Capítulo 8

 

LA PATÉTICA FIGURA DE JUDAS

 

Sabemos muy pocas cosas acerca de las actividades de Jesús en la siguiente etapa de su carrera terrena. El Evangelio de Juan apenas dice algo al respecto, y el de Mateo aún dice menos. En Lucas únicamente descubrimos una vaga alusión a una visita que Jesús hizo a Samaría.

Todo lo cual viene en apoyo de la teoría de que la separación temporal de Jesús y sus discípulos que hemos referido en el capítulo anterior, no tuvo lugar en las cercanías del lago de Galilea, sino que está íntimamente relacionada con la errante peregrinación que iniciaron cuando se derrumbaron las esperanzas que había suscitado el ministerio en Galilea. Lo que quiero decir es que, una vez que los discípulos marcharon de dos en dos en las más diversas direcciones, al objeto de realizar la experiencia deseada por Jesús, no pudieron ya verificar en qué lugares estuvo Jesús, ni qué es lo que hizo; consiguientemente, los autores de los Evangelios no dispusieron de los suficientes datos con los que componer los respectivos relatos de este concreto período.

De cualquier forma, podernos aventurar la hipótesis de que, durante este intervalo, Jesús decidió vivir retirado en algún sitio desconocido, con el fin de evitar nuevos malentendidos acerca de su persona. Y en su retiro se entregaría a una fervorosa vida de oración en soledad y, mientras llevaba a cabo su preparación remota para la pasión y la muerte inminentes, esperaba la vuelta de sus discípulos.

¿Cuándo regresaron éstos, y qué es lo que hicieron en su primera misión? El Nuevo Testamento no indica nada a este respecto.

Pero durante aquel tiempo había tenido lugar un trascendental acontecimiento de distinto género en la ciudad de Roma: Sejano, que detentaba un desmesurado poder político, había caído en desgracia ante el emperador Tiberio, lo cual ocasionó su arresto y ejecución. Esta conmoción política produjo un profundo efecto en Pilato, gobernador romano de Judea, y en el Sanedrín judío. Al fin y al cabo, Pilato había alcanzado su ventajosa posición gracias a la protección de Sejano; en cuanto al Sanedrín, el cambio de la situación también le daba motivos para temer el verse desposeído de la autoridad que Roma le permitía conservar. Ni que decir tiene que también el rey Herodes Antipas comenzó a ser víctima de esa misma sensación de inseguridad. El más profundo deseo de todos ellos (Pilato, el Sanedrín y Herodes) era el que no se produjera ningún desorden político en Judea. Su intranquilidad subió de tono con la proximidad de la Pascua, la fiesta que todos los años excitaba el espíritu patriótico de los judíos, y que ellos esperaban que transcurriera sin incidentes.

El Sumo Sacerdote del Templo y presidente del Sanedrín era Caifás, cuyo principio fundamental había sido siempre el de mantener el equilibrio a toda costa. Su política propugnaba la paz a cualquier precio, no sólo en el terreno propiamente político (exterior e interior), sino también en la esfera de lo religioso. Pero esta política descansaba sobre una base sumamente frágil. Como ya he indicado en varias ocasiones, el alma de la nación judía estaba obsesionada por el odio a los romanos que habían invadido su país. Nadie era capaz de predecir cuándo podría estallar la insurrección o la revolución; el país era un barril de pólvora, y cualquier chispa podía hacerlo saltar. Ni los esenios ni los fariseos alimentaban sentimientos excesivamente contrarios a los Zelotes, el partido de los extremistas anti-romanos. Y aunque los fariseos y la nobleza sacerdotal (encabezada por Caifás) sentían un mutuo y cordial desprecio, la verdad es que, de cara al exterior, mantenían una coalición que les permitía conservar el poder.

Caifás se veía permanentemente enfrentado a un dilema: No podía desafiar los sentimientos anti-romanos de sus compatriotas, pero, al mismo tiempo, tenía que preservar el poder político del Sanedrín que, en definitiva, dependía de su disposición a colaborar con la hegemonía de la Roma imperial.

Y precisamente en ese momento se producía en Roma la convulsión política originada por la ejecución de Sejano. Si sus efectos alcanzaban a Judea, entonces Caifás y los saduceos, y todo el Sanedrín con ellos, podían darse por perdidos. Para colmo, en esta insegura situación la fiesta de la Pascua estaba cada vez más cerca.

