Capítulo 1º

 

ADIOS A LA VIDA COTIDIANA DE NAZARET

 

Jamás hemos visto su rostro, ni escuchado su voz.

En realidad, no sabemos cuál era el aspecto de aquel hombre llamado Jesús, sobre el que me dispongo a hablar. Son innumerables los retratos de Jesús que han sido creados por una imaginación¡ basada en una fórmula convencional: sus largos cabellos sobre los hombros, su cuidada barba y su delgado rostro de salientes pómulos. Durante siglos, la mayoría de los artistas han seguido este modelo tradicional a la hora de hacer el retrato de Jesús, tratando cada cual de que los rasgos de su rostro reflejasen los ideales de la piedad característica del contexto histórico del propio artista.

Sin embargo, en los primeros tiempos de la Iglesia el rostro de Jesús nunca fue representado según este modelo. Los primeros cristianos experimentaban ciertas reservas para re- producir el rostro de las personas santas. En consecuencia, los artistas de la época no intentaron pintar el rostro de Jesús de un modo realista, sino que representaron al Señor por medio de símbolos: un pez o un cordero, una espiga de trigo o un zarcillo de vid. En la época de las catacumbas, se le da a Jesús el aspecto de un joven griego, con el rostro imberbe de un adolescente, totalmente distinto de la imagen moderna convencional. Tendrían que pasar unos cuantos años hasta que, en los albores del siglo Y, la influencia del arte bizantino determinara el modelo de rostro de Jesús que ha perdurado hasta nuestros días. Estudiando estos retratos, podemos descubrir cómo la humanidad, a lo largo de su dilatada historia espiritual, ha dado en imaginar, con el más alto grado de pureza y belleza, la fisonomía de la persona más santa que jamás haya existido.

De hecho, nadie ha visto el rostro y la figura de Jesús, a excepción de las personas que convivieron o se cruzaron con él a lo largo de su existencia. Ni siquiera el Nuevo Testamento, al relatar la vida de Jesús, nos da demasiadas pistas acerca de su apariencia externa. Sin embargo, cuando leemos los Evangelios podemos perfectamente hacernos una idea muy viva de Jesús, gracias a que las personas que realmente le conocieron ya no serían capaces de olvidarlo en los años de su vida.

Dado que el Nuevo Testamento apenas nos dice nada referente al rostro de Jesús, no nos queda más remedio que recurrir a nuestra propia imaginación. Según Stauffer, la religión judía de la época exigía que cualquier persona que predicara la palabra de Dios fuese «una persona de elevada estatura y de noble apariencia».El mismo Stauffer afirma que si alguien no cumplía estos requisitos, no era bien recibido y tenía que soportar duras críticas. Si Stauffer tiene razón -y, puesto que en ningún lugar del Evangelio se nos dice que Jesús haya sido rechazado por el pueblo a causa de su apariencia externa-, entonces lo más probable es que Jesús fuera un hombre con una estatura al menos normal para un judío de su época. Partiendo de este dato, podemos imaginario con un aspecto semejante al de otros judíos de la antigua Palestina: los negros cabellos peinados con raya al medio que le llegaban hasta los hombros, barba entera y poblado bigote; la misma barba y el mismo peinado que imponía la costumbre; y sus vestiduras, probablemente bastante deterioradas, como podemos deducir del Evangelio de Marcos, donde Jesús habría permitido a sus discípulos poseer las habituales sandalias, pero no dos túnicas. Esta es la figura externa de Jesús que podemos componer haciendo un esfuerzo de imaginación.

El nombre de Jesús -Yeshúa, en realidad- era un nombre bastante común que podía oírse en todas partes. Según el historiador judío Josefo, autor de las Antigüedades Judaicas, eran tantas las personas que tenían este nombre, que llegó a perder todo carácter distintivo. A lo largo del corto espacio de su vida, por lo tanto, Jesús no poseyó, ni en su nombre ni en su apariencia externa, nada que le diferenciara especialmente. Era una persona normal que, aparentemente, no se distinguía de la gran masa de seres humanos que tenían que sudar para ganarse la vida.

En una ocasión (Jn. 8, 57), le dicen los judíos a Jesús que «aún no ha cumplido los cincuenta años», cuando en realidad estaría rondando los treinta. Estas palabras se prestan a diversas interpretaciones, una de las cuales podría ser que Jesús aparentaba más edad de la que tenía. Tal vez esa prematura apariencia de madurez fuera el reflejo de algún innominado padecimiento que se transluciera siempre en su rostro, o quizá fuera que sus cansados ojos reflejaran alguna aflicción interior.

