, que se realiza de manera distinta en cada santo; otros lo han hecho muy bien para Teresa, estamos pensando en el P. Conrad de Meester en su libro Les mains vides. Quisiéramos sencillamente retener una sola etapa, que nos parece fundamental para el propósito de este libro, a saber: el momento en que entra en lo que llama "su caminito nuevo". Entonces inicia su movimiento de abandono.

El descubrimiento del movimiento de abandono está ligado en ella a la toma de conciencia de su camino nuevo, camino muy recto y muy corto. Lo que nos permite afirmar esta ligazón entre "camino nuevo" y "abandono", es una expresión bisagra que aparece en los dos textos en que habla del abandono y de su caminito. Alude entonces "a los brazos de Dios o de Jesús". Citemos de memoria estos dos textos.

El primero en el que habla del abandono:

"Jesús se complace en enseñarme el único camino que conduce a esta divina hoguera. Este camino es el abandono del niñito que se duerme sin miedo en los brazos de su padre... (Ms.B, F I").

Y el segundo texto va a enriquecerse con dos nuevas imágenes, las de la escalera y del ascensor, que serán los
brazos de Jesús:

"Yo quisiera encontrar también un ascensor para elevarme hasta Jesús, ya que soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de la perfección... ¡El ascensor que ha de elevarme al cielo, son tus brazos, oh Jesús!" (Ms.C, F3").


1. No apoyarse en nada

Pero volvamos a esta etapa del abandono en el caminar espiritual de Teresa. Olvidemos un poco el camino, pero aprovechando, sin embargo, su enseñanza. Lo mejor es comprender lo que ha querido decir para que podamos permanecer flexibles cuando Dios nos invite a doblar el espinazo para entrar en este camino del abandono.

Teresa ha deseado siempre ser una gran santa y ha venido al Carmelo para Jesús solo. Añade que el Señor le ha dado la gracia de no tener ninguna ilusión y de encontrar en el Carmelo la vida tal como era: esto indica un gran realismo, a los quince años. Desde que tuvo conciencia, Teresa se entregó a Dios sin reserva, pero no podía evitar el querer esta perfección de una manera humana y demasiado activa. Todos soñamos con una santidad conseguida a fuerza de puños. Sabe por experiencia que no hay que apoyarse en nada, ni en sus méritos, ni en su voluntad, ni en sus recursos humanos.

Pero es normal hacer planes de santidad, mortificarse para alcanzar el fin que uno se ha fijado y que es éste: Dios mismo y su santidad. El hombre estará siempre tentado de querer adueñarse de Dios por medio de sus obras, de su ascesis y de su oración: todas estas actitudes son movimientos falsos. No debe levantar las manos para apoderarse de Dios, sino que debe bajarlas en un movimiento de acogida y de deseo. Hay que desear a Dios con todas las fuerzas de su ser, pero renunciando a conquistarlo.

Teresa ha puesto por obra todos sus recursos humanos, pero se da pronto cuenta que esto es poca cosa. Hay en nuestra necesidad de actividad, llevada con vistas a la santidad, mucho amor propio, hay sobre todo un instinto de poseer y de realizar en el que se desliza fácilmente el orgullo:

"¡Ah! ¿De modo que queréis poseer riquezas? Apoyarse en eso es apoyarse en un hierro ardiente" (C y R II, 22).

Y por eso en nuestras relaciones con Dios y en las relaciones con nuestros hermanos, nuestros mejores deseos tienen necesidad de ser purificados. Diría: cuanto más apuntan a un fin más elevado, más limpias deben de ser nuestras intenciones, como el sarmiento de la viña. Entonces, Dios se pone a trabajar en nosotros —por otra parte, no ha dejado nunca de actuar— para tratar de hacernos comprender que hemos calculado mal el gasto. Tenemos que comprender que Dios no es sólo el fin hacia el cual tienden todos nuestros esfuerzos, sino que el es también la fuente de donde nacen.

