Conclusión


Hemos hablado mucho de la comunidad: la comunidad como lugar de perdón y de fiesta, la comunidad como lugar de crecimiento y de liberación. Pero una vez que todo se ha hecho y todo se ha dicho, falta que cada uno, en el fondo de su ser, aprenda a asumir su propia soledad, de cada día.

En efecto en lo más íntimo del corazón de cada uno hay una herida: la herida de nuestra propia soledad, que se revela en especial en los momentos de fracaso, y sobre todo en el de la muerte. Nunca se da este paso en comunidad, se hace completamente solo. Todo sufrimiento, toda tristeza, toda forma de depresión es un sabor anticipado de esta muerte, una manifestación de esta herida en el fondo de nuestro ser, que forma parte de la condición humana. Porque nuestro corazón sediento de infinito, no puede nunca estar satisfecho con los límites que son siempre signo de muerte. Por eso está constantemente insatisfecho. De vez en cuando hay toques de infinito, en el arte, en la música, en la poesía; hay momentos de comunión y de amor, momentos de oración y de éxtasis, pero siempre duran poco, pronto recaemos en las insatisfacciones causadas por nuestras limitaciones y por las de los demás.

Hasta que se descubre que el fracaso, las depresiones, e incluso nuestros pecados, pueden convertirse en ofrenda, en materia de sacrificio y por ahí llegar a lo eterno, y recobrar la paz. Sólo cuando se ha aceptado la condición humana con toda sus limitaciones, sus contradicciones, su búsqueda de bondad y cuando se descubre que las bodas eternas vendrán como un don después de la muerte, es cuando se puede recobrar la confianza.

La comunidad, incluso la más maravillosa, nunca podrá curar esta herida de soledad que llevamos. Sólo cuando se ha descubierto que la soledad puede convertirse en sacramento se alcanza la sabiduría, porque el sacramento es el lugar de purificación y de la presencia de Dios. Si no huimos de esta soledad, si aceptamos esta herida, descubriremos que a través de ella volveremos a encontrar a Jesucristo. Cuando dejamos de huir por el activismo, el jaleo y los sueños y nos detenemos con y en esta herida volvemos a encontrar a Dios. Porque él es el Paráclito, el que responde al grito, que sale del fondo de las tinieblas de nuestra soledad.

Quienes se casan creyendo que saciarán su sed de comunión y curarán así su herida no quedarán contentos. Por lo mismo quienes entran en comunidad esperando llenar su vacío, se decepcionarán. Si hemos comprendido y asumido esta herida y hemos descubierto en ella la presencia del Espíritu Santo, encontraremos el verdadero sentido al matrimonio y a la comunidad. Cuando permanezco en pie con todas mis pobrezas y mis debilidades y busco más sostener a los demás que replegarme a mí mismo, puedo vivir plenamente la vida comunitaria y la vida matrimonial. Cuando me atrevo a creer que los demás son para mí un refugio, me convierto, a pesar de todas mis heridas, en fuente reconfortante de vida, y descubro la paz.

Jesús es el maestro de la comunidad y sus enseñanzas llevan a la creación de comunidades cristianas, fundadas en el perdón y que acaban en la celebración. Pero murió, abandonado por sus amigos, crucificado, rechazado por la sociedad humana, por los jefes religiosos y por su propio pueblo. Sólo una persona le comprendía y vivía la realidad: María, su madre, que estaba al pie de la cruz. Esto no es una realidad comunitaria; es una comunión que supera toda comunidad. El Señor gritó incluso: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?!» y «Tengo sed».

La vida comunitaria está ahí para ayudarme a no huir de la profunda herida de mi soledad, sino para hacerme permanecer en la realidad del amor, para creer poco a poco en la curación de mis ilusiones y de mis egoísmos, convirtiéndome yo mismo en pan , para los demás. Estamos en la vida comunitaria unos para los otros, para crecer juntos y para abrir las propias heridas al infinito, para que Jesús se manifieste a través de ellas.

Pero no se pueden asumir las propias heridas profundas si no se ha descubierto que la comunidad es una tierra, un lugar para enraizar el corazón, una «casa propia». Este arraigo no es para el confort o para encerrarse en sí mismo sino por el contrario para que cada uno pueda crecer y dar fruto para los hombres y para Dios. Arraigarse es descubrir una alianza entre personas llamadas a vivir juntas. Y también el descubrimiento de la alianza con Dios y con los pobres. La comunidad no es para sí misma, sino para los demás, para los pobres, para la Iglesia y para la sociedad. Es esencialmente misionera. Tiene un mensaje de esperanza y de amor que comunicar a las personas y sobre todo a los pobres y a los desamparados. En este aspecto la comunidad tiene una carga política.

La comunidad sólo puede existir verdaderamente si tiene este vaivén vital y amoroso entre ella y los pobres, si es fuente para los pobres y los pobres para ella.

La vida comunitaria tiene entonces un sentido más amplio. No sólo es vivida por los miembros de la comunidad, sino también dentro de una comunidad más amplia que el barrio, con los pobres y con todos aquellos que comparten su esperanza. Se convierte entonces en un lugar de reconciliación y de perdón en el que cada uno se siente llevado por los demás y en el que él los lleva. Es un lugar de amistad para los que saben que son débiles pero saben también que son amados y perdonados. De esta forma la comunidad es un lugar de celebración.

Estas celebraciones son señales de que más allá de todos los sufrimientos, de las purificaciones y de la muerte hay unas bodas eternas, la gran celebración de la vida junto a Dios; habrá una reunión personal que nos llenará; nuestra sed de infinito será saciada y la herida de nuestra soledad curará.

Por esto vale la pena continuar caminando juntos, continuar el peregrinaje. Hay una esperanza.