Capítulo 12

 

«PADRE, EN TUS MANOS
ENCOMIENDO MI ESPÍRITU»

 

Jerusalén, al igual que la mayor parte de las ciudades antiguas del Medio Oriente, es un auténtico laberinto de calles estrechas y tortuosas que muchas veces desembocan en callejones sin salida. Los muros de las casas que se alinean a ambos lados de las calles se diría que padecen una enfermedad cutánea, debido a las múltiples manchas ocasionadas por los desechos que se arrojan desde el interior de las viviendas y al excremento de las ovejas y las bestias de carga que transitan por ellas. Sin duda, las calles por las que pasó Jesús con la cruz a cuestas se parecían mucho a las actuales: angostas, retorcidas e inmundas. El calor que hace en Jerusalén durante las horas centrales de un día de abril es semejante al que puede hacer en el Japón cualquier mediodía del mes de junio o comienzos de julio.

Jesús, agotado por la falta de sueño y tambaleándose bajo el peso de la cruz, cayó por tierra en repetidas ocasiones, pero una y otra vez fue obligado a seguir caminando, aunque fuera a paso de tortuga, por los soldados romanos que no dejaban de darle brutales órdenes y feroces latigazos. Aunque el Nuevo Testamento no describa la escena con detalle, sí sabemos que Jesús llegó a un grado de agotamiento absoluto, porque, según podemos leer en los tres Sinópticos, hubo un momento en que los soldados romanos se vieron obligados a echar mano de «un cierto Simón de Cirene, que venía del campo» (Lc. 23, 26), al que ordenaron que cargara con la cruz.

Quizá la razón por la que no nos ha llegado una descripción detallada de aquella penosa marcha, es porque los discípulos mismos no llegaron a presenciarla. Desde el momento de la detención de Jesús en Getsemaní, los discípulos, que sintieron cómo sus propias vidas corrían peligro, se dispersaron en todas las direcciones, como los hilos de una tela de araña. Si hubieran vuelto a dejarse ver en la ciudad, podrían haber sido denunciados como secuaces de Jesús. Y esto les infundía verdadero pánico. Tal vez Pedro y alguno más de los discípulos fueran a ocultarse en algún lugar cercano a la ciudad, quizá en la casa de Marta y María en Betania, a la espera de que les llegaran noticias de lo ocurrido.

La imagen que Jesús mostraba ante la gente que contemplaba su marcha hacia el lugar de la ejecución era la personificación de la no-resistencia, de la debilidad y del más absoluto desamparo. Ninguno de los discípulos acudió en su ayuda; y la multitud, que hasta el día antes había aguzado los oídos para no perderse una sola de sus palabras, ahora hacía llover sobre aquel hombre impotente una catarata de insultos y gritos soeces. Los miembros del Sanedrín y los sacerdotes saduceos que acompañaban al macabro cortejo observaban el espectáculo con aparente frialdad, pero con íntima satisfacción.

Lo más llamativo del relato de la pasión es la forma en que destaca, sin la menor vacilación, la debilidad y el abandono de la figura de Jesús, que ocupa constantemente el centro de la escena. Según afirman los autores del Nuevo Testamento, Jesús había realizado hasta entonces numerosos milagros y signos poderosos, como curar a los enfermos y resucitar a los muertos, a la vez que proclamaba un mensaje lleno de sabiduría. Los discípulos y las multitudes habían podido observar innumerables señales indicadoras de que Jesús era un maestro y un profeta con un brillantísimo futuro. Es cierto que a partir de aquel verano transcurrido en Galilea, la multitud se había vuelto en su contra, y hasta habían tratado de matarle en una ocasión, cuando pensaron despeñarle por aquel precipicio de Nazaret; pero incluso en tales circunstancias los evangelistas no presentan nada que pueda parecerse a esa desamparada e indefensa figura de Jesús que aparece en el relato de la pasión. Antes de la pasión, Jesús era la figura luminosa que difundía el Evangelio (la buena noticia) de que «el Reino de Dios está cerca», y no se asemejaba en absoluto a ese individuo patéticamente inactivo e inútil que no manifestaba la menor señal de protesta ante los latigazos de los soldados y las burlas y salivazos del populacho.