Como ya hemos dicho, no sabemos a ciencia cierta dónde había estado Jesús después de enviar en misión a los discípulos, ni dónde volvió a reunirse con ellos. Pero el Sanedrín seguía temiendo que, en aquella inestable situación política, el pueblo pudiera intentar en cualquier momento convertir en caudillo a Jesús, como ya había ocurrido anteriormente junto al lago de Galilea. Pero sus temores no se reducían únicamente a Jesús, sino que incluían a otros individuos que se habían autoproclamado profetas. El Sanedrín no podía permitirse el lujo de ignorar sus propios temores con respecto a Jesús, a pesar de que ya estuvieran informados de que por entonces ya era considerado como un «fracasado» en Galilea.

A fin de precisar el trasfondo de nuestras ulteriores consideraciones sobre el proceso judicial que había de entablarse contra Jesús, veamos en este momento qué era lo que producía mayor temor a los dirigentes judíos (que se concretaba en los herejes contra la Toráh), y qué medidas se tomaban contra ellos:

1.- Quien profiere insultos o de algún modo profana el templo es merecedor de la muerte (cfr. Jer. 7, 10 ss.).

2.- Quien se atribuye la gloria debida únicamente a Dios, o se arroga cualquier prerrogativa que pertenece a Dios, es un blasfemo.

3.- Quien blasfeme el Nombre de Yahvéh, será muerto; toda la comunidad le lapidará. (Lev. 24, 16).

4.- Después de que el blasfemo ha sido lapidado, su cadáver será colgado de una cruz y enterrado aquel mismo día (Dt. 21, 22).

5.- Quien deliberadamente viole el sábado o cualquier otro precepto de la Ley, es despreciado por Dios a causa de su acción.

6.- Si el culpable no hace caso a las advertencias y sigue violando la Ley, será condenado a morir lapidado.

Estas normas referentes a la heterodoxia, que acabamos de mencionar, incluyen cualquier tipo de desafío a Dios, transgresión de la Ley, o blasfemia. A los ojos del Sanedrín, Jesús merecía ser lapidado porque había incurrido en estos seis delitos concretos.

Pero, por si fuera poco, se acusaba a Jesús de ser un falso profeta; y entre las leyes relativas a los falsos profetas, las que el Sanedrín consideraba aplicables a Jesús eran, por ejemplo.

1. Es un falso profeta cualquiera que, por medio de visiones, pseudo-profecías, brujería o auténticos prodigios, induzca a Israel a renegar de su fe (Dt. 13,,2 ss.; Lev. 19, 3 1; cte.).

2. El falso profeta deberá ser condenado por el Consejo y ejecutado en Jerusalén (Dt. 13, 6).

3. La ejecución deberá ser por estrangulamiento. (Según una tradición referida por el Rabí Judá, Jesús Nazareno murió estrangulado).

4. La ejecución podrá ser también por lapidación.

Sus enemigos veían en Jesús no sólo a un falso profeta, sino además a un apóstata, por lo que otros determinados artículos de la Ley judía referentes a la heterodoxia eran igualmente aplicables al renegado Jesús:

1. En el caso de que alguien resulte sospechoso de apostasía, se investigarán las circunstancias del nacimiento del encausado. La razón de ello es que un bastardo (mamzer) -fruto de un matrimonio inválido o de una relación ilícita- tiende por naturaleza a la traición y a blasfemar de Dios (Lev. 24, 10 ss.). (Todo esto, como hemos dicho, contribuye a explicar el rumor de que Jesús era hijo ilegítimo de una unión entre María y un legionario romano).

2. Mientras un bastardo viva en conformidad con la voluntad de Dios, no deberá recibir afrentas en razón de su origen ilegítimo; pero si se convirtiera en renegado, deberá ser propalado sin piedad su nacimiento ilegítimo (Lev. 24, 10 ss.).

3. Los insultos de «comilón» y «borracho» conllevan la insinuación de un nacimiento ilegítimo (Ley. 21, 20). (En el Evangelio de Juan, como recordaremos, los fariseos se refieren a Jesús con los epítetos de glotón y bebedor).

