Capítulo 5

 

 

ESPÍAS

 

Para entonces los sacerdotes y los escribas que controlaban el Templo de Jerusalén ya habían puesto el nombre de Jesús en su lista negra. No podían cerrar sus ojos a la manifiesta intranquilidad que se detectaba a orillas del lago de Galilea. Habían salido victoriosos de la serie de acontecimientos que culminaron con el arresto, junto al Mar Muerto, de aquel peligroso profeta llamado Juan el Bautista y ahora concentraban su atención en otro peligroso sujeto al que los patanes de Galilea estaban comenzando a aclamar como sucesor de Juan. ¿No era acaso el mismo individuo que se había permitido despreciar abiertamente el descanso sabático durante la fiesta de los Tabernáculos?

Cada movimiento de Jesús, la popularidad de que gozaba en las ciudades del lago, las esperanzas y los sueños que sus habitantes habían depositado en él.... todo, punto por punto, era transmitido a Jerusalén. Los informes procedían de los agentes que los escribas y los fariseos habían establecido en Tiberíades, la ciudad más importante del lago. El jefe supremo de los agentes era el Sumo Sacerdote de Jerusalén, Caifás, yerno del anterior Sumo Sacerdote, Anás (en hebreo, Ananías), cuya influencia sobre el gobernador romano de Judea le había valido para ratificar el nombramiento de su yerno para tan importante cargo.

El cargo de Sumo Sacerdote, que equivalía a ser primado de toda la clase sacerdotal, había sido anteriormente privilegio hereditario de la dinastía de los Asmoneos, pero a raíz de la caída de dicha dinastía, el primado espiritual pasó a ser objeto de elección por parte de los miembros de la poderosa nobleza sacerdotal. La función específica del Sumo Sacerdote era la de presidir los sacrificios y otros servicios religiosos que se celebraban en el Templo, pero también era responsable ante Roma de otros asuntos ajenos al ámbito de las ceremonias religiosas. El cargo de Sumo Sacerdote incluía, pues, la obligación de presidir el Sanedrín, supremo consejo administrativo en cuestiones religiosas y seculares.

El Sanedrín, incluido su presidente, estaba formado por setenta y un miembros, pertenecientes a tres grupos distintos. El primer grupo lo formaban los anteriores Sumos Sacerdotes y algunos miembros de aquellas familias nobles de entre las que podía ser elegido algún nuevo Sumo Sacerdote. El segundo grupo era una mezcla de ancianos procedentes de la aristocracia laica (todos ellos, como los del primer grupo, pertenecientes a la secta de los saduceos) y de vástagos de otras familias acaudaladas. El tercer grupo, por último, lo constituían los doctores de la Ley (los escribas), que en su mayor parte procedían de los estratos más plebeyos de la sociedad.

Todas las cuestiones, religiosas o civiles, se decidían sobre la base de la Ley Judía (la Toráh), y el mismo gobernador Pilato respetaba la autonomía del Consejo. Lo que no permitía Roma al Sanedrín era ejercer el derecho a imponer la pena capital.

Para ser más precisos, habría que decir que sobre este último punto hay dos teorías. Pienso volver más adelante sobre este asunto con mayor detalle, pero digamos desde ahora que actualmente nadie sabe si el Sanedrín carecía de todo poder sobre la vida y la muerte de los judíos, o si es que simplemente le había sido impuesta por Roma la prohibición de ejecutar a criminales políticos. Algunos expertos afirman que, en aquel tiempo, el Sanedrín no tenía en absoluto ningún poder para imponer la pena capital, y otros (basándose en el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que comienza en el capítulo 6, versículo 8, donde el Sanedrín condena a morir lapidado al diácono Esteban, acusado de blasfemo) sostienen que, de hecho, el Sanedrín tenía autoridad para administrar dicha pena capital, aunque tal autoridad no se extendía a los crímenes de carácter político. Este problema de la autoridad o falta de autoridad del Sanedrín para imponer la pena de muerte es un aspecto importante para juzgar el procedimiento legal del proceso de Jesús, del que trataremos más adelante.