Sin embargo, ahora sabemos que, precisamente bajo esa realidad del Jesús débil e ineficaz, se oculta el misterio de la auténtica enseñanza cristiana. El significado de la resurrección (que consideraremos un poco más adelante) es ininteligible si se considera al margen de esa debilidad y esa ineficacia. Uno sólo puede empezar a seguir a Jesús si acepta el riesgo de ser débil e ineficaz en este mundo visible.

Sea como fuere, en medio del calor primaveral de Jerusalén, la comitiva de los condenados con sus cruces (Jesús y los otros dos delincuentes) se hallaba finalmente en marcha, avanzando lentamente a lo largo de las sucias y estrechas calles, cada vez más cerca del lugar de la ejecución, una zona despejada cercana a una de las puertas de la ciudad.

Según el Evangelio de Juan, en el lugar donde fue crucificado «había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo en el que nadie había sido todavía depositados (Jn. 19, 41).

El mismo Evangelio dice que el lugar «estaba cerca de la ciudad» (Jn. 19, 20); y, según la carta a los Hebreos, «por eso... Jesús... padeció fuera de las murallas» (Heb. 13, 12).

Está perfectamente atestiguado, por tanto, que el lugar de la ejecución se hallaba próximo a Jerusalén, en un paraje en el que había un huerto y que se conocía con el nombre de «Gólgota». Entre los arqueólogos existe casi total unanimidad en afirmar que la actual Iglesia del Santo Sepulcro se halla ubicada en el mismo lugar que, desde la época del emperador Constantino, se ha considerado como el lugar en que fue ejecutado Jesús, todo lo cual coincide con lo que dice el Evangelio de Juan.

En aquella época, dicho lugar se hallaba cubierto de piedras graníticas, entre las que crecían algunos árboles y matas de ágave; había también unas cuantas tumbas. La palabra «huerto» que aparece en el Evangelio de Juan no debemos interpretarla en el sentido de un terreno cultivado al estilo occidental. Se refiere, más bien, a un terreno no edificado. Del mismo modo, la palabra «monte» no significa sino una ligera y desigual elevación del terreno. No hay que imaginarse el Gólgota, por consiguiente, como esa elevada colina que han solido pintar los artistas de Occidente.

En aquella época, una vez llegado al lugar de la ejecución, el condenado era despojado de todas sus vestiduras (si es que no las había ido dejando a pedazos por el camino a consecuencia de los latigazos), aunque a veces se le permitía conservar un trapo con el que cubrir sus genitales. A continuación se le obligaba a tenderse de espaldas, con los brazos extendidos sobre el travesaño horizontal de la cruz que él mismo había transportado, y se le clavaban las manos al madero. Una vez que habían sido fijados los clavos, se alzaba la cruz por medio de cuerdas y se procedía a clavar los pies con otros dos clavos. Los artistas suelen representar los pies de Jesús uno sobre otro, atravesados por un mismo clavo; pero esto es un error, porque lo normal era clavar los dos pies por separado.

El Evangelio de Juan nos dice que los soldados romanos tomaron las vestiduras de Jesús y se las repartieron en cuatro lotes, jugándose a los dados su túnica, lo cual coincide con la costumbre romana. Era poco después de mediodía cuando se alzó sobre el Gólgota la cruz de Jesús.

No hay palabras para describir el tormento que supone estar colgado en semejante patíbulo; sin embargo, se daban casos de individuos que tardaban horas y horas en expirar. En tales ocasiones, los soldados atravesaban al crucificado con una lanza, o bien el centurión aceleraba su muerte quebrándole las piernas con una pesada maza. También era costumbre dar al condenado un brebaje de vino mezclado con mirra amarga, con objeto de embotar sus sentidos antes de clavarlo en la cruz. Pero el Evangelio de Marcos (15, 23) nos dice que Jesús no quiso tomar el brebaje. Estaba decidido a degustar hasta el final todo el dolor y el tormento que puede padecer el ser humano.