Con respecto a la pena capital decretada contra los apóstatas, la normativa que se consideraba aplicable a Jesús era la siguiente:

1.- Incluso la ejecución de una persona inocente puede contribuir positivamente al mantenimiento de la ley y el orden y al bien universal del pueblo de Dios.

2.- El dar muerte a un no-creyente es un beneficio, tanto para el malvado como para el pueblo en general.

3.- La ejecución de los apóstatas deberá ser llevada a cabo con el mayor grado posible de publicidad (Ley. 24, 14).

4.- En consecuencia, las ejecuciones deberán realizarse, en lo posible, con ocasión de las grandes fiestas de peregrinación (Fiesta de los Tabernáculos, de Pascua y de Pentecostés), siendo el momento más indicado aquél en que todos los peregrinos se hayan congregado ya en Jerusalén, inmediatamente antes del comienzo de la semana de celebraciones, es decir, el día antes de la gran fiesta. El lugar más apropiado es el que se encuentra frente a las puertas de Jerusalén.

Existen algunos pasajes en el Nuevo Testamento que parecen sugerir que Jesús realizó otra visita a Jerusalén (Jn. 7, 10; Lc. 21, 37), pero no podemos saber a ciencia cierta si dicha visita se produjo, o no, en aquella época. En mi opinión, Jesús, previendo que en Jerusalén le aguardaba su pasión, decidió no acudir a la ciudad santa hasta poco antes del comienzo de las fiestas de Pascua.

En cualquier caso, se volvió a reunir en algún lugar con los discípulos, que acababan de realizar su experiencia misionera. Si se me permite hacer uso de mi imaginación, yo diría que el reencuentro tuvo lugar en el desierto de Judea, en algún punto cercano al río Jordán, no muy lejos de donde Jesús había sido bautizado por Juan. En aquella ocasión había recibido su «bautismo de agua», pero ahora (según sus propias palabras) estaba a pinto de recibir el «bautismo de muerte».

Era la época en que los peregrinos que se dirigían al Templo de Jerusalén para celebrar la Pascua afluían en gran número desde el valle del Jordán e invadían la ciudad de Jericó.

Ya he mencionado varias veces cómo la fiesta de Pascua se caracterizaba por una intensa excitación del fervor nacionalista de los judíos. Un elemento concreto de la religiosidad judía lo constituía precisamente la creencia de que el Mesías haría su aparición durante el tiempo de Pascua y procedería inmediatamente a restablecer el reinado de Israel. La noticia de la ejecución de Sejano en Roma era ya del dominio público en todo el país, lo cual contribuía a que aquel año el pueblo ansiara la venida del Mesías con mucha más intensidad que en años precedentes.

En estas circunstancias ocurrió que un individuo llamado Barrabás, a la cabeza de una cuadrilla de secuaces, acababa de iniciar un levantamiento anti-romano. El brote de rebelión fue inmediatamente aplastado por el ejército romano, y el mismo Barrabás fue capturado y conducido a Jerusalén. Pero aquel incidente sirvió para avivar aún más el exacerbado sentimiento anti-romano entre los peregrinos del valle del Jordán. No poseemos datos históricos que nos revelen el carácter de aquel sujeto llamado Barrabás o las características de su levantamiento. Pero los estudiosos han descubierto, basándose en una investigación de los manuscritos del Evangelio de Mateo, que aquel hombre al que Pilato acabó dejando en libertad a cambio de Jesús, llevaba también el nombre de Jesús, lo cual dio lugar a la hipótesis de que este Jesús Barrabás era la misma persona que Jesús de Nazaret; sin embargo creemos que no existe ninguna prueba terminante a este respecto. Otros investigadores suponen que el levantamiento de Barrabás habría que identificarlo con la insurrección de los galileos que se menciona en Lc. 13, 1, o tal vez con el «incidente del tesoro del templo» que aparece en las Antigüedades judías de Flavio Josefo (18, 6-62). Pero sería muy temeraria toda especulación que fuera más allá del hecho conocido y escueto de que realmente hubo una insurrección anti-romana por parte de un tal Barrabás y su cuadrilla.

El incidente de Barrabás había hecho crecer la excitación que reinaba entre la masa de peregrinos que iba congregándose en la cuenca del río Jordán, cerca del desierto de Judea. El pueblo gritaba: «¡Salvad a Barrabás, salvad a Barrabás!», a la espera de que alguien asumiera esta iniciativa durante la Pascua.