En cualquier caso, el Sanedrín de Jerusalén, controlado por Caifás y su suegro Anás, no dejaba de observar atentamente las actividades de Jesús en Galilea.

Allá donde acudía Jesús, aumentaba extraordinariamente el número de personas que se reunían para escucharle. Su fama corría de ciudad en ciudad. La gente aguardaba entusiasmada para darle la bienvenida cuando, en compañía de sus discípulos, se trasladaba de un lugar a otro a pie o en barca. También el número de sus discípulos se incrementaba con extraordinaria rapidez. Dicho número no debernos limitarlo al selecto grupo de los Doce. El número «doce» tiene un sentido simbólico en el pensamiento judío. Sin embargo, «los Doce», cuyos nombres aparecen en las listas referidas en los Evangelios, constituían de hecho el núcleo del cuerpo total de discípulos que no dejaba de crecer. (Hemos de añadir, a pesar de todo, que existen ciertas discrepancias acerca de los nombres de los discípulos, tal como aparecen en las diversas listas de los Evangelios).

Para entonces Jesús ya se había apartado de la comunidad religiosa de Juan el Bautista y actuaba con independencia. Ya no realizaba en Galilea el rito del bautismo que Juan había llevado a cabo en el río Jordán. Pero Jesús conservó siempre su profundo respeto y afecto por el precursor, de quien llegó a decir que fue «más que profeta... (porque) no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista» (cf. Mt. 1 1, 7-1 l); aunque inmediatamente, hablando con sus discípulos, añadió: «Sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él». Lo que Jesús rechazaba era aquella severa imagen de ascetismo que caracterizaba a la comunidad de Juan el Bautista, porque en el corazón de Jesús ya vivía el Dios del amor y el amor de Dios, en lugar del Dios del juicio y de la ira, el Dios de la retribución que proclamaba la comunidad de Juan.

Pero ¿cómo podía Jesús dar testimonio de este Dios del amor ante todo el pueblo? Evidentemente, la misma condición existencial de la humanidad favorecía la idea de un Dios de la venganza, más que la de un Dios del amor. Es comprensible que, debido a la dilatada tradición veterotestamentaria, el pueblo siguiera hablando de su temor reverencial a Dios y del silencio de Dios, mucho más que de su amor a Dios. ¿Cómo podía Jesús afirmar su actitud positiva frente a la inevitable paradoja que suscitaba él contraste entre la evidente realidad de la vida y el Dios del amor? Los que sufrían, los enfermos, los que lloraban no podían considerar su situación más que como una forma de extrañamiento de Dios, mientras que los que contemplaban esa situación suya sólo podían pensar que su triste condición se debía a la ira y al castigo de Dios.

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.

Jesús se daba cuenta de que su tarea en la vida consistía en resolver este problema. ¿Cómo hacer que los hombres y mujeres descubrieran, dentro de la cruel realidad de la vida humana, el auténtico amor de Dios? La tarea que él mismo se había impuesto en el desierto de Judea ocupaba ahora su corazón por completo. Jesús sentía que Dios le había enviado al mundo para responder a esta pregunta, y era plenamente consciente de que habría de intentar superar muchos y muy dolorosos obstáculos si quería llevar a cabo su misión. Leyendo el Nuevo Testamento entre líneas podemos percibir la figura de Jesús, de pie junto al lago de Galilea, en la más completa soledad a pesar de estar rodeado por sus discípulos y por las multitudes.

Los escribas y los fariseos llegados de Jerusalén se mezclaban entre la muchedumbre para investigar las palabras y los hechos de Jesús. La irresistible popularidad de Jesús les impedía actuar contra él directamente, pero aquellos agentes se veían apremiados a detectar cualquier indicio que pudiera servir de prueba incontestable contra él (Mc. 12, 12). Habían sido enviados por el Sanedrín precisamente para descubrir unos motivos concretos sobre los que poder incoar un proceso.