Para muchos de nosotros, es preciso un serio trabajo de la gracia que nos haga comprender esto, es la obra de las purificaciones pasivas descritas por san Juan de la Cruz. Surgen en nuestra vida crisis más o menos agudas —sean tensiones de nuestra sicología o sucesos exteriores importa poco—, lo esencial es que descubramos experimentalmente que Dios es todo y que nosotros no somos nada. De hecho, Dios ahonda en nosotros el suelo de la humildad para poder hacer germinar en él el grano de la santidad. Habría un medio de escapar de estas crisis: es estar por debajo de tierra para que Dios no-tenga nada que limar. En una palabra, los humildes no tienen nada que temer en este terreno.

Porque Teresa era profundamente humilde, recordemos sus últimas palabras, sobre su lecho de muerte: "Sí, me parece que nunca he buscado más que la verdad. Sí, he comprendido la humildad de corazón..." A causa de esta humildad ha comprendido muy pronto que Dios lo hacía todo, que ella no podía hacer nada, sino consentir a Dios:

"Porque era profundamente humilde, Sor Teresa del Niño Jesús se sentía incapaz de subir la áspera escalera de la perfección; por eso se dedicó a volverse cada vez más pequeña, a fin de que Dios se hiciese completamente cargo de sus cosas y la llevase en sus brazos, como acaece en las familias con los niñitos. Quería ser santa pero sin crecer" (C y R II, 40).

Aunque era muy humilde, Teresa no ha sido dispensada de experimentar su impotencia. Sus mejores deseos han debido pasar por el crisol de la purificación. Ha comprendido vitalmente lo que decía un viejo trapense a las monjas de las cuales era capellán: "Dios hace todo, pero depende de nosotros el que lo haga todo".

Cuando evoca la ruda escalera de la perfección, no puede olvidar que cuando era niña no podía subir la escalera sola, sin gritar a cada escalón: ¡Mamá!- ¡Mamá! (Carta de Mme. Martin a Paulina, nov. 1875).
 

2. A pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad

He aquí cómo se expresa sobre este tema a Madre María de Gonzaga. Este texto es fundamental en el caminar de Teresa; hemos citado trozos, pero hay que leerlo entero:

"Sabéis, Madre mía, que siempre he deseado ser santa. pero, ¡ay!, cuantas veces me he comparado con los santos, siempre he comprobado que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y el oscuro grano de arena que a su paso pisan los caminantes.
      Pero en vez de desanimarme, me he dicho a mí misma: Dios no podría inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez puedo aspirar a la santidad. Acrecerme es imposible; he de soportarme a mí misma tal y como soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero hallar el modo de ir al cielo por un caminito muy recto, muy corto; por un caminito del todo nuevo" (Ms.C, F2").

Una vez que ha tomado conciencia de su impotencia, de sus imperfecciones, y sobre todo después de haberse aceptado tal como es, Dios puede revelarse a Teresa como Aquel que está pronto a hacer todo el trabajo. Al principio, trataba de ir hacia Dios y sobre todo de amarle; al final, comprende que basta con dejarse amar por El. Esto supone en ella una luz muy profunda sobre la dimensión totalmente loca del amor de Dios para con ella. Teresa no ha decidido un buen día entrar en el "caminito" y abandonarse a Dios; pero el 9 de junio 1895, recibió la gracia de comprender más que nunca cuánto desea Jesús ser amado" (Ms.A, F84).

Descubrir este Amor es todavía una conversión. El hombre no se convierte a Dios, sino que es siempre Dios el que se convierte al hombre en Jesucristo y le pide acoger este amor abandonándose a él. Cuando un hombre ha comprendido que Dios le había amado primero y que este amor estaba trabajando en su propia vida, no le queda más que una cosa por hacer: dejarse amar por Dios. Desde que Teresa ha entrevisto este rostro de amor, ha habido un cierto número de palabras y de expresiones que han adquirido importancia para ella: abandono, silencio, escuchar, mirar, prestar atención, dejarse hacer... Todo esto tiene precio a los ojos de Dios porque es solamente lo que nos permite recibir a Dios y reflejar lo infinito. San Ireneo decía: "Lo propio de Dios es hacer, y lo del hombre dejarse hacer" (Adversas Haereses).