Es en este contexto como hay que recrear la atmósfera en la que se movía Jesús cuando, tras haberse reunido con sus discípulos, hizo aparición una vez más a orillas del río Jordán. En el valle aún seguía el recuerdo de aquel Jesús que, después de haber sido bautizado en el río, se convirtió en el discípulo más prometedor de Juan. Y una vez más la gente centró en él su atención cuando volvió a entrar en escena. Todos ellos revivían la imagen que se habían hecho de él como de un Juan Bautista redivivo. Los enloquecidos peregrinos comenzaron a agolparse en torno a él.

«Jesús... vino a la región de Judea, al otro lado del Jordán. Le siguió mucha gente ... » (Mt. 19, 1-2).

«Se habían reunido miles y miles de personas, hasta pisarse unos a otros» (Lc. 12, l).

Estas indicaciones de los Evangelios dejan constancia de cómo la gente se apiñaba junto a Jesús a orillas del lago de Galilea, poco antes de la Pascua del año anterior. Ahora, una vez más, todo volvía a ser lo mismo. Una vez más, como el año anterior, los peregrinos, cada uno de los cuales depositaba sus propios sueños en Jesús, comenzaron de nuevo a pensar en el modo de convertirle en el caudillo de su pueblo.

Naturalmente, estas inquietantes noticias llegaron sin tardanza a oídos del Sanedrín de Jerusalén. Inmediatamente un grupo de espías fue destacado desde la ciudad santa hasta el lugar de la acción. Y una vez más, como habían hecho el año anterior, incitaron a Jesús a entrar en debate (Mc 10, 1 ss.), ansiosos por descubrir en sus palabras el más mínimo pretexto para mandar detenerle (Lc 1 1, 54). Mientras tanto, el Sanedrín no se demoró en convocar una sesión urgente.

Entonces los sumos sacerdotes convocaron consejo y decían: «... Si le dejamos que siga así, todos creerán en él; vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación». Pero uno de ellos, llamado Caifás, que era el Sumo Sacerdote de aquel año, les dijo. «Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta de que es mejor que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación».

Al leer este pasaje podemos comprender el extraordinario temor que invadía al Sumo Sacerdote y al Sanedrín de que el delirio de los peregrinos que se encontraban en la cuenca del río Jordán, delirio que se centraba en la persona de Jesús, pudiera degenerar en una insurrección que obligara a las autoridades romanas a adoptar una política de exterminio total de los judíos. Al mismo tiempo, podemos suponer por qué el Sumo Sacerdote Caifás pensaba que era más prudente matar a Jesús, aunque el mismo Jesús demostrara que no tenía la menor intención de erigirse en el caudillo temporal de la nación. Pero, según su razonamiento, si mataban a Jesús, tanto él como sus colegas podrían capear la peligrosa situación que se les presentaba. En conclusión, propuso convertir a Jesús en el chivo expiatorio.

No sabemos si esta conclusión fue refrendada inmediatamente, o no, por todo el Sanedrín; pero indudablemente el asunto llegó a oídos de Jesús y sus discípulos. Según el Evangelio de Juan, Jesús se hallaba, a partir de aquel instante, en continuo peligro de muerte.

«Por eso Jesús no andaba ya en público entre los judíos, sino que se retiró de allí a la región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraím, y se quedó allí con sus discípulos» (Jn. 11, 54).

Este breve pasaje hace suponer que los sabuesos enviados a la cuenca del Jordán tenían un plan para asesinar a Jesús, el cual, a su vez, eludió cualquier dificultad retirándose a la ciudad de Efraím. No es que Jesús tratara de volverse atrás de sus propósitos concernientes a su propia pasión. Sencillamente, estaba decidido a no sucumbir antes de la fiesta de la Pascua.

Efraím es una ciudad de Samaría, la provincia por la que había pasado Jesús a su regreso a Galilea después de la fiesta de los Tabernáculos. Pero, a diferencia de aquella ocasión, no hay que suponer que también ahora los samaritanos recibieran calurosamente al grupo. De cualquier manera, Jesús y sus discípulos quedaban lejos del alcance de los inquisidores, ya que éstos no se atreverían a actuar en una ciudad samaritana, donde se odiaba a muerte a los judíos. Jesús y su grupo estaban seguros hasta el día de la Pascua.

