Capítulo 2

JUNTO AL MAR MUERTO

 

En nuestros días pueden contemplarse los campos cultivados y las huertas de los kibbutzim que ocupan el territorio cercano al río Jordán, por el que Jesús, el carpintero de Nazaret, transitó solitario en el mes de enero del año 28, resuelto a escuchar la predicación de Juan el Bautista. Sin embargo, aún hoy día, allí donde, de pronto, acaba la tierra cultivada, se entra en una región inhóspito y misteriosa. A medida que el automóvil avanza, inmerso en aquella cegadora claridad, lo único que descubre la mirada es una interminable serie de colinas hemisféricas, una inmensa extensión de tierra áspera y reseca. Este árido valle del Jordán se prolonga hasta llegar a Jericó, una de las más antiguas ciudades del mundo. Jericó es un oasis de manantiales y palmeras en medio del calcinado desierto de Judea, que no es más que una enorme zona de pedregosas montañas de color ocre, sin un solo árbol, ni la más mínima brizna de hierba.

Por ese solitario valle avanzaba hacia el Sur la solitaria figura de Jesús, el carpintero. Caminaba totalmente solo. Sabía perfectamente cómo era el desierto de Judea en el que había decidido vivir. Aquel lugar podía ser perfectamente considerado como el fin del mundo. Las desnudas montañas se perfilaban sobre el horizonte como otras tantas enormes calaveras erosionadas por la herrumbre. El desierto se extendía hasta el Mar Muerto sin la más mínima presencia de vida, a no ser los escasos arbustos o espinos diseminados aquí y allá. El mismo Mar Muerto, en el que no vive un solo pez, yace envuelto en un silencio eterno, mientras su superficie sin vida refleja la imagen de las desnudas montañas de Nioab, entre las cuales la acción de los elementos ha ido moldeando aquellos escarpados riscos que se alzan sobre los secos torrentes conocidos como «wadi».

Un espantoso calor hace insoportable el lugar en verano. Por la noche el silencio lo invade todo, y ninguna criatura da señales de vida mientras los riscos y los desfiladeros yacen inmersos en aquella oscuridad impenetrable.

Para los judíos, este desierto de Judea era un espantoso y terrorífico lugar, pero era también un lugar apropiado para pensar en Dios, un lugar para la soledad y la meditación. Además, el desierto servía de escondrijo a los forajidos y, con el tiempo, se convirtió en reducto militar para los revolucionarios. Los leales miembros de la secta de los Esenios levantaron allí un monasterio en el que, durante muchos años, practicaron su rigurosa vida ascética, lejos de la opresión del «establishment» religioso que tenía a su cargo el Templo de Jerusalén. Algunos años después de la muerte de Jesús, cuando la nación judía se rebeló contra el yugo romano, este desierto se convirtió en el último bastión militar de la nación. Además, de acuerdo con ciertos pasajes proféticos de la Biblia, imperaba la idea de que habría de llegar un día en el que de aquel mismo desierto surgiría un profeta que diese la voz de alerta a la nación.

Es de suponer que, después de tres días de marcha, llegaría Jesús a la ciudad de Jericó (tal vez el lugar más bajo sobre la faz de la tierra, con sus 256 metros bajo el nivel del mar), la ciudad a la que, hace 3.200 años, llegaron los judíos en su búsqueda del país de Canaán, tras su éxodo de Egipto. Según el libro de Josué, los judíos atacaron la ciudad y exterminaron brutalmente a sus habitantes, pasando a todos por las armas sin distinción entre jóvenes y viejos, hombres y mujeres. Después los judíos reconstruyeron la ciudad y se establecieron en ella, porque el lugar poseía manantiales y palmeras, en contraste con el inhóspito desierto de Judea que acababan de dejar a sus espaldas.

Lo más probable es que Jesús entrara en Jericó, desde donde pudo ver con sus propios ojos la inmensa muchedumbre que, no muy lejos de la ciudad, se agolpaba a las orillas del Jordán, donde todos esperaban ser bautizados por el profeta, y adonde el mismo Jesús acabaría acudiendo para contemplar la austera figura de Juan y escuchar sus palabras. Después, también Jesús sería bautizado de manos de profeta.

