La fiesta


En el centro de la comunidad: la fiesta

En el centro de la comunidad está el perdón y la fiesta. Estas son fases de una misma realidad: la del amor. La fiesta es una experiencia común de alegría, un canto de acción de gracias. Se celebra el hecho de estar juntos y se da gracias por el don que se nos ha dado. La fiesta alimenta los corazones, vuelve a dar esperanza y fuerza para vivir los sufrimientos y las dificultades de la vida cotidiana.

Cuanto más pobre es un pueblo más le gusta celebrar. Me causa asombro ver cómo en la India o en Africa, las personas más pobres celebran las fiestas, a veces durante varios días. Dan todos sus ahorros para hacer comidas grandiosas y comprar bonitos vestidos. Hacen guirnaldas de flores y fuegos artificiales ya que los efectos de luz y las explosiones son parte integrante de la fiesta. Estas fiestas casi siempre están ligadas al aniversario de un suceso divino o religioso y tienen entonces un carácter sagrado. Sin duda están en relación con la aceptación de los sufrimientos cotidianos; es un momento de liberación, pero mirarlos sólo como una escapatoria o una droga no es ir lo bastante lejos dentro de la realidad humana. Las personas, y sobre todo los pobres, viven lo cotidiano con todo lo que implica de fastidioso: los días son todos parecidos; en todos hay que limpiar, labrar la tierra, sembrar y recoger y siempre con inseguridad. Pero el hombre necesita otra cosa. Su corazón es mayor que los límites de lo cotidiano. Está sediento de una bondad que parece inaccesible; le gusta lo infinito, lo universal, lo eterno, cualquier cosa que dé un sentido a la vida cotidiana y humana. La fiesta es como una señal que éste más allá que es el cielo. Es el símbolo de aquello a que aspira la humanidad: !Ana experiencia de comunión.

La fiesta expresa y hace presente de manera tangible la finalidad de la comunidad. Es un elemento esencial de la vida comunitaria. En la fiesta, las irritaciones nacidas de lo cotidiano se barren y se olvidan las pequeñas querellas. El aspecto extático (el éxtasis es «salir de sí mismo») de la fiesta une los corazones y deja pasar una corriente de vida. Es un momento de asombro en donde la alegría del cuerpo y de los sentidos está ligada a la alegría del espíritu. Es el momento más humano y también el más divino de la vida comunitaria. La liturgia de la fiesta armoniza la música, la danza y los cantos, con la luz, los frutos y las flores de la tierra; es un momento en que nos comunicamos con Dios y entre nosotros por la oración, la acción de gracias, y también por la buena comida. La comida de la fiesta es importante.

Cuanto más duro y penoso es lo cotidiano, más necesitan los corazones estos momentos en que todos se reúnen, dan gracias, cantan, danzan y hay comida especial. Cada comunidad, como cada pueblo, tiene su propia liturgia para la fiesta.

La fiesta es alimento, es resurgir. Simbólicamente presenta la finalidad de la comunidad y como tal estimula la esperanza y da nueva fuerza para reemprender la vida cotidiana. La fiesta es una señal de resurrección que nos da la fuerza para llevar la cruz de cada día. Hay una íntima ligazón entre la celebración y la cruz.

Por el contrario, me asombro del aspecto triste de los aniversarios de las liberaciones políticas. No hay danzas, ni fiestas, sólo desfiles militares con aviones a reacción sobrevolando. Es una manifestación de poder que las personas miran con cierta emoción, pero no es la fiesta. En nuestros países, incluso en los ambientes no cristianos, hay una gran diferencia entre la dulzura y la ternura de la Navidad, en que las personas se desean como algo natural, una «feliz Navidad», y estos aniversarios políticos.

La fiesta es un momento de acción de gracias en que se agradece a Dios un suceso histórico donde su amoroso poder se ha manifestado a la humanidad, el pueblo o la comunidad; es también un recuerdo de que él está allí siempre presente, 'cuidando a su pueblo y a su comunidad como un padre que ama a sus hijos. La fiesta es la celebración, no sólo de una acción pasada, sino de una realidad presente.

