Capítulo 6


EL HIJO DEL HOMBRE NO TIENE DONDE
RECLINAR LA CABEZA

 

 

La desilusión provocada por Jesús no se limitaba exclusivamente a las sencillas gentes de la región del lago que aquel día formaron parte de la multitud que se congregó sobre la montaña en torno a Jesús. Es muy fácil suponer que, dentro mismo del círculo de sus discípulos, se produjo más de una vacilación.

El número de aquellos discípulos se había incrementado apreciablemente durante los seis meses que Jesús había estado predicando. Era bastante más amplio que el reducido grupo de hombres que conocemos con el nombre de los doce apóstoles. Como hemos dicho, el número «doce» era un guarismo sagrado y simbólico para los judíos. Pero, de hecho, las personas que se habían adherido al grupo de los discípulos excedían con mucho esa cifra. Y no procedían de las clases acomodadas de la sociedad, sino que solían pertenecer a grupos sociales del estilo de los pescadores o los recaudadores de impuestos. En un principio no renunciaron a su trabajo diario; sólo más tarde algunos de ellos dejaron Galilea y se unieron al maestro en sus andanzas.

Entre aquellos galileos, fieles observantes de la religión judía, había algunos que pertenecían al partido de los Zelotes; pero aun aquellos que nunca se habían integrado en aquel partido poseían un arraigado patriotismo y una profunda conciencia étnica. Sin duda, cada uno tenía sus propias razones personales para permanecer al lado de Jesús, pero en lo más profundo de sus corazones todos ellos poseían un sentir que se diferenciaba muy poco del sentir de la multitud: el deseo de convertir a Jesús en un caudillo nacionalista. La sincera confesión de uno de ellos no deja lugar a dudas: «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel» (Lc. 24, 21). Y sus esperanzas se hacían cada vez más concretas, a medida que crecía la popularidad del maestro en la región próxima al lago de Galilea. Pero, cuando el maestro echó por tierra estas esperanzas terrenas con su Sermón del Monte, se produjeron bastantes dudas entre los mismos discípulos.

La decepción de la multitud y las vacilaciones de los discípulos difícilmente les pasarían inadvertidas a los inquisidores. Si Jesús hubiera seguido el juego y hubiera acogido positivamente el fervoroso requerimiento de la multitud congregada en el monte, los espías le habrían denunciado y habrían corrido a informar inmediatamente a Herodes Antipas y a Pilato, gobernador de Judea, que habrían ordenado detenerle por agitador demagógico; pero las palabras que había pronunciado Jesús eran totalmente contrarias a lo que la multitud había esperado. Los Evangelios demuestran que ni en aquella ocasión, ni en ninguna otra durante todo su ministerio en Galilea, pronunció Jesús una sola palabra que tratara de sugerir que él era el Mesías, es decir, el que iba a librar a Israel. Stauffer escribe: «El hecho fundamental e incontestable es que la idea de que fuera el 'Mesías' no aparece por ninguna parte en los dichos de Jesús (es decir, en ninguno de los materiales históricos recopilados con anterioridad a la redacción del Nuevo Testamento y que forman un elenco de las palabras pronunciadas por Jesús). Lo mismo se puede decir de cualesquiera otros títulos mesiánicos parecidos, como 'hijo de David', 'rey de Israel' o 'rey de los judíos'. En otras palabras, los materiales históricos conocidos con el nombre de 'dichos de Jesús' no contienen una sola palabra con la que Jesús trate de sugerir su condición mesiánica». Y en otro lugar afirma Stauffer que «el contenido histórico de los dichos de Jesús nos lleva a la conclusión de que el mismo Jesús nunca cedió a la tentación de autodefinirse como el Mesías».

Los espías no habían conseguido obtener prueba alguna de que Jesús fuera un agitador popular, pero sí que pudieron observar aquel día la desilusión que se reflejaba en los rostros de la multitud y los primeros indicios de duda entre sus discípulos. En consecuencia, se apresuraron a informar de los acontecimientos de aquel día al Sanedrín de Jerusalén, y se reunieron inmediatamente para discutir entre ellos las posibles alternativas. El Sermón de¡ Monte constituía un episodio afortunado para aquellos hombres expertos en psicología de masas. Porque cuando una multitud fanática siente que han sido frustradas sus elevadas esperanzas, tiende fácilmente a dirigir su odio contra su antiguo ídolo, con tanta mayor vehemencia cuanto más profunda haya sido su desilusión. Los espías conocían perfectamente el carácter veleidoso de las masas.

