Capítulo 11

 

EL JUICIO DE LOS HOMBRES

 

 

Al fin tenemos ante nosotros la escena del juicio y la condena de Jesús que se han de producir aquella misma noche. Pero antes me gustaría decir unas palabras acerca de ciertas dificultades que algunos expertos encuentran en el relato evangélico de estos acontecimientos, y acerca de la credibilidad del Nuevo Testamento sobre la que aún siguen debatiendo determinados biblistas.

Uno de los motivos de la controversia radica en las normas judías referentes a los procesos judiciales, donde se acostumbraba a no pronunciar sentencia sobre delitos graves durante las horas nocturnas, y donde nunca se emitía un veredicto si el proceso público había durado menos de un día. Por otra parte, aunque la Ley de los judíos determinaba que «un veredicto unánime es inválido», los Evangelios nos dicen que la decisión de condenar a Jesús fue tomada por unanimidad. Otro punto conflictivo lo constituye el hecho de que los relatos de Mateo y de Marcos no coinciden en ciertos detalles, y el Evangelio de Juan apenas hace alusión al  interrogatorio de Jesús por parte del Sumo Sacerdote Caifás. Por último, se piensa que los discípulos, en el mejor de los casos, no estuvieron al corriente de las incidencias del juicio porque, como se habían dispersado en todas las direcciones, no asistieron al proceso. No faltan, por otra parte, quienes ponen en duda la legalidad del procedimiento, preguntándose si no estuvo todo el juicio plagado de irregularidades.

Sin embargo, a pesar de sus diferencias, todos están de acuerdo en que el juicio ante el Sanedrín estuvo viciado desde un principio por la determinación previa de conseguir la ejecución de Jesús y, por consiguiente, no se observó el debido procedimiento. Bien es verdad que en el juicio estuvieron presentes algunas personas que no estaban necesariamente inclinadas a destruir a Jesús, como es el caso de José de Arimatea (Lc. 23, 50-53) y de Nicodemo (Jn. 7, 50-52); pero lo que parece evidente es que, en el transcurso del proceso, nadie salió en defensa del acusado.

Si aceptamos literalmente lo que nos relatan los Evangelios Sinópticos, el Sanedrín, bajo la presidencia de Caifás, comenzó el juicio acusando a Jesús del delito de blasfemia contra el Templo.

Ni que decir tiene que el Templo de Jerusalén, morada de Yahvé, era para los judíos el lugar más santo de la tierra. La blasfemia o cualquier falta de reverencia contra el Templo era, por consiguiente, una nefanda violación de la Ley judía.

Pero se había informado que, durante su estancia en Jerusalén, Jesús había anunciado a sus discípulos, extasiados ante la magnificencia del Templo, que toda aquella enorme edificación había de derrumbarse, «sin que quedara piedra sobre piedra». En otra ocasión había dicho al pueblo que le escuchaba: «Destruid este templo, hecho por los hombres, y en tres días lo reedificaré». Basándose en estas palabras, el Sanedrín interrogaba despiadadamente al acusado. Por supuesto que el templo al que Jesús se refería era un edificio de amor, un templo en sentido espiritual, no material. Pero los fariseos y saduceos del Sanedrín entendían que la pretensión de Jesús era tan blasfema que se veían obligados a taparse los oídos para no escucharla.

Manteniéndose en silencio, Jesús no respondió una palabra a sus acusadores. Incluso los testigos presentados por el Sanedrín se contradecían mutuamente en sus declaraciones, las cuales ni siquiera bastaban para alcanzar el mínimo de testimonios requeridos para llegar a un veredicto. Y como el Consejo era el último que podía atreverse a contravenir la Ley judía, no tuvo más remedio que rechazar la acusación de blasfemia.

Caifás estaba comenzando a inquietarse seriamente. Tenía que descubrir algún delito, fuera el que fuere, lo suficientemente grave como para condenar a Jesús. Desmoronada la primera acusación, se decidió a formular una pregunta cargada de intención:

«¿Eres tú el Cristo?»

