La acogida


La acogida

Una de las maravillas de la comunidad es que permite acoger y ayudar a las personas, cosa que uno no podría hacer solo. Cuando se juntan las fuerzas se reparten las tareas y las cargas, y se puede recibir a muchos e incluso personas completamente desamparadas, se les puede ayudar a descubrir que son amadas y que son dignas de amar y por ese camino encontrarán la vía de la curación interior y de la confianza en sí mismas, en los hermanos y en Dios.

La acogida es uno de los primeros signos de que una comunidad está viva. Permitir a los demás, extraños y visitantes, vivir en la comunidad es señal de que no se tiene miedo, de que se posee el tesoro de la verdad para compartir. Cuando una comunidad empieza a cerrar sus puertas, es señal de la cerrazón de sus corazones.

Pero hay que comprender bien lo que es acoger. Para poder acoger hay que existir, es decir «ser» una comunidad que tiene una vida real.

Al principio una comunidad debe estar un poco cerrada. Se necesita cierto tiempo para que las personas aprendan a conocerse. Es como en el matrimonio: si los esposos se pasan el tiempo recibiendo a los amigos, no tendrán tiempo para forjar su unidad.

Hay tiempo para todo, tiempo para formar la comunidad y tiempo para abrir las puertas. Estos dos tiempos no son necesariamente consecutivos; se entrelazan uno con otro. Siempre se necesitan momentos de intimidad, como se necesitan momentos de apertura. Si desaparece uno u otro, vendrá la muerte en más o menos breve plazo.

Si una comunidad no hace más que acoger, caerá muy pronto en la dispersión y ya no será una comunidad que acoge, sino una masa de gente que se reúnen como en una competición. Si uno permanece paralizado en sí o en el grupo, se ahogará, nacerán las disensiones y las envidias y la vida ya no se propagará.

Si una comunidad ama y es atrayente, necesariamente ha de ser acogedora. La vida llama a la vida. Hay una gratuidad extraordinaria en su poder de procreación y de creatividad; la manera en que un ser vivo engendra a otros seres vivos es maravillosa y vale igual para el cuerpo viviente que para la comunidad.

El amor está constantemente en movimiento, no puede permanecer estático. Si el corazón humano no progresa, retrocede; si no se abre cada vez más, se cierra y entra en proceso de muerte espiritual. Una comunidad que empieza a decir «no» a la acogida, por miedo, por hastío, por inseguridad o confort («¡No molestar!») entra igualmente en un proceso de muerte espiritual. Pero hay un tiempo para cada cosa: tiempo para «ser» y tiempo para «acoger».

A veces llaman a mi puerta, dejo entrar a la persona y hablamos, pero le hago sentir por mil pequeños detalles que estoy ocupado, que tengo mil cosas que terminar. Abro la puerta de mi despacho, pero la de mi corazón permanece cerrada. Tengo mucho que aprender y que crecer. Acoger a alguien es abrirle la puerta del propio corazón, darle espacio. Si de verdad tengo que hacer cosas que no pueden esperar, he de saber decírselo, pero abriéndole al mismo tiempo mi corazón.

Acoger quiere decir dejar que las personas entren en el interior de la comunidad; pero ellas deben aceptar y respetar los fines, el espíritu, las tradiciones y el reglamento. Acoger, no es recibir en la comunidad a cualquiera, ni dejarle hacer cualquier cosa. Algunas comunidades empiezan su vida con la idea de acoger a todo el mundo, sin rehusar a nadie, pero eso es imposible. Supone no conocer la realidad de la vida comunitaria.