A ambos lados de la cruz de Jesús se alzaron las cruces de los otros dos condenados. Los notables del Sanedrín que desde el principio se habían sumado al pelotón de ejecución, se acercaron entonces al Sumo Sacerdote Caifás y se situaron detrás de la cruz para presenciar el acto final. Los Evangelios relatan que tanto los sanedritas como los demás espectadores no dejaron de lanzar insultos y burlarse de Jesús. Más aún, uno de los dos criminales que habían sido crucificados con él, comenzó también a increparle en parecidos términos.

Como novelista, me resultan enormemente interesantes las palabras de aquellos dos criminales a las que los escrituristas no suelen conceder demasiada atención.

Suponiendo que sus palabras fueran reales, y no un puro invento de los evangelistas por razones apologéticas, uno de los criminales increpó a Jesús, diciendo: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» (Lc. 23, 39).

En realidad no sé si estas palabras hay que interpretarlas como una desesperada súplica de un criminal condenado para ser librado del intolerable tormento, o como un sarcasmo sin otro objeto que el de burlarse de Jesús. Sea como sea Jesús no respondió al insulto, ni a la súplica. Tampoco sé si aquellas palabras no sonarían a oídos de Jesús como un eco de aquellas otras palabras provocadoras que el mal espíritu le había susurrado mucho tiempo atrás, en el desierto de Judea. Lo que sigue siendo incontestable es el hecho de que, a pesar de que los Evangelios nos dicen que había curado a enfermos y hasta resucitado muertos en Galilea y en otros lugares, Jesús no exhibió en la cruz sino la más absoluta debilidad y desamparo. El relato de la pasión no nos ofrece más imagen de Jesús que la de una absoluta impotencia. Y la razón de ello es que el amor, en términos de los valores de este mundo, será siempre vulnerable y desvalido. Aquellos dos delincuentes políticos, en la medida en que fueran delincuentes y políticos, habían vivido siempre en busca del poder y de las satisfacciones tangibles que el poder procura. En sí misma, la política no es más que la búsqueda del poder material y del éxito mundano. Pero Jesús, con su impotencia en la cruz, es el símbolo del amor, mejor dicho, la encarnación misma del Amor.

« ¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen! » (Lc. 23, 34). Estas fueron las palabras que, al cabo de un rato, salieron de los resecos labios de Jesús. Con ellas trataba Jesús de defender por todos los medios a su alcance a los hombres y mujeres que no conocen el amor. No que no hayan recibido amor, sino que sencillamente no han sido capaces de comprender el modo de actuar del amor; que no han entendido aún plenamente la naturaleza del amor.

Aunque pueda parecer una digresión, he de decir que las palabras pronunciadas por Jesús durante su pasión no se reducen únicamente a las que han conservado los relatos evangélicos de dicha pasión. En aquellos tiempos no era infrecuente que los ajusticiados en la cruz, mientras tenían fuerzas para hacerlo, hablaran de los más diversos temas con sus amigos y sus enemigos presentes en el lugar de la ejecución; es muy probable, por tanto, que de los labios agonizantes de Jesús salieran otros mensajes y otras plegarias, aparte de los transmitidos por los Evangelios. De hecho, los evangelistas seleccionaron, de entre todas las palabras pronunciadas por Jesús, únicamente aquéllas que tenían para ellos un profundo significado; y aun así, sólo recogieron por escrito las primeras palabras de tales intervenciones de Jesús. Esto era más que suficiente para lo que ellos pretendían, porque con sólo citar las frases iniciales de una plegaria pronunciada en voz baja por Jesús, sus contemporáneos podían fácilmente suplir el resto de dicha plegaria, que todos ellos conocían de memoria.

