CAPITULO V


LA CONFIANZA Y NADA MAS
QUE LA CONFIANZA

 

La intuición genial de Teresa ha sido descubrir y comprender el rostro más profundo y más misterioso de Dios, el de su Misericordia, que Jesús ha venido a revelarnos en la tierra. Por eso ella no tiene ya ninguna vacilación, se entrega sin reserva y Dios la invade con su Amor misericordioso. Es lo que hemos tratado de decir en el capítulo precedente. Pero Teresa reconoce que hay pocas personas que comprendan este rostro:

"El (Jesús) encuentra, ¡ay!, pocos corazones que se entreguen a él sin reservas, que comprendan toda la ternura de su Amor infinito (Cartas, a sor María del Sagrado Corazón, 13(?)-9-1896).

Pero hay todavía mucho más en Teresa, y es lo que hace de ella una "adoradora" en espíritu y en verdad, tal como los busca el Padre (Jn 4,23). No sólo ha descubierto este rostro de Misericordia, sino que ha cantado esta evidencia con alegría y júbilo, pues tenía el carisma del Magnificat. Y me impresiona, al leer los Manuscritos, cómo estas palabras vienen sin cesar a su pluma, no sólo al comienzo, sino también hacia el final. Así, en el Manuscrito C repite a María de Gonzaga: "Habéis querido que cante con vos las misericordias del Señor".

Y para cantar así es preciso algo más que la evidencia, hace falta el amor. En otras palabras, hay que estar totalmente descentrado de sí y sobrecentrado en Dios. Si encontramos tantas dificultades para orar, adorar y alabar a Dios, no es tanto por las circunstancias exteriores de nuestra vida (falta de tiempo, ruido del siquismo, actividad), cuanto por causa de nuestro corazón de piedra endurecido y encerrado en sí mismo. Es la "natura curva" de la que habla san Bernardo a propósito de la curación de la mujer encorvada del evangelio, "era incapaz de mirar al cielo" (Lc 13,10), es decir, de orar y de cantar las misericordias del Señor.

Teresa bendice a Dios, es decir, vuelve su rostro (ad= hacia; os-oris = boca) hacia el rostro de Dios para adorarle, y así realiza su verdadera naturaleza de hombre y de mujer que es la adoración y la alabanza. Este deseo de alabar a Dios es lo que la empuja a ofrecerse al Amor misericordioso. El amor la empuja a ir hasta el extremo de esta abertura, a la alegría de Dios.

La oblación es el soplo del sacrificio de Teresa, pero hay otra cosa en su ofrenda, pues se entrega al Amor misericordioso como víctima de holocausto. Es la respuesta de Dios, el fuego que viene a consumir la víctima. El amor oblático la empuja a ofrecerse, pero no es verdadera víctima antes de ser consumida por el fuego de la zarza ardiendo. Teresa se explica así en el Manuscrito B. Notemos de paso la última frase que apunta al Amor misericordioso, es decir, al amor de Dios que se inclina sobre la nada del hombre y su miseria:

"No soy más que una niña, impotente y débil. No obstante, es esta mi misma debilidad la que me inspira la audacia de ofrecerme como víctima a tu amor, ¡oh, Jesús! Antiguamente, sólo las hostias puras y sin defecto eran aceptadas con agrado por el Dios fuerte y poderoso. Para satisfacer a la justicia divina eran necesarias víctimas perfectas.
          Pero a la ley del temor ha sucedido la ley del amor, y el Amor me ha escogido a mí, débil e imperfecta criatura... ¿No es, acaso, digna del Amor esta elección?...
          Sí. Para que el amor quede plenamente satisfecho, es necesario que se abaje hasta la nada y que transforme en fuego esta nada..." (Ms.B, F3").
 

1. Es necesario que El se abaje hasta la nada

Y aquí hay que calcular el derroche oneroso, si queremos seguir a Teresa hasta dentro de su Acto de ofrenda al Amor. No se trata de "escalar la ruda escalera del temor, sino de elevarse a Dios por el ascensor del amor". El amor del que habla Teresa no es el que nuestra generosidad produce o nuestra voluntad ejerce, es un amor que viene de Arriba, del corazón de los Tres y se precipita en nuestra nada. Si esta nada no es descubierta, desplegada y ofrecida a Dios, no puede llenarla.