La palabra «Cristo» significa «mesías», y éste era un término lleno de connotaciones sumamente complejas. Etimológicamente, «mesías» se refiere al que «ha sido ungido con óleo» y, consiguientemente, la palabra servía para referirse a la «soberanía real» o al «rey». En su uso normal, incluía los dos significados de «rey» del pueblo judío y de «salvador» espiritual de la nación. Interpretada en un sentido político, la palabra mesías venía a significar el salvador que había de liberar a los judíos de la ocupación romana y devolverles la gloria que antiguamente tuvieron como nación. En consecuencia, si Jesús respondía que él era el Cristo, inmediatamente le denunciarían ante el gobernador Pilato bajo la acusación de delincuente político. Por el contrario, si Jesús se definía como mesías espiritual, no dudarían en castigarle por blasfemar contra Dios. La pregunta de Caifás era ingeniosa y astuta. (Indudablemente, Caifás ya había pensado en ello y había preparado la pregunta de antemano).

¿Cómo respondió Jesús? En mi opinión, el Evangelio de Lucas refleja la respuesta con más exactitud que los Evangelios de Mateo y de Marcos.

Jesús intuyó perfectamente la verdadera intención que ocultaba la pregunta de Caifás y, rompiendo su silencio, respondió: «Si os lo digo, no me creeréis. Si os pregunto, no me responderéis, ni me dejaréis libre».

En realidad, lo que Jesús estaba diciendo era que aquel proceso no era más que una charada encaminada a asegurar su condena; que, cualquiera que fuese la respuesta que él diera, ellos no estaban dispuestos a aceptarla. Entonces reconoció que sí, que él era el Salvador.

Al oírlo, Caifás se rasgó sus vestiduras y apeló a los miembros del Consejo: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?» Sus palabras implicaban un veredicto de culpabilidad con el que todos estuvieron de acuerdo, decretando inmediatamente la pena de muerte. Sin embargo, algunos de los más recientes expertos opinan que el Sanedrín no pronunció realmente la sentencia hasta que no hubo amanecido.

Pero lo cierto es que la sentencia de muerte fue dictada, aun cuando, para ser exactos, el Sanedrín no tenía poder para ejecutar dicha sentencia, a pesar de que Roma le reconocía el derecho a pronunciarla. Para que la pena de muerte pudiera llevarse a cabo, era preciso el consentimiento del gobernador Pilato.

El Sumo Sacerdote, por tanto, decidió solicitar de Pilato la ejecución de Jesús, pretextando que se trataba de un criminal agitador anti-romano. Con ello el Sumo Sacerdote conseguía que el Sanedrín guardara las apariencias tratando de conseguir un intercambio de Jesús por Barrabás, líder del partido Zelote que se hallaba en prisión y cuya libertad solicitaba el populacho.

Al mismo tiempo esperaba Caifás que, al morir como un criminal, la figura de Jesús llegara a borrarse de la memoria del pueblo.

Es posible que toda esta maquiavélico estrategia le fuera sugerida a Caifás por su suegro, el antiguo Sumo Sacerdote Anás.

Según el capítulo veintitrés del Evangelio de Lucas, Caifás se puso al frente de todos los miembros que se hallaban presentes en el Sanedrín y se dirigió con ellos a la residencia de Pilato, con objeto de dejar bien claro que el veredicto del Sanedrín había sido unánime. Sabía Caifás que la presencia masiva de los componentes del Consejo causaría una fuerte impresión al gobernador.