Cuando empecé en El Arca. acogí a Rapháel y a Philippe, dos personas retrasadas mentales. Algunos meses más tarde acogí a Gabriel, un hombre sin trabajo, un vagabundo, un pobre que permaneció con nosotros algunos meses, aunque bastante pronto su presencia se convirtió en incompatible con la vida comunitaria. Aterrorizaba a Rapháel, quizá por celos. Se hizo necesario que marchara o produciría una grave situación para Rapháel. Cuando se ha acogido a una persona débil y fuera de las estructuras y uno se compromete con ella, no se puede después acoger a otra que amenace con perjudicar seriamente su crecimiento. No tenemos derecho a acoger a quien rehúsa respetar a los demás y la vida comunitaria, con todo lo que ello implica.

Cada comunidad tiene sus debilidades y sus limitaciones, que son también sus riquezas. Es importante conocerlas; es necesario saber a quién se puede acoger y cuáles son las normas de la acogida.

Con el paso del tiempo se puede esperar que una comunidad se haga más profunda y pueda acoger cada vez a más personas difíciles. Pero curiosamente éste no es el caso. Al principio nosotros acogíamos a veces a personas difíciles, inestables y violentas; con el tiempo las que eran difíciles ya están más tranquilas; han encontrado cierta armonía interior. Ahora sería imprudente acoger a alguien que pudiese despertar las angustias y tinieblas latentes. Hay que respetar el ritmo de las personas frágiles, que están en vías de conseguir el sosiego y la curación interior.

Si no se puede acoger dentro de casa a cualquier persona que llame a la puerta, hay una manera de acoger el sufrimiento de quienes llaman; hay una manera de decir «no» con verdad y ternura.


¿Quién acoge?

El jefe de una comunidad que acoge sin vivir la vida de cada día, e impone su ideal de recepción a los que la viven, no se comporta con justicia. Debe ser toda la comunidad la que acoja, la que acepte los inconvenientes inherentes al recibimiento, y la que descubra también las alegrías.

Cada vez más en nuestras comunidades, sobre todo en las que llevan más tiempo de vida, hay personas disminuidas que alcanzan cierta madurez. Viven en comunidad desde hace mucho tiempo, a veces mucho más que los asistentes e incluso que el responsable, por lo que es importante que se les consulte antes de acoger a una nueva persona; es necesario que sea toda la comunidad —en lo posible— la que acoja y no solamente los asistentes o el responsable,


El riesgo

Acoger siempre es arriesgarse, siempre es peligroso. ¿Pero Jesús no vino a perturbar nuestras costumbres, nuestro confort, nuestros hastíos? Es necesario ser constantemente estimulados para no caer en la necesidad de la seguridad y del confort, y continuar marchando desde la esclavitud del pecado y del egoísmo a la tierra prometida de la liberación.

Acoger no es, en principio, abrir las puertas de casa, sino abrir las puertas del propio corazón y así hacerse vulnerables. Es un espíritu, una actitud interior. Es acoger al otro en nuestro interior, incluso aunque sea molesto o inseguro; es preocuparse por él, estar atento con él, ayudarle a encontrar su lugar en la comunidad o fuera de ella. Acoger es más que escuchar.


Verdaderas y falsas acogidas

La acogida de los visitantes es la prolongación de la acogida que las personas que viven en la comunidad hacen a otras. Si se tiene el corazón abierto para todos los hermanos y hermanas, también se tendrá para el visitante, pero si uno se encierra en sí mismo y a los demás en la comunidad, se arriesga a cerrarse a los visitantes. A menos —y esto ocurre de vez en cuando— que se esté encantado de acoger a los visitantes para huir de los miembros de la comunidad. A veces cuando uno está solo, se aburre y nacen las agresividades, entonces los visitantes se convierten en distracción. Estas formas de distracción pueden ser admisibles y constituir una etapa hacia la unidad de la comunidad, pero no suponen una acogida verdadera. Tal vez es más fácil acoger a un visitante que a un hermano o a una hermana con quien se vive todo el tiempo. Es como algunos maridos y algunas mujeres, que están siempre fuera de su familia, haciendo el bien a los pobres, «comprometidos con movimientos cristia"hos de beneficencia». Tal vez seria mejor que pasasen un poco más de tiempo en sus casas para ser allí más acogedores.