Y aquí nos encontramos con sor María del Sagrado Corazón, la hermana de Teresa. Cuando Teresa se retiró, en septiembre 1896, y había realizado su vocación: "En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el Amor; así lo seré todo", su hermana María le había pedido el secreto de su camino de infancia. Y Teresa le había respondido con la primera parte del Manuscrito B. En él se había dejado llevar a cantar sus deseos de martirio y de todas las vocaciones, sobre la gama de los ultrasonidos, como dice el P. Molinié, en un vuelo extraordinario que es una de las cumbres de la literatura universal:

"¡El martirio! He aquí el sueño de mi juventud. Este sueño ha ido creciendo conmigo bajo los claustros del Carmelo. Pero siento que también este sueño es una locura mía, pues no podría limitarme a desear un solo género de martirio... Para satisfacerme, necesitaría padecerlos todos..." (Ms.B, F3').

Y entonces, viene la descripción de todos los géneros de martirio... San Bartolomé, san Juan, santa Inés, santa Cecilia...

"¡Jesús, Jesús! Si fuese a escribir todos mis deseos, tendrías que prestarme el libro de tu vida" (Ms.B, F3').

Cuando María recibe la carta de Teresa la encuentra más admirable que imitable. Y ante el espectáculo de tal fuego, dice a su hermana: "¡Estás poseída por el amor de Dios, como otros están poseídos por el demonio!" Tiene la impresión de que los grandes deseos de su hermana están lejos de las perspectivas alentadoras del camino de la infancia. Y se atreve a decir: "Todo esto es hermoso, pero no es para mí". Nos ocurre a veces el decir: "La santidad no es para todo el mundo, no es ciertamente para mí". Es una falta de fe y de esperanza. Con su finura intuitiva habitual, Teresa comprende que ha cometido un error dejándose llevar a cantar sus deseos en la gama de los ultrasonidos. Los oídos de su hermana no están todavía suficientemente afinados para escuchar esta melodía.

Teresa se apresura en seguida a poner las cosas en su sitio, y esta puesta a punto enérgica no es menos notable e intrépida en su lucidez que sus deseos de martirio en su locura. Notemos de paso que Teresa comienza su carta a partir de las palabras mismas de su hermana que le había dicho: "Estás poseída por el amor de Dios, como otros lo están por el demonio". Entonces Teresa le responde:

"¿Cómo podéis preguntarme si os es posible amar a Dios como yo le amo? Si hubiéseis comprendido la historia de mi pajarillo, no me harías esta pregunta. Mis deseos de martirio no son nada, no son ellos los que me dan la confianza ilimitada que siento en mi corazón. A decir verdad, son las riquezas espirituales las que hacen a uno injusto cuando se descansa en ellas con complacencia y cuando se cree que son algo grande".
      "¿Cómo podéis decir, después de esto, que mis deseos son la señal de mi amor? ¡Ah!, sé que no es esto, en manera alguna, lo que agrada a Dios en mi pequeña alma. Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia... He aquí mi único tesoro, madrina querida. ¿Por qué este tesoro no habría de ser también el vuestro?" (Cartas 17.9.96).


2. Amar mi pequeñez y mi pobreza...

Sin despreciar sus deseos, Teresa sabe muy bien que vienen del Espíritu Santo, los considera, sin embargo, como riquezas injustas si se pone en ellos su confianza: "Lo que agrada a Dios es el ver mi pequeñez y mi pobreza". No se trata solamente de descubrir y constatar su miseria, hay también que amarla y alegrarse en ella.) Para comprender mejor esto, acudamos a otra hermana de Teresa, Celina, que había entrado en el Carmelo en 1894 y que, como hemos visto, había llevado consigo un cuaderno donde estaban copiadas las palabras de la Escritura sobre el camino de la infancia.

A pesar de haber comprendido todo ello intelectualmente, Cefina tenía mucha dificultad para aceptar vitalmente y sobre todo para asumir su pobreza. En los Buissonnets, Teresa y Celina habían estado muy unidas (los encuentros del Belvedere comparados a los coloquios de Mónica y Agustín). Cuando entra en el Carmelo, Celina se queda asombrada al ver a su hermana en las "estrellas fugaces", mientras que ella asciende por la llanura. Entonces va a quejarse a su hermana y sobre todo se compara con ella: "Cómo me gustaría ofrecer a Dios vuestra delicadeza", dice, y Teresa le responde: "Dad gracias a Dios de estar sin delicadeza".