Teresa traduce muy bien esta experiencia en una carta a su hermana Celina:

"Cuando Jesús mira a un alma, inmediatamente le da su parecido divino, pero es necesario que esa alma no cese de fijar sólo en él sus miradas" (Cartas, 26.6.1892).

Teresa ha recibido en el curso de su vida algunas gracias místicas de este género. Pensemos en la de 9 de junio de 1895, en la que descubre el Amor misericordioso, sin olvidar la de 7 de julio 1897, que está en la línea de la de junio. Comenzaba en el coro el Viacrucis:

"Cuando de repente me sentí presa de un amor tan violento hacia Dios que no lo puedo explicar, sino diciendo que parecía como si me hubieran hundido toda entera en el fuego. ¡Oh!, qué fuego y qué dulzura al mismo tiempo. Me abrasaba de amor, y sentí que un minuto más, un segundo más, y no podría soportar aquel ardor sin morir" (Cuaderno Amarillo 7-7-2).

Hay otra gracia de la cual se ha hablado muy poco, porque se sitúa en el comienzo de su vida religiosa, en el momento de su toma de hábito, en julio 1889. Sin embargo, es interesante anotarla, pues Teresa dice al final una frase que explica las locuras de amor que pueden realizar algunos santos. Es una gracia que se parece al "vuelo del espíritu" que arranca a un hombre de su vida normal: es en el momento en que va a orar al jardín en la gruta de santa Magdalena, está sumergida en un gran recogimiento:

"Es como si me hubiesen echado un velo sobre todas las cosas de la tierra... Estaba enteramente escondida bajo el manto de la Santísima Virgen. Por entonces, me habían encargado del refectorio, y recuerdo que hacía las cosas como si no las hiciera, como si me hubieran prestado un cuerpo: Permanecí así durante toda una semana. Era una cosa sobrenatural muy difícil de explicar. Dios sólo puede colocarnos ahí y basta algunas veces para desprender a un alma para siempre de la tierra" (Cuaderno Amarillo, 11.7.2).


3. ¡Oh!, ¡no es eso!

Se comprende después de tales gracias que esto baste a despegar a uno de la tierra. Se cuenta que san Ignacio de Loyola estaba atormentado por tentaciones contra la castidad; un día, la Virgen se le apareció y ha confesado luego que no había vuelto a ser tentado en este terreno. Cuando leemos la vida de Teresa de Lisieux, nos admiramos al ver la calidad de su amor, su espíritu de renunciamiento y todo lo que ha hecho. Un día en que sufría moralmente (a causa de la prueba de la fe, al final de su vida) y también físicamente, alguien habló de heroismo 'ante ella. Y respondió: "¡Oh!, ¡no, no es eso!"

En esta respuesta, no hay tan sólo una rectificación, se da el sufrimiento de uno que no es comprendido, un poco como Cristo sufría de la dureza de corazón de sus apóstoles que no comprendían nada. Es como si dijese:
No comprendéis nada... Estáis al otro lado de la placa... Pensáis que es heroismo, debido a una "voluntad de hierro", como decía un día un predicador a propósito de Teresa. ¡No, no es eso! Si me atreviera, diría que no podía obrar de otra manera. Hay algo más en Teresa, que no es ya de la tierra y que señala el Espíritu de Pentecostés. Desde el día en que el Amor le ha penetrado por todas partes, ha estado rodeada y transformada por él.

Como dice el P. Molinié, O.P.: "Le ha caído el cielo sobre la cabeza". Y a partir de ese día, Teresa, como todos los demás santos, eran capaces de las mayores locuras por Dios; entregar su cuerpo a las llamas o, como el P. Kolbe, ofrecer su vida a cambio de otro prisionero. En otras palabras, es el poder de Dios, la "dynamis tou théou" de la que habla san Pablo que les reviste. Cómo explicar de otra manera la actitud de Teresa y la del P. Kolbe. Con heroismo hubiera podido ofrecer su vida, pero no transformar ese búnker del hambre en un lugar en el que todos esos muertos vivos cantaban cánticos. Es preciso que súbitamente estos hombres sean puestos en presencia del cielo, del Espíritu de Pentecostés para hacer cosas semejantes.