El Pretorio, residencia oficial de Pilato, se encontraba en una zona de Jerusalén próxima a lo que hoy se conoce como la Puerta de David, a unos siete u ocho minutos de la mansión de Caifás. El gobernador romano de Judea no solía vivir permanentemente en Jerusalén, sino en su residencia de Cesarea. Pero se daba la circunstancia de que aquella semana Pilato se hallaba en Jerusalén, porque normalmente los gobernadores solían acudir a la «ciudad eterna» durante las fiestas de la Pascua. 1

Pilato era originario del Sannio, en la parte sudoriental de Italia, y pertenecía al mismo grupo étnico que algunos de los conspiradores implicados en el asesinato de Julio César. Y no era infrecuente encontrar gente de aquella región en determinados puestos administrativos de la corte del emperador Tiberio. Pilato había accedido al cargo de gobernador de Judea en el año 26 del calendario occidental, llevando consigo a su mujer Prócula, y allí permaneció durante diez años. Apenas llegado, se apresuró a hacer una entrada solemne en Jerusalén que ocasionó la indignación de los judíos porque, ignorando sus sentimientos religiosos, encabezó el desfile militar bajo los estandartes romanos en los que figuraba la imagen del emperador.

Pero aquella mañana en la que se le comunicó la petición del Sumo Sacerdote Caifás y los demás miembros del Sanedrín, la posición de Pilato era, evidentemente, muy distinta de la de los primeros días en el desempeño de su cargo. Tras la caída de Sejano, su poderoso protector en la corte, Pilato no contaba más que con sus propios recursos para mantener la autoridad. Y como su cargo de gobernador estaba sujeto al control del legado romano de Siria, le aterraba la posibilidad de dar a los judíos cualquier motivo de queja, y su ansia por evitar el más mínimo conflicto con los judíos le colocaba en una situación desventajosa. Hasta qué punto era consciente Caifás de la precaria posición de Pilato nos lo revela la actitud casi insolente con que el Sanedrín se enfrentó con él, según se desprende del relato evangélico.

Según la costumbre romana, Pilato atendía las obligaciones de su cargo durante la mañana.

Naturalmente, el Sanedrín no dijo una palabra acerca del carácter religioso del interrogatorio nocturno que había tenido lugar en la mansión de Caifás pocas horas antes, porque lo que pretendían era acusar a Jesús de delincuente político.

Una comparación entre los Evangelios Sinópticos y el Evangelio de Juan permite comprobar que Juan y Lucas describen con más detalle que los otros dos autores la fase inicial del juicio ante Pilato, y especialmente el evangelio de Juan cita con mucha más profusión las palabras de Jesús.

De las preguntas y respuestas que se cruzaron entre Pilato y los miembros del Sanedrín podemos componer el siguiente relato, basándonos en lo que nos refieren Lucas y Juan.

En primer lugar hay que aclarar que los miembros del Sanedrín, como judíos religiosamente observantes que eran, tenían prohibido entrar en la casa de un gentil antes de haber comido el cordero pascual. Por consiguiente, hicieron que Jesús entrara solo en la residencia del gobernador, mientras ellos se quedaban fuera esperando que el gobernador saliera a recibirlos. Pilato no tenía más remedio que salir para que le informaran de los motivos de la acusación. Así comenzó el diálogo (las frases en cursiva pertenecen al Evangelio de Lucas, el resto es de Juan).

SANEDRÍN: Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado.

PILATO: Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra Ley.

SANEDRÍN: Nosotros no podemos matar a nadie ... Hemos encontrado a éste alborotando a nuestro pueblo, prohibiendo pagar tributos al César y diciendo que él es Mesías y rey.

Este diálogo revela que, ya desde el comienzo, Pilato intuyó que Jesús no era un delincuente político, sino alguien que había violado las normas de la religión judía, lo cual no era de su competencia; y el mismo diálogo permite ver lo poco dispuesto que estaba el gobernador a dejarse enredar en las disputas de los judíos. Por eso aconsejó al Sanedrín que resolviera el caso según su propia Ley, sin implicar a la autoridad romana. Pero el Sanedrín, que se oponía a ello, insistió ante el gobernador que se trataba realmente de un caso político, y presentó dos acusaciones que exigían la incoación de un proceso legal: l), que Jesús, al proclamarse rey y mesías, estaba fomentando entre el populacho un movimiento anti-romano; y 2), que había prohibido pagar tributos a Roma.

Ante la insistencia del Sanedrín en que se trataba de un agitador anti-romano, Pilato no podía eludir el deber de interrogar a Jesús. Si se negaba a hacerlo, el Sanedrín podía presentar una queja contra Pilato ante su superior inmediato, el legado romano de Siria.