Fijémonos, por ejemplo, en las famosas palabras pronunciadas por Jesús muy poco antes de morir: «¡Elí, Elí!, lemá sabaktani? (¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?)», tomadas del versículo inicial del Salmo 22; unas palabras que bastaban para que el lector recordara y recitara el resto del salmo.

Según los Evangelios. Jesús fue clavado en la cruz hacia mediodía, y exhaló su último suspiro a las tres de la tarde. Durante las tres horas de su agonía, imposibles de describir con palabras, Jesús al principio haría uso de las pocas fuerzas que le quedaban para seguir hablando a intervalos con las personas que desde abajo le observaban. Pero no sólo con ellos, sino que también se dirigió con su debilitada voz a los dos delincuentes que habían sido crucificados con él, uno a la izquierda y otro a la derecha.

Es muy verosímil que Jesús pronunciara muchas más palabras de las que recogen los Evangelios, pues hemos de tener en cuenta (como acabo de decir) que los evangelistas se limitan a darnos unos fragmentos o sumarios de lo que Jesús dijo en aquella ocasión.

Entre los testigos presenciales de su muerte se hallaban los miembros del Sanedrín, incluido el Sumo Sacerdote Caifás, los soldados romanos y el centurión, muchos espectadores que observaban los acontecimientos desde lejos (entre los que se encontraban algunas mujeres que habían seguido fielmente a Jesús desde Galilea hasta Jerusalén) y, por último, su discípulo Juan. El resto del círculo más íntimo de Jesús había huido a los cuatro vientos y se mantenía oculto en los alrededores de la ciudad.

Una vez que su víctima sacrificial había sido clavada en la cruz, con su aspecto de miserable espantajo, Caifás y su cohorte de secuaces perdieron todo temor y hasta todo interés por él. Para entonces ya se habían asegurado de que, gracias a su estrategia, la Pascua transcurriría sin ningún tipo de incidentes imprevistos, a la vez que volvía a quedar a salvo el prestigio del Sanedrín. Es muy probable que la mayor parte de ellos regresaran a la ciudad sin esperar a que Jesús expirara.

Pero otros espectadores, llevados de su morbosa curiosidad, se quedaron observando cómo, poco a poco, se iba extinguiendo la vida de los tres ajusticiados. Para ellos, el espectáculo constituía un espléndido e inesperado atractivo más de las fiestas de Pascua. Únicamente las mujeres que habían seguido a Jesús seguían esperando algún último y definitivo milagro, formando un apretado grupo de llorosos seres que, postrados en tierra, ocultaban entre las manos sus rostros desfigurados por el sentimiento de desesperación que roía sus entrañas. Su instinto femenino se rebelaba contra el cúmulo de aberraciones que habían llevado a un hombre como Jesús a un final tan cruel.

Durante las horas transcurridas desde el mediodía hasta las tres de la tarde, el sol fue ocultándose tras las nubes que se habían formado a causa del sofocante calor, y toda la región quedó sumida en una lóbrega sombra (Mt 27, 45), pero seguía sin producirse el más mínimo indicio de milagro. El tiempo parecía haberse detenido, dando paso a la eternidad; Jesús seguía inmóvil, colgado de la cruz, sin proferir la menor queja, hasta que se quedó incluso sin fuerzas para abrir la boca.

A eso de la hora nona (las tres de la tarde), Jesús alzó de Pronto su cabeza, como un pajarilla, y gritó desgarradoramente: «¡Elí, Elíl, lemá sabaktani? (¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?)» Era el comienzo del Salmo 22.

Muchos han tratado de ver en estas palabras de Jesús una señal de desesperación. Se atreven incluso a interpretarlas como una manifestación de desaliento y de queja, de tristeza y de protesta contra Dios Padre que no había movido un dedo por librarle de la cruz, que no había querido realizar el milagro. Y, a partir de ahí, esos románticos lectores tratan de descubrir a un tiempo la patética tragedia y la nobleza de corazón de Jesús que se reflejan en las palabras de súplica que salieron de sus labios.