Decimos a veces: "No sería capaz de obrar como el P. Kolbe". Y todos estamos ahí, si la fuerza de arriba y el poder de Dios no se nos dan, pero el día en el que el rostro de Cristo Resucitado se muestre a nosotros, seremos capaces de todo. Santa Perpetua sufría horriblemente en prisión, con los dolores de parto; y el verdugo le dijo: "¿Qué pasará mañana en la arena?" Y ella le responde entonces: "Hoy sufro por mí misma, mañana otro sufrirá en mí".

Por tanto, no digamos: "Si tuviese la décima parte de la voluntad de Teresa, lo conseguiría". No está ahí el problema, y en este terreno, Teresa se daba perfecta cuenta de que era tan pobre como nosotros. Nuestra admiración por el valor de los santos les haría sonreír, pues han sido movidos y empujados por el poder de Jesús resucitado que les comunicaba su espíritu.


4. Abandonarse en los brazos del Padre

Cuando se ha recibido esta revelación del amor de Dios se es capaz de todo y, en primer lugar, de abandonarse a su acción. Es como si Dios nos dijese: "Te amo muchísimo más de lo que tú sospechas, abandona entre mis manos todas las palancas de mando". Es la situación del barco que atraviesa el canal de Suez: el capitán debe abandonar el timón en manos del piloto. Es una de las mejores imágenes de la fe y de la confianza que conozco.

Es la comparación del ascensor utilizada por Teresa:

"Estamos en el siglo de los inventos. Ahora no hay que tomarse el trabajo de subir los peldaños de una escalera; en las casas de los ricos el ascensor la suple ventajosamente" (Ms.C, F2-3).

Veremos en el próximo capítulo, que dos o tres años antes, Teresa había dicho a sor María de la Trinidad que se desanimaba precisamente frente a la escalera de la perfección.

"Pronto, vencido por vuestros inútiles esfuerzos (Dios) bajará él mismo y, tomándoos en sus brazos, os llevará para siempre a su Reino" (Deposi ción de sor María de la Trinidad. P. A. Bayeux. Tomo III, F. 850).

¿Qué es abandonarse a Dios? Es algo distinto de subir a él, es mucho más profundo, es una disolución total de Teresa en la voluntad de Dios. Es lo que el P.de Caussade, con todos los espirituales, llama abandono en la Providencia divina.

Para hacernos comprender la diferencia entre el don total y el abandono, Teresa ha contado la historia del bienaventurado Suzo. Era un amante de la sabiduría y se mortificaba de una manera terrible para obtener esta sabiduría; un ángel se le apareció un día y le dijo: "Hasta ahora eras un simple soldado, ahora te voy a hacer caballero. Abandona todas estas mortificaciones y no decidas ya más por ti mismo. Yo lo arreglaré todo". Al leer esta historia, Teresa del Niño Jesús decía: "Yo he sido desde el principio caballero". Era tan humilde y por eso tan purificada —lo hemos dicho más arriba— como para no conocer esos combates en los que el hombre quiere rivalizar en generosidad con Dios. En el fondo, nunca ha decidido por sí misma y cada vez que Dios la tocaba no oponía ninguna resistencia, y por eso obtenía todo lo que pedía. Dios resiste a nuestras peticiones porque discutimos con él. Henri Suzo ha recibido una luz —tal vez a causa de su combate precedente— para comprender algo sutil y más exigente, pero de otro orden. Teresa ha sido puesta de entrada en el juego frente a este misterio de luz, que no ha sido dado, sino tardíamente al bienaventurado Suzo.