Para el pueblo judío, la Pascua es la gran fiesta que recuerda el momento en que el ángel de Yavé pasó y Dios liberó a su pueblo. Este pueblo da gracias a Yavé que continúa siendo su guía, su pastor, su protector y el padre que le quiere.

Cada comunidad debe celebrar según su historia y sus tradiciones, el aniversario en que Dios provocó su fundación o cualquier suceso particular, en que la mano de Dios la protegió claramente. Al dar gracias a Dios, se festejan sus buenas acciones. Es un momento de historia que hace que redescubramos que es él quien nos ha llamado para vivir juntos, que es él quien nos guía y nos conduce para trabajar por el reino de Dios.

El evangelio está jalonado de fiestas. El primer milagro de Jesús tuvo lugar en las bodas de Caná, donde cambió el agua en vino para que la fiesta fuera mejor. A veces, es durante alguna fiesta cuando Jesús aparece en el templo y anuncia la buena nueva de manera espectacular. El mismo murió en la fiesta de Pascua.

En el corazón de la fiesta está el pobre. Si se excluye a los más pequeños ya no hay fiesta. Hay que buscar bailes y juegos en los que puedan participar los más pobres de la comunidad, los niños, los ancianos y los más débiles. La fiesta debe ser siempre la fiesta de los pobres.

Hay visitantes que se asombran de la alegría que reina en nuestras comunidades. A mí también me asombran porque sé la cantidad de sufrimientos que llevan dentro de sí algunos hombres y mujeres. Es para preguntarse si brota la alegría de alguna parte del sacrificio y del sentimiento. Quienes viven con confort y seguridad, los que tienen aparentemente todo lo que pueden necesitar ¿son felices? Es para preguntárselo. Estoy seguro de que los pobres pueden ser felices. De hecho en las fiestas estallan de alegría. Es como si en aquellos momentos olvidasen sus sufrimientos y frustraciones. Viven un momento de liberación, como si el peso de lo cotidiano desapareciera súbitamente y sus corazones saltarán de alegría.

Una de las grandes fiestas humanas es justamente la de la boda. Es un momento en que lo religioso y lo humano se entremezclan con la alegría, en donde lo más divino se une a lo más humano: «Se parece el reinado de Dios a un rey que celebraba la boda...» La fiesta es señal de la fiesta eterna y cada pequeña fiesta de nuestras comunidades debe ser como una señal de esta fiesta del cielo.

La fiesta es muy diferente del espectáculo, en donde algunos actores o músicos divierten y distraen a los espectadores. En esta fiesta todo el mundo es actor y todo el mundo es espectador. Cada uno debe interpretar y participar, si no, no es una auténtica fiesta.

En la tierra siempre hay un elemento melancólico en la fiesta y es difícil celebrarla sin hacer alusión a ello, porque en el mundo hay personas que no festejan, que están desamparadas, en peligro, que sienten agonía, hambre y pena. Por eso es por lo que toda fiesta, si es como una gran aleluya y un canto de acción de gracias debe siempre terminar con un momento de silencio para acercar a todos los que no se alegran, a Dios.

Hay grandes fiestas que toda la comunidad celebra no sólo por sí misma, sino por toda la humanidad. Se dan gracias juntos en Navidad por el nacimiento de Jesús, en Pascua por su resurrección y en Pentecostés por la manifestación del Espíritu Santo. Hay fiestas propias de la comunidad, como el aniversario de la fundación, el del patrono o la fiesta de fin de año en que la comunidad da gracias por todo lo que ha recibido. También hay pequeñas fiestas: los aniversarios de algún matrimonio, los nacimientos, etc. Son fiestas particulares en las que cada cual reconoce su unicidad, su lugar particular y su don. Cada comunidad debe celebrar las diferentes fiestas según su tradición. Cada una con su propia liturgia ya sea una celebración eucarística especial, o la manera de arreglar la capilla, o la comida, la manera de servir la comida, de decorar el comedor, las velas, las guirnaldas, las flores, las ropas, los cantos, incluso a veces los disfraces, los decorados y los bailes.