Yo no puedo estar de acuerdo con esta interpretación; entre otras cosas, por una razón que ya he insinuado: El Crucificado pronunció diversas plegarias en el lugar de la ejecución, pero el texto de esas plegarias no tenía por qué transcribirse en su totalidad. Con una mera indicación del verso inicial, los judíos de aquel tiempo, que conocían la oración de memoria, podían suplir el resto sin dificultad.

El Salmo 22 comienza con un grito de tristeza: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonados; pero a medida que el salmista va hablando del cruel trato que ha recibido, su tono se va transformando en un canto de alabanza a Dios, diciendo cosas como: «Anunciaré tu nombre... En medio de la asamblea te alabaré». En resumen: el Salmo 22 no es un canto de desesperación, sino un canto de alabanza al Señor.

Después de su largo silencio, cuando Jesús alzó su cabeza y gritó: «¡Elí, Elí!, lemá sabaktani?», el problema consiste en saber si se trataba de una expresión de desesperación, o si Jesús quiso expresar los sentimientos de su corazón según el tenor de todo el Salmo 22.

Si la primera interpretación fuese la correcta, ¿cómo puede armonizarse con el estado de ánimo que inmediatamente después manifiesta Jesús cuando, con voz entrecortada, susurra las palabras de otro de los salmos: «Tengo sed», tras de lo cual añade el verso del Salmo 31: « ¡Padre!, en tus manos encomiendo mi espíritu»?

Palabras como Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu constituyen una declaración de confianza absoluta. Personalmente, me resulta inconcebible tratar de unir esta confianza absoluta con la anterior exclamación de desesperación. Consiguientemente, habrá que pensar que las Palabras ¡Elí, Elí, lemá sabaktani? indican que Jesús, después de expresar su estado de ánimo con las palabras del Salmo 22, pasa al verso del Salmo 31 que dice:

En tus manos encomiendo mi espíritu,
¡oh Señor, Dios fiel!, tú me has rescatado.

Después de haber agotado sus escasas fuerzas hablando desde la cruz, de las profundidades de su borrosa consciencia comenzaron a aflorar a sus labios las plegarias del Libro de los Salmos. Y pronunciando entrecortadamente algunos fragmentos de esas plegarias, esperó a que llegara el momento final.

Una cosa queda fuera de toda duda a lo largo de todo el relato de la pasión: Es absolutamente evidente que, desde el momento de su detención en Getsemaní hasta que exhaló su último aliento, Jesús no pudo, o no demostró que pudiera, realizar un solo milagro; y, a su vez, Dios no le prestó, de modo tangible, ningún tipo de ayuda o de consuelo.

Si se me permite decirlo, todo el relato muestra a Jesús como un ser humano absolutamente desvalido e impotente. En último término, no pudo triunfar sobre sus adversarios, ni cuando fue interrogado por el Sanedrín, ni cuando declaró ante Pilato, ni cuando se vio sometido a la lluvia de insultos y afrentas por parte de los soldados. Enfrentado al rechazo de la plebe, no pudo hacer otra cosa que sufrir en silencio. Tal vez los discípulos, ocultos en los alrededores de Jerusalén, esperaban un milagro de Jesús que cambiara las tornas antes de que fuera demasiado tarde, pero Jesús no hizo nada parecido. Entre los que se hallaban presentes en el Gólgota durante la ejecución, contemplando a Jesús clavado en la cruz como un espantapájaros, tal vez hubiera algunos que esperaban que Dios acabaría extendiendo su mano, pero parece ser que lo único que hizo Dios fue abandonarle a su suerte.