A primera vista, las frecuentes disputas entre Jesús y los fariseos que aparecen en el Nuevo Testamento parecen no ser más que altercados fortuitos, pero en el fondo subyace el secreto antagonismo existente entre Jesús y el Sanedrín de Jerusalén. Es preciso leer esas discusiones sobre el trasfondo de un interrogatorio deliberadamente planeado por los escribas y los fariseos que, de hecho, no eran otra cosa que investigadores enviados con un propósito determinado; en una palabra, espías.

Aquellos hombres eran sumamente diestros en el arte de la polémica, ya que a lo largo de un dilatado período de la historia se habían enzarzado incesantemente en la discusión de las diversas interpretaciones posibles de los preceptos de la Ley. Sabían perfectamente como tender una trampa y cómo hacer caer en ella al adversario. Se infiltraban entre la muchedumbre y, desde allí, incitaban a Jesús a discutir con ellos, con el exclusivo propósito de obtener pruebas convincentes de que Jesús era un hereje o un peligroso enemigo de Roma.

El Evangelio de Marcos, más que cualquier otro libro del Nuevo Testamento, ofrece un vivísimo relato de estos altercados. Las preguntas de los inquisidores tienden a concentrarse en el intento de demostrar que Jesús era posiblemente un hereje que desafiaba a la Ley que obligaba a todos los judíos. Aunque los fariseos y los saduceos solían tener de vez en cuando mutuas diferencias, siempre se mantuvieron de acuerdo acerca de la fundamental importancia del Templo, y eran unánimes con respecto a la obligación de observar estrictamente la Ley que les habían legado sus antepasados.

En su opinión, Jesús no era más que un blasfemo de la Ley, como había demostrado durante la fiesta de los Tabernáculos, cuando desdeñó el inviolable descanso sabático por dedicarse a atender a los enfermos y tullidos junto a la Piscina de Betsaida.

Se reúnen junto a él los fariseos, así como algunos escribas venidos de Jerusalén. Y al ver que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir, no lavadas (es que los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos... y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de vasos, jarros y bandejas), por ello los fariseos y los escribas le preguntaron: «¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?» (Mc. 7, 1-5).

Atravesaba en sábado unos sembrados; sus discípulos arrancaban espigas y, desgranándolas con las manos, las comían. Algunos de los fariseos dijeron: «¿Por qué hacéis lo que no está permitido en sábado?» (Lc, 6, 1-2).

Estas espontáneas discusiones parecen haber sido referidas de un modo bastante accidental y, sin embargo, ilustran perfectamente la clase de interrogatorio a que los inquisidores de Jerusalén sometían constantemente a Jesús. Si nos sentimos inclinados a interpretar estos pasajes como simples discusiones fortuitas, se debe a que no somos capaces de captar el profundo respeto que los judíos de la época sentían por el Sábado y por la Ley. Incluso en nuestros días, a los turistas extranjeros que visitan Israel les está terminantemente prohibido ingerir bebidas alcohólicas en sus hoteles en día de sábado, y ha habido ocasiones en Jerusalén en que los turistas extranjeros se han visto apedreados por conducir un automóvil en sábado. Esto puede ayudarnos a hacernos una más perfecta idea del enojado asombro de los fariseos y los escribas cuando, tras haber criticado apasionadamente las violaciones del descanso sabático por parte de Jesús, hubieron de escuchar de sus labios la siguiente respuesta: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc. 2, 27). No tenemos, pues, motivos para sorprendernos de que ellos se ofuscaran y «deliberaran entre sí qué harían con Jesús» (Lc. 6, 1 l).

Una vez detectada la sospecha de blasfemia por el procedimiento de enjuiciar las opiniones de Jesús con arreglo a la medida de sus propios valores, los inquisidores comenzaron a moverse y a propalar el rumor de que Jesús era un «bastardo» (en hebreo, mamzer) y un «bebedor y comilón»; cualquier cosa, con tal de menoscabar la elevada opinión que el pueblo tenía de él. Al fin y al cabo, por lo que se refiere a los descreídos, la Ley establecía que si alguien era sospechoso de apostasía, debía investigarse el origen del presunto culpable, porque los bastardos (producto de un matrimonio inválido o de unas relaciones ilícitas) eran sospechosos de tener tendencia a la traición y a blasfemar de Dios. Mientras una persona de origen dudoso viviera según la voluntad divina, no tenía por qué ser objeto de afrenta alguna; pero si se le ocurría apostatar, entonces debía exponerse sin piedad su origen ¡legítimo (Lev. 24, 10 ss.). Además, los epítetos despectivos como «glotón», «borracho», etc., implicaban también la insinuación de un nacimiento ilegítimo (Dt. 2 1, 20).