Este rito especial llamado bautismo no era un rito preestablecido en lo que podríamos considerar como la corriente principal del judaísmo (al menos, no entre los saduceos, que procedían de la clase social de la nobleza sacerdotal, ni entre los fariseos, cuyas raíces eran bastante más plebeyas). Los únicos que realmente practicaban el bautismo, sobre todo como su propia y peculiar forma de iniciación, eran los seguidores de la secta de los Esenios, aquel grupo que llevaba una vida eremítica allí mismo, en el desierto de Judea, después de haber sido ahuyentado y marginado por las sectas dominantes.

Pero ¿quiénes eran exactamente los Esenios? El Nuevo Testamento no hace mención alguna de este sector del judaísmo. Como ya he dicho, los Esenios eran un grupo exclusivista, opuesto a los saduceos y fariseos, sectas estas últimas que, a su vez, se dedicaban por completo a proteger sus propios intereses creados, tanto en el Templo como en una asamblea deliberativa de gobierno llamada Sanedrín. Los Esenios, marginados por el «establishment», proseguían allí su vida de oración y severa mortificación, en aquel último rincón de la tierra, a orillas del Mar Muerto, donde aguardaban ansiosos la venida de su Mesías Salvador.

Por la razón que sea, el Nuevo Testamento no dedica una sola línea a la secta de los Esenios; pero gracias a Josefo, el historiador judío de la época romana, todas las generaciones subsiguientes tuvieron conocimiento de su existencia.

En la costa occidental del Mar Muerto ... habita la secta de los Esenios. Debido a su forzosa marginación, son las personas más extrañas del mundo. No tienen mujeres, no poseen dinero, y su principal alimento son los dátiles.

El detallado conocimiento que actualmente poseemos de los Esenios se debe al fantástico descubrimiento de los Manuscritos del Mar Muerto, ocurrido en 1947. Aquel año, un joven pastor perteneciente a una tribu de beduinos de aquella zona, mientras buscaba una oveja que se había separado del rebaño, descubrió casualmente una cueva en uno de los roquedales del desierto de Judea, muy cerca del Mar Muerto. Por pura casualidad, el muchacho tropezó con unas cerámicas, en cuyo interior descubrió una serie de manuscritos realizados por los Esenios. En las excavaciones arqueológicas que se hicieron a continuación, se descubrieron muy cerca de allí las ruinas de un «monasterio» o centro comunitario. El lugar se conoce actualmente como Monasterio de Qumran. De aquellos descubrimientos procede todo cuanto ahora sabemos acerca de la secta de los Esenios, de su modo de vida, de su estructura organizativa, y de las enseñanzas religiosas que se impartían en la comunidad de Qumran.

Los investigadores comenzaron en seguida a especular acerca de la posible conexión entre los Esenios y la comunidad religiosa de Juan, el hombre de cuyas manos había recibido Jesús el bautismo. Los expertos pusieron de manifiesto una serie de puntos que, según ellos, eran comunes a Juan el Bautista y a la comunidad esenia de Qumran: el mismo campo geográfico de actividad, el mismo misticismo del desierto, el mismo ascetismo, las mismas predicciones acerca del juicio de Dios, y especialmente (y por pura conjetura) la hipótesis de que Juan hubiera tomado de los Esenios la práctica del rito del bautismo, dado que la comunidad de Qumran hacía uso del bautismo como rito de iniciación. Naturalmente, tal vez sea excesivo deducir de estas consideraciones que Juan el Bautista fuera, con toda seguridad, miembro de la secta de los Esenios. Sin embargo, no puede negarse la presencia de un fuerte componente esenio en el carácter de Juan.

Posteriormente, los expertos establecieron la hipótesis de una conexión entre los Esenios y el mismo Jesús. Entre los Manuscritos del Mar Muerto hay una serie de textos relativos a la figura de un dirigente de la comunidad de Qumran conocido como el Maestro de Justicia. Dicho Maestro de Justicia había sido a la vez fundador y jefe de la comunidad, y fue perseguido y condenado a muerte por las autoridades religiosas judías. A su perseguidor más caracterizado se le designa con el nombre de León de la Ira, y los manuscritos siguen después relatando cómo el Maestro de Justicia fue condenado a morir en la cruz por aquel sacerdote conocido como el León de la Ira. Todo ello, como se ve, trae a la memoria la figura de Jesús. Incluso se afirma que los seguidores de Qumran desarrollaron la idea de que su fundador (otra coincidencia con Jesús) habría resucitado de entre los muertos. (De hecho, hay expertos que niegan esta teoría de la ejecución del fundador y su posterior resurrección). Sin embargo, dado el sorprendente paralelismo entre ambas historias, algunos estudiosos del tema, como Dupont-Sommer, no dudan en atreverse a proclamar que el Maestro de Justicia y Cristo son una sola y misma persona.