Una comunidad dividida no debe acoger, para no hacerles mal a los que vienen. «Pon orden en tu casa antes de invitar a los demás a venir a ella».

A veces me preocupo por nuestra manera de acoger. ¿Acogemos a alguien porque le necesitamos para una tarea específica, o por él mismo, porque Jesús nos lo envía? «Fui extranjero y me recogisteis».

Si se le acoge, es necesario que pueda encontrar su lugar, lo que implica un cometido y una función. Tiene que poder ejercer su don, pero a veces uno se arriesga a no ver a la persona y estar contento sólo por la función que desempeña.

Es difícil encontrar el equilibrio entre «usar» a unas personas para los fines de la comunidad y dejarles tiempo para crecer, sin encargarles un cometido, donde se sientan útiles.


La acogida de la Providencia

Cuanto más se vive en comunidad, más se realiza la función capital que agrada a la Providencia; cada día se descubre lo pobres que somos ante ella, cuánto se la necesita. Una comunidad vive y continúa viviendo porque vienen personas nuevas y se comprometen con ella. ¿Cómo explicar que unas personas se impresionen por la comunidad y otras no? Unos se dan cuenta muy pronto de que están atraídas por un poder y una fuerza mayor que la misma comunidad. Es una llamada y un don de Dios.

Cada persona nueva que se suma a la comunidad aporta sus cualidades, sus dones y sus defectos que, con el tiempo, llegan a modificar el curso de la comunidad en su crecimiento y en su desarrollo.

Las personas que hoy son acogidas,' mañana se comprometerán y pasado mañana dirigirán la comunidad. La acogida es vital para una comunidad: es una cuestión de vida o muerte.


El primer gesto

Muy a menudo el primer gesto de acogida es el más importante. Hay personas que se van porque este primer gesto ha sido desagradable, y otras se quedan por una sonrisa o por un gesto inicial de gentileza. Es necesario que sientan que no molestan, sino que se está contento de convivir con ellos. Hay que saber responder a una carta o a una llamada de teléfono con simpatía, con una nota personal de agradecimiento.

Si acogiéramos a cada persona nueva como un don de Dios, como su mensajero seríamos más amables y más abiertos.


Acogida de los marginados

Cuando una comunidad acoge a unos marginados, al principio, en general, no va muy mal. Después, por razones múltiples los marginados vuelven a ser marginados, a ser fuente de crisis, que pueden llegar hasta a intentos de suicidio. Estas crisis suelen ser muy penosas para los miembros de la comunidad y pueden hundirlos en el desconcierto al sentir su impotencia. La comunidad cae entonces en una especie de emboscada de la que a veces es difícil salir. Si en este momento los miembros de la comunidad se dan cuenta de su pobreza, la crisis se puede convertir en gracia. La persona marginada y difícil lleva en sí un elemento profético. Trastorna a la comunidad porque exige autenticidad. Hay demasiadas comunidades que se fundan sobre sueños y bonitas palabras, hablan todo el tiempo de amor, de verdad y de paz... El marginado que entra ahí se hace exigente. Sus gritos son gritos de verdad, porque detrás del verbalismo olfatea la mentira. siente una diferencia entre lo que se dice y lo que se vive realmente. En ese momento la comunidad se ve casi obligada a despedir al marginado con cajas destempladas, porque es insoportable, imposible, perezoso, y no sirve para nada. Hay que desvalorizarle al máximo, porque se ha atrevido a revelar a la comunidad toda su hipocresía.

Esto no quiere decir que todas las comunidades puedan acoger a cualquier marginado y que en determinados casos no sea preciso despedirlos. Pero hay que comprender las propias limitaciones y ver objetivamente lo que se puede hacer. A veces la presencia del marginado se convierte en fuente de unidad y de verdad, porque lleva a lo absoluto y lo absoluto lleva a la conversión. Obliga por tanto a la comunidad a volver sobre lo esencial.