Con todo, la gente sencilla no prestaba atención a tales injurias, al menos de momento. En todos los lugares acudían en tropel, entusiasmados, a escuchar a Jesús, y los inquisidores se veían atenazados por el miedo a la reacción de la gente (Me. 12, 12).

Entonces se produjo un cambio de estrategia. Puesto que el populacho no podía reconocer en Jesús a un blasfemo contra la Ley, los inquisidores se propusieron el objetivo de intentar demostrar que Jesús era un sujeto peligroso que excitaba los sentimientos anti-romanos de la población que vivía en torno al lago de Galilea; y sobre esta base podrían proceder a presentar una denuncia contra él ante el gobernador Pilato, o ante el rey Herodes Antipas. Juan el Bautista, que se había visto enredado en una parecida estratagema, había sido arrestado y se le había impuesto el consiguiente castigo. Los inquisidores trataban de tender a Jesús una trampa semejante. Poniendo especial cuidado en adoptar un aire de modestia, con objeto de impresionar a la multitud, le hicieron otra pregunta: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios con franqueza, y que no te importa de nadie, porque no miras la condición de las personas ... »

Se produjo un repentino silencio entre la multitud y, cuando todos habían aguzado sus oídos, escucharon la brusca pregunta: «¿Es lícito pagar tributo al César o no?»

Si Jesús decía que había que pagar tributo al emperador romano, los nacionalistas presentes entre la multitud quedarían decepcionados. Y si decía que no había que pagar el tributo, sus enemigos podrían interpretar su declaración como un acto de agitación demagógica. Atrapado en esta sutil trampa, ¿qué podía responder Jesús?

La multitud esperaba, manteniendo la respiración. Jesús pidió que le fuera mostrada una moneda de plata, y preguntó que a quién pertenecía el busto que en ella estaba grabado. Al decirle que se trataba del emperador de Roma, del César, Jesús prosiguió diciendo: «Pues lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios» (Mt. 22, 15 ss.). Los inquisidores no encontraron palabras con que responderle. No podían hallar una prueba sólida que le hiciera sospechoso de ser un agitador antiromano y, por otra parte, no conseguían imbuir en la mente del pueblo una imagen de Jesús como hereje religioso. En consecuencia, se vieron obligados a marcharse cabizbajos.

Jesús estaba solo. Lo que le angustiaba no era la tenaz persecución de parte de los inquisidores. Las trivialidades no le inquietaban. La causa de su tristeza había que buscarla en todas las ciudades que rodeaban el lago (el único mundo que él conocía por entonces), donde se derramaban demasiadas lágrimas. A partir de las narraciones evangélicas sobre su ministerio en Galilea, entramos en contacto con los enfermos y los lisiados que en ellas aparecen.

Conocemos a una madre que ha perdido a su hijo, o a un padre al que se le muere su hijita. Conocemos también a los odiados recaudadores de impuestos y a las prostitutas, cuando entran en escena. Pero esa triste situación no se reduce a aquellos individuos que son expresamente mencionados, sino que, en el trasfondo, percibimos la doliente presencia de un inmenso número de seres desdichados que los evangelistas no describen con tanto detalle.

Jesús iba andando de una ciudad a otra, cuando no se trasladaba en barca de una a otra orilla del lago. Había pasado el invierno y una vez más se percibía la llegada de la primavera. El lago estaba en calma bajo el sol, y a lo largo de sus costas florecían por doquier las rojas anémonas. A lo lejos, sobre el horizonte, se destacaba el Monte Hermón, con su nevada cumbre. ¡Primavera de Galilea! ¿Dónde hallar una naturaleza más apacible? Aquello no era sino un deslumbrador trasunto de la imagen del amor de Dios y del Dios del amor que Jesús llevaba en su corazón. Y sin embargo, resultaba extremadamente desgarrador el verse obligado a asistir a la cruel realidad de la vida humana en el interior de aquellas ciudades y aldeas. ¿Qué hacer para poder reconciliar el sufrimiento de la existencia humana con la existencia del Dios del amor?

