Capítulo 9

 

¡JERUSALÉN! .... ¡JERUSALÉN!

 

Volvemos al fin la página con que se inicia el acto tercero de nuestro libro, la parte más dramática del relato evangélico. Este tercer acto constituye el punto álgido de toda la Biblia y para un escritor de novelas japonés, como yo, este concreto drama nunca se hace rancio, por más veces que lo lea. Nada puede apartarme del convencimiento de que las escenas de la pasión y muerte de Jesús, tal como aparecen en los Evangelios, son infinitamente más impresionantes que la mayor parte de las tragedias clásicas de la historia de la literatura. La tragedia siempre representa la pasión y muerte de algún héroe, pero este bíblico tercer acto representa la muerte de alguien que era mucho más que un héroe humano. Ninguna otra tragedia es capaz de poner en escena una aureola sagrada comparable al halo luminoso que irradia del Santo de los santos y que no podemos dejar de percibir cómo se destaca sobre el sombrío telón de fondo de la acción dramática. Pero no sólo eso, sino que además todos los interrogantes acerca de la persona de Jesús, que hasta ahora habían sido otros tantos motivos secundarios, pasan a un primer plano encarnados en los personajes que rodean a Jesús en este tercer acto, unos para traicionarlo y otros para condenarlo, pero todos ellos forzados a enfrentarse inevitablemente con sus propios problemas concretos y con el misterio que supone el mismo Jesús. No sólo Jesús, sino todos y cada uno de los personajes en escena son seres humanos dotados de un realismo aún mayor que el de los personajes que aparecen en las demás escenas evangélicas; y además podemos ver todos sus gestos y todos y cada uno de los cambios de expresión que se producen en sus rostros. Entre nosotros mismos podemos descubrir caracteres como los de Pedro, Judas o los demás discípulos, todos los cuales traicionaron a Jesús; o como los de los sumos sacerdotes Anás y Caifás, que le condenaron; o como el del centurión que le dio escolta hasta el lugar de la ejecución; o simplemente como los caracteres de todos aquellos que, mezclados entre la multitud, insultaron y arrojaron piedras contra Jesús.

Al leer este acto tercero (todas las escenas que componen lo que habitualmente se conoce como «relato de la pasión»), inevitablemente nos preguntamos hasta qué punto se están describiendo unos hechos reales, o hasta qué punto dichas escenas no han sido retocadas por la primitiva Iglesia Cristiana, o incluso si algunas de ellas no habrán sido totalmente inventadas. Existe, por ejemplo, una determinada leyenda (procedente de aquellos judíos que juzgaron a Jesús), según la cual Jesús no fue crucificado, sino que murió de otro modo. Naturalmente, conozco la primera mención de Jesús hecha por un historiador profesional -Flavio Josefo, que en sus Antigüedades judías afirma que Jesús «fue condenado a morir en la cruz, aunque la mayoría de los historiadores opinan que este pasaje concreto no fue escrito por el mismo Flavio Josefo, sino que se trata de una interpolación introducida posteriormente por los cristianos.

Por otra parte, si se compara el relato de la pasión con determinadas páginas del Antiguo Testamento, se descubren muchas escenas enormemente semejantes. Fijémonos, por ejemplo, en el capítulo 21 de Mateo (vv. 1 - 11), cuando Jesús, montado en un asno, entra triunfante en Jerusalén entre las aclamaciones de la multitud (cf. Mc. 11, 1 - 10 y Lc. 19, 29-44). «Fueron, pues, los discípulos e hicieron como Jesús les había encargado: trajeron el asno y el pollino. Luego pusieron sobre ellos sus mantos, y él se sentó encima... »

Para quien esté familiarizado con el Antiguo Testamento, esta escena deberá evocarle el oráculo que aparece en el capítulo 9 del libro de Zacarías:

¡Exulta sin mesura, hija de Sión, lanza gritos de gozo, hija de Jerusalén!

He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso,
humilde y montado en un asno,
en un pollino, cría de asna
.