Teresa proponía a su hermana Celina unirse a Dios sobre la base de su pobreza, y ésta rehusaba. Por eso le dice un día: `-`Cuando pienso en todo lo que tengo que adquirir". Y Teresa le responde: "¡Mejor dirías que per-der! Es Jesús el que llenará tu alma de esplendor a medida que la vaciéis de sus imperfecciones". Es ciertamente la cuchilla de la guillotina que cae para cortar las últimas ilusiones de Celina. Uno piensa en el Pequeño Plácido que se queja y al que se le responde: "¡No estás suficientemente esquilado!" Teresa trata de hacer comprender a su hermana que lo que seduce a Dios en ella, no son sus virtudes o sus riquezas, sino su pobreza, yo diría su "no-santidad". Estamos siempre demasiado ricos y demasiado cargados para franquear la puerta estrecha. Y, como decíamos antes, consideramos siempre la per-fección bajo forma de una subida mientras que es una bajada en la humildad. "El que se ensalza será humillado, el que se humilla será ensalzado".

Cuando tratamos de elevarnos, de crecer, cortamos infaliblemente la sutil y dulce comunicación entre el Amor y el no-amor, entre el ser y la nada. No estaremos unidos a Dios por modo de semejanza, sino por modo de distinción, es decir, ofreciéndole nuestra pobreza. La única oración que es capaz de ablandar el corazón del Padre, es la del publicano del evangelio: "¡Señor, ten piedad de mí!" Es Teresa la que sigue diciendo a Celina: "Queréis subir una montaña y Dios quiere haceros bajar al fondo de un valle estéril donde aprenderéis el desprecio de vos misma".

Es el don de ciencia que nos da a saborear la evidencia de nuestra nada de criatura frente a la santidad de Dios. En la vida espiritual, hay ciertamente un arte de amar su debilidad con dulzura. Así lo explica Teresa a su hermana Celina:

"Tengo debilidades, pero me alegro de ellas. No estoy siempre tampoco por encima de las nadas de la tierra; por ejemplo, me da rabia una tontería que haya dicho o hecho. Entonces entro en mí misma y me digo: ¡Ay!, estoy en el mismo sitio que antes. Me digo esto con gran dulzura y sin tristeza. Es tan dulce sentirse débil y pequeño" (Cuaderno Amarillo 5-7).

Estamos aquí en el corazón de toda la espiritualidad teresiana. Cuando el Amor misericordioso instruye nuestro entendimiento de estas cosas, no descubrimos solamente la verdad de la nada de la criatura, sino el encanto de esta pobreza y empezamos a saborear la dulzura de no ser nada: "Es tan dulce, dice Teresa, sentirse débil y pequeño". "Hazte capacidad y yo me haré torrente". El vacío en nosotros es lo que es la capacidad de ser invadido por el torrente del amor trinitario.

Es un lenguaje tradicional en la Iglesia, y sobre todo en san Pablo. Teresa se referirá a la segunda carta a los Corintios (12,7 a 10) y hablará de la "ciencia que nos enseña a gloriamos en nuestras enfermedades". Añade que es una gran gracia el descubrir esto. Y aquí se une a la gran corriente de la espiritualidad oriental; san Isaac Sirio no decía acaso: "El que llora sus pecados es mayor que el que resucita a un muerto". Escuchemos a Teresa, que escribe a su prima María Guerin:

"Te equivocas, querida mía, si crees que tu Teresita marcha siempre con ardor por el camino de la virtud. Ella es débil, muy débil, todos los días adquiero una nueva experiencia de ello; pero María, Jesús se complace en enseñarle, como a san Pablo, la ciencia de gloriarse en sus enfermedades. Es esta una gracia muy señalada, y pido a Jesús que te la enseñe, porque solamente ahí se halla la paz y el descanso del corazón. Cuando una se ve tan miserable, no quiere ya preocuparse de sí misma, y sólo mira a su único Amado... (Cartas, julio de 1890).
 

3. ¿Dónde encontrar al verdadero pobre de espíritu?