Una ojeada a las «narraciones de milagros» nos ayudará a entender hasta qué punto se esforzó Jesús, junto con sus discípulos, por tratar de aliviar las penalidades de aquellos desgraciados seres. Incluso se atrevió a acudir a los lugares donde vivían juntos los odiados y marginados leprosos. Los enfermos de malaria inspiraban verdadero terror a quienes les consideraban «poseídos por los demonios», pero no existe la menor duda de que los pasos de Jesús se movían en dirección a las covachas en que aquellos enfermos se veían obligados a permanecer, lejos de las ciudades. Jesús no podía creer que el Dios del amor hubiera abandonado a aquellos seres que ya habían sido abandonados por los demás. Algunos de los lugares en que vivían aislados aquellos enfermos no distaban demasiado de la higiénica ciudad ribereña de Tiberíades. Pero a Jesús nunca se le pasó por la mente la idea de entrar en dicha ciudad. No sentía ningún interés por sus satisfechos moradores, tan santurrones y tan ricos. El interés de Jesús se orientaba, más bien, hacia los que vertían lágrimas a causa de la cruel realidad de la vida: los enfermos y los lisiados que salían arrastrándose de las innumerables cuevas alejadas de las ciudades y aldeas azotadas por la pobreza.

Y el corazón le dolía al verlos. Como la sangre que mana de una profunda herida, así fluía su amor y su compasión. Nosotros mismos, por propia experiencia, sabemos cómo nos atraen las personas amables y hermosas, y con qué facilidad cerramos los ojos ante esas otras personas sucias y feas. A Jesús le ocurría lo contrario: sentía predilección por los leprosos y las prostitutas, a quienes los demás despreciaban. Piénsese en los desdichados individuos que aparecen en las narraciones de los milagros. El peso del dolor de todos ellos gravita sobre las reducidas espaldas de Jesús. Y tal vez, ya entonces, surgiera de su interior la profunda queja: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?»

En más de una ocasión debió de aflorar a sus labios, en nombre de aquellos infortunados seres de Galilea, este lamento del libro de los Salmos que más tarde pronunciaría desde el propio cadalso de la cruz.

Pero los espías de Jerusalén no se daban en absoluto por vencidos. Ellos sabían perfectamente cuán voluble es la opinión pública. Poco a poco llegaría el momento en que las masas sentarían la cabeza. El momento en que se desvaneciera la ilusión y se enfriara el apasionamiento. Lo que había sucedido era bien simple: el pueblo sencillo de Galilea había depositado sus sueños y esperanzas en la persona de Jesús. Pero la disparidad existente entre el Jesús real y el Jesús de sus sueños no tardaría en manifestarse. El tiempo estaba de parte de los espías, que podían permitirse tener paciencia.

Al principio, las gentes del lago habían visto en Jesús a un sucesor de Juan el Bautista. Habían proyectado sobre Jesús, el discípulo favorito de Juan, el respeto y el apoyó que anteriormente habían tributado a la persona del profeta, trágicamente muerto en la fortaleza de Maqueronte. Pero cuando se percataron de que Jesús no proseguía la práctica de bautizar a la manera de Juan, las expectativas que les inspiraba Jesús cambiaron de dirección. Se habían oído ciertas especulaciones en el sentido de que Jesús, con el oportuno apoyo popular, podría ser precisamente el hombre indicado para intentar algo grande. En la mente del pueblo permanecía indeleble el recuerdo de la revuelta que había estallado, treinta años atrás, en la ciudad galilea de Gamala, donde un hombre llamado Judas había conseguido reclutar una banda de gentes incondicionales con las que llegó a apoderarse de Séforis, un arsenal romano a tres kilómetros al norte de Nazaret, en su primera acción encaminada a devolver su orgullo al país conquistado de los judíos. Sin embargo, gracias al general romano Varo, no tardó en presentarse a los insurgentes la oportunidad de escoger entre una muerte heroica y una rendición humillante. El espíritu de héroes que les animaba pasó, por consiguiente, a constituir la herencia de una fraternidad secreta denominada los «Zelotes». Y fue la región de Galilea el lugar de nacimiento del partido Zelote. No hay error en lo que Fosdick escribió en su libro El hombre de Nazaret: «Parece evidente que algunos de ellos (los Zelotes) pensaron que Jesús podría llegar a ser el líder de su resistencia armada contra Roma. Precisamente esto constituía su principal necesidad: encontrar a una personalidad capaz de provocar el entusiasmo y hacer que el descontento general desembocara en una insurrección declarada y definitivas».