Atrapado entre dos fuegos, Pilato no tuvo más remedio que regresar al interior y proceder al interrogatorio del prisionero:

 

PILATO: ¿Eres tú el Rey de los judíos?

JESÚS: Tú lo dices, (pero) mi reino no es de este mundo.

Pilato aceptó la respuesta de Jesús que le confirmaba que su presentimiento había sido correcto. A él no le interesaban en absoluto las enseñanzas religiosas de Jesús y, por supuesto, no podía creer que aquel individuo extenuado y totalmente deshecho que tenía ante él, aquella figura demacrada y de ojos hundidos pudiera ser jamás un peligroso cabecilla del activismo romano, al estilo de Barrabás.

Únicamente el Evangelio de Juan (que, como hemos dicho, recoge con más detalle las palabras de Jesús) nos dice cómo al responder a la pregunta de Pilato, Jesús prosiguió diciendo con toda libertad: «Para esto he nacido yo y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que está por la verdad, escucha mi voz».

Ante la respuesta de Jesús, Pilato, que no dejaba de ser un cínico romano, puso en su sonrisa todo el escepticismo de que era capaz y dijo: «¿Y qué es la verdad?»

Fue todo lo que se le ocurrió. No fue capaz de encontrar mejor manera de responder a las palabras de Jesús que preguntar escépticamente qué era eso de «la verdad»; lo cual demuestra la indiferencia o el ligero desprecio que le inspiraba al romano la figura de Jesús; lo que en modo alguno podía ocurrírsele a Pilato es que Jesús fuera un activista anti-romano. Por segunda vez salió el gobernador al exterior, donde el sol comenzaba ya a calentar, para hacer frente a los obstinados miembros del Sanedrín que esperaban su decisión.

«No encuentro ninguna culpa en este hombre», insistió (Lc. 23, 4).

Como ya dije antes, el Sanedrín se veía obligado a tratar de conseguir la liberación de Barrabás, en cuyo lugar querían poner a Jesús. Y para ello intentaron hacer mayor presión sobre Pilato.

SANEDRÍN. Solivianta al pueblo, enseñando por toda Judea, desde Galilea, donde comenzó, hasta aquí.

PILATO: ¿Es galileo este hombre?

Al escuchar la respuesta afirmativa, el gobernador recordó que, casualmente, también el tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, había venido a la ciudad con motivo de la Pascua.

No es que mediara excesivo afecto entre el gobernador de Judea y Herodes Antipas. Y como, de hecho, se despreciaban mutuamente, no es de sorprender el que a Pilato se le ocurriera pasar aquel enojoso asunto del juicio de Jesús al tetrarca de Galilea, por quien sentía una profunda aversión. (Los Evangelios de Juan, Marcos y Mateo no recogen el interrogatorio de Jesús por Herodes. Únicamente lo hace Lucas, lo cual no impide que el relato tenga bastantes visos de credibilidad). Afirmando que un galileo tenía derecho a ser juzgado por la autoridad de Galilea, Pilato comunicó al Sanedrín su decisión de remitir a Jesús a Herodes.

Conscientes de que, tiempo atrás, Herodes había hecho matar a Juan el Bautista, los miembros del Sanedrín, aunque a regañadientes, aceptaron la sugerencia. Sabían que, si conseguían que Herodes aprobara la decisión de aplicar a Jesús la pena capital, el gobernador Pilato no se atrevería a oponerse.

El Sanedrín en pleno, con Caifás a la cabeza, se trasladó al palacio del rey Herodes, no muy distante del Pretorio de Pilato.

Desde hacía tiempo, allá en Galilea, Herodes había deseado conocer a Jesús. Le habían llegado rumores de que Jesús podía ser un Juan Bautista redivivo y, consiguientemente, deseaba verle por dos razones: el miedo supersticioso y la morbosa curiosidad que le inspiraba. De modo que Herodes «se alegró mucho» (Le. 23, 8) por la oportunidad que le brindaba la instancia del gobernador de que interrogara a Jesús.