Pero también Jesús era profundamente consciente de este hecho. A lo largo del medio año en que había ejercido su ministerio, desde el momento en que la gente comenzó a agolparse en torno a él y a recibirle en olor de multitud de ciudad en ciudad, tuvo la premonición de que habría de llegar un día en que aquellos mismos hombres y mujeres le rechazarían.

«El Dios del amor»... «el amor de Dios»... Se dice fácilmente. Lo difícil es dar testimonio, de un modo tangible, de la veracidad de estas palabras. En muchos casos el amor, en realidad, es impotente. El amor, en sí mismo, no produce beneficios tangibles. Por eso nos resulta difícil descubrir donde puede hallarse el amor de Dios, oculto como está por las realidades concretas que, más bien, parecen sugerir que Dios no existe, o que no habla, o que está airado.

Durante aquellos seis meses no pudo evitar la lacerante impresión de que, en definitiva, lo único que la gente busca son beneficios útiles y concretos. El predicaba únicamente el amor de Dios y al Dios del amor, pero eran realmente muy pocos los que estaban dispuestos a escuchar su auténtico mensaje. Ni siquiera los discípulos captaban el significado de lo que decía. Al igual que los demás, los discípulos no habían acudido a él en busca del amor, sino en busca tan sólo de una utilidad terrena. Los ciegos no pedían sino recuperar la visión; los paralíticos, poder volver a usar sus miembros; los leprosos, que les fueran cerradas sus purulentas llagas.

Las numerosas narraciones de milagros que aparecen en los Evangelios Sinópticos, lo mismo que en el de Juan, nos hacen constatar la triste realidad de que la multitud no buscaba en Jesús más que prodigios; lo cual es mucho más significativo que el problema, bastante menos interesante, de si Jesús realizó o no realizó los milagros. Por debajo de esas narraciones de milagros podemos percibir la solitaria figura del mismo Jesús, silencioso y de pie en medio de aquella multitud de gentes que no le pedían sino prodigios palpables.

A quien Jesús no rechazó fue a aquella clase de gente como los enfermos y los lisiados. Los Evangelios, por el contrario, nos refieren cómo acudió con sus discípulos al valle de los leprosos, despreciados por todos, y cómo visitó la covacha de un hombre que sufría los tormentos de la malaria. En aquellos tiempos los leprosos solían llevar la cabeza rapada, vestían unas ropas características y se les obligaba a vivir lejos de las ciudades y aldeas. Tenían obligación de proferir un grito de aviso cuando alguien se acercaba. Pero Jesús anduvo por las cuevas de la montaña y los barrancos donde aquellos desamparados leprosos se veían forzados a vivir. Quería devolver la salud a aquellos cuerpos y la vista a los ciegos. Deseaba que los cojos pudieran andar, y devolver a una madre afligida la vida de su hijo.

Y cuando no podía hacerlo, una sombra de tristeza oscurecía sus ojos. Tomaba la mano de un leproso, o la de un cojo, y expresaba de todo corazón su deseo de tomar sobre sí la miseria y el dolor del afligido. Deseaba compartir su sufrimiento, tener la oportunidad de ser partícipe de su tribulación. Pero los leprosos y los tullidos sólo esperaban ser curados, y se acercaban a Jesús suplicándole: «¡Cúranos, cúranos!»

¿Cómo interpretar las exclamaciones de Jesús que, al igual que las narraciones de los milagros, nos transmiten los Evangelios? «¡Generación malvada y adúltera! Una señal reclama, y no se le dará otra señal que la señal del profeta Jonás» (Mt 12, 39). «¿Por qué esta generación pide una señal?» (Mc 8, 12). «Si no veis señales y prodigios, no creéis» (Jn 4, 48). «Dichosos los que aun no viendo creen» (Jn 20, 29).

El patético realismo de estas palabras de Jesús conservadas en el Evangelio, tiene su razón de ser en el hecho de que la gente que se le acercaba no buscaba «el amor», sino señales y prodigios. Lo único que deseaban eran beneficios concretos e inmediatos.

Poco a poco, las intrigas que entre bastidores andaban urdiendo los espías, comenzaban a producir su efecto. La intranquilidad y la duda hacían presa en la mente de los discípulos, aun cuando todavía no estaban dispuestos a abandonar a su maestro. Las multitudes de Galilea que habían acudido a él en tropel se encontraban de pronto espabilando de su borrachera de fanático entusiasmo. A sus ojos, Jesús comenzaba a dar la apariencia de «un profeta de esperanzas imposibles». La actividad de los espías había ido engendrando paulatinamente en la mente del pueblo la nueva imagen de un Jesús que no era más que un «pobre hombre» y un «fracasado». Para entonces el verano iba de vencida y se acercaba el tiempo en que los campos de trigo que rodeaban el lago quedarían cubiertos tan sólo de amarillenta paja.