Pero existen otros puntos de semejanza entre esta concreta comunidad religiosa y la primitiva comunidad cristiana. En primer lugar, la comunidad de Qumran se refería a sí misma como «los pobres», y también como «la Nueva Alianza», denominaciones idénticas a las que empleaba la primera comunidad cristiana para referirse a sí misma. En segundo lugar, ambas comunidades se asemejaban por el hecho de haber promulgado un sistema de vida común en el que los miembros entregaban todo cuanto poseían al grupo como tal. Sin embargo, en la comunidad de Qumran la propiedad común de todo tipo de bienes era obligatoria, mientras que en la primitiva iglesia cristiana la donación era siempre de carácter puramente voluntario. En tercer lugar, ambos grupos hicieron del bautismo el distintivo de pertenencia de sus miembros, aunque el bautismo de la comunidad de Qumran habría que entenderlo como una simple ablución-ritual sin ningún significado esencial del nacimiento a una nueva vida, que es precisamente lo que significa el bautismo en el cristianismo. En otras palabras, la costumbre esenia de la repetición anual del bautismo es contraria a la práctica cristiana de recibir el bautismo una sola vez para toda la vida. (Hemos de añadir que también hay algunos expertos que defienden la teoría de que Jesús y sus discípulos celebraban la Pascua y otras festividades religiosas según el calendario seguido por la comunidad de Qumran).

Naturalmente, hoy día no compartimos las especulaciones de quienes se han atrevido a identificar a Jesús con el jefe de la comunidad de Qumran (el Maestro de Justicia), ni tampoco afirmamos que el grupo de Jesús pueda, en modo alguno, ser identificado con dicha comunidad. Sin embargo, no deja de ser lógico que, al leer ahora la traducción de los Manuscritos del Mar Muerto, surjan espontáneamente las siguientes preguntas: ¿Tuvo Jesús, en la época de la que estamos hablando, algún contacto directo de cualquier tipo con la comunidad de Qumran que habitaba en el desierto de Judea? Y, en el supuesto de que hubiera tenido algún contacto personal con los Esenios, ¿por qué la Biblia evita mencionarlo en absoluto?

Sea como sea, ¿encontró Jesús, en su andadura por el desierto, algo capaz de aliviar la sequedad de corazón y saciar la inanición espiritual que le atormentaban en Nazaret? Según podemos deducir de los Evangelios, en febrero del año 28 Jesús fue bautizado por Juan en el río Jordán. Pero el bautismo practicado por los seguidores de Juan no era un mero rito externo de iniciación en una comunidad, al estilo del que se practicaba en Qumran. El bautismo de Juan era un acto de penitencia que simbolizaba la purificación del alma, en conformidad con las palabras del libro veterotestamentario de Ezequiel: «Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras manchas y de todos vuestros ídolos os purificaré».

Una vez recibido el bautismo, Jesús siguió durante algún tiempo viviendo con el grupo del Bautista, como hacían otros muchos.

Ni una sola vez pretendió el profeta Juan ser el Salvador, el Mesías que algunas personas pensaban que era. Juan siempre afirmó: «Yo no soy el Mesías... Yo soy 'voz que clama en el desierto: rectificad el camino del Señor', como dijo el profeta lsaías... Pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de la sandalia» (Jn. 1, 20-27). A lo largo de todo el período veterotestamentario, el pueblo había seguido fiel a la leyenda de que, antes de que apareciera el Mesías, habría de llegar un precursor. Sin duda alguna, Juan había escogido este papel de precursor.

Durante el resto de su vida, Jesús conservó un sentimiento de cariñoso respeto por aquel fogoso profeta que se cubría con una piel de camello. La Vie de Jésus de Renan es un libro que está hoy superado, pero Renan tenía razón al afirmar que «Jesús, a pesar de su profunda originalidad, se sometió a las enseñanzas de Juan, al menos durante algunas semanas». Mientras Jesús permaneció en aquel grupo, apenas si trató de hacerse valer o darse a conocer, pues estaba contento con pasar inadvertido a la sombra del profeta. Más adelante emplearía determinadas formas de expresión literalmente tomadas de Juan, como puede comprobarse si se compara Mt. 3, 7 con Mt. 12, 34 y 23, 33. Tal vez esto podría bastar para explicar por qué algunos discípulos de Juan, una vez que Jesús comenzó su propia actividad de predicación, parecieron considerar al nuevo movimiento como una simple facción del suyo propio. Conscientes de que Jesús había sido el discípulo favorito de su maestro, durante mucho tiempo le consideraron como uno de los suyos. Con el tiempo, sin embargo, esta actitud abocó a un cierto clima de discordia entre ellos y el grupo que se formó en torno a Jesús.