En Efraím, Jesús se dedicó intensamente a la oración, para prepararse a una muerte que al fin era inminente. Por lo que se refiere a los discípulos, todavía se hallaban excitados por el entusiasmo que Jesús había despertado entre los peregrinos del valle del Jordán. Tal explosión de popularidad superaba todas sus previsiones, hundidos como habían quedado tras el fracaso de Galilea el año anterior. De su memoria se había borrado el recuerdo del largo y penoso deambular que concluyó en Cesarea de Filipo; e igualmente se había esfumado el recuerdo de los compañeros que habían desertado. Sentían que sus esperanzas revivían. Esta actitud de los discípulos queda perfectamente reflejada en la escena en que a Jesús y su grupo se les recibe hostilmente al llegar a Efraím, y Santiago y Juan le preguntan a Jesús: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y les consuma?» (Le. 9, 52). Los discípulos, aun después de su experiencia misionera, seguían sin comprender el solitario papel de su maestro, su lucha interior y sus sentimientos más íntimos.

Es entonces cuando, de entre el grupo de los discípulos, surge el rostro de un individuo -el rostro de un personaje fascinante-, los endurecidos rasgos de Judas Iscariote, el hombre que acabará traicionando a su maestro.

Los datos que los Evangelios suministran acerca de Judas Iscariote son, por desgracia, muy escasos. Más adelante intentaré describir la dramática escena de su traición. Por el momento, me limitaré a dar un pequeño esbozo de su origen y de su trayectoria.

El lugar de su nacimiento es un verdadero enigma. Cheyne afirma que la palabra «Iscariote» es una variante de «Jericó», el nombre de la ciudad más antigua del mundo, en el desierto de Judea. Otros opinan que el «apellido» no tiene nada que ver con el lugar de nacimiento, sino que «Iscariote» se deriva de la palabra latina sicarius (sicario), es decir, «el hombre del puñal», en cuyo caso su significado incluiría la idea de «asesino», de donde los estudiosos podrían especular acerca de la hipótesis de que Judas era uno de los terroristas anti-romanos.

Nada sabemos sobre la historia personal de este hombre. Suponiendo que «Iscariote» fuera una degeneración local de la palabra latina scortia («túnica de cuero»), un determinado erudito afirma taxativamente que Judas perteneció al gremio de los curtidores, aunque no hay forma humana de verificar esta hipótesis.

Dejemos estar el asunto. Porque, aunque no poseamos ninguna evidencia acerca de su lugar de nacimiento o de sus circunstancias personales, yo tengo la impresión de que, entre todos los discípulos, exultantes en aquellos días inmediatamente anteriores a la Pascua, el único que conservaba su sangre fría era precisamente Judas. Durante aquellos días en que los demás comenzaron de nuevo a pensar en Jesús como caudillo de la nación, Judas era el único que, en su interior, sabía que Jesús rechazaría semejante proyecto. En este sentido, podemos decir que era el único discípulo que demostraba poseer un singular conocimiento de Jesús.

Un buen día, muy poco antes de la Pascua, Jesús anunció inopinadamente al grupo que había decidido marchar de Efraím, atravesar el desierto de Judea y subir de nuevo a Jerusalén por Jericó.

«Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?»

«Jesús respondió:» «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle ... » (Jn. 1 1, 8 ss.).

A partir de este punto del texto comienza la narración del famoso milagro de la resurrección de Lázaro; ahora bien, tenemos todo el derecho a pensar que «Lázaro» simboliza a los muertos, es decir, a aquellos judíos que aún no habían reconocido al Dios del amor. Tales personas estaban como muertas, y Jesús debía despertarlas de su sueño mediante su propia muerte.

Una vez más los discípulos le interpretaron equivocadamente. Creían que aquel «despertar» de que hablaba el maestro indicaba su decisión de poner por fin manos a la obra, que el león dormido al fin se había puesto en pie. Pensaron que Jesús había llegado finalmente a la conclusión de que era el momento de satisfacer las esperanzas del pueblo. El discípulo llamado Tomás, en una explosión de entusiasmo, gritó a sus compañeros: « ¡Vayamos también nosotros a morir con él! » (Jn. 1 1, 16).