A partir de esa época comenzaron a hacerse más frecuentes las ocasiones en que Jesús podía dedicarse a la oración privada. Y aunque Jesús aún no confiaba nada de lo que le pasaba a sus discípulos, su corazón se debatía en una lucha interior, únicamente comparable en intensidad a la que había experimentado en soledad en el desierto de Judea. Tenía fe en el amor de Dios. Le enternecía tanto dicho amor, que siempre que veía a aquellos lastimosos hombres y mujeres de Galilea, deseaba compartir sus sufrimientos. Puesto que Dios era el Amor mismo, no podía Jesús concebir que ese Dios fuera capaz de abandonar a aquellas gentes. Sin embargo, nadie parecía percibir el misterio del amor de Dios. Las gentes del lago de Galilea iban apartándose de Jesús, porque pedían beneficios materiales en lugar de amor; y por eso Jesús suplicaba intensamente a Dios que le hiciera discernir lo que debía hacer en tal situación.

«¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» ¡Cuántas veces no habrá aflorado a sus labios este angustioso versículo del libro de los Salmos ... ! La desgarradora soledad que experimentaba iba dejando en su rostro unas huellas que le hacían parecer más viejo de lo que realmente era. Y sin embargo, los discípulos no comprendían. Al igual que sucedería en el huerto de Getsemaní, donde no llegarían a percatarse del sudor de sangre de su maestro, también entonces eran incapaces de percibir su sufrimiento interno.

La glacial atmósfera que se iba creando en torno a Jesús comenzó a invadir incluso a ciudades como Cafarnaún, Corozaín y Betsaida, donde había sido tan calurosamente recibido en la primavera y durante el verano. El «pobre hombre», el «fracasado» y otras pullas parecidas comenzaron también a aparecer en boca de la gente, acompañadas de sarcásticas sonrisas. Y el desapego de estas ciudades le llegaba al fondo del alma (Mt. 11, 21).

Podemos suponer que fue precisamente esta frialdad ambiental la que decidió a Jesús a dejar aquella zona del lago para regresar a Nazaret. No había pasado un año desde que marchó de allí para establecerse junto al lago, con su madre y unos pocos íntimos, pero el desfavorable cambio de las circunstancias le incitaba a volver.

Sin embargo, al parecer los inquisidores se le habían adelantado y habían informado a la ciudad, porque los habitantes de Nazaret recibieron con recelo a Jesús y a sus acompañantes.

Ni siquiera sus parientes se molestaron en ofrecerse a recibirle en sus casas. Por el contrario, ahora que regresaba después de haber sido medio expulsado de las ciudades y aldeas del lago, lo único que se les ocurría era reprenderle por su falta de responsabilidad al haberles abandonado para marcharse al desierto de Judea (Mc 3, 21).

En Nazaret, los espías volvieron a provocarle a la discusión. Llegaron a acusarle de que su predicación no era producto de la inspiración de Dios, sino obra del mal espíritu. Algunos de sus convecinos se atrevieron a pedirle un milagro, al igual que los habitantes de las aldeas del lago, sólo que en sus ojos se traslucía una despectiva curiosidad, más que una verdadera expectación. Pero, al ver que Jesús no realizaba prodigios, se dejaron llevar por la ira, hasta el punto de llevarle a una escarpada altura que se encontraba al sur de la ciudad, desde donde trataron de despeñarlo (Lc 4, 29).

Si reconstruimos todas las referencias que aparecen en diversos lugares de los Evangelios acerca de las cosas desagradables que le ocurrieron en Nazaret, nos haremos una idea de la animosidad que encontró Jesús a su vuelta del lago de Galilea. Al constatar dicha animosidad, e incluso la oposición de sus parientes y conocidos, Jesús observó que «las zorras tienen guaridas, las aves del cielo nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9, 58). Cuando escuchamos estas palabras de labios de Jesús, se estremecen de profunda compasión las fibras más íntimas de nuestros corazones.

Lamentándose de que «ningún profeta goza de estima en su tierra», Jesús abandonó una vez más su ciudad natal.

«Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él.»

Esta defección de algunos de sus discípulos, que únicamente se menciona en Jn 6, 66, probablemente debió de ocurrir por entonces.

Los discípulos que siguieron a su lado quedaron reducidos, al parecer, a un pequeño grupo. El mismo Evangelio de Juan dice que Jesús se volvió a ellos y les preguntó: «¿También vosotros queréis marcharos?»

