Introducción

Antiguamente los hombres vivían en grupos homogéneos surgidos más o menos de la misma familia y con las mismas raíces. En esos grupos, la tribu, el pueblo, se hablaba la misma lengua, se vivían los mismos ritos y tradiciones, se tenía el mismo modo de vida y se aceptaba la misma autoridad. Eran solidarios entre sí. Esta solidaridad venía al mismo tiempo de su carne y sangre y de la necesidad de una colaboración para procurar los bienes de la vida y para defenderse contra los ataques de los vecinos enemigos y de los peligros naturales. Había entre la gente de un mismo grupo una unidad que se enraizaba en las profundidades del inconsciente.

Los tiempos han cambiado. La sociedad moderna surge de la desintegración de estos grupos más o menos naturales o familiares. Los que ahora viven en la misma localidad no forman parte de un grupo homogéneo. Las ciudades y a menudo los pueblos están formados por vecinos que se ignoran. Cada cual se encierra, por miedo, detrás de los muros de su casa. La comunidad humana no está tampoco al nivel de la calle, el barrio o la ciudad. Hay una mezcla de pueblos, religiones y filosofías, debido a la movilidad.

Este estado de cosas engendra una soledad mejor o peor soportada. La familia, a veces reducida a la pareja y sus hijos, no llega a hacerse suficiente a sí misma. Entonces se buscan amigos. La persona humana no puede vivir como una isla desierta, tiene necesidad de compañeros, de amigos que participen en una misma visión, un mismo ideal, con quien poder compartir. Por eso algunas personas forman grupos no por barrios o por familias (hermanos y hermanas, tíos y tías) sino por simpatía o en torno a unas ideas, una visión del hombre y de la sociedad o unos centros

 

 

de interés. Algunos se encuentran ocasionalmente, otros viven bajo el mismo techo. Dejan sus lugares naturales, sus padres, puede ser que hasta su trabajo, para vivir con otros, en comunidad según unos nuevos criterios y una nueva visión. Al mismo tiempo quieren dar testimonio de esos valores ante la sociedad; entienden que tienen una buena nueva que anunciar al mundo, que va acompañada de una felicidad, verdad y plenitud de vida, muy grandes. Desean llegar a ser la levadura en la masa de la sociedad humana. Quieren actuar por la paz y la justicia entre todos los hombres y naciones.

Algunos de estos grupos están orientados hacia la acción, un trabajo o la lucha. Se ve en el otro no a un hermano sino al camarada, al compañero de trabajo y de lucha. Se unen las capacidades de acción.

Otros insisten más en la manera de vivir, las cualidades de la relación entre los miembros y la acogida, que en las cosas por hacer. Su acción, por decirlo de alguna manera, es su testimonio de vida y de acogida.

Estamos ante dos polos de la comunidad: el cabo que atrae y unifica, el centro de interés, el porqué de esa vida de unión; y la amistad que une a las personas entre sí, el sentimiento de pertenencia a un grupo, la solidaridad, las relaciones interpersonales.

De hecho, en cualquier agrupación hay una multiplicación de cabos, como hay múltiples maneras de considerar la solidaridad, el sentido de pertenencia. En este libro, el término «comunidad» lo reservamos sobre todo a las agrupaciones de personas que han dejado sus lugares habituales para vivir con otras bajo el mismo techo, crear entre ellas relaciones interpersonales, vivir y trabajar según una visión nueva de la persona humana y de sus relaciones con sus semejantes y con Dios. Es un aspecto muy restringido; otros pueden dar a la palabra «comunidad» sentidos más amplios.

Este libro se dirige sobre todo. a los que viven o quieren vivir en comunidad pero muchos de sus párrafos se pueden aplicar igualmente a la vida familiar. Los dos elementos esenciales de la vida comunitaria se encuentran efectivamente en ella: relaciones interpersonales, sentido de pertenencia, y el hecho de estar orientados en unión hacia un fin y un testimonio de vida.

De la misma manera, alguna de sus páginas se pueden aplicar a aquellos que aunque no viven juntos, se reúnen regularmente para compartir su ideal, orar o trabajar, y entre los que se crean lazos profundos.

Es evidente que casi todo lo que digo lo he sacado de mi experiencia cotidiana en El Arca, la comunidad donde vivo desde hace bastantes años. También he tomado muchas cosas de las visitas a otras comunidades de El Arca por el mundo y escuchado a las personas que viven en comunidad.

Las comunidades de El Arca son muy particulares, ya que intentamos vivir con personas disminuidas mentales, para ayudarles a crecer, pero antes de «hacer a para» se quiere «ser con». El sufrimiento del disminuido mental, como el de cualquier persona marginada, es el sentirse excluida, sin valor, no amada.

Mediante la cotidianeidad de la vida comunitaria y el amor que se encarna allí, empieza a descubrir que tiene algún valor, que es amada y amable.

Empecé El Arca en 1964 con el deseo de vivir el evangelio y seguir mejor a Jesucristo. Cada día que pasaba me descubría aún más cuánto debe extenderse la vida cristiana en el compromiso de una vida comunitaria y cuánta necesidad hay de fe, de amor a Jesús y de presencia del Espíritu Santo para poder profundizar en la vida comunitaria. Todo lo que digo en estas páginas sobre la vida en común me lo ha inspirado mi fe en Jesús. Lo cual no quiere decir que no haya vida en común fuera del cristianismo. ¡Ni mucho menos! Esa afirmación iría contra la experiencia humana y el sentido común. Desde el momento en que los hombres se agrupan cualquiera que sea el motivo, se crea una forma de comunidad. Pero el mensaje de Jesús invita a sus discípulos a amarse y vivir de esa manera la comunidad.

Como he estado cerca de muchas personas atraídas por la comunidad, por los nuevos modos de vida, he comprobado la gran ignorancia que existe en lo que concierne a la vida comunitaria. Muchos creen que se trata de meter bajo el mismo techo a algunas personas que se entienden «poco más o menos» o que se comprometen con un mismo ideal. El resultado es a veces desastroso. La vida comunitaria no está compuesta simplemente de espontaneidad ni de leyes. Hay condiciones precisas, necesarias, para que esta vida comunitaria se pueda profundizar y extender mediante crisis, tensiones y «buenos momentos». Si estas ,condiciones no se dan, es posible cualquier desviación, que conducirá progresivamente a la muerte de la comunidad o a su muerte espiritual, «la esclavitud» de sus miembros.

Estas páginas querrían clarificar las condiciones necesarias de una vida en común. Están escritas no como una tesis o un tratado de vida comunitaria sino en forma de flash. Son pistas de reflexión, que he descubierto no en los libros sino en la vida cotidiana a través de mis errores, mis fracasos, mis faltas, a través de las inspiraciones de Dios, de las de mis hermanos y hermanas, a través de momentos de unidad entre nosotros y también de tensiones y sufrimientos. La vida en común es una maravillosa aventura. Deseo que muchos puedan vivir esta aventura que es en última instancia la de la liberación interior: la libertad de amar y ser amado.