Mientras Jesús permaneció en el grupo de Juan el Bautista, apenas si llamó la atención. Pero su falta de protagonismo no significa que estuviera de acuerdo con todos y cada uno de los aspectos de la comunidad de Juan. En mi opinión, la sombra de tristeza que aparecía en su mirada no se desvaneció durante el tiempo que permaneció dócilmente entre los discípulos de Juan.

Sin embargo, Jesús compartía totalmente las invectivas de Juan el Bautista contra las autoridades religiosas judías, los saduceos y fariseos que, en la ciudad santa de Jerusalén, controlaban el Templo y el Sanedrín. Los saduceos, pertenecientes a la aristocracia sacerdotal, explotaban abiertamente los privilegios inherentes a la administración del Templo, y habían perdido todo contacto con el pueblo sencillo por su obstinado apego al ejercicio de unas funciones religiosas que sólo les correspondían por razones hereditarias. Por aquel entonces, si conservaban su privilegiada posición, se debía únicamente a que habían llegado a un compromiso con el gobernador romano de Judea.

Los fariseos, por el contrario, se hallaban en una relación mucho más estrecha con el pueblo sencillo, aunque tenían una fuerte tendencia a enredarse en una estéril casuística tocante a la interpretación de la Toráh.

No es de extrañar que la voz de Juan el Bautista, en su denuncia de la clase dirigente judía, bastara para ganarse las simpatías de Jesús, que no en vano había crecido en Galilea. Pero la imagen del Dios de Juan era una imagen paterna, aunque era también la imagen de la ira, el juicio y el castigo. Era la imagen de la deidad inexorable e hipercrítica que aparece en muchas ocasiones en el Antiguo Testamento: una deidad capaz de destruir ciudades enteras por su desobediencia, o de encolerizarse terriblemente por los pecados de su pueblo, al igual que un padre despótico que castiga sin misericordia la perfidia de todos los seres humanos. Juan el Bautista, con su piel de camello ceñida por una corre-a de cuero, anticipaba la ira de ese Dios tan severo: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, dignos frutos de conversión» (Lc. 3, 7-8). Ese era el Dios del Antiguo Testamento, un Dios airado y castigador, contra el telón de fondo del fin del mundo y el juicio universal.

Pero ¿es ésta la verdadera imagen de Dios? Tal vez Jesús se hizo esta miseria pregunta mientras estuvo con el grupo de Juan el Bautista. Conocía por propia experiencia cómo era la vida de la gente sencilla en la pobreza y la sordidez de su pequeña ciudad de Nazaret. Había experimentado el acre olor del sudor que cuesta ganarse el pan de cada día. Era perfectamente consciente de la debilidad de los seres humanos atrapados en la Pesada rutina de la vida. Había visto con sus propios ojos el dolor de los enfermos y los tullidos. Y de algún modo intuía, al contrario que los; sacerdotes y los doctores de la Ley, que lo que aquel pueble) oprimido necesitaba era algo más reconfortante que un Dios de la ira, el juicio y el castigo.

Lo más probable es que su imagen de Dios no hubiera adquirido aún unos perfiles definidos. Pero durante las serenas noches en el del desierto de Judea, mientras contemplaba el esplendoroso firmamento estrellado, pudo sentir cómo, de lo más profundo de su espíritu, brotaba una imagen de Dios que difería notablemente de la imagen que presentaba Juan.

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.

Su corazón era como un seno materno en el que se estaba gestando una imagen de Dios mucho más semejante a la de una madre afectuosa; la imagen de Dios que más tarde habría de revelar al pueblo sobre una montaña cercana al lago de Galilea.

Pero, de momento, Jesús no dijo nada al respecto. Se limitó a guardar silencio y, siguiendo la costumbre de la comunidad de Juan, se retiró durante cuarenta días a las colinas próximas al río Jordán, donde se entregó a una vida de oración y ayuno. Y aquí es donde entra el relato neotestamentario que nos refiere cómo Jesús rechazó las tentaciones del maligno. «A continuación, el Espíritu le empujó al desierto, donde permaneció durante cuarenta días y fue tentado por Satanás ... » (Mc. 1, 12-13).