El mismo capítulo de Mateo, después de citar las palabras de Zacarías que hemos puesto en negrita-cursiva para describir cómo Jesús entró en Jerusalén a lomos de un pollino, prosigue:

Y la gente que iba delante y detrás de él (de Jesús montado sobre el pollino) gritaba: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!» (Mt. 21, 9)

Si se comparan ambos pasajes, no dejará de sorprender el hecho de que las dos descripciones son, en esencia, idénticas. Entonces resulta imposible rechazar categóricamente cualquier interpretación que sostenga que esta escena no responde a un hecho histórico realmente acontecido durante el último viaje de Jesús a Jerusalén, sino que, cuando el relato de la pasión narrado por los discípulos acabó siendo redactado para ser incluido en la liturgia de la primitiva Iglesia Cristiana, este pasaje, tal como ahora aparece en Mateo, en realidad fue compuesto a partir del versículo 9 del capítulo noveno de Zacarías.

Avanzando aún más en este sentido, como, por ejemplo, hace Bornkamm en su famoso libro Jesús de Nazaret, es evidente que la descripción que se hace de la traición de Judas, en el contexto de la Ultima Cena, está tomada en realidad de las palabras del Salmo 4 1:

Hasta mi amigo íntimo en quien yo confiaba,
el que mi pan comía,
levanta contra mí su calcañar (Sal. 41, 10)

Y lo mismo se diga del precio de treinta monedas de plata pagadas a Judas por el Sanedrín, que son un transunto directo del versículo 12 del undécimo capítulo de Zacarías: «Ellos pesaron mi jornal: treinta siclos de plata (como precio de Dios)».

Como el comentar en detalle cada uno de estos ejemplos rompería el ritmo de nuestra narración, me limitaré a citar unas cuantas escenas más de la pasión, emparejándolas con las respectivas referencias veterotestamentarias, y trataré de concluir brevemente con el asunto.

1. Pilato... mandó azotar a Jesús... Y los soldados, trenzando una corona de espinas, se la ciñen... y le escupían..., (Mc. 15, 15-19).

Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a los insultos y salivazos (Is. 50, 6).

2. Y después de haberse burlado de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas... (Mc. 15, 20).

Repártense entre sí mis vestiduras y se sortean mi túnica (Sal. 22, 19).

3. (Cuando Jesús fue arrestado) abandonándole (los discípulos), huyeron todos (Mc. 14, 50).

« ¡Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas ... !» (Zac. 13, 7).

Naturalmente, sería un error deducir, a partir de la presencia de estos pasajes paralelos, que todo el relato de la pasión no sea más que una obra de ficción en la que los autores insertaron una serie de imágenes que tenían grabadas en su mente por el contacto con determinadas palabras del Antiguo Testamento. Y en este sentido, me parece que Bornkamm ha ido demasiado lejos.

Pero, al mismo tiempo, sería peligroso insistir en que las diversas escenas del relato de la pasión respondan, detalle por detalle, a hechos históricos.

En aquellos puntos en que los expertos no consiguen ponerse de acuerdo acerca del carácter real o ficticio de determinados pasajes, yo prefiero mantener una actitud constructiva. Personalmente, también yo soy partidario de que se distinga claramente entre lo que son hechos y lo que son verdades en los Evangelios. No tengo dificultad en admitir que muchas de las escenas entreveradas en el texto del Nuevo Testamento no responden necesariamente a los hechos que pretenden describir en el relato de la pasión. Sin embargo, puede haber escenas no-reales que, a pesar de todo, reflejen la verdad, porque se derivan de la fe de quienes creían en Jesús. La fe trasciende, con mucho, la trivialidad de los hechos no-esenciales y, consiguientemente, las escenas son verdaderas porque, en lo más profundo de sus corazones, los creyentes de aquella generación quisieron que lo fueran. Es perfectamente posible que Jesús jamás cabalgara a lomos de aquel pollino, sino que, decidido como estaba a entregarse a la muerte, seguramente prefirió entrar en la ciudad sin grandes alharacas. Pero, tras la muerte de Jesús, aquellos que no podían olvidarle hicieron que su entrada en Jerusalén coincidiera con las palabras de Zacarías 9, 9, a fin de crear una escena gloriosa que simbolizara para ellos la realidad del Mesías Salvador. Habiendo sido testigos presenciales de la horrible muerte de Jesús, tenían que enfrentarse al misterio de por qué aquel hombre, que además era su Salvador, tuvo que pasar por una muerte tan espantosa. Tal vez esta misma perplejidad angustiosa pudo haberles hecho crear la escena. Yo me atrevería a decir que esta escena representa la verdad, precisamente porque ellos no pudieron evitar el creerla. Y además, dada mi condición de novelista, quiero decir que la creación literaria no tiene por qué ser equiparada con el «contar mentiras».