El marginado en una comunidad tiene unas necesidades muy particulares. Es un ser herido, a menudo sin esperanza, y sin confianza en sí mismo. A veces sufre terribles ataques de angustia que le llevan a gestos imprevisibles e involuntarios contra los demás y contra sí mismo; a menudo no tiene estructura interior, vive en una profunda confusión y pasa fácilmente de un estado de apatía a una anarquía total de deseos. Dentro de sí mantiene una lucha terrible entre las tinieblas y la luz, entre la vida y la muerte. Es un ser sin referencia a una persona, o a una ley. Y esta toma de conciencia de su soledad y de su pobreza es la que crea su desesperanza.

Para recobrar su esperanza, necesita sentirse amado y aprobado. Esto no se consigue más que a través de la mirada acogedora de otro que poco a poco le va descubriendo como una persona de valor, capaz de una acción positiva. Necesita a alguien que le escuche, que escuche sus penas y sus necesidades, y sienta sus deseos como reales. Escuchar requiere tiempo y paciencia, porque el marginado tiene miedo a liberarse, y no se abre ante cualquiera. Necesita a alguien que no sólo no le juzgue, sino que le comprenda profundamente.

Esta persona atenta y con capacidad para escuchar debe convertirse poco a poco en una referencia sólida que lo guíe, lo sostenga, le dé seguridad, lo anime, le ayude a descubrir sus posibilidades y a asumir unas responsabilidades. Por la confusión de su ser, el marginado, para crecer debe tener confianza en esa referencia, casi paternal, hecha de ternura, de bondad y también de firmeza.

La comunidad que acoge a un marginado debe explicarle desde su llegada lo que es la comunidad y lo que se espera de él. Es necesario que acepte sus reglas, incluso aunque sean muy flexibles y hechas en cierta forma a su medida. Debe sentir que no se le deja a sus libres instintos, sino que se le exige ese mínimo. Si rehúsa es su manera de decir que no quiere permanecer en la comunidad.

A la persona con quien conecta toca hacer de intermediaria entre la ley o el reglamento y el marginado; debe explicarle la razón de ser de ese reglamento, debe ser firme, como también, a menudo, debe saber perdonar y animar.

La persona-referencia, ante todo, no debe oponerse a la comunidad, cosa que les ocurre a veces a algunas personas generosas que quieren ser «salvadores», demostrándole a la comunidad, que no es abierta, ni evangélica, aprovechándose del marginado para revelar a la comunidad sus fallos. Es indispensable que la persona sea referencia en nombre de todos y trabaje en armonía con todos. Debe así ayudar poco a poco al marginado a dar el paso a una relación comunitaria más profunda y única aceptando sus exigencias. El marginado tendrá ciertamente reacciones de envidia, como pruebas de tanteo para ver si de verdad es aceptado, pero poco a poco a través de estas explosiones, empezará a integrarse y a sentirse cómodo. Para poder acoger a un marginado, la comunidad debe ofrecer una referencia sólida, acogedora, comprensiva, pero firme también; si no le puede ofrecer esta persona disponible y dispuesta a recibir bofetadas y crisis, más vale que no la acepte. Su fuerza debe estar en el amor y en el respeto de unos para otros. Si esta unidad no existe, el marginado se arriesga a acentuar las tensiones y el proceso de disgregación de la comunidad.

El marginado vive en las tinieblas, sin motivación ni esperanza, obligado a compensar una angustia, que a menudo le impide dormir o comer, por el alcohol, la droga o sus actitudes de «locura».

Para que renazca la esperanza y su angustia se transforme en paz, se necesita tiempo. Este renacer, puede ser muy doloroso para él y para su entorno. Debe a veces probar la comunidad para ver si ésta le asume hasta el extremo. A veces debe liberarse de su propia angustia mediante la comunidad pero la angustia puede tanto propagarse como el fuego si encuentra un material combustible, como apagarse si encuentra personas capaces de asumirla.