Hoy día puede verse un promontorio de formación caliza, llamado el Monte de la Cuarentena, que la tradición oral ha identificado como el lugar de las tentaciones. En palabras de Daniel-Rops, «El desierto de Judea es uno de los lugares más desolados del mundo, donde únicamente planean las águilas y se escucha el sarcástico aullido de las hienas. Un lugar desprovisto del menor rastro de vida humana, un desolador escenario en el que no hay nada que pueda causar deleite alguno al corazón».

Quienquiera que visite el lugar descubrirá inmediatamente el punto exacto al que nos referimos. Se encuentra a no mucha distancia del monasterio esenio de Qumran que ha sido excavado. El visitante, además, se sentirá fácilmente de acuerdo con las palabras del Padre Jean Daniélou: «Mateo escribe que Jesús fue impulsado por el Espíritu al desierto, con el fin de ser tentado. Pero hemos comprobado que la palabra 'desierto'... podría designar el lugar de retiro de los Esenios. Además, el punto exacto en que la tradición sitúa las tentaciones está en el mismo roquedal, ligeramente al norte de Qumran, donde fueron descubiertos los manuscritos».

Si la hipótesis de Daniélou es correcta, podemos determinar que el lugar del desierto en que Jesús llevó a cabo su voluntario retiro no es otro que el lugar en que se alzaba el monasterio esenio de Qumran. Entonces podemos seguir especulando en el sentido de que el relato bíblico de las tentaciones de Jesús se formó esencialmente a partir de algún hecho ocurrido en dicho monasterio de Qumran.

Repitamos que los autores bíblicos ni siquiera mencionan la existencia de los Esenios ni, por supuesto, la de la comunidad de Qumran. Esto podría deberse a que los autores de los Evangelios decidieran prudentemente omitir toda alusión al respecto porque, durante la guerra judía que estalló poco después de la muerte de Jesús, aquel mismo monasterio de Qumran se había utilizado como lugar de refugio por parte de los activistas anti-romanos pertenecientes al partido de los Zelotes. Recordemos también que la comunidad de Qumran, vinculada al movimiento esenio, era una sociedad secreta que había sido expulsada de la ciudad santa de Jerusalén y excluida de los cauces ortodoxos de la religión judía. Los esenios que vivían en aquel monasterio consideraban que los dirigentes de Jerusalén habían traicionado la verdadera esencia del judaísmo en virtud de su compromiso con Roma. Los miembros de la comunidad de Qumran se resignaban por entonces a permanecer ocultos, aunque todos ellos soñaban con el día en que, con la ayuda de Dios, habrían de regresar a Jerusalén, donde llevarían a cabo la restauración del verdadero judaísmo. Por todo ello habían alimentado unas esperanzas sumamente emotivas en su propio mesianismo.

Los Manuscritos del Mar Muerto, descubiertos en 1947, incluyen dos manuscritos conocidos como El Pergamino de la Guerra y El Pergamino de la Guerra de los Hijos de la Luz Contra los Hijos de las Tinieblas, en los que se pone de manifiesto cómo la secta aguardaba anhelante el día en que habrían de alcanzar por las armas su derecho a regir la nación judía, esperando después someter al mundo entero al judaísmo. Aunque los miembros de Qumran fueran personalmente pacifistas, aspiraban en el fondo, sin embargo, a poder hacer realidad un «reino de Dios» en la tierra.

Si hemos de basar nuestra opinión en lo que podemos leer en los Manuscritos del Mar Muerto, los Esenios se hallaban radicalmente opuestos al modo de pensar de Jesús. En primer lugar, el salvador mesiánico de la secta de Qumran había de ser un líder terreno; en segundo lugar, no pensaban en absoluto en la salvación de los pecadores, que es un aspecto central del pensamiento de Jesús; y en tercer lugar, si bien los manuscritos hablan efectivamente del amor fraternal a los otros miembros de la secta, no dicen una palabra del amor a quienes no forman parte de su minúsculo grupo, en abierto contraste con una idea que Jesús jamás dejó de inculcar.