Supuesto que dentro del relato se hayan entreverado determinados elementos ficticios, no significa en absoluto que puedan viciar el verdadero significado de la pasión. La verdad es que Jesús, en el intento de llevar a cabo su misión, se vio abocado a un conflicto con el Sanedrín de Jerusalén, el cual lo remitió a Pilato y, más tarde, a Herodes y, consiguientemente, el amor de Jesús fue la razón última de su ejecución. Prescindiendo de los numerosos pasajes del Antiguo Testamento que pueda aducir Bornkamm, lo cierto es que los discípulos traicionaron a su maestro, y que posteriormente Pedro y los demás derramaron lágrimas por su traición. La Iglesia primitiva habló clara y terminantemente de la debilidad y la traición de Pedro, cabeza de la Iglesia, y de los demás discípulos de Jesús, sencillamente porque se trataba de hechos evidentes y no susceptibles de retoques o silenciamientos. (Si comparamos el Evangelio de Marcos con los otros Evangelios, observaremos que en lo referente a la debilidad de Pedro se produce un evidente cambio de tono entre la época en que se fundó la primera comunidad cristiana y la época posterior; pero ese cambio carece de importancia en sí mismo).

A partir de este momento voy a tratar de seguir el orden cronológico de los acontecimientos en mi análisis del relato de la pasión. Y, al mismo tiempo, intentaré en cada momento tener presente cualquier cosa que se refiera a las diversas personas con las que Jesús se va encontrando. ¿Cuál era la postura del Sanedrín en ese momento? ¿Qué era lo que pensaba Pilato? ¿Cuál era el papel de Herodes? ¿Cuál el estado de ánimo de la multitud? ¿Y cuál el de los discípulos? .

Jesús pasó una noche en casa de Simón de Betania, y al día siguiente, lunes, llegó al fin a Jerusalén.

Desde la aldea de Betania hasta la ciudad de Jerusalén apenas había media hora de camino. Atravesando el Monte de los Olivos, y tras una revuelta del camino, apareció ante sus ojos, como por parte de magia, una visión panorámica de la ciudad santa, con su color ocre y sus murallas fortificadas. El Templo daba la impresión de ser una ciudadela y, tras él, se erguía la imponente Torre Antonia. Las murallas de la ciudad, elevándose por encima del valle, tenían un aspecto amenazador, y a cierta distancia de ellas se alzaba el palacio del rey Herodes; un poco más hacia el sur se encontraba la mansión del Sumo Sacerdote Caifás. A lo largo del valle y por la suave pendiente del Monte de los Olivos avanzaban las masas de peregrinos que acudían para la fiesta de la Pascua con sus animales domésticos.

El Evangelio de Marcos dice que Jesús descendió aquel monte montado sobre un asno y que, al verle, los peregrinos comenzaron a agitar sus hojas de palma, mientras otros extendían sus mantos sobre el camino o cortaban ramas de árboles; y todos prorrumpían en aclamaciones:

¡Hosanna!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Bendito el reino que viene,
de nuestro padre David!
¡Hosanna en las alturas!

Yo no sé si todo lo que aparece en este relato aconteció realmente, o no. Como ya he dicho, puede perfectamente tratarse de una escena ficticia, basada en el noveno capítulo del libro de Zacarías:

¡Exulta sin mesura, hija de Sión,
lanza gritos de gozo, hija de Jerusalén!
He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso,
humilde y montado en un asno,
en un pollino, cría de asna. (Zac. 9. 9).