Estamos también aquí en el corazón del mensaje evangélico de las Bienaventuranzas: "Dichosos los pobres de espíritu, pues el Reino de los cielos les pertenece". Todo está en el evangelio: la humildad, la pobreza, la dulzura y el espíritu de infancia. Pocos hombres aceptan el considerar su miseria como si fuese una perla preciosa dificil de encontrar y digna de la búsqueda más apasionada. Nuestra tendencia natural es huir esta miseria o excusarla; esta huida no implica, por otra parte, el deseo de liberamos de ella, sino el rechazo oscuro y arisco de tomar conciencia de ello y de enfrentarse con un tal espectáculo.

Siguiendo a todos los espirituales, Teresa nos sugiere, haciéndonoslo saborear, con qué ternura Jesús mira y ama su miseria, y sufre en ello más que nosotros, pues sólo El es humano. Es el Unico que tiene un corazón de carne mientras que nosotros tenemos un corazón de piedra. Teresa nos invita a abrazar esta miseria, no en una lucidez despiadada, sino en la lucidez más profunda que nos enseña a descubrir, bajo la acción del Espíritu, en esta pobreza el arma absoluta que nos da todo poder sobre el corazón misericordioso de Dios.

Jesús ha venido para los pobres, los enfermos y los pecadores; en otras palabras, para todos "aquellos que no se encuentran bien bajo su piel". Si nos colocamos en la categoría de los justos, de los ricos o de la gente "bien", no tenemos ya necesidad de la Misericordia, pues nuestra santidad depende de la fuerza de nuestros puños.

Dios desea encontrar corazones pobres: "cuanto más débil es uno, dirá Teresa, más apropiado es para las operaciones de este amor que consume". Está pronto a hacernos todos los regalos que ha hecho a Teresa y a todos los santos con tal que le ofrezcamos, como ella, nuestra . miseria. Nos ama como seres a llenar, y por eso Teresa ama su miseria y la despliega humildemente ante Dios. Comprende que es a esta profundidad donde Dios la visita y la atiende. Allí y solamente allí se oculta su Misericordia.

En este sentido, Teresa afirma que hay que ir más lejos y más en profundidad para encontrar este pobre de espíritu, que no está en las almas, sino en la nada. No hemos bajado bastante profundo en nuestra miseria para gritar hacia Dios. Una oración que viene de lo profundo es siempre escuchada. Se comprende también que esta nada puede ser fuente de desesperación si se la considera con una mirada humana debilitante, pero que es fuente de locas esperanzas, si se la mira con los ojos de la Misericordia.

Comprended que para amar a Jesús, para ser víctima de su amor, cuanto más débil se es, sín deseos ni virtudes, tanto más cerca se está de las operaciones de este amor consumidor y transformante. El solo deseo de ser víctima basta, pero es necesario consentir en permanecer siempre pobres y sin fuerzas, y he ahí lo difícil, porque "¿dónde encontrar al verdadero pobre de espíritu?". "Hay que buscarlo muy' lejos", dijo el salmista. No dijo que hay que buscarle entre las grandes almas, sino "muy lejos", es decir, en la bajeza de la nada. ;Ah!, permanezcamos, pues, muy lejos de todo lo que brilla, amemos nuestra pequeñez, deseemos no sentir nada; entonces seremos pobres de espíritu, y Jesús irá a buscarnos, por lejos que estemos, y nos transformará en llamas de amor... ;Oh, cómo quisiera haceros comprender lo que siento!... La confianza, y nada más que la confianza, es la que debe conducirnos al amor..." Cartas. A sor María del Sagrado Corazón, 17-9-1896).


4. Lo que ofende a Jesús..., es la falta de confianza...

En la vida espiritual, no hay más que una sola cosa que temer: la falta de confianza en Dios. Nos desalentamos a menudo a causa de nuestras debilidades que nos humillan. Teresa había comprendido muy bien que hay debilidades ante las que Dios sonríe y que no ofenden a Dios. Son miserias para la misericordia de Dios como el grano está hecho para el molino:

"Pero creo que Jesús puede concederme la gracia de no ofenderle ya, o bien de no cometer más que faltas que no le OFENDEN, faltas que sólo humillan y hacen más fuerte el amor" (Cartas. A sor Inés de Jesús, Retiro de profesión, septiembre 1890).