Esto supuesto, podemos preguntarnos: ¿Cuándo comenzó a cernerse en sus ojos ese extraño brillo? La vida de cada hombre o mujer que se cruzó en su camino acabó, en definitiva, por pesar sobre sus propios hombros. Pero ¿sucedía ya esto en los días en que desempeñaba su oficio de carpintero en la ciudad de Nazaret?

Nazaret de Galilea es la ciudad en la que creció Jesús. En la actualidad es un lugar invadido por la barahúnda de los turistas y por los mercachifles que viven de la venta callejera. La ciudad está rodeada de colinas cubiertas de olivos, cipreses y airosos pinos de pobladas copas, pero una detenida mirada al ajetreo de sus calles revela la existencia de una espantosa miseria presente en todas partes: niños descalzos que piden limosna, mendigos ciegos y tullidos, miserables tenduchos y sórdidas y pequeñas casas a ambos lados de las empinadas callejuelas llenas de basura. El Evangelio de Juan refiere el antiguo dicho de que «nada bueno puede salir de Nazaret» (Jn. 1, 46), y en tiempos de Jesús no era más que una atrasada población rural sin ningún interés especial para los judíos, y cuyo nivel de vida era aún más inferior que el actual. Las viviendas de la gente ordinaria tenían las paredes exteriores enjalbegadas, pero en su interior eran tan sombrías como un sótano y no poseían más que una sola ventana. Aún se conservan en Nazaret algunas casas parecidas a aquéllas, las cuales pueden ayudarnos a imaginar cómo era la casa en la que vivió Jesús.

Dado que José, su padre adoptivo, era carpintero, Jesús aprendió también el oficio. En aquellos tiempos, los judíos tenían la costumbre de llevar algún distintivo que indicara su oficio (un tintorera, por ejemplo, llevaría en su vestido un trozo de paño teñido; un escribano, por su parte, llevaría una pluma de ave). Así pues, lo más probable es que Jesús llevara en su persona un trozo de madera que indicara su condición de carpintero. Aunque empleamos la palabra «carpintero», en realidad su trabajo no consistía en levantar edificios o casas, por lo que sería más exacto designar a Jesús como ebanista. Además, como la mayoría de los carpinteros de Galilea eran trabajadores itinerantes, Jesús no trabajaría en un taller, sino que, más bien, andaría por todo Nazaret y sus alrededores, atendiendo a las peticiones que le hicieran. Cuando leemos en la Biblia las parábolas relatadas por Jesús, podemos deducir perfectamente que Jesús conocía la penuria y la dureza que supone ganarse la vida, y conocía también, por propia experiencia, el mal olor producido por el sudor de los hombres y mujeres que trabajan. Su parábola de la mujer que busca por toda la casa la dracma perdida pudo perfectamente basarse en algo que hubiera ocurrido en su propia familia. 0 la mujer de aquella otra parábola que puso levadura en tres medidas de harina, podría haber sido su misma madre, María.

Los Evangelios no dicen una sola palabra acerca de la muerte del padre adoptivo de Jesús; pero la tradición oral sostiene que José murió cuando Jesús tenía diecinueve años de edad. Partiendo del supuesto de que muriera mientras Jesús residía aún en Nazaret, hemos de concluir que Jesús asumió entonces la responsabilidad de mantener a su madre. No se sabe con ninguna certeza cuántos hijos más hubo en la familia. Ciertos expertos protestantes afirman, basándose en Mt. 13, 55 y Mc. 6, 3, que Jesús tuvo cuatro hermanos, llamados José, Santiago, Simón y Judas, además de varias hermanas. Los católicos, sin embargo, sostienen que Jesús no tuvo hermanos en absoluto, puesto que las palabras hebreas aj (hermano) y ajot (hermana) empleadas por Mateo y Marcos, pueden referirse igualmente a los «primos», de acuerdo con el uso corriente de ambos términos en todo el Cercano Oriente. De hecho, la lengua hebrea no tiene ninguna palabra para referirse específicamente a un primo. En cualquier caso, hasta un momento que habría que situar entre los treinta y los cuarenta años de edad, Jesús tuvo que ganarse el sustento diario, viviendo en compañía de sus parientes más cercanos y compartiendo con ellos los avatares de lo que, por razones prácticas, constituía una sola y amplia familia.