El relato de la pasión, por tanto, presenta la imagen de un Jesús inerme e indefenso. ¿Dónde estaba aquel hombre que en Galilea y tantos otros lugares había asombrado al pueblo y había realizado prodigios para ensalzar la gloria de Dios? ¿Dónde estaba ahora el poder de quien había sido capaz de resucitar a los muertos?

Hay, evidentemente, un enorme contraste entre el Jesús de la pasión y el Jesús de antes de la pasión. El uno es el Jesús poderoso; el otro, el Jesús impotente. En sus respectivos relatos de la pasión, los evangelistas no vacilan en hablar del Jesús impotente, del Jesús desamparado del que únicamente sigue fluyendo a torrentes el amor, del Jesús abrumado, del Jesús totalmente rendido. Por mi parte, debo decir que me resulta más fácil percibir la quintaesencia del mensaje de Jesús no tanto a partir de la dinámica imagen de Jesús en Galilea, sino a partir de la figura indefensa de Jesús en la cruz.

El Jesús dinámico, o mejor, el Jesús que había sido tan dinámico (ese Jesús que los Evangelios nos presentan de un modo tan resplandeciente), aparece en aquellas partes del Nuevo Testamento que se refieren a la primavera de su ministerio en Galilea, cuando las multitudes le asediaban entusiasmadas, cuando los que escuchaban sus palabras eran tan numerosos, cuando (al parecer) curaba a los enfermos uno tras otro y aliviaba todo tipo de desgracias.

Pero la magnífica primavera de Galilea fue demasiado breve, y en seguida todo había pasado. Las muchedumbres le abandonaron y hasta le persiguieron, y su conducta le hizo intuir a Jesús que su vida se hallaba en peligro. El Jesús poderoso y hacedor de milagros se convirtió en el Jesús débil e impotente. Cada vez que releo los Evangelios me sorprende extraordinariamente esta súbita transformación.

¿Por qué se volvió el Pueblo contra él? ¿Por qué rechazaron a aquel Jesús al que habían acogido entre aclamaciones? y no sólo es que le abandonaran o le rechazaran; es que además, en la mismísima Nazaret, llegaron al extremo de tratar de despeñarle.

Hay varias explicaciones posibles, difíciles de condensar en unas cuantas líneas; pero lo que es innegable es que el cambio tuvo origen en el desencanto de la gente. Habían buscado algo en Jesús, pero Jesús no les dio ese algo. Por eso, defraudados en sus expectativas, se enojaron con él y le rechazaron.

¿En qué consistía ese algo? Ya lo hemos visto, al menos en cierta medida, a lo largo de esta «vida de Jesús». Los hombres y mujeres de Galilea habían intentado presionarle para que asumiera el liderazgo en la lucha por la independencia política. Habían tratado de erigirle en mesías del movimiento anti-romano. Pero Jesús no compartía aquellas expectativas. Al contrario, en su mensaje del Sermón del Monte -«Bienaventurados los pobres de espíritu... Bienaventurados los que lloran ... »- Jesús rechazó terminantemente las aspiraciones populares. Otras gentes no buscaban sino milagros. Cuando leemos los relatos de los numerosos milagros que realizó en Galilea, podemos percibir la paradoja que supone el hecho de que la gente busque milagros sin percatarse de lo insignificante que es un milagro en comparación con el amor que fluía de Jesús y que constituía su auténtico sustento. Y naturalmente, cuando dejaron de producirse los milagros, la multitud se sintió desencantada y traicionada.

A partir de entonces, Jesús dejó de ser para la opinión pública un hacedor de milagros, para convertirse en un ser absurdo, incapaz de hacer ningún portento y sin nada que aportar al mundo de las realidades prácticas. En último término, la gente fue incapaz de comprender que Jesús era lo que era precisamente en virtud de su misma falta de poder terreno. Pero no sólo el pueblo en general, sino ni siquiera los mismos discípulos supieron entender el sentido del Jesús impotente. Al igual que el pueblo, los discípulos, que durante algún tiempo fueron numerosos, empezaron a desertar, hasta que, como dice el Nuevo Testamento, sólo quedó a su lado un puñado de hombres y mujeres.