Parece ser que Jesús nunca tuvo una opinión excesivamente benévola sobre Herodes (Lc. 13, 32). Los sentimientos de uno y otro quedaron bien manifiestos en el palacio de Herodes, pues en esta ocasión Jesús guardó un silencio absoluto en presencia del rey de Galilea (a quien anteriormente se había referido con las palabras «ese zorro»), y «no respondió nada» a ninguna de las preguntas que la enfermiza curiosidad del rey le hizo formular. Herodes deseaba ver algún milagro de Jesús, pero cuando comprendió que Jesús no estaba dispuesto a complacerle, comenzó a perder paulatinamente su temor supersticioso. Y cuando se vio libre de su neurótico aprensión, se le ocurrió la idea de utilizar a Jesús como instrumento para limar las asperezas existentes en su relación con el gobernador de Judea. Haría ver a Pilato que también a él le parecía que aquel individuo no merecía ningún interés por parte de las autoridades. Y entonces, con objeto de mofarse de Jesús, un «mesías» sin poderes milagrosos, hizo que le vistieran con una llamativa túnica, como se hacía con los locos, antes de devolverlo al Pretorio del gobernador. Y puesto que ambos, Herodes y Pilato, coincidieron en su opinión sobre Jesús, «aquel día... se hicieron amigos, pues antes estaban enemistados», según palabras del Evangelio de Lucas.

Por su parte, Pilato, aunque le molestó que Herodes le devolviera a aquel pobre hombre, al mismo tiempo se sintió más seguro ante los miembros del Sanedrín, a los que dijo claramente:

«Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo le he interrogado delante de vosotros y no he hallado en este hombre ninguno de los delitos de que le acusáis. Ni tampoco Herodes, porque nos lo ha remitido. Nada ha hecho, pues, que merezca la muerte.»

En consecuencia Pilato, con el fin de calmar los ánimos de los sanedritas, prometió aplicarle un castigo y dejarle después libre. Pero entonces se le ocurrió otra solución: conceder a Jesús la especial amnistía que solía concederse por Pascua. Esa «especial amnistía» consistía en liberar a un delincuente con ocasión de dicha fiesta. No está muy claro cuándo comenzó a practicarse esta costumbre, pero, en todo caso, al sugerir el perdón para Jesús lo que el gobernador pretendía era librarse de él y resolver el asunto lo más pacíficamente posible (en el fondo, Pilato también temía que, si mandaba ejecutarle, los amigos de Jesús pudieran ocasionar alguna violenta alteración del orden).

De este modo concluyó la primera parte del juicio de Jesús ante Pilato. Pero, a medida que se acercaban las horas centrales del día y el calor comenzaba a apretar de firme, la situación cambió de improviso y se inició una segunda fase. Lo que sucedió fue que, de todas las partes de la ciudad, comenzó a reunirse una gran multitud que fue a congregarse ante el Pretorio.

Puesto que el Nuevo Testamento no dice nada al respecto, en realidad no sabemos si la multitud se reunió de modo espontáneo, o si se trataba de una manifestación organizada de antemano por el Sanedrín. Ya hemos visto cómo, la tarde anterior, la multitud que había acudido al cenáculo se había sentido defraudada por Jesús, y cómo su decepción se transformó en animosidad. Tal vez fuera aquella misma gente la que ahora se agolpaba junto al Pretorio de Pilato pidiendo que fuera liberado Barrabás, que era el auténtico revolucionario, en lugar de soltar a Jesús con toda su inútil palabrería sobre el amor.

Precisamente en el instante en que Pilato estaba a punto de salvar a Jesús mediante la oportuna orden de gracia, la muchedumbre que por momentos afluía en tropel ante el Pretorio ofreció su poderoso apoyo a Caifás y a los sanedritas en su exigencia de que se condenara a Jesús como delincuente político.