En cualquier caso, sea literalmente cierto o no, este pasaje del Evangelio de Marcos nos hace caer perfectamente en la cuenta de la animación que reinaba en aquellos momentos en Jerusalén, y del entusiasmo y la excitación de los peregrinos.

Al igual que había sucedido en Jericó, la multitud no recibía a Jesús como a un fracasado y a un «inútil», sino como al auténtico «hombre capaz de hacerlo todo».

La Pesaj (Pascua) estaba al llegar. El pueblo que se preparaba para la fiesta volvía la mirada atrás, recordando tristemente las tremendas advertencias de su dilatada historia, en especial la marcha por el desierto, y pedía con fervor a Dios que regresara para devolver la prosperidad a su pueblo, sometido ahora al yugo de los gentiles. Naturalmente, Jesús sabía cuál era el espíritu de la fiesta. Y aquel día, poco antes de que comenzara la misma, se atrevió a meterse de lleno en aquel torbellino de incomprensión popular, con plena conciencia de lo que hacía. Al descender del Monte de los Olivos entre las aclamaciones de la multitud, sabía con toda seguridad que muy pronto iba a desilusionar a aquellas gentes, y que éstas, en su frustración, se volverían contra él. C. H. Dodd reconoce francamente sentir algo siniestro en todo este asunto. El arte religioso tiende a presentar la figura de Jesús en aquella ocasión como si se tratara de un héroe victorioso. Pero lo cierto es que Jesús, al descender del monte y entrar en la ciudad, mostraba en su expresión una dolorosa sonrisa que no era sino el reflejo de los pensamientos que le suscitaba su propia soledad interior. Recordaba cómo las multitudes que le rodeaban junto al lago de Galilea se habían sentido defraudadas y desilusionadas con él en ocasión del Sermón de la Montaña. Y no habría de pasar mucho tiempo antes de que también estos peregrinos se volvieran contra él. ¿Quizá al día siguiente? ¿O tal vez al cabo de dos días? Lo único que tenía decidido era el día en que había de morir. Debería ser el mismo día en que comenzara la Pascua, el día en que el pueblo sacrificaba un cordero y lo llevaba al Templo para ofrecérselo a Dios en reparación de sus pecados. El día del sacrificio del cordero también habría de morir Jesús, y del mismo modo.

El Sanedrín -compuesto de saduceos y fariseos- era lógicamente consciente de la llegada de Jesús a la ciudad. Pero no todos ellos compartían la misma postura, porque dentro del mismo Sanedrín había determinados miembros que tenían una actitud favorable a Jesús, especialmente los fariseos, una secta bastante más cercana a los estratos humildes de la sociedad. Los miembros del Sanedrín más desconcertados eran, evidentemente, los partidarios de la línea del Sumo Sacerdote Caifás. No veían forma de entender por qué motivo Jesús, que poco antes se había retirado a Samaría huyendo del desierto de Judea, hacía su entrada en la mismísima Jerusalén sin que, al parecer, sintiera temor alguno por su integridad personal.

Su reacción inmediata fue convocar una asamblea. ¿Qué estaba tramando Jesús? ¿Por qué no se escondía? ¿Qué había que hacer? Los miembros del Sanedrín se enzarzaron en una interminable discusión acerca de la política que había que adoptar.

Ya hemos visto cómo, en una anterior asamblea de urgencia, Caifás había propuesto que se arrestara inmediatamente a Jesús. ¿Había llegado el momento de poner en práctica ese plan? Pero resultaba que por entonces la situación del Sanedrín no le permitía emprender una acción directa. El problema lo constituía el inusitado entusiasmo popular suscitado por Jesús, el creciente clamor favorable que le había acompañado desde el desierto hasta la ciudad de Jericó, y desde allí a Jerusalén. Si el Sanedrín ignoraba la popularidad de Jesús y decidía arrestarlo, se exponía al furor de los peregrinos, que estaban convencidos de que únicamente Jesús podía liberar a Barrabás, y que estaban llegando a formarse idea de que Jesús era el mesías.