Las personas como los Zelotes, y otros elementos que propugnaban una revuelta de Galilea, tenían al menos motivos para pensar que la enorme popularidad de Jesús podía ser usada ventajosamente para su causa.

Jesús sabía perfectamente que había quienes alimentaban estas esperanzas entre las multitudes que le rodeaban; pero no sólo entre esas multitudes, sino que incluso dentro del reducido círculo de sus discípulos, se encontraba Simón, el cual había estado anteriormente vinculado a los Zelotes. Y también estaba Pedro. Y Judas. Y el propio Jesús sabía qué ideas rondaban la mente de aquellos hombres mientras oían hablar a su maestro.

Pero Jesús tenía decidida la actitud que debía adoptar frente a aquellos discípulos. Como galileo, también él era sensible a la firme resolución de aquellos patriotas. Era plenamente consciente de las ansias y del tormento que padecían los judíos, tanto tiempo oprimidos por la tiranía de unos invasores extranjeros. Únicamente discrepaba con ellos acerca del modo de satisfacer aquellas tremendas ansias. Se lo diría más tarde: «Todos los que empuñan la espada, a espada perecerán» (Mt. 26, 52). Y en otra ocasión dejaría caer tranquilamente aquellas palabras: «Mi reino no es de este mundo» (Jn. 18, 36). Pero todo esto vendría más tarde. De momento, en aquella primavera de Galilea, se contentó con pronunciar moderadas frases de advertencia:

Vuestro Padre celestial hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos (Mt. 5, 45).

Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan (Le. 6, 27 s.).

Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces (Mt. 7, 18).

No sabemos cómo acogió la multitud que le rodeaba estas palabras de Jesús. Lo más probable es que aquella muchedumbre fuera incapaz de captar el significado de lo que Jesús decía. Ni siquiera sus discípulos más íntimos podrían desentrañar su verdadera intención.

Se acercaba la fiesta de la Pascua del año 31. Tradicionalmente se creía que el Salvador mesiánico de los judíos haría su aparición durante el tiempo de Pascua. Las cadenas romanas que sujetaban a los judíos se habían estrechado aún más desde la Pascua del año anterior, produciendo el efecto no deseado de incitar cada vez más el patriotismo judío a medida que se aproximaba la Pascua siguiente. Justamente en esta coyuntura se produjo en Jerusalén un nuevo incidente: el gobernador Pilato hacía aplicar la pena de muerte a un cierto número de galileos (Lc. 13, 1); y, por si esto fuera poco, sucedió que la torre de Siloé se derrumbó accidentalmente, causando dieciocho víctimas. En la agitada atmósfera creada por estos desastres, el pueblo estaba aguardando que sucediera algo aún más grave. Y poco a poco, junto a las orillas del lago de Galilea, la gente empezó a ver en Jesús al que podía hacer que ocurriera algo realmente grande. De entre las multitudes se elevaban ciertas voces que sugerían que el Mesías tanto tiempo esperado era el mismo Jesús.

El clímax del ministerio de Jesús en Galilea resultó ser un acontecimiento ocurrido cuando «estaba próxima la Pascua, fiesta de los judíos» (Jn. 6, 4): la gente, viendo que Jesús se dirigía hacia las montañas, se congregó en torno a él en gran número (Jn. 6, 2 s.).