Pero lo que Jesús conoció día tras día en su vida de trabajo no se redujo únicamente a los demoledores efectos de la pobreza. El Nuevo Testamento nos presenta una interminable serie de míseros tullidos y personas enfermas, seres infortunados que abundaban pavorosamente en Nazaret y sus alrededores. Aquella región se caracterizaba por el tórrido calor de sus días y el frío intenso de sus noches, por lo que antiguamente eran muchos los que sucumbían a la pneumonía, sobre todo durante la estación del año en que el viento sopla del Este. Las epidemias de disentería eran muy frecuentes, y la malaria hacía regularmente su aparición, de un modo especial en las zonas próximas al lago de Galilea y al río Jordán. Cuando la Biblia habla de personas «poseídas por un espíritu maligno», o «víctimas de altísimas fiebres», muy probablemente se refiere a personas aquejadas de malaria.

Durante el verano eran muchos los que padecían molestias en la vista, producidas por el perenne polvo que flotaba en el ambiente y los intensos rayos solares ultra-violeta. También aparecen frecuentemente en la Biblia los leprosos, que se reunían en grupos, se afeitaban sus cabezas y eran obligados a vivir lejos de las ciudades y aldeas. Pero lo más lastimoso de su situación no era tanto que tuvieran que vivir en cuarentena, cuanto el modo en que la sociedad les detestaba, porque a los leprosos se les consideraba seres impuros que habían sido castigados por Dios.

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados. (Lc. 6, 20).

Jesús pronunciará más tarde estas palabras al pueblo que le escucha en una colina de Galilea. Pero ¡qué diferencia entre la miserable realidad de Nazaret y esta visión del «reino de los cielos» que él proclamaba con tanta viveza!... Realmente, aún no parecía que Dios estuviera a punto de conceder a los pobres el paraíso en la tierra. Dios aún no daba la impresión de estar ofreciendo ya su consuelo a los lamentos de los enfermos. ¿Acaso Dios guardaba silencio frente al sufrimiento de aquellos seres olvidados? ¿O es que en lo más profundo de aquellos seres aparentemente abandonados se ocultaba algún misterio impenetrable?

Me resulta imposible creer que este tipo de preguntas no haya inquietado profundamente el ánimo de Jesús durante sus años de Nazaret. En cualquier página de los Evangelios podemos encontrar la imagen de un Jesús que se esfuerza por compartir todas las aflicciones de los hombres y mujeres desventurados. Una mujer había soportado durante años su enfermedad (que el Evangelio describe como un flujo de sangre), y cuando no hace más que tocar con la punta de sus temblorosos dedos el manto de Jesús, éste experimenta en si la desgracia que ha acompañado a aquella mujer durante la mitad de su vida. Son los hombres y mujeres que lloran los que necesitan consuelo. Las palabras que a este propósito pronunció en la montaña de Galilea nos revelan el núcleo esencial de lo que Jesús pretende de Dios. Durante sus años de carpintero en Nazaret, Jesús había ya percibido, mejor que nadie, el abismo existente entre el carácter propio de su oración y la dura realidad de la vida cotidiana. Y precisamente por haberío percibido de ese modo, su rostro, poco a poco, parecía envejecer más que el de sus primos (o hermanos). De vez en cuando aparecía en sus ojos una mirada de agudo dolor. Aquel trabajador que recorría constantemente la ciudad de Nazaret y sus alrededores padecía una devoradora hambre interior. Su corazón adolecía de una necesidad crónica.

A orillas del lago de Galilea, no muy lejos de Nazaret, se hallaba la ciudad de Tiberíades, lugar de reposo invernal. Allí poseía una villa el rey Herodes Antipas, y todo el estilo de vida de la ciudad respondía a las exigencias de la clase adinerada.

Lo que allí prevalecía eran las costumbres romanas, totalmente ajenas a las simpatías de Jesús.

En la época histórica que ahora nos interesa, Palestina era un territorio ocupado que constituía prácticamente la frontera orienta] del gran Imperio Romano. Galilea, junto con una franja de terreno situado al Este del río Jordán, se hallaba bajo el control del rey Herodes Antipas, cuya autoridad estaba refrendada por entonces por el emperador romano. Roma había establecido a un legado en Siria y a un gobernador en Judea, ambos con el encargo de vigilar discretamente a los tetrarcas entre los que había sido parcelado el territorio dependiente; y mientras estos reyezuelos mantuvieran su fidelidad a Roma, se les reconocía el derecho a una cierta autonomía y a mantener un pequeño ejército reclutado entre sus secuaces.