Un gran santo de Oriente, Isaac el Sirio, decía: "No hay más que un pecado: el no creer en Jesucristo resucitado. Todos los demás pecados no son nada, pues Dios nos ha dado el arrepentimiento para expiarlos". Teresa dirá prácticamente lo mismo: "Lo que ofende a Jesús, lo que le hiere en el corazón, es la falta de confianza".

¿Queremos saber cuánto vale nuestra confianza? Hagámonos esta pregunta: si una mañana nos despertamos con el corazón cargado de todos los pecados posibles, tendríamos la suficiente confianza para ir a echarnos a los pies de Jesús y pedirle humildemente perdón:

"Sí, estoy segura de que aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría con el corazón roto por el arrepentimiento a arrojarme en los brazos de Jesús, por que sé muy bien cuánto ama al hijo pródigo que vuelve a él.
      Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado a mi alma del pecado mortal; pero no es eso lo que me eleva a él por la confianza y el amor" (Ms.C, F36").
      "Si hubiera cometido todos los crímenes posibles, tendría siempre la misma confianza. Siento que toda esta multitud de ofensas sería como una gota de agua echada en un brasero ardiendo" (///timas conversaciones).


5. Es la confianza y nada más que la confianza...

Todos los manuscritos de santa Teresa se resumen en estas últimas palabras: "Es la confianza y nada más que la confianza lo que nos conduce al amor". ¡Esto es temible! Habitualmente tratamos de ir a Dios, buscarle y amarle por la confianza y también por otra cosa. Buscamos apoyos, señales, garantías en nuestros méritos, nuestras cualidades y nuestro ambiente. Lo propio de la confianza es no apoyarse en nada más que en el Amor y la Misericordia. Mientras buscamos a Dios por algo distinto de la confianza, dejamos de poner en él nuestro único apoyo. Algunos días, en lugar de hacer actos de confianza, haríamos mucho mejor en hacer actos de no-confianza y de no-amor: "Dios mío, no tengo en ti bastante confianza, no os amo. Aumenta mi fe y mi amor".

El hombre que se fía se parece a la Virgen. No comprende (Lc 1,34), pero sabe "que no hay nada imposible para Dios" (Lc 1,37). Entonces, no se mira en absoluto a sí misma, sino que fija su mirada en Dios solo. Pertenece en verdad a esta gran galería de los Testigos de la fe que Pablo nos pinta en el capítulo 11 y 12 de la carta a los Hebreos; dejan una patria bien conocida para dirigirse a una tierra desconocida, porque tienen los ojos siempre fijos en Jesús, el testigo de la fe (Hb 12,2). Su única brújula es la Palabra de Dios.

La Virgen puede tener la evidencia de que todas las salidas humanas están cerradas, pero da una preferencia permanente a la "evidencia" de Dios que es el Dueño de lo imposible. Tiene esta agilidad inenarrable del hombre que prefiere el pensamiento de Dios al suyo. Por eso puede avanzar allí donde el camino está bloqueado: "Todo es posible al que cree", dirá Jesús al padre del poseso (Mc 9,23).

Es la definición que Teresa da de la confianza y del abandono: "descentrarse totalmente de sí, para sobrecentrarse en Dios:

"Cuando una se ve tan miserable, no quiere ya preocuparse de sí misma, y sólo mira a su único Amado" (Cartas, a María Guerin, julio 1890).

Por eso nuestra confianza debe abandonar todos sus apoyos humanos para enraizarse en Jesús, nuestra única Roca. Todas las impurezas espirituales vienen de que nos apoyamos en algo. Y por eso el Espíritu Santo nos quita uno a uno todos nuestros apoyos humanos y nuestras seguridades para enseñarnos la verdadera confianza. Instintivamente el hombre se apoya en lo que ve o siente, entonces Dios se pone a la obra para enseñarnos la ciencia de la "Nada". No teniendo ya nada donde agarrarnos, estamos obligados a sumergirnos en Dios solo.

Esta doctina de la confianza vale sobre todo para nuestra búsqueda de Dios. Queremos probarle nuestro amor y entonces tomamos, como Pedro, resoluciones dictadas por la generosidad. Prometemos a Dios dar nuestra vida por él. Sin saberlo damos una ocasión a Satanás que va a pasarnos por la criba (Lc 22,31), pues contamos todavía demasiado sobre nuestras propias fuerzas. Cuando Jesús dice a Pedro: "He rogado para que tu fe no desfallezca", es justamente lo que le quiere hacer comprender: no hacer promesas basadas únicamente en la generosidad. El día en que comprendemos esto descubrimos la ciencia y el poder de la oración, y en vez de tomar resoluciones, transformamos éstas en oración. En vez de decir: "Dios mío, voy a hacer esto", decimos: "¡Dios mío, enséñame a hacer esto!"