Evidentemente, existen algunas coincidencias superficiales entre el sistema de pensamiento de los miembros del monasterio de Qumran y el de los miembros de la posterior Iglesia Cristiana primitiva. Pero ¿qué significa este mutuo desacuerdo en cosas tan esenciales?

Personalmente, pienso que, mientras Jesús hacía sus «ejercicios espirituales» en soledad, no muy lejos del monasterio de Qumran, los monjes debieron de ponerle en una situación de conflicto ideológico. Puede que hasta intentaran captarle para entrar a formar parte del grupo de Qumran. Tal vez aquel joven de mirada dolorida atrajera la atención personal del superior religioso y de sus principales colaboradores.

Si leemos el relato bíblico, la atención que el demonio proponía a Jesús en el desierto se reducía a lo siguiente: Busca la salvación terrena para el pueblo y, en recompensa, prometo darte todo el poder de la tierra. Lo cual, expresado con otras palabras, era precisamente lo que los Esenios del monasterio de Qumran buscaban para su propio futuro.

En aquel instante comenzó el antagonismo espiritual entre Jesús y la comunidad de Qumran. La imagen de Jesús negándose con gestos decididos a los halagos de la comunidad de Qumran, se trasluce expresivamente en la escena bíblica de las tentaciones del mismo Jesús por parte del diablo. Los dirigentes del monasterio le instaban: «Si eres el hijo de Dios ... » Y todo el pasaje nos revela cómo realmente creían que un reino terrenal («el pan») era mucho más práctico que hablar de cualquier otro tipo de salvación («las piedras»). Y entonces desvelarían para Jesús, por primera vez, su verdadero y último interés: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos». Este era el sueño que acariciaban en Qumran, el sueño de un poder y una gloria que les pertenecería cuando consiguieran arrebatar a los fariseos y saduceos el control del Templo de Jerusalén. Y estos fueron los halagos ante los que Jesús movió decididamente la cabeza en señal de negativa. Se dio cuenta de que era incapaz de coincidir con el modo de pensar de ellos.

Así fue la primera y difícil prueba de Jesús. Pero, gracias a esta experiencia, llegó paulatinamente a descubrir qué era lo que andaba buscando, y a hacerse, consiguientemente, más consciente de su propia identidad. Al rechazar aquello que se le ofrecía, caía en la cuenta de cuál era el camino que había de seguir.

Una vez concluidos los cuarenta días de oración y ayuno, y cuando partía del monasterio de Qumran para regresar a la ribera del Jordán y a su relación con el Bautista, el aspecto externo de Jesús apenas delataba señal alguna de cambio, pero en su interior se había producido una transformación definitiva.

Jesús había comprendido qué era lo que notaba en falta en el desierto de Judea y en los hombres que a dicho lugar acudían. El desierto de Judea no era sino una oscura tierra baldía cuya única vida la constituían los escasos arbustos y espinos diseminados aquí y allá; sus áridas colinas se destacaban en el horizonte como otras tantas calaveras humanas; la superficie del Mar Muerto se mantenía inmóvil. Lo que el desierto no daba a los hombres que en él vivían era la ternura. Lo que faltaba en el desierto era amor. Tanto el grupo de Qumran como el grupo de Juan predicaban el arrepentimiento y la ira de Dios, pero no decían una palabra acerca del amor. Contemplando el macabro Mar Muerto y el desierto de Judea, Jesús recordaba sin duda el encanto de la primavera de Galilea. Y recordaba también, con toda seguridad, las pésimas condiciones de vida de las gentes que en la misma Galilea había conocido. Y se preguntaba a sí mismo si Dios existía únicamente para enojarse y castigar a unos seres tan desdichados. ¿Acaso la misma naturaleza de Dios no consiste en derramar su amor sobre esas gentes tan dignas de compasión? El inhóspito Mar Muerto y las áridas montañas sólo podían ofrecer a la comunidad de Qumran y al grupo de Juan la imagen de una deidad ultrajada e inspiradora de temor. Pero Jesús adoptó el punto de vista contrario, reivindicando la imagen del Dios del amor, capaz de experimentar en sí mismo los padecimientos de la humanidad.

Sin embargo, Jesús por el momento no dijo a nadie una palabra acerca de lo que pensaba. Hay un texto del Evangelio de Juan que revela, mejor que cualquier otro texto de los Evangelios Sinópticos, el por qué de su actitud: «Jesús, por su parte, no se fiaba de ellos» (Jn. 2, 34), ni siquiera de los seguidores del Bautista.