Caifás y sus secuaces, plenamente conscientes de la debilidad de Pilato, corrigieron su táctica y comenzaron a presionar en el punto en que el gobernador era más vulnerable. Lo que más temía Pilato era que pudiera producirse cualquier tipo de insurrección durante la Pascua, cuando cualquier menudencia podía prender la mecha que hiciera estallar el explosivo nacionalismo de los judíos. Le aterraba la posibilidad de la más mínima alteración de la ley y el orden mientras él estuviera presente en Jerusalén. Como he repetido más de una vez, desde el momento en que Sejano (su protector político) había perdido todo su poder, Pilato ya no podía permitirse mostrar la arrogancia que había caracterizado sus anteriores medidas disciplinarias contra los judíos. Únicamente mientras había gozado de tan importante respaldo pudo exhibir un carácter despiadado e inflexible; pero cuando a un hombre como él se le deja únicamente a merced de sus propias fuerzas, deja de ser una fiera para convertirse en un insignificante ratoncillo. En cualquier caso, en aquel momento concreto de su carrera la prioridad absoluta de Pilato consistía en conservar su puesto de gobernador de Judea y, consiguientemente, el principio que determinaba todos sus actos era el de mantener la paz a cualquier precio.

Caifás y los miembros del Sanedrín percibían con toda claridad la difícil situación de Pilato, porque también ellos mismos se hallaban en una situación igualmente precaria. Si los ultranacionalistas y el grupo de los Zelotes (todos los cuales apoyaban a Barrabás por haber provocado un incidente anti-romano) organizaban un tumulto con el fin de liberar a Barrabás, entonces Roma podría suprimir el Sanedrín judío, y Caifás y sus secuaces se verían privados de toda influencia política. En consecuencia, el Sanedrín necesitaba obtener la liberación de Barrabás y sacrificar a Jesús si quería que la celebración de la Pascua se desarrollase sin ningún tipo de desórdenes públicos. A este respecto, es curioso constatar que los intereses de Pilato y los del Sanedrín coincidían de un modo absoluto.

Una lectura superficial de los Evangelios podría dar la impresión de que Pilato deseaba, más que nunca, salvar a Jesús, aun después de que la multitud hubiera rodeado el Pretorio en las últimas horas de la mañana; pero mi opinión es un tanto diferente. Una vez que se encontró frente a las masas, Pilato tardó muy pocos minutos en cambiar de rumbo. El gobernador, que había llegado a proponer la amnistía de Jesús porque temía que el condenarle a muerte pudiera provocar una insurrección por parte de sus seguidores, comprendió inmediatamente que sus temores habían sido injustificados, y que lo más prudente era precisamente soltar a Barrabás en lugar de Jesús.

Para confirmar su intuición, se dirigió a la multitud congregada frente al Pretorio con la siguiente pregunta: «¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, el llamado Cristo?» (Mt. 27, 17).'

Pilato no hacía esta pregunta simplemente porque, como dice Mateo, supiera que el Sanedrín «lo había entregado por envidia». Esta vez a Pilato ya no le preocupaba en modo alguno la suerte de Jesús; lo que deseaba era racionalizar su decisión, haciendo que la petición de la pena de muerte pareciera representar la voluntad general de los judíos. Pilato estaba desempeñando su papel de político.

Por su parte, a la plebe no le inspiraban ninguna consideración los tipos como Jesús. Era el rebelde Barrabás, el hombre de acción, el que verdaderamente sostenía la antorcha que concitaba todas sus esperanzas.

PILATO: ¿A cuál de los dos queréis que os suelte?

LA PLEBE: ¡A Barrabás!

SANEDRÍN! ¡Si sueltas a ése, no eres amigo del César!

PILATO: Y ¿qué voy a hacer con Jesús, el llamado Cristo?

LA PLEBE: ¡Crucifícale!

Este diálogo, referido tanto por los Sinópticos como por Juan, encierra toda la tensión de un drama que hubiera sido creado para la escena. Los sanedritas acertaron con el punto más débil del gobernador cuando le insinuaron que no sería amigo del emperador de Roma si no condenaba a muerte a Jesús. Evidentemente, el tono amenazante de sus voces produjo su efecto en aquel hombre al que le aterraba más que ninguna otra cosa la posibilidad de perder el cargo de gobernador.