Hay también pequeñas fiestas de cada día que se hacen en torno a la comida o que nacen espontáneamente en los encuentros. Cuando el padre recobra al hijo pródigo dice a sus sirvientes: «Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío se había muerto y ha vuelto a vivir; se había perdido y se le ha encontrado» (Lc. 15,22-24).

Las sociedades que se han vuelto ricas han perdido el sentido de la fiesta, y el de la tradición. La fiesta se vincula a una tradición familiar y religiosa. Desde el momento en que la fiesta se aleja de la tradición tiende a convertirse en artificial y necesita estimulantes, como el alcohol, para activarla. Esto ya no es la fiesta.

La nuestra es la época del «party», reunión en la que se bebe, se come y se baila. A menudo es sólo para parejas y a veces incluso, para un tipo determinado de individuos. A nuestro tiempo le gusta el espectáculo, el teatro, el cine, la televisión, pero ha perdido el sentido de la fiesta.

A menudo hoy estamos alegres sin Dios o con Dios sin alegría. Como consecuencia de los años de jansenismo en que Dios aparecía como un señor todopoderoso, severo, la alegría se ha separado de lo divino.

La fiesta, por el contrario, es la alegría de estar con Dios. Cada cultura y cada tradición expresa esta alegría de una forma diferente, más o menos clamorosa, más o menos recogida.

Entre nosotros podemos festejar con un estallido de risa y de alegría y después, en seguida, pasar al silencio y rezar, ¿No debe terminar cualquier fiesta con una oración silenciosa, la fiesta del encuentro personal con Dios?

En nuestras comunidades, por ejemplo de África, en las que los miembros provienen de culturas diferentes, cada uno tiene sus ratos de ocio y de distracción según su cultura. Al canadiense le gusta beber cerveza, al sudanés visitar a alguien del barrio, a otro encerrarse en su habitación y leer un libro. Pero entonces los ratos libres dividen: cada cual va por su lado. La fiesta no es sólo un momento de esparcimiento en una determinada cultura, un momento en que se relajan las tensiones, un momento «para sí» sino un momento muy preparado de alegría y asombro, más allá de la división de las culturas.

Es maravilloso ver cómo ha conservado la Iglesia el sentido de la fiesta. Cada día es una fiesta, luego están las fiestas litúrgicas y las de los santos. Además en el corazón del día se «celebra» la misa. Siempre me llaman la atención las palabras que se emplean en la misa: celebración y fiesta, presencia y comunión, comida y sacrificio, perdón, eucaristía y acción de gracias.

Estas palabras resumen bien la vida comunitaria. Es necesario que unos estemos presentes ante otros, comulgando unos con otros, para comulgar con Jesús. Entonces se produce la fiesta y la celebración. La comunión, esta celebración, es el momento en que unos se convierten en pan para otros, porque Dios se ha hecho pan para nosotros; es una comida para el corazón de 1.a comunidad. El sacrificio siempre es el centro de la vida comunitaria, ya que se trata de sacrificar los propios intereses, como Jesús sacrifica su vida para que nosotros recibamos al Espíritu. La fiesta empieza con una petición de perdón y se termina con una acción de gracias.

La misa no se celebra sólo para alimentar nuestra piedad personal. Es la celebración y la acción de toda la comunidad para toda la Iglesia y toda la humanidad. La celebración de la eucaristía es una de las cimas de la vida comunitaria, y donde se está más unidos; todo se ofrece al Padre a través de Jesús.


La comida

Es una pequeña fiesta cotidiana donde todos se reúnen alrededor de la misma mesa para alimentarse, reencontrarse y compartir, en la alegría. Aporta un goce particular al cuerpo y a la sensibilidad. No hay por qué terminarla lo más pronto posible, bajo pretexto de hacer cosas más importantes o más espirituales, ya que es un acto comunitario importante que debe ser bien preparado y vivido plenamente. La comida es el momento en que se entremezcla la alegría del comer y beber con la de reunirse. Es una realidad maravillosamente humana. La unión entre comida y amor tiene sus orígenes en la infancia. Para una madre alimentar a su hijo es un gesto de amor que se realiza en la mutua presencia, en la alegría y en el juego; un niño que no es alimentado con amor, que recibe el biberón mecánicamente, tiene desarreglos digestivos. El hombre no come como los animales, cada uno en su rincón, porque la amistad y el amor humanizan esta realidad material.