A este propósito, Teresa decía: "Si en lugar de decir "yo daré mi vida por ti", el pobre san Pedro hubiera dicho a Cristo: "Sabes muy bien que soy incapaz de dar mi vida, ven en mi ayuda", hubiera seguramente superado esta tentación". Como Teresa, deberíamos poder decir: "Es la confianza y nada más que la confianza lo que debe llevarnos al Amor".

Descubrimos aquí la importancia de la oración de súplica que está ligada a la humildad y a la confianza. Por nosotros mismos no podemos nada, entonces nuestra única posibilidad de salvación es gritar a Dios y suplicarle: "¡Ten piedad de nosotros, ven en nuestra ayuda!" Los que comprenden las palabras de Teresa piden socorro,. y a fuerza de suplicar son devorados por la oración continua. Es a menudo un sobresalto de desesperación lo que nos lanza a la confianza ciega en la verdadera oración.

Por eso Teresa decía: "¡Cómo tenemos que orar por los agonizantes!" En el fondo, los agonizantes están en la verdad, no pueden ya apoyarse en otra cosa más que en la misericordia, según la expresión de otro gran santo, Francisco Javier, que había acariciado la muerte en la travesía de la India al Japón. Escribía entonces a sus hermanos de Goa:

"Oh, hermanos, ¿qué será de nosotros a la hora de la muerte, si en la vida no nos aparejamos y disponemos a saber esperar y confiar en Dios, pues en aquella hora nos habemos de ver en mayores tentaciones y trabajos y peligros que jamás nos vimos, así del espíritu como del cuerpo? Por tanto, en las cosas pequeñas, los que viven con deseos de servir a Dios, deben trabajar a humillarse mucho, deshaciendo siempre en sí, haciendo grandes y muchos fundamentos en Dios, para que en los peligros y trabajos, así en la vida como en la muerte, sepan esperar en la suma bondad y misericordia de su Creador, por lo que aprendieron venciendo las tentaciones, donde hallaban repugnancia, por pequeñas que fuesen, desconfiando de sí con mucha humildad y fortificando sus ánimos, confiando mucho en Dios, pues ninguno es flaco cuando usa bien de la gracia que Dios nuestro Señor le da" (Cartas y escritos de San Francisco Javier, carta a sus compañeros residentes en Goa, 5.11.1549).

Todos los santos coinciden cuando se trata de la confianza o, según la exposición de Javier, de "la ciencia de la esperanza y de la confianza en Dios".

"Todo se decide para nosotros", dice el P. Molinié, "en el juego entre la Misericordia y la confianza. No hay otros problemas, dificultades, errores en nuestra vida. Repito: absolutamente ningún otro". Como Teresa, tenemos que aprender a ejercitarnos en el amor, o lo que equivale a lo mismo, ejercitarnos en la confianza. No hay nada más sencillo que confiar, puesto que se trata de abandonarse a Dios como un niño (tener confianza es tan fácil como respirar), pero es al mismo tiempo muy complicado y dificil porque estamos muy poco acostumbrados a ello. Nos falta agilidad para dar una adhesión permanente al pensamiento de Dios sobre el nuestro.

Al terminar estos capítulos, en los que hemos cantado con Teresa las misericordias del Señor, sentimos cuán lejos estamos de "elevarnos a Dios por el ascensor del amor y no a subir la ruda escalera del temor". Pero no podemos olvidarnos de la promesa que ella misma hacía al abate Belliére unos meses antes de su muerte, ella que le había prometido "pasar su cielo haciendo el bien en la tierra".

"No me extraña que la práctica de la familiaridad con Jesús os parezca un poco difícil de realizar; no se puede llegar a ella en un día, pero estoy segura de que os ayudaré mucho más a caminar por este camino delicioso cuando me vea libre de mi envoltura mortal, y pronto diréis, como san Agustín: "El amor es el peso que me arrastra" (Cartas, 18-7- 1897).