Por su parte, Pilato, con el fin de hacer recaer en los judíos toda la responsabilidad por la muerte de Jesús, volvió a consultar a la multitud acerca del modo en que debía realizarse la ejecución. De este modo abortaba toda posibilidad de que, posteriormente, el Sanedrín tratara de indisponerle con el legado romano de Siria, su superior inmediato. La presión era muy fuerte por ambas partes, pero detrás de las preguntas y respuestas podemos adivinar los motivos que actuaban en uno y en otros.

La multitud pedía la crucifixión para Jesús. Tal vez lo hizo a instancias de Caifás y el Sanedrín, ya que la crucifixión era el método de ejecución empleado por Roma, ajeno a la tradición judía. Volveré más adelante sobre este punto, pero de momento conviene recordar que el método habitual de ejecución practicado por los judíos y el Sanedrín contra los disidentes religiosos no era la crucifixión, sino la lapidación (tampoco conviene perder de vista que en la época de Jesús Roma todavía reconocía el derecho del Sanedrín a imponer la pena de muerte, aunque se reservaba para sí el derecho de ejecutar tales sentencias). Por citar un ejemplo, recordemos cómo un hombre llamado Esteban, miembro de la primera comunidad cristiana, fue lapidado (Hech. 7, 57-58) por haber sido considerado hereje por el judaísmo.

En el caso de Jesús, por consiguiente, no podemos olvidar sin más el hecho de que la respuesta del Sanedrín y de la multitud fuera precisamente la de «¡Crucifícale!». En estas palabras, si pedían la pena de muerte para Jesús no es porque le consideraran un hereje, sino un delincuente político. Su deseo de que la ejecución no se llevara a cabo mediante la lapidación, sino mediante la cruz, no era más que un intento de acabar con Jesús bajo la acusación civil de activismo anti-romano, no por causa de su heterodoxia.

Pero ¿por qué? Ya lo hemos dicho repetidas veces. El Sumo Sacerdote Caifás lo había previsto todo de antemano. Los aventureros políticos acaban siempre borrándose de la memoria del pueblo. Pero no faltarían personas que reflexionaran en su interior y siguieran hablando de un hombre que, como Jesús, predicó una clase de amor que trasciende todo interés político. Por consiguiente, había que borrar la figura de Jesús del recuerdo de los judíos. Para Caifás, Jesús constituía una auténtica amenaza para la religión judía y, por lo tanto, al Sumo Sacerdote le resultaba imposible cerrar los ojos y tratar de ignorar las enseñanzas de Jesús.

La cruz empleada por los romanos para ejecutar a los criminales solía ser, por lo general, de uno de estos tres tipos: la cruz en forma de «X» (cruz decusata); la cruz en forma de «T» (crux commissa); y la cruz en forma de «+» (crux immissa). De entre estos tres tipos, la mayor parte de los cristianos actualmente creen que Jesús fue clavado sobre una crux immíssa, basándose para ello en Mt 27, 37, donde se dice que en la parte superior de la cruz «pusieron por escrito la causa de su condena: 'Este es Jesús, el Rey de los judíos'», pero lo cierto es que no podemos saberlo con exactitud.

A los criminales se les solía flagelar antes de clavarles en la cruz, y en algunos casos el castigo tenía lugar durante el trayecto hasta el lugar de la ejecución.

Una vez soltado Barrabás, y después de haber hecho azotar a Jesús conforme al procedimiento acostumbrado, Pilato dejó al prisionero en manos de sus soldados. Estos, por su parte, condujeron a Jesús hasta sus dependencias militares; una vez allí, reunida toda la guardia en torno a Jesús, le despojaron de sus vestiduras, le cubrieron con un manto escarlata y pusieron sobre su cabeza una especie de corona hecha con las ramas de un espino conocido como etabu y que crecía en el patio del acuartelamiento; por fin, tras haberle obligado a sostener en su mano derecha una caña, comenzaron a burlarse de él con toda clase de ultrajes, entre los que no faltaron los humillantes salivazos.