Los que habían decidido marchar estaban persuadidos, sin duda, de que ya no podían seguir depositando sus sueños en Jesús. La mayoría de ellos seguían considerándole un maestro plenamente capaz de hipnotizar a las masas, y continuaban teniendo motivos para ver en él a un líder digno de tomar el relevo de Juan el Bautista; pero cuando vieron cómo una y otra vez, tanto en la región del lago como en Nazaret, el pueblo le volvía la espalda, aquellos discípulos se desanimaron a seguirle. Por otra parte, también para ellos Jesús se había convertido en un «don nadie» y en un «fracasado».

Por lo que se refiere a los discípulos que optaron por seguir con Jesús, no es fácil imaginar lo que se pasaría por su mente y su corazón. Bien es cierto que, cuando Jesús les preguntó con tristeza: «¿También vosotros queréis marcharos?», el Evangelio nos dice que Pedro respondió: «Señor, ¿a quién vamos a ir?»; pero puede que esta respuesta no se pronunciara realmente en aquel momento, y que esas palabras no sean más que una reflexión del kerigma (la confesión de fe) de la Iglesia Cristiana primitiva; en tal caso, sería el producto de un ulterior desarrollo redaccional. Pero lo que sigue en pie es el hecho de que a aquellos discípulos que se quedaron con Jesús, a pesar de sus recelos y a pesar de sus dudas interiores, les resultaba imposible seguir la actitud de ruptura de los que se habían marchado. Evidentemente, también ellos habían perdido gran parte de las esperanzas que tenían puestas en Jesús. Pero, por la razón que fuese, no podían resignarse a abandonar a su indefenso maestro. Si en su ánimo hubiera estado la idea de desertar, podrían haberío hecho. Y sin embargo, por nada del mundo estaban dispuestos a romper con aquel Jesús que en aquellos momentos era un ser marginado y aislado.

La explicación más probable es que, cuanto más débil parecía Jesús, tanto más percibían ellos en su inconsciente el indecible pesar y la tremenda soledad que habrían de experimentar si se decidían a abandonarle.

Después de dejar Nazaret, Jesús y los pocos discípulos que aún seguían con él anduvieron caminando de ciudad en ciudad por aquella desolada región montañosa. Los discípulos estaban exhaustos y a punto de perder totalmente la esperanza. Y Jesús seguía invocando a Dios. De sus labios salía con frecuencia el triste lamento: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» Y mientras lo hacía, comenzaba a detectar en su interior la voz de Dios que le llamaba, a la vez que se iba percatando de lo difícil que había de resultarle obedecer a aquella voz. Pero de esta intensa lucha interior de su maestro, los discípulos no tenían aún la menor idea.

Realmente no sabemos cuántas personas formaban el minúsculo grupo de los que seguían con Jesús. Suponemos que eran algunos más de los doce que menciona el Evangelio. Tenemos, por ejemplo, el caso conocido de Judas Iscariote, que habría de desertar al final, en Jerusalén; pero podemos perfectamente suponer que entre tanto pudo haber más desertores. No sabemos los nombres de todos los discípulos, pero sí de los doce, que son: Pedro y Andrés, Santiago y Juan, Mateo (Leví) y Tomás, Felipe y Bartolomé, Santiago (el hijo de Alfeo) y Tadeo, Simón y Judas lscariote. Estos nombres aparecen en los Evangelios de Mateo y de Marcos, pero Lucas menciona a un tal Judas, hijo de Santiago, en lugar de Tadeo. No hay que confundir a este Judas con el Judas Iscariote que más tarde traicionaría a Jesús; lo más probable es que los nombres de Judas y Tadeo se refieran a la misma persona.

Hay algo realmente incomprensible en la imagen de esta docena de hombres (quizá alguno más) que caminaban silenciosos detrás de Jesús de Nazaret, arrastrando sus doloridos pies en dirección a la desolada región de las colinas que se extendían hacia el norte.

Ya dije anteriormente que los discípulos no pertenecían a la casta sacerdotal judía, ni poseían la minuciosa formación de los doctores de la Ley. Tampoco procedían de la adinerada clase superior que poblaba Tiberíades. En realidad, no eran más que un grupo de hombres, pescadores, recaudadores de impuestos, etc., pertenecientes a la clase humilde, todos los cuales (a excepción de Judas) habían vivido en las ciudades y aldeas del lago de Galilea hasta que conocieron a Jesús. Las palabras que Pablo escribiría, más de veinte años después, para describir la primitiva Iglesia Cristiana de Corinto, podemos aplicarlas perfectamente a aquellos discípulos: «No hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos de la nobleza» (1 Cor. 1, 26).