Si los enardecidos ánimos de los peregrinos desembocaban en una insurrección abierta, el Imperio romano, en la persona del gobernador Pilato, no dudaría en hacer responsables al mismísimo Caifás y a su consejo. Por consiguiente, no podían permitirse el lujo de enfrentarse a los peregrinos. En su situación sólo podían recurrir a la solución que siempre se ofrece a un político en tales circunstancias: Observar y esperar. Tratarían de ganar tiempo.

El ver de este modo la situación nos ayuda a comprender por qué el Sanedrín dejó de molestar a Jesús durante los tres días que van del lunes al jueves, a pesar de las innumerables ocasiones que tuvo para arrestarlo. Y explica también por qué Jesús pudo acudir a diario al Templo y hablar a la gente del amor de Dios y del Dios del amor (Lc. 19, 47).

Por supuesto que entre sus oyentes se encontraban siempre los espías del Sanedrín, que seguían empeñados en provocar a Jesús al debate, haciendo uso de cualquier estratagema con la que poder minar la fe que el pueblo había depositado en él.

Probablemente fue el miércoles, el día tercero después de su llegada a Jerusalén, cuando se produjo el famoso incidente de la expulsión de los vendedores del Templo. Según el Evangelio de Marcos, Jesús intimó a los mercaderes instalados en el patio del Templo a abandonar sus tenderetes; después volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas, proclamando que el Templo era un lugar de oración.

¿Cómo podemos interpretar esta acción de Jesús, aparentemente tan poco propia de su carácter? ¿Ocurrió el hecho realmente? Entre los comentaristas existe infinidad de opiniones. Y entre los más recientes biblistas que consideran a Jesús como un revolucionario político ultra-nacionalista, hay uno, por ejemplo, que se atreve a afirmar que el incidente del Templo, tal como ha llegado a nosotros, no es sino una versión «edulcorada» de «un intento, por parte de Jesús, de ocupar el recinto del Templo empleando la misma táctica que ya había empleado Barrabás en su ataque a una instalación militar de los romanos en Palestina». Pero, si Jesús hubiera emprendido un acto de rebeldía semejante, el ejército romano habría procedido inmediatamente a sofocarlo. Sin embargo, ni el ejército romano, ni la guardia de seguridad del Templo controlada por el Sanedrín, hicieron entonces el menor movimiento, lo cual demuestra que esta hipótesis no es más que el fruto de un exceso de imaginación.

Yo pienso más bien, de acuerdo con Cullmann, que el incidente nos muestra a un Jesús que pasa a la ofensiva para desafiar a los sacerdotes que administraban el Templo y obtenían de ello considerables ingresos. Había algo que era más que el Templo, y ese algo era el amor. Lo lógico sería pensar que, en esta ocasión, Jesús trataba de expresar esta idea con la acción, y no con palabras.

Pero tampoco esto lo explica todo. Si se me permite añadir otra idea, diré que Jesús había decidido morir durante la Pascua. El Sanedrín había dejado pasar ya tres días en su intencionada actitud contemporizadora. Sólo faltaban dos días para la fiesta en sí. ¿Es posible que, mediante su acción, estuviera Jesús provocando su propio arresto? Por supuesto que esto no es más que una opinión mía personal. Pero el hecho es que el Sanedrín no movió un solo dedo. Y tampoco la guardia de seguridad del Templo hizo entonces el menor movimiento por detener a Jesús, sencillamente porque, aunque parezca paradójico, su actitud le iba granjeando un apoyo cada vez mayor de parte de los peregrinos, los cuales veían en la acción de Jesús una advertencia al Sanedrín por su evidente compromiso con Roma y creían, equivocadamente, que la acción de Jesús era un gesto patriótico encaminado a la reforma de la religión judía.

Jesús sabía que su propia popularidad y el apoyo que le prestaba el pueblo, basado en un malentendido bastante general, no tardarían en propiciar un verdadero desastre para su persona: Muy pronto, todos me rechazaréis. No pasará mucho tiempo sin que os pongáis de parte de los que tienden hacia mí sus violentas manos. Porque no voy a hacer lo que vosotros esperáis. Dentro de muy poco no seré más que una calamidad, un auténtico «inútil». Y cuando esto ocurra, os enojaréis, os burlaréis de mí y me despreciaréis, tal como predijo Isaías.