Mientras tanto, y siguiendo la costumbre de la ley romana, Pilato dio orden a uno de sus subalternos de que preparara una inscripción en la que constara el delito del reo. Tenía además que hacerlo constar en los archivos, para posteriormente notificarlo al emperador romano. Tras pensarlo probablemente durante unos breves instantes, decidió que la acusación se concretara en las siguientes palabras: «Jesús Nazareno, el Rey de los judíos». La elección de estas palabras por Pilato era una especie de venganza contra el Sanedrín y, especialmente, contra Caifás. Lo único que pretendió con ello fue mortificarles. Era el pago que les daba por haber pretendido humillarle con aquellas amenazadoras palabras: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César».

La tablilla, escrita en hebreo, griego y latín, fue colgada al cuello de Jesús; luego le hicieron cargar con la cruz; y apenas había dado los primeros pasos, con la cruz a cuestas, en su penosa marcha por las calles de Jerusalén, cuando al punto los sanedritas leyeron la inscripción y advirtieron inequívocamente el sarcasmo de Pilato.

Aun cuando este detalle sólo aparece en el Evangelio de Juan, creo que refleja perfectamente lo que sucedió. «Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: 'No debes escribir: El Rey de los judíos, sino: Este ha dicho: Yo soy el Rey de los judíos'' Pilato respondió: 'Lo que he escrito, escrito está'» (Jn. 19, 21-22).

El lugar de la ejecución en Jerusalén, adonde fue conducido Jesús, recibía el nombre de Gólgota (Montículo de la Calavera), y se hallaba al noroeste de la ciudad, nada más pasar las murallas. Lo normal era que una guardia de cuatro soldados acompañara al cruciarius (el condenado a la cruz) hasta el lugar de la ejecución; al frente de ellos iba un centurión, al que incumbía la responsabilidad de cerciorarse de que el condenado moría realmente en la cruz; o bien, en aquellos casos en que el suplicio se prolongara en exceso, también correspondía al centurión acelerar la muerte del condenado mediante unos golpes de maza.

El espectáculo público que suponía hacer marchar al delincuente por las calles de la ciudad no tenía otro objeto sino el de que sirviera de escarmiento o amenaza para los demás, y por ello el pelotón de ejecución solía pasar por las calles más transitadas. Hoy día, no obstante, no nos es posible determinar cuál fue exactamente el camino seguido por Jesús a través de Jerusalén, porque la topografía de la ciudad moderna es totalmente distinta de la de entonces. De todos modos, y para edificación de los peregrinos y turistas, existe hoy en Jerusalén un itinerario que se conoce con el nombre de «Vía Dolorosa», aunque sigue siendo absolutamente imposible establecer cuál fue exactamente el trayecto que recorrió Jesús, sobre todo porque hay dos diferentes hipótesis acerca del emplazamiento del Pretorio de Pilato. Sin embargo, por lo que se refiere al Gólgota, y aunque no quedan restos del montículo en cuanto tal, prácticamente todos los arqueólogos y escrituristas coinciden en localizarlo en un mismo punto. Y afirman, además, que antiguamente el lugar era una pequeña elevación rocosa en la que crecían unos escasos arbustos.

Era el mediodía. Pusieron sobre los hombros de Jesús el travesaño horizontal de la cruz y le obligaron a caminar en compañía de otros dos condenados a muerte (probablemente, secuaces de Barrabás).

El brazo horizontal de la cruz pesaría unos treinta y cinco kilos, y toda la cruz probablemente pasaría de los sesenta kilos. Jesús no había podido pegar ojo después de ser arrestado en Getsemaní la noche anterior. La pesada cruz se clavaba en sus escuálidos hombros, y sus debilitados brazos apenas podían sostenerla.

Las calles de Jerusalén eran, al igual que hoy, sumamente estrechas. En ellas se agolpaban los curiosos que miraban asombrados la fúnebre procesión. Aun en pleno mes de abril, la cegadora luz del sol de mediodía resultaba insoportable.