Sería un error suponer que aquellos hombres se hicieron discípulos de Jesús porque hubieran comprendido su ideal de amor. Como he dicho repetidas veces, la mayoría de ellos se unieron al reducido círculo de los discípulos por las mismas razones que habían impulsado a las grandes multitudes que Jesús encontró junto al lago de Galilea. Nadie puede afirmar que los discípulos, por tratarse de personas sencillas, carecieran del sentido del bien y del mal que es propio de un devoto creyente judío, ni que como individuos estuvieran totalmente libres de vanidad y ambición personal. Los autores del Nuevo Testamento no pudieron ocultar el hecho de que a los discípulos, en definitiva, también les faltaba valor y fuerza de voluntad. Cuando Jesús fue arrestado, no sólo renegaron de él, sino que parece evidente que en lo primero que pensaron fue en su propia seguridad, llegando hasta a pedir clemencia al Sanedrín. En este sentido, eran personas corrientes y vulgares, cobardes como la mayoría de nosotros.

Ciertamente, no comprendían a Jesús. Pero no sólo no le comprendían, sino que además nunca imaginaron que pudiera ser el «Hijo de Dios». Y sin embargo, continuaban arrastrando sus pies tras las huellas del desconsolado maestro, aun después de que otros muchos hubieran desertado. ¿Acaso veían en los ojos de Jesús una cierta e indescriptible pureza y melancolía? También a nosotros nos ocurre a veces que se cruza en nuestro camino una persona, cuya pureza de corazón nos hace caer dolorosamente en la cuenta de nuestra propia bajeza. Tal vez en aquellos difíciles momentos Jesús seguía siendo esa clase de maestro para aquellos discípulos, y lo único que mantenía unido al pequeño grupo era la sensación de que, si le abandonaban, un amargo remordimiento les acompañaría el resto de sus vidas.

Sin embargo, a pesar de todo esto, también ellos acabarían traicionándolo. (La traición no fue asunto exclusivo de Judas Iscariote, porque, como veremos más adelante, todos los discípulos que aún quedaban tuvieron parte en ella). Los discípulos, por así decirlo, eran en definitiva exactamente iguales que nosotros: un hatajo de miserables, débiles y cobardes.

No obstante, después de la muerte de Jesús, de repente se les abrieron los ojos. A pesar de su anterior debilidad y cobardía, en adelante nada podría intimidarlos, ni siquiera la muerte. No retrocederían jamás ante el dolor físico. Por la causa de Jesús soportarían impávidos los riesgos de largos viajes y se mantendrían firmes frente a las persecuciones. Pedro padecería el martirio en Roma el año 61. Andrés moriría de hambre en la ciudad griega de Patras. Simón, que había pertenecido al grupo de los Zelotes, moriría por predicar a Jesús en la ciudad de Suanir. Bartolomé, después de ser desollado vivo, sería crucificado en la ciudad de Albana.

¿Qué es lo que pudo provocar en ellos una conversión tan prodigiosa y un cambio tan extraordinario? ¿Acaso una simple influencia de Jesús, que en vida no había conseguido nada, hizo actuar a sus discípulos de aquel modo? Al leer el Nuevo Testamento, solemos enfocar sobre todo la figura de Jesús; pero si lo releemos fijándonos en el papel que desempeñan los discípulos, veremos cómo en seguida aflora algo muy singular: esos miserables, débiles y cobardes se transforman en seres de una fe inquebrantable. Pero la verdadera causa que subyace a esta prodigiosa transformación de los discípulos que nos presenta el Nuevo Testamento puede considerarse un auténtico enigma.

Sea como fuere, parece ser que en el otoño de aquel mismo año Jesús y sus discípulos, sin tener literalmente «donde reclinar la cabeza», anduvieron vagando desde la parte meridional de Galilea (Lc. 7, 11) hasta la región de Tiro y Sidón (Mc. 7, 24-3 l). La misma imprecisión sobre los lugares que atravesaron en su itinerario es una especie de evidencia de lo doloroso que debía de resultar el recuerdo de aquellos días para los pocos discípulos que sobrevivieron y refirieron los hechos a los autores neotestamentarios. El combate interior de Jesús superaba la capacidad de comprensión de los discípulos, y el mismo Jesús se esforzó por evitar que la atención de la gente se concentrara en su persona (Mc. 7, 36; 8, 26). Por consiguiente, podemos deducir sin esfuerzo que el ya reducido número de discípulos se iba haciendo cada vez menor: uno hoy, otro mañana, siempre había alguien que abandonaba a Jesús.