El señor de Galilea, el rey Herodes Antipas, era uno de los hijos del rey Herodes el Grande, un hombre que había imitado los modos de gobernar del mismísimo emperador, aunque con la suficiente astucia como para no encrespar el orgullo y los sentimientos religiosos de los judíos. Su hijo Antipas se las arregló para mantener su propia posición, gracias a que supo superar a su propio padre en el servilismo y la adulación al emperador romano. Así, por ejemplo, Antipas mandó reconstruir cierta ciudad de la región de Perea, a la que puso el nombre de Livia (y también, Julia), en honor de la mujer del emperador romano Augusto; y cuando Tiberio subió al trono imperial para suceder a Augusto, Antipas mandó construir otra ciudad al estilo romano en la orilla occidental del lago de Galilea, a la que puso el nombre de Tiberíades.

Los habitantes de Galilea no aprobaban el entusiasmo romanizante del rey Herodes Antipas, sino que, por el contrario, contemplaban con ojos hostiles el proceso de asimilación cultural y servilismo político a que se veían sometidos. La población de Galilea tenía unos orígenes bastante heterogéneos, pero sus gentes habían sido bastante homogeneizadas en virtud de su leal adhesión a la fe judía. Alimentaban su sentimiento de xenofobia y conservaban su desprecio por las costumbres y la religión de Roma que suponían una grave amenaza a la pureza del judaísmo. De vez en cuando su resentimiento anti-romano estallaba en una rebelión abierta, hasta el punto de que llegó a crearse una facción terrorista anti-romana, conocida con el nombre de los «Zelotes», de los que hablaré más adelante. Los gobernadores romanos que el emperador enviaba a Judea tenían siempre, pues, el temor de que se produjera una insurrección entre las muchedumbres de galileos que acudían en peregrinación al Templo para la fiesta religiosa de la Pascua.

El Nuevo Testamento no explicita en absoluto hasta qué punto Jesús, que creció en Nazaret, se vio afectado por este sentimiento galileo tradicional. Con todo, podemos detectar que entre Jesús y el rey Herodes Antipas, que más tarde le interrogará en Jerusalén, existe un cierto antagonismo, un rastro de esa atmósfera de hostilidad que se respira entre los auténticos galileos y cualquier individuo inficionado de los usos greco-romanos. Cuando se leen los Evangelios, se tiene, casi inevitablemente, la impresión de que, en sus andanzas por Galilea, Jesús evitaba siempre el pasar por las ciudades construidas por el rey Antipas.

El estilo de vida de la clase adinerada de Tiberíades era algo totalmente ajeno a Jesús, un simple carpintero de Nazaret. Jesús no tuvo ningún tipo de contacto social con el mundo de aquellas personas (entre las que se contaba el rey Herodes Antipas) que habían sido tan profundamente asimiladas por las costumbres y los modos de pensar greco-romanos. A este respecto tiene razón Bornkarnm cuando dice que «en el pensamiento de Jesús no podemos descubrir la más mínima influencia de la concepción helenística de la vida».

Pero el resentimiento popular que anidaba en Galilea no apuntaba exclusivamente al rey Herodes y a las clases adineradas, sino que muchos galileos se sentían igualmente disgustados con la casta sacerdotal de Jerusalén, que conservaba su privilegiada posición única y exclusivamente por causa de sus compromisos con el imperio romano. El pueblo sospechaba que tales sacerdotes significaban una contaminación para la pureza de la religión judaica. Más adelante trataré de determinar hasta qué punto llegaron a integrarse en la persona de Jesús todos estos sentimientos de los galileos.

Desde su más tierna infancia, los galileos, al igual que los demás judíos, estaban acostumbrados a escuchar de boca de sus mayores la lectura de ese criterio fundamental de la vida y la mentalidad judías que es la «Toráh», es decir, la Ley. Cuando los niños se hacían jóvenes, unían sus voces a las de los adultos para recitar en las sinagogas judías los libros proféticos y los salmos. Durante sus años en Nazaret, Jesús siguió el estilo de vida de la clase de gente a la que pertenecía. A su lado experimentó plenamente el fétido sudor, la miseria y la penuria de la clase trabajadora; y a su lado también leyó los diversos libros del Antiguo Testamento.