Eran las palabras de un discípulo que no había comprendido absolutamente nada, el entusiasmo de un discípulo incapaz de desentrañar el misterio de Jesús. ¡Cómo le debieron de doler al mismo Jesús estas palabras! Gracias a ellas, Jesús volvía a darse cuenta de que su destino era el de estar totalmente solo hasta el momento de su muerte.

Abandonando Samaría, Jesús caminó hacia el este, en dirección al valle del Jordán. Al igual que otros peregrinos que acudían a Jerusalén, al llegar al valle torció hacia el sur y se dirigió a Jericó. Sintiendo ya cercana su pasión, «Jesús marchaba delante de ellos» (Mc. 10, 32). La frase revela un detalle que los discípulos, testigos presenciales, debieron de comentar repetidas veces mucho tiempo después. Es algo que nos hace vislumbrar diáfanamente la solitaria figura de Jesús.

En un momento dado, todos los peregrinos que acudían a Jerusalén confluían en una gran multitud allá donde el río Jordán comienza a adentrarse en el calcinado desierto de Judea. Sus gritos saludaron frenéticamente la llegada de Jesús. A lo lejos, en medio del desierto, se destacaban las elevadas murallas de Jericó.

Un torbellino de emoción sacudió a los peregrinos que comenzaron a exclamar: «¡Jesús, Hijo de David!» (Lc. 18, 38 ss.). La multitud, al igual que los discípulos, pensaban que Jesús se había decidido por fin a cumplir sus expectativas. Cercado por las masas por todas partes, Jesús susurró para que le oyeran únicamente sus discípulos: «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas» (Mc. 10, 33). Pero sus apagadas palabras se perdieron entre el clamor de la multitud y no llegaron a ser oídas por los discípulos, hipnotizados como estaban por el delirio general.

En tiempos de Jesús, Jericó estaba ubicada a poca distancia de la actual ciudad. Su antiguo emplazamiento está hoy de tal modo cubierto de ruinas que una simple visita del lugar no puede darnos una idea del antiguo trazado. No queda nada, a excepción de un lugar -sumamente raro en el desierto de Judea- en el que manan unas fuentes bajo la sombra de eucaliptos y cedros del Líbano. Cerca de allí se hallan las ruinas del palacio que fue mandado construir por Herodes el Grande como residencia de invierno. Con la proximidad de la Pascua, la población de aquella ciudad aumentaba inusitadamente. Los peregrinos que acudían a Jerusalén pasaban casi necesariamente por Jericó.

Aquella noche Jesús se alojó en casa de Zaqueo, el jefe local de los recaudadores de impuestos, y a la mañana siguiente una entusiasta multitud se congregaba en torno a la casa (Lc 19, 11). Jesús ya no se molestaba siquiera en mover de un lado a otro su cabeza en señal de negativa para hacer ver a aquella enloquecida multitud su equivocación con respecto a él. Todas sus negativas habían sido siempre inútiles, incluso cuando, tiempos atrás había declarado sus verdaderas intenciones al mismo tipo de multitudes en Galilea.

Por la tarde, Jesús y sus discípulos estaban de nuevo en camino hacia Jerusalén, atravesando las montañas por medio de los secos torrentes (wadi). El angosto camino serpeaba entre las desnudas montañas en las que no crecía un solo árbol. El calor era excesivamente riguroso para aquella época del año. Probablemente Jesús permanecería silencioso mientras avanzaba por aquel desolado paisaje igualmente envuelto en un sepulcral silencio.

Tras una laboriosa marcha entre las montañas, los viajeros arribaron a una amplia meseta. Finalmente se ofreció a su vista un minúsculo poblado de casas blanqueadas. Era Betania. Jesús y sus compañeros se alojaron aquel día en la casa de un vecino llamado Simón. En la casa de Simón vivían también dos jóvenes, llamadas Marta y María. Y en este punto los Evangelios de Marcos y de Juan hacen salir al centro de la escena a Judas Iscariote.