Aquella tarde Jesús habló de muchas cosas, y cuando el sol comenzaba a tocar el horizonte, la multitud seguía sin dar señales de querer dispersarse. Después de que Jesús oyó a sus discípulos que no disponían más que de dos peces y cinco hogazas de pan que habían preparado para sí mismos, hizo que la multitud se repartiese en grupos más pequeños y se sentase cómodamente sobre la hierba fresca; después relata el Evangelio cómo Jesús realizó el prodigio de dar de comer a todos los presentes, multiplicando los cinco panes y los dos peces en más de cinco mil raciones.

Los Evangelios recogen gran número de milagros realizados por Jesús, pero el único que relatan los cuatro evangelistas es éste de la multiplicación de los panes y los peces. Muchos exegetas relacionan esta narración del milagro con el Libro II de los Reyes (4, 42 ss.), donde se nos cuenta cómo el profeta Eliseo multiplica veinte panecillos de cebada para dar de comer a cien personas; lo que dichos exegetas tratan de indicar es que el relato veterotestamentario sirvió de base para la narración evangélica.

Pero lo que a mí me interesa especialmente es un aspecto reseñado en el Evangelio de Juan: el que los acontecimientos tuvieran lugar en una fecha próxima a la Pascua, que era la fiesta por excelencia que nutría el sentimiento nacionalista de los judíos. El episodio se produjo precisamente en el momento en que la enorme popularidad de Jesús coincidía con una tremenda intensificación del ansia popular por la llegada del Mesías, por la venida del Salvador que arrojaría al enemigo invasor y restauraría el Reino de Judá. El número de cinco mil personas tal vez sea exageración del evangelista, pero no hay duda de que la gente que rodeaba a Jesús constituía una gran multitud. Al final del relato joánico de los acontecimientos de aquel día, el autor consigna sin dejar lugar a dudas un asombroso hecho que los demás evangelistas pasan por alto, a saber, que «dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo» (Jn. 6, 15).

Aquella multitud hambrienta de cinco mil personas carente de provisiones simboliza a la totalidad de la nación judía, y la acción de Jesús de compartir su propio sustento con todos y cada uno de ellos, como corresponde al amor, constituye el aspecto esencial de esta narración del milagro que, por otra parte, es análogo a la acción que realiza Jesús en el transcurso de la Ultima Cena; sólo que en el trasfondo de la narración del milagro subyace el hecho histórico de que Jesús rechazó terminantemente el papel de «Mesías terreno» que quería atribuirle la multitud.

Si tenemos claramente presente este aspecto mientras leemos cuidadosamente otro episodio acaecido en las cercanías del lago de Galilea, el famoso Sermón del Monte, no podremos dejar de percibir una singular relación entre ambos. Todos los Evangelios emplean una parecida fórmula introductoria para crear el ambiente del milagro de los panes y los peces y del Sermón del Monte. Aunque Mateo dice que este último tuvo lugar literalmente «en un monte», y que el milagro de la multiplicación de los panes y los peces acaeció «en un lugar solitario», sin embargo, ambas expresiones tomadas en conjunto pueden interpretarse en el sentido de que los dos episodios ocurrieron lejos de cualquier lugar habitado. Además, ambos acontecimientos se produjeron en presencia de los discípulos y de una gran multitud. Apenas podremos dejar de concluir que los dos relatos se refieren a acontecimientos acaecidos en un mismo y único día. Y habremos de pensar, además, que ambas narraciones están mutuamente relacionadas.