Una conclusión para terminar este párrafo. Si queremos entrar en la vía del abandono —algunos llegan a hacer de ello voto—, debemos desear esta luz y pedirla realmente. Dios no nos la puede negar, si lo hacemos con buenos modales: "Por favor, Señor, muéstrame tu rostro de Misericordia. Desde ahora te agradezco el habérmelo concedido". Podremos entonces, como san Pablo, llevar el verdadero combate, el buen combate, no la lucha en la que pensamos tan a menudo. Será el tema de nuestro párrafo siguiente. Podemos, como Teresa, ser en seguida caballeros, aunque hoy no seamos más que de segunda clase.


5. El Acto de abandono

El acto por el cual el hombre deja de caminar hacia Dios para abandonarse a él es puramente interior. Es una decisión de la libertad profunda de dar preferencia al pensamiento de Dios y a su acción en nosotros. Por eso el abandono proviene de "la obediencia de la fe" de la que habla san Pablo dos veces en la carta a los Romanos (1,5) y (16,26). El hombre alcanza en lo más profundo de su ser la actitud de Cristo y de todos los testigos de la fe que dicen: "Héme aquí, oh Dios, para hacer tu voluntad".

Pero porque el hombre es carne y espíritu, esta decisión interior debe tomar cuerpo en un acto que significa, a los ojos de Dios y a sus propios ojos, la decisión del hombre de vivir en adelante abandonado. Importa poco la fórmula que se utilice para hacer este acto, pero hay que ponerlo en los términos que corresponden a la decisión interior. Por otra parte, el hombre, al vivir en el tiempo y en el espacio, tiene necesidad de renovar este acto, pues su libertad es fluctuante. Algunos renovarán este don cada día en la Eucaristía y otros en las grandes etapas de su vida (ejercicios, retiros, etc.).

La fórmula varía según la decisión interior; lo mejor sería componer cada uno su acto de abandono como lo ha hecho Teresa a propósito del Acto de Amor. Se puede utilizar también la oración del P. de Foucauld o el Acto de Ofrenda al Amor Misericordioso de santa Teresa o una consagración a la Virgen. Algunos más acostumbrados a los ejercicios tomarán el "Suscipe". Es siempre preferible que sea pronunciado al final de un retiro y preparado por contemplaciones variadas que nos orienten hacia el abandono.

Lo esencial en este asunto es que demos a Dios "carta blanca" para que su voluntad se cumpla en nosotros y que consintamos en ello totalmente. La lectura de los capítulos 11 y 12 de la carta a los Hebreos puede ayudarnos a vivir esta actitud de fe:

"Por la fe, Abraham, al ser llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba" (Hb 11,8).

Propiamente hablando, este Acto cuando se hace por iniciativa de Dios, señala una entrada en la vía mística. Lo que constituye la esencia de esta vida no son los fenómenos extraordinarios, sino un predominio de la acción del Espíritu en nosotros. El hombre se siente llevado por la vida de Dios y su barca es guiada por el soplo del Espíritu. No decide ya nada por sí mismo y espera que Dios le mueva por la acción de su gracia. Siente que toda su vida está como actuada y movida por el Espíritu Santo.

De aquí vienen las oraciones de quietud y de silencio. Como Agar, el hombre puede decir en la oración: "Eres un Dios que ve" (Gén 16,13). Y tan pronto como en la vida o en la oración surge una inquietud, dice como Abraham: "Yavé proveerá" (Gén 22,24). Es difícil describir esta oración cuando uno no la vive. El P. Lallemant dice sobre este tema que hay la misma diferencia entre lo vivido y lo expresado, que entre un león pintado y un león en la realidad.

No diría que esta oración no tiene dificultad, pues el hombre tiene a menudo la impresión de perder su tiempo; pero me atrevo a decir que es fácil en el sentido de que es dada al hombre gratuitamente y que la encuentra en sí sin esfuerzo. Se dice de san Ignacio que, llegado al final de su vida, "podía encontrar a Dios cuando quería y a cualquier hora" (Autobiografía, n.Q 99). Le bastaba ponerse en oración para encontrar el sentimiento de la presencia de Dios. Como Teresa, que no había estado nunca tres minutos sin pensar en Dios, porque le amaba. Deseo y pido para que esta gracia, preparada para todos los que hacen el acto de abandono, les sea concedida en plenitud según su estado.