Al atardecer, mientras los peregrinos abandonaban el recinto del Templo, también Jesús desapareció. No sabemos dónde se alojó, junto con sus discípulos, durante aquellos días. Algunos opinan que pasaba las noches en Getsemaní, un lugar donde había un molino de aceite y que se encontraba en la parte inferior del Monte de los Olivos; según otros, Jesús se hospedaba con sus discípulos en casa de Simón de Betania.

Lo que sí sabemos es lo que son las noches de Jerusalén en la época de la Pascua. De pronto desaparece radicalmente el calor del día. Si se alza la vista al cielo, se ven brillar, enormes y luminosas, las infinitas estrellas. Los peregrinos solían dormir al raso, junto a las bestias que habían llevado consigo, y todo estaba envuelto en el más absoluto silencio. La luz de la luna bañaba las sombrías y amenazantes murallas de la ciudad que se erguían al otro lado del Torrente del Cedrón. Sólo Jesús se mantenía despierto, mientras pensaba en su pasión y muerte, cada vez más inminentes. Aun así, los discípulos seguían sin percatarse. Incluso la última noche la pasaron profundamente dormidos. ¡Qué difícil y qué descorazonador resulta dar testimonio de la realidad del Dios del amor ... ! Y, aun cuando el momento de dar este testimonio estaba a punto de llegar, los discípulos dormían tranquilamente. De entre todos ellos, tal vez fuera Judas Iscariote el único capaz de presentir la crisis que se avecinaba.

Judas lscariote... Probablemente sus motivaciones no eran tan simplistas como da a entender el Evangelio de Juan. Si hubiera tenido una mentalidad tan simple, habría abandonado al maestro mucho antes, junto al lago de Galilea, o durante los días de aquella penosa huida hacia el norte. El hecho de que entonces no hubiera roto con Jesús parece indicar que compartía con los demás discípulos el sueño de que el maestro había de resurgir algún día de sus cenizas de fracaso y abandono, y devolver a Israel su antigua gloria.

No están necesariamente equivocados los que piensan que Judas era un rabioso patriota bastante metido en política. Pero, desde el momento en que Jesús habló en Cesarea de Filipo, debieron de irse esfumando paulatinamente sus sueños. Sus temores sólo se verían confirmados con lo que sucedió en el valle del Jordán, cerca del desierto de Judea, y después de lo de Jericó. Tres días antes había tenido lugar, en casa de Simón de Betania, su decisivo enfrentamiento con Jesús. Pero entonces, ¿por qué acompañó a Jesús hasta Jerusalén? Probablemente ni el mismo Judas habría podido dar razón de las complejas fuerzas que actuaban en su atormentado espíritu. Aquel Jesús de abatida mirada que le hacía parecer mayor de lo que era ... : cuanto más lamentable era su aspecto, mayor era la indescriptible fascinación que parecía ejercer sobre Judas. Al igual que el resto de los escasos discípulos que permanecieron con Jesús hasta que sobrevino la catástrofe, también Judas tendría la sensación de que, si abandonaba al maestro, se vería atormentado el resto de sus días por una tensión, un remordimiento y una soledad indecibles. Tal vez tuvo que combatir muchas veces contra esa atracción interior, tratando de romper los lazos que le unían a Jesús. Su corazón era como el de un hombre que se ha visto decepcionado por su mujer y que, a pesar de todo, al tratar de separarse de ella, descubre con tristeza que no puede vivir sin su compañía.

¿Siguió pensando, tal vez, que Jesús podía cambiar su decisión? Aún quedaban dos días para la Pascua. Quizá Judas esperaba que en esos dos días podía producirse el cambio. El amaba a Jesús como a sí mismo, pero también le odiaba como se odiaba a sí mismo. Esta actitud ambivalente, esta mezcla de amor y de odio, le hicieron mantener los ojos fijos en Jesús desde el mismo momento en que llegaron a Jerusalén.