En contraste con la época de Galilea y sus milagros, el relato de la pasión no hace sino describir la impotencia de Jesús en el mundo visible. Frente a las burlas del Sanedrín, frente al interrogatorio de Pilato, frente a los ultrajes de los soldados romanos y de la multitud, Jesús no hizo nada; ni siquiera opuso resistencia; pero tampoco Dios acudió en su ayuda. Lo único que manifestó Jesús fue una inequívoca falta de poder. Bañado en sudor y sangre, la única acción que realizó fue la de cargar con la cruz sobre sus descarnados hombros y arrastrarse hasta el Gólgota, lugar de su ejecución.

Pero este relato de la pasión, aun cuando afirme positivamente la debilidad de Jesús, nos cuestiona acerca del significado de esa debilidad. La pasión nos muestra que ser Jesús significa ser débil, al menos según los criterios de este mundo.

Por fin, a las tres de la tarde, Jesús, totalmente exhausto en la cruz, inclinó su cabeza. Los dos mensajes que susurró inmediatamente antes de expirar fueron: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» y «Todo ha terminado».

Las tres de la tarde. El momento señalado para que den comienzo en Jerusalén las plegarias vespertinas; el momento en que desde el templo se difundía por toda la ciudad el lamento del shofar que indicaba que era la hora de rezar. El quejumbroso sonido del cuerno de carnero se escuchó también en el lugar de la ejecución, fuera de las murallas.

Mateo señala que en aquel momento «el velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo; tembló la tierra y las rocas se rajaron ... » (Mt. 27, 5 l). Lucas dice que « ... la oscuridad cayó sobre toda la tierra al eclipsarse el sol» (Le. 23, 44). Sin embargo, el Evangelio de Marcos, anterior al de Mateo y al de Lucas, no dice nada de esto. Lo mismo podemos decir del Evangelio de Juan. La realidad es que no sucedió nada extraordinario de modo visible. El cielo siguió igual que antes. Los débiles rayos del sol que asomaban tímidamente entre las nubes no manifestaron cambio alguno cuando Jesús exhaló su último aliento. Los miembros del Sanedrín se alejaron satisfechos: habían logrado su propósito. Los soldados abreviaron la vida de uno de los dos delincuentes, que aún no había expirado, quebrando sus piernas con una pesada maza. Era el modo habitual de poner fin a la agonía de un ajusticiado.

Pero como Jesús ya había muerto, no había necesidad de emplear con él semejante recurso para apresurar su fin. Y cuando uno de los soldados atravesó su costado con la punta de la lanza, de la herida tan sólo brotó un poco de sangre y agua. Eso fue todo.

Estaba prohibido enterrar en el cementerio a un ajusticiado. Tampoco estaba permitido entonar cantos fúnebres o celebrar exequias por él. El cuerpo de Jesús, por lo tanto, habría tenido un humillante destino si un hombre llamado José de Arimatea, miembro del Sanedrín, no hubiera acudido personalmente a Pilato para que se le permitiera retirar el cuerpo de Jesús. Apenas sabemos nada del tal José de Arimatea. Según el Evangelio de Marcos, simpatizaba en secreto con Jesús, a pesar de pertenecer al Sanedrín, donde es probable que se opusiera a la sentencia de muerte pronunciada contra Jesús (Lc 23, 51).

El cuerpo de Jesús fue envuelto en un sudario y depositado en un sepulcro excavado en la roca que pertenecía a este miembro del Sanedrín. Testigos presenciales de la escena fueron María Magdalena y la madre de un discípulo llamado José.

Cuando Marcos y Mateo escriben que la tierra entera tembló al morir Jesús, y que el velo del templo se rasgó en dos, los evangelistas no refieren unos acontecimientos realmente acaecidos, sino que, más bien, expresan el lamento y la consternación de los discípulos por la muerte de Jesús.