Confrontando los dos relatos, uno con otro, vemos que la acción se desarrolla del siguiente modo: Una tarde, cerca ya del día de la Pascua, una enorme multitud que se había congregado en un monte pide a gritos a Jesús, de manera unánime, que allí mismo, y en aquel momento, se ponga al frente de ellos y encabece la reconquista del Reino de Judá. Y también a voz en grito le prometen que habrán de seguirle si acepta ser su caudillo. Ante la inminencia de la Pascua, la multitud se sentía ya presa del espíritu nacionalista con que se celebraba aquella fiesta. Los Evangelios no refieren explícitamente ningún detalle que refleje el ávido apasionamiento de la multitud, pero las palabras de Jesús en Jn. 18, 36 revelan con toda claridad que dicha excitación era perfectamente palpable: «Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido ... »

La multitud esperaba la respuesta de Jesús. Sus discípulos se sentaron junto a él y, sin duda alguna, los espías de la inquisición se habían mezclado discretamente entre el pueblo. Tanto unos como otros aguardaban anhelantes las palabras de Jesús.

Pero Jesús no respondió. Posiblemente aprovechó la ocasión para citar algunas palabras del capítulo 61 de Isaías: « ... me ha ungido Yahvéh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado a vendar los corazones rotos» (ls. 61, l).

Después la gente sintió cómo la voz de Jesús fluía en alas del viento:

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. 

Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Su voz se difundía sobre las suaves colinas de Galilea donde pastaban los rebaños, atravesaba las arboledas que se reflejaban en la superficie del lago y se alejaba por encima de las rojas anémonas que festoneaban la costa. El lago se hallaba en calma bajo el ciclo soleado, y las pequeñas barquichuelas se mecían en la distancia.

Una fuerte conmoción sacudió a la multitud. Nunca habían imaginado que Jesús iba a responder a sus declaradas expectativas con unas palabras tan sorprendentes. Es cierto que el judaísmo rabínico en el que habían sido formados no ignoraba en absoluto la idea del amor, pero también es cierto que los rabinos no les habían inculcado ese ideal del amor como el valor por excelencia capaz de encender su fervor religioso. A nadie se le había ocurrido exaltar de aquel modo el valor de la pobreza de espíritu, de la mansedumbre, del sufrimiento y de la pureza de corazón. ¿Qué demonios intentaba decir Jesús con aquellas palabras?

Y Jesús prosiguió:

Pero yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os maltraten. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica» (Lc. 6, 27-29).

Ni los doctores de la ley ni los sacerdotes les habían jamás instruido, ni de lejos, en esta clase de amor. Ninguno de los profetas, incluido Juan el Bautista, había pronunciado jamás un discurso sobre el amor que pudiera equipararse con el pronunciado por Jesús. El principio del amor que Jesús enunciaba estaba en abierta oposición con todos los comentarios casuísticos referidos a la letra de la Ley. La doctrina de Jesús exigía de los hombres y mujeres un imposible grado de sinceridad de corazón y de espíritu, de pureza, de honradez y de abnegación:

Da a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y lo que queráis que los hombres os hagan, hacédselo vosotros igualmente. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? ... Haced el bien ... y seréis hijos del Altísimo (Lc 6, 30 ss.).

Espíritu de perdón... espíritu de sacrificio ... ; esta doctrina contrastaba totalmente con las máximas de prudencia acerca del éxito en la vida que siempre habían leído en los libros sapienciales o escuchado de boca de los fariseos. Era una invitación a amar que tal vez superaba las posibilidades de los simples seres humanos.

Aquello dejó estupefacta a la multitud. Acababan de escuchar de labios de Jesús una respuesta inequívoca: su negativa categórica. No esperaban tal clase de respuesta a su clamor nacionalista. Se quedaron sentados, llenos de desilusión. Sencillamente, no había manera de conciliar la imagen de Jesús que se habían forjado en sus sueños con la realidad de aquel Jesús que les había comunicado su propio y personal programa. Jesús había rechazado el requerimiento del pueblo con unas palabras que, a partir de entonces, se harían célebres.

La gente se puso en pie y comenzó a descender de la montaña. Algunos de los asistentes, con la amargura de su decepción, se alejaban vomitando frases insultantes. Otros iban gritando su rabia. Los únicos que daban alguna muestra de estar satisfechos eran los espías de Jerusalén. La rueda se había puesto en pleno movimiento, tal como ellos esperaban que ocurriría, y aquel día significaba el principio del fin: la decepción del pueblo con respecto a Jesús sólo podía desembocar en un marcado alejamiento de él.