En suma, por lo que atañe a su apariencia externa, Jesús no era más que un joven carpintero que no desempeñaba ningún papel especial en la ciudad de Nazaret. Su mismo nombre no se salía de lo ordinario, y su vida seguía un curso totalmente rutinario que no le diferenciaba de los demás. Lo único que le distinguía era su rostro, un rostro que aparentaba una edad superior a la real; y su mirada, en la que a veces se revelaba la sombra de un intenso dolor, aunque de un modo tan singular que nadie intuía lo que tan profundamente se ocultaba en su corazón...

En el año décimo quinto del imperio de Tiberio, emperador de Roma, apareció en el desierto de Judea, en aquella inhóspita desolación que se extiende al Sur de la ciudad santa de Jerusalén, la llameante figura de un profeta vestido con una piel de camello y ceñido con un cinturón de cuero. La historia le conoce como Juan el Bautista. La tradición dice que Juan nació en Ain Karirn, a siete kilómetros al suroeste de Jerusalén, que pertenecía a la casta sacerdotal de la tribu de Leví y que, al llegar a la adolescencia, se retiró al desierto.

Desde tiempo inmemorial los judíos habían estado esperando la aparición del profeta. En su sentido primigenio, el «profeta» era una persona a la que había sido confiada la palabra de Dios, no una persona que predijera el futuro.

Resulta difícil para el lector moderno captar en su totalidad el sentimiento religioso que imperaba en aquellos días. El pueblo judío llevaba muchísimo tiempo asistiendo impotente a la dominación extranjera de su país natal, y su humillación había engendrado en ellos un acérrimo orgullo étnico. Dentro de todas sus adversidades y frustraciones nacionales, ni por un momento se apartaron de la fe en Yahvé, su divinidad propia y característica, conservando al mismo tiempo un profundo sentimiento de esperanza en el Mesías (Salvador) que el mismo Yahvé habría de enviarles.

El territorio nacional, que nunca había sido demasiado extenso, había estado sometido durante más de quinientos años primero a Persia, después a Grecia, luego, y sucesivamente, a los egipcios, los partos y los sirios y, por último, a Roma. Bajo todas estas hegemonías extranjeras, bajo estas diferentes formas de opresión, la nación judía se había negado tenazmente a ceder ni un solo ápice en dos puntos esenciales. Uno de ellos era su religión, la fe en su Dios Yahvé. El otro, su confianza casi absoluta en que, a su debido tiempo, Yahvé habría de enviarles un Mesías nacional, a imagen y semejanza del Rey David de antaño, un Salvador que habría de devolverles el territorio y el honor nacional de Judá. Su fe monoteísta en Yahvé se había visto continuamente sometida a la amenaza de las naciones vecinas y a las religiones politeístas de sus conquistadores; pero en todas y cada una de las crisis consiguieron preservar su fe, gracias a aquellos profetas que se habían atrevido a desafiar a las religiones extranjeras, y gracias también a aquel sector de la nación que había obedecido a los profetas. Como ya he indicado, el título de «profeta» se refiere a una persona a la que ha sido confiada la palabra del Señor Dios (Yahvé), y éste es el sentido en que dicho título vino a ser aplicado a cualquier líder capaz de advertir celosamente a los judíos en aquellas ocasiones en que estuvieran en peligro de dejarse corromper por las religiones y la moralidad de los extranjeros.

Los profetas interpretaban la ira de Dios y su venganza, y urgían vehementemente al pueblo a arrepentirse; la consecuencia lógica era que los profetas mismos se veían inevitablemente perseguidos por el poder establecido en cada ocasión. Los profetas proclamaban que el honor y la gloria nacionales de los judíos iban a ser restaurados, que el «reino de Dios» estaba a punto de llegar. Pero, en realidad, el reino de Dios no se había materializado, y durante más de quinientos años los judíos tuvieron que ver cómo su país seguía sometido al poder de los bárbaros Gentiles. A pesar de todo, las dolorosas esperanzas y aspiraciones de la nación se habían conservado hasta los tiempos de Jesús. Una apasionada lamentación de los salmos expresa claramente este sentimiento judío:

¿Dónde están tus primeros amores, oh Señor. que juraste a David por tu fidelidad?

Acuérdate, Señor, del ultraje de tu siervo: llevo en mi seno todos los insultos de los pueblos. ( Salm 89)

En el año décimo quinto del imperio de Tiberio, de pronto, comenzó a extenderse el rumor de que en el desolado desierto de Judea, junto a la parte inferior del río Jordán, cerca del Mar Muerto, había aparecido al fin el profeta tanto tiempo esperado (Juan). Al oír el rumor, la gente tuvo que recordar instintivamente un determinado texto muy conocido del libro de Isaías:

Una voz ha clamado en el desierto-. «Preparad el camino del Señor,
trazad una calzada recta para nuestro Dios ...»