Es muy probable que, al llegar a Betania, los fanáticos que habían seguido a Jesús y a su grupo desde Jericó rodearan la casa de Simón. Sus voces debieron de perturbar la habitual tranquilidad del lugar con gritos tales como «¡Jesús, Hijo de David! "Jesús es el Mesías, Jesús es el Mesías! ", gritos que se oirían en el interior de la casa. De pronto, María (de un carácter más espontáneo que el de su callada hermana mayor) apareció con una jarra de preciado perfume de aceite de nardo y lo vertió por entero sobre los pies de Jesús. La acción de María era mucho más que un gesto de hospitalidad. Lo que hacía era actuar en consecuencia con los gritos que atronaban las paredes de las casas: «¡Jesús, Hijo de David!», «¡Jesús es el Mesías!». En realidad, el significado etimológico de la palabra «mesías» es: «el ungido con óleo».

Los discípulos, naturalmente, captaron al instante la intención del gesto de María, el cual les produjo una intensa emoción. Nunca su maestro había sido acogido con un gesto de bienvenida semejante.

Pero, por el momento, Judas fue el único que abrió la boca: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?» (Jn. 12, 5). La suave fragancia del ungüento llenaba toda la casa, y cuando todos los presentes se sentían visiblemente emocionados, sólo la voz de Judas puso una nota de estridencia. Su manera de hablar era ofensiva, como si sólo él poseyera sentido común.

Judas había entendido como el que más los motivos que habían impulsado a María a realizar aquel gesto. El autor del Evangelio de Juan interpreta la extemporáneo intervención de Judas como un ejemplo de hipocresía. Pero las palabras de Judas revelan algo mucho más profundo. Lo que Judas estaba diciendo con toda claridad es que Jesús nunca sería aquel Mesías que todos estaban buscando.

Mientras los restantes discípulos no aventajaban a la multitud de peregrinos en su conocimiento de los planes de Jesús, sólo Judas Iscariote había descubierto el secreto del maestro. Pero lo que sabía Judas no le agradaba en absoluto. Y por primera vez se atreve a desafiar abiertamente a Jesús: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?». Sus palabras revelan el convencimiento de Judas de que, en este mundo visible, lo que realmente cuenta son los resultados tangibles: Maestro, lo que has estado predicando es un amor que no tiene sentido en el mundo real. Tu amor no funciona. Tú aspiras a poder ser el compañero eterno de todos los desdichados. Pero esos desdichados, ¿acaso no preferirían recibir esos trescientos denarios de los que yo hablo?

No podemos pensar que Judas no era más que un sujeto malhumorado y rebelde. Había sido uno de los pocos que siguieron con el maestro cuando la mayoría de los discípulos habían ido abandonando, uno tras otro, a Jesús. El hecho de que hubiera perseverado siempre junto a Jesús, como lo hizo, indica que en el alma de Judas tuvo que producirse una tremenda lucha interior cuando intuyó los verdaderos propósitos de Jesús, cosa que los demás no habían sido capaces ni de sospechar. Parecería que el mismo Jesús debió de sentir mucha estima por Judas. Le había confiado la bolsa en que se guardaban los fondos de todo el grupo (Jn. 12, 6), señal de que realmente gozaba de la confianza de Jesús.

Tal vez con sus palabras pretendía Judas hacer su última advertencia a Jesús: «Maestro, has decidido ir a la muerte para convertirte en el compañero eterno de toda la humanidad. Pero lo que la gente exige es algo muy diferente. ¿No recuerdas que tampoco allí, en Galilea, los leprosos se acercaban a ti en busca de amor? Lo único que querían, naturalmente, era ser curados; como los tullidos sólo deseaban poder caminar, y los ciegos sólo querían ver. Así es la naturaleza humana». Tal vez era éste el significado oculto de las palabras de Judas.

Y ésta sería la respuesta de Jesús: «No he permitido que María derramara sobre mí el óleo como si yo me considerara el Mesías terreno. Se lo he permitido porque lo que ella ha hecho es parte de la preparación de mi sepelio» (cf. Jn. 12, 7).

Una vez más negaba Jesús ser el mesías, en el sentido en que la gente le aclamaba. Estaba indicando inequívocamente a Judas que su decisión de morir era irrevocable.

Sólo Judas fue capaz de comprender la respuesta del maestro. Sólo él cayó en la cuenta de que el destino del maestro no podía ser cambiado. Más aún, probablemente Judas llegó a intuir que sus compañeros, llegado el momento, abandonarían a Jesús. Pero, por el momento, Judas era el único capaz de imaginar que Jesús podría ser arrestado, torturado y muerto en la más absoluta soledad.