Por este motivo es oportuno evitar a toda costa las discusiones agresivas y las actitudes demasiado serias o pedagógicas en la mesa; tampoco son recomendables/las comidas de trabajo. La comida es el lugar de esparcimiento del cuerpo y del espíritu. La risa es excelente para la digestión. Las comidas serias y las discusiones pueden causar úlceras y desarreglos intestinales. Algunos niños sufren graves trastornos si su comida no transcurre en una atmósfera de esparcimiento. Por mi parte, sé que las tensiones en la mesa me quitan el apetito y me estropean el hígado.

En las comidas cada comensal debería comunicarse con todos los demás, aunque sólo fuera con un simple gesto. «¿Quieres más patatas?» se convierte en una forma natural de comunicación que hace que algunas personas salgan de su aislamiento, porque nadie puede permanecer tras las barreras de su depresión cuando necesita algo. «¿Quieres pasarme la sal?» La necesidad de alimento incita a la comunicación.

El peor de los inventos es el autoservicio: cada uno con su bandeja, su botella de vino y su sobre de azúcar y a veces incluso de sal y pimienta, como en los aviones. Es horroroso obligarnos a beber y comer la misma cantidad y a hacerlo a solas. Es mucho más humano tener una gran botella y que cada uno se sirva según su necesidad, atendiendo a que el otro tenga lo que necesita y dispuesto a dejar lo mejor para el de al lado. Entonces la comida no es un acto solitario, egoísta y triste, sino el momento en el que cada uno da, comparte y ama.

El ama de casa sabe que una buena comida necesita una esmerada preparación, que va desde la preparación del menú, a la compra, la cocción, la preparación de los platos y la forma de poner la mesa. Hay que pensar en todo: la calidad del vino, las flores, quién se pone al lado de quién, etc.

Habría que preparar también la animación de la mesa y las conversaciones que se van a abordar. Es conveniente que en la comidas se puedan hacer apartes para que los vecinos hablen entre sí, pero también son necesarios los momentos de unidad en los que todos pueden participar en una conversación de interés general y, sobre todo, reír juntos.

Si la preparación de una comida necesita tantos cuidados, ocurre lo mismo para una fiesta o para una actividad comunitaria. No hay que creer que todo se puede dejar a la improvisación. Es necesario que un pequeño grupo de personas la prepare con cuidado, aclarando desde el principio el fin que se busca. No hay que dejar las cosas al azar, aunque en el ámbito de una actividad bien preparada se puede dar lugar a la espontaneidad, al cambio, a la evolución. Hay que saber captar y prolongar, en una fiesta o en una comida, el momento, tal vez inesperado, de una especial unión de gracia y recogimiento, de asombro, en donde a través de la alegría pasa una corriente de vida.

Si no se prepara bien una fiesta, se puede estar seguro de que alguien se aprovechará para «hacer» su proyecto, imponer «su» punto de vista, estar en el centro del espectáculo, ser aplaudido; o bien todo se dislocará hacia el aburrimiento, no habrá unidad, no habrá fiesta. Después de cualquier actividad comunitaria' del tipo que sea es necesario un momento para la valoración, en el que cada uno se pregunte si ha estado atento al fin buscado. Es necesario conocer las propias lagunas y los propios errores, para hacerlo mejor la próxima vez.

Dios nos ha dado una inteligencia, una memoria, y una imaginación para ello. A los americanos les gusta mucho evaluar, a menudo lo hacen para cosas materiales y por eso están más avanzados en el aspecto comercial. Pero también es bueno evaluar cualitativamente nuestras actividades.

Hay un santo, creo que era san Luis Gonzaga, que todos los días preparaba unas historias graciosas, para hacer reír a sus hermanos durante el recreo. Como no estaba muy dotado por naturaleza para este tipo de cosas tal vez por gusto hubiera preferido permanecer en la sombra, pero por amor a sus hermanos buscaba alegrarles en su tiempo libre. No hay que dejar las cosas siempre a la espontaneidad, porque la espontaneidad a menudo es una cuestión de sensibilidad o de emoción del momento.