Juan había aparecido en el desierto, tal como afirmaba el texto, y el tono de su predicación era del siguiente tenor:

«Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente?... Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto, será cortado y arrojado al fuego». (Lc. 3, 7-9)

La voz de Juan clamaba que el reino prometido de Dios estaba cercano; era preciso, pues, arrepentirse. Su mensaje llegó hasta Jerusalén, naturalmente, pero también hasta las más remotas ciudades y aldeas de la rústica Galilea, incluida la ciudad de Nazaret. El clamor de Juan poseía un indudable atractivo para los galileos, con su inconmovible fe en la religión judía y su odio hacia los invasores extranjeros. Ellos habían asistido a las infiltraciones de la ética y la religión romanas en su propio mundo tan particularista. En ciudades como Tiberíades y Julia se habían levantado santuarios paganos y otros edificios de estilo romano, y su propio soberano, Herodes Antipas, seguía obsequiosamente las nuevas modas. Incluso la casta sacerdotal que estaba encargada del Templo de la ciudad santa de Jerusalén, se hallaba en connivencia con Roma. El honor de la nación estaba amenazado desde dentro, y su religión comenzaba a corromperse en su mismo centro. Estos eran los sentimientos del pueblo sencillo de Galilea en su existencia cotidiana. Por eso la advertencia de Juan el Bautista atrajo sus corazones como un imán.

Entre los que se desplazaban al desierto de Judea para escuchar el mensaje del profeta, se encontraban algunos pescadores del lago de Galilea. Habían oído decir que Juan realizaba un rito especial llamado bautismo, y que lo administraba a la gente que se agolpaba a orillas del río Jordán.

Probablemente sería en torno al mes de enero del año 28 del calendario occidental cuando Jesús de Nazaret se decidió a dejar a su familia y su trabajo para unirse a la comunidad religiosa de Juan. No sabemos cuál era entonces la edad exacta de Jesús. Lucas (3, 23), en realidad, afirma que «Jesús... tenía unos treinta años», pero el evangelista puede haber empleado intencionadamente estas palabras porque, para los judíos de la antigüedad, los treinta años eran considerados como la edad ideal. Por otra parte, se trata de una expresión que se emplea con mucha frecuencia en el Antiguo Testamento: «David tenía treinta años cuando fue elegido rey»; «Ezequiel tenía treinta años cuando sintió la vocación profética». Por mi parte, pienso que Jesús debía de haber cumplido ya los treinta años cuando abandonó Nazaret.

Los Evangelios no dicen (al menos directamente) hasta qué punto, en el momento de abandonar su hogar, Jesús pudo haber sido ya consciente de la misión que le aguardaba; con todo, lo cierto es que Jesús se sintió anteriormente movido a abandonar la vida de Nazaret cuando detectó en la voz de Juan el Bautista algo que apelaba a los sentimientos de su corazón. Jesús tenía sus propias ideas en lo concerniente a las deficiencias de la religión judía, tal como era administrado por los sacerdotes y los fariseos de Jerusalén. Fue, sin duda, su insatisfacción espiritual lo que le decidió a dejar a su madre y a su numerosa familia. Lo que no es tan seguro, sin embargo, es que su decisión contara con la entusiasta aprobación de sus familiares, especialmente de sus primos. En la apretada situación en que se hallaba su numerosa familia, no era fácil para ellos prescindir de la ayuda que podía significar Jesús, precisamente en el momento en que éste se hallaba en el apogeo de sus años productivos. Su madre María, o en cualquier caso sus primos Santiago y José, Simón, Judas y los demás no siempre congeniaron totalmente con él. ¿Arrancaba de aquí, tal vez, su incapacidad para comprender a Jesús? Tampoco ellos, sus parientes más allegados, fueron capaces de entender lo que se escondía tras aquella sombra de dolor que de vez en cuando asomaba a los ojos de Jesús. Marcos (3, 2 1) y Juan (7, 5) refieren explícitamente cómo, durante mucho tiempo, sus parientes sintieron hacia él poca consideración. Desde su punto de vista, aquella sombra tal vez no revelaba más que la irresponsabilidad que le había llevado a separarse del mundo de la realidad, haciéndole abandonar la vida suficientemente estable de Nazaret para aventurarse en la desolación del desierto de Judea.