Para ser honrados con respecto al hecho de la dispersión de los discípulos, hay que reconocer que éstos ni siquiera habían sospechado que el destino de Jesús fuera a abocar a un final tan espantoso. En su interior, seguían esperando que Jesús se decidiera a manifestar su poder; que, a pesar de las apariencias, el desvalido Jesús aún fuera capaz de dar un espectacular giro a la situación. Y pensaban además que, una vez que se hubiera decidido, Dios no podría abandonarle.

Pero lo cierto es que Jesús no dio señal alguna de su poder. Todo lo que hizo fue morir de un modo más espantoso y miserable que la mayor parte de los pecadores. En su impaciencia, los discípulos esperaban que la cólera divina se manifestara en un temblor de tierra, en la rasgadura del velo del templo o en un oscurecimiento de los cielos; pero, de hecho, el cielo conservó su apariencia habitual, y los tenues rayos del sol que se filtraban por entre las nubes iluminaban un atardecer como otro cualquiera. En Jerusalén no se interrumpió el continuo y bullicioso ajetreo de las calles invadidas de gente y de animales domésticos.

Pero ¿es que Jesús no había conseguido nada? ¿Acaso no era, después de todo, más que un ser impotente? ¿Es que Dios guardaba silencio? ¿Podía el cielo mantenerse insensible? A fin de cuentas, ¿acaso la muerte de Jesús había sido como la muerte de cualquier individuo corriente y vulgar?

Cuando los discípulos se hicieron estas preguntas, la mayoría de ellos no encontró mejor solución que la de rumiar melancólicamente su propia consternación y sus fallidas esperanzas. Desde su escondrijo en los alrededores de Jerusalén, tal vez en Betania, asistieron impotentes al triste final de su maestro. Y cuando se enteraron de que Jesús había muerto en el más absoluto desamparo, se dispusieron a regresar a sus hogares, totalmente abatidos y desilusionados.

El relato de los tristes discípulos de Emaús, que únicamente recoge el Evangelio de Lucas, revela la desolación y la pérdida de toda esperanza que en aquellos momentos afligía a los discípulos. La pequeña aldea de Emaús distaba unos once kilómetros de Jerusalén. Por el camino que discurre entre inhóspitas y rocosas colinas arrastraban su desencanto en aquel atardecer los dos alicaídos discípulos que «conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado» (Lc 24, 14).

A pesar de lo que puedan hacer pensar sus comentarios («Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel... y llevamos ya tres días desde que esto pasó»), por alguna razón no eran capaces de dejar de pensar en Jesús. No podían librarse de la tristeza y el remordimiento por haberle abandonado. Habrían preferido poder descargar todas las culpas de lo sucedido sobre aquel loco de Jesús, pero, a pesar de todos sus esfuerzos por justificarse, la persona de Jesús les resultaba más decisiva e inquietante que cuando aún vivía.

Aquel Jesús débil en medio de este mundo visible. Aquel Jesús carente de utilidad para el mundo ... ; pero ¿qué sentido podía tener aquella debilidad y aquella inutilidad? Los dos discípulos, desconocedores aún de la resurrección de Jesús, no veían el modo de resolver la paradoja que se ocultaba en esta acuciante pregunta. Ni eran capaces tampoco de percibir la relación existente entre su maestro, que no había conseguido nada con toda su palabrería sobre el amor, y el mismo Dios, que no había acudido en ayuda de¡ maestro, a pesar de que éste le había definido como la esencia del Amor.

Con todo, en su interior seguía vivo el dolor por haberse alejado huyendo de él. Trataban de convencerse de que no habían podido hacer otra cosa sino alejarse de aquel insensato fracasado, pero al mismo tiempo no podían apartar de su memoria el dolorido rostro de aquel Jesús solo y abandonado. Y fue precisamente esa incapacidad para olvidar aquel rostro lo que les forzó a reflexionar seriamente sobre la debilidad de Jesús.