Para algunos es un verdadero deber aprender a animar las fiestas con una creatividad siempre renovada: aprender nuevas canciones, alegres, divertidas y adecuadas e historias o conocimientos interesantes para compartir. Si se las prepara bien, la comida y las actividades comunitarias pueden convertirse en momentos asombrosos, de fiesta y transmisión de nuevos conocimientos, con lo que esto implica de apertura del espíritu. Muchas personas se sientan a la mesa sólo para consumir. No llevan a cabo el cometido que la comida podría representar en la construcción de una comunidad.

En nuestras comunidades, al acabar la comida, cuando hemos comido naranjas de postre, nos tirarnos las mondas unos a otros. Un día, después de hacerlo, un inglés que estaba de visita preguntó si ésta era una costumbre francesa. No creo que lo sea, pero sé que para algunas personas ése es el momento de salir de su aislamiento y expresar su alegría, sobre todo si no pueden comunicarse con palabras. Algunas personas disminuidas no pueden participar en conversaciones interesantes, pero pueden participar en juegos. Cuando reciben una cáscara de naranja están encantados de poderla devolver.

Expliqué esta manera de actuar en un retiro en Nueva Zelanda a unos superiores de órdenes religiosas. La última noche tuvimos una cena con el obispo, y por casualidad, teníamos naranjas de postre. Fue digno de ver a las madres superioras muy serias y, hasta entonces, un poco tiesas, tirarse felices las cáscaras de naranjas, bajo la mirada asombrada del obispo... que no había asistido al retiro. Hubo que darle algunas explicaciones.

La manera de poner la mesa es importante, así como la forma de colocar a las personas. Cuando se sabe que alguien está nervioso, no hay que poner a ciertas personas a su lado. En este aspecto hay que discernir con amor y tratarle igual que cuando alguien está triste y se le prepara un plato que le gusta mucho. La comida puede ser un lugar de mil delicadezas y gestos de ternura.

Comer bien no quiere decir gastar mucho dinero. Se pueden hacer cosas muy buenas con muy poco dinero. Es cuestión de creatividad, de astucia y de ciertos conocimientos culinarios. Las salsas también son importantes. Por ejemplo los espaguetis sin salsa están muy mal, la salsa es como un gesto de cariño. Una comunidad que sólo come féculas porque «son más baratas o porque se compran al por mayor» no será nunca una comunidad alegre.

Algunas comidas en silencio, a la luz de las velas y con un fondo de música armoniosa, pueden crear un ambiente muy humano y comunitario. En los monasterios es normal que se coma en silencio; por otra parte no hay muchos hechos nuevos para alimentar la conversación y, de todas formas, el silencio favorece el recogimiento y la interiorización. Sin embargo este silencio no excluye cierta comunicación y unas delicadezas no verbales que a veces, más que la palabra, forjan la unidad comunitaria.


Animar la fiesta

Algunas personas rehúsan animar las fiestas para dejar lugar a otros y no tener fama de animadores. Pero si es un don, ¿por qué ocultarlo a la comunidad? Tal vez podrán enseñar a otros cómo animar. Lo mismo se podría decir de las artes, el teatro, la danza o el mimo. Toda actividad artística puede convertirse en portadora de un mensaje capaz de llegar a las personas y tocar los corazones al unísono. No hay que despreciar el arte; cada comunidad debe encontrar sus modos particulares de expresión. Todo lo humano puede ser puesto al servicio de lo divino y del amor. Todos debemos ejercer nuestro don para levantar la comunidad.

Los cantos son de una importancia primordial. Unos miembros de la comunidad de Bundeena de Australia me han dicho que algunas de las personas de su comunidad no pueden leer la Sagrada Escritura. Entonces han puesto música a algunos pasajes, para que la palabra pueda penetrar más profundamente en el espíritu de las personas. San Luis María Grignon de Monfort ponía a las músicas populares, letras de oraciones. Actualmente tengo la impresión de que, cada vez más, vamos hacia las canciones melancólicas, tal vez como fuente de recogimiento. Habría que hacer un esfuerzo para inventar canciones de oración un poco más alegres. Hay todo un arte para saber qué canción hay que cantar en tal momento. Hay canciones que incitan a la oración y al recogimiento. Otras son más estimulantes e impulsan a avanzar. Más personas de nuestras comunidades deberían reflexionar y especializarse en este aspecto, porque demasiado a menudo nos dejamos llevar de la espontaneidad y la emoción del momento. No se debe elegir una canción porque le gusta al animador o porque corresponde a su estado de ánimo, sino porque es la canción adecuada para el momento.

Wol Wolfensberg me dijo un día que se deberían de inventar danzas universales, fáciles de aprender, de bailar y de añadirles palabras. En nuestras fiestas siempre bailamos farándulas provenzales, porque no hemos aprendido otra cosa. Seguramente hay danzas en las que podrían participar personas disminuidas.

Muy a menudo por miedo a ponerse en evidencia se dice que no se tienen dones. Podemos pedir a Dios que nos dé algunos dones, sobre todo si son para el amor fraterno, para crear comunidad. Todas las realidades de la vida comunitaria son importantes y a veces hay que trabajar y hacer esfuerzos para participar lo mejor posible y crear un ambiente de alegría y recogimiento propicio para esta actividad.

En las fiestas, en las conversaciones y en las oraciones comunitarias los que hablan deben hacer lo posible para que todos les oigan y comprendan. Esto quiere decir que han de hablar en voz alta y claramente. Las reuniones en que las personas, por timidez, murmuran para sí, no haciéndose oír más que por algunos vecinos, son mortales. Cuando se habla en una reunión comunitaria hay que pensar en la persona que está más lejos, y, si es necesario, ponerse en pie. No hay que cargar de ideas la frase, sino ponerse siempre en el lugar de todo el auditorio. Es preferible reunir una o dos ideas fácilmente comprensibles a hacer una mezcla de conceptos. También es bueno recordar que a menudo no importa tanto lo que se dice como la fe con que se dice, que hace que el mensaje llegue al corazón. Es importante que las personas sepan comunicar el mensaje que quieren transmitir mediante la palabra.

Las comidas comunitarias son momentos en que toda la comunidad toma conciencia de la corriente de vida que la une. Son momentos de gracia y de don en que vive la alegría de estar juntos, de celebrar, festejar y rezar.

Me acuerdo de una velada en una de nuestras comunidades que acababa de abrirse. Había ido a comer con ellos y la comida había sido bastante triste, porque cada uno hablaba con su vecino y no había unidad en la mesa. Después de la comida nos sentamos todos en el salón. Alguien cogió una guitarra y se puso a cantar. Y después, uno tras otro, todos empezaron a seguir el ritmo con una cuchara y un vaso, o con cualquier instrumento improvisado. Se sentía pasar una corriente de vida. Las caras empezaron a iluminarse, era como un momento de gracia. Estábamos juntos verdaderamente, nuestros corazones, nuestras manos y nuestras voces empezaron a sonar al unísono. Pero no duró mucho tiempo porque algunos marginados no querían estar a gusto y contentos. Tenían todavía dentro de sí demasiado malhumor por el rechazo de sus familias. A veces es necesario esperar mucho tiempo antes de tener una fiesta en la que todos participen plenamente.


«Invitados a la boda»

Siempre me han gustado las palabras, que dice el rey a su servidores, cuando les manda buscar a los pobres y a los lisiados: «¡A todos lo que encontréis, invitadlos a la boda!» No estamos hechos para estar tristes, para trabajar todo el tiempo, para obedecer seriamente a la ley o para luchar. Estamos invitados a la boda. Y nuestras comunidades deben ser signos de alegría y de fiesta. Si lo son, siempre habrá personas que se comprometan. Las comunidades tristes son estériles, como si estuvieran moribundas. Sin duda, en la tierra, no tenemos una alegría plena, pero nuestras fiestas son signos de la fiesta eterna, de las bodas a las que estamos invitados.