El marginado es fruto de las injusticias y violencias del pasado. El drama de su ser se identifica con los rechazos que ha sufrido. Si es muy sensible y vulnerable, sus heridas serán profundas y se manifestarán en la confusión de su ser, la falta de confianza en sí y en un sentimiento de culpabilidad que llegará hasta el extremo de sentirse culpable de vivir.

La luz que ahuyenta las tinieblas sólo puede venir de otro. En el marginado puede haber una lucha terrible contra las tinieblas que desean permanecer en él a toda costa. El marginado siempre es ambivalente; vacila entre el amor de la luz y el deseo de permanecer en el caos y en lo trágico. Su ambivalencia le hace amar y odiar al mismo tiempo a la comunidad, y sobre todo a la persona de referencia. Su inseguridad le empuja a la vez a unirse a ella y rechazarla.

La liberación del marginado de este mundo de tinieblas corre el riesgo de hacerse a través de muchas pruebas. La persona-referencia o la comunidad deben saber acoger la hostilidad y la agresividad nacidas 4 su angustia, ya que sólo son la consecuencia de las hostilidades que ha padecido. Necesitan recibir en su carne la violencia para poderla transformar en ternura, liberando así poco a poco al marginado de sus angustias. Verdaderamente el cometido de reconciliación de una comunidad es el de romper el círculo de violencia para llevar a la persona a la paz.

El peligro de muchos marginados está en que no han vivido una relación vital con su madre, lo que ha dejado en ellos una especie de herida. Están sedientos de una relación de ternura que les acoja plenamente en todo momento. En lo más profundo de su ser está ese grito constante pidiendo amor. Al no haber recibido este amor durante su infancia, no han vivido tampoco las primeras frustraciones del niño, como cuando la madre se vuelca hacia otro niño que acaba de nacer. No han vivido las envidias que se integran más tarde y por eso tienen una sed insaciable; quiere poseer totalmente a la persona de referencia y rehúsa que se vuelque hacia otro.

Quien quiera ayudar a un marginado no debe nunca estar completamente solo. Bastante peligroso es que un niño capte toda la afectividad de su madre, y que ésta se polarice en él como les ocurre a las madres solteras o separadas de sus maridos, en las que se da una especie de dependencia afectiva por la que el niño y la madre se poseen mutuamente. No es una relación liberadora. A veces he visto este tipo de relación peligrosa en nuestras comunidades cuando un asistente se polariza totalmente en un niño disminuido.

Por eso la referencia, si es única, debe ser dependiente de la comunidad. El niño disminuido, sin familia, o el marginado deben saber claramente que nunca podrán poseer a esa persona totalmente, porque ella tiene su fuerza y sus ligaduras dentro de la comunidad.

Bruno Bettelheim ha escrito un libro titulado: El amor no basta. Lo que dice acentúa el aspecto analítico. Se puede deducir que para ayudar a una persona marginada, angustiada, en peligro, y en las tinieblas de la confusión es necesario tener una cierta competencia. Hay que saber acoger las crisis, las violencias, las depresiones, saber lo que se está queriendo decir a través de las regresiones y de las fugas, saber descifrar los mensajes enviados a través de actos extraños y robos, y responder con sinceridad a sus gritos y necesidades. Es necesario conocer ciertas leyes sobre los trastornos y el crecimiento humano a través de la relación y del trabajo, y la manera de llevar hacia una curación interior. Hay que saber sobre todo entablar una verdadera relación con la persona.

No es necesario ser psiquiatra, ni haber hecho psicoanálisis, sino ser sensible a las necesidades profundas de los demás, tener experiencia y no tener miedo a recurrir a los profesionales: médicos, psiquiatras o terapeutas. En efecto, no hay ninguna oposición entre fe y psiquiatría, sólo hay oposición entre las personas que se niegan a estas dimensiones. Esto no quiere decir que sea fácil delimitar lo que compete a la espiritualidad y al sacerdote, y lo que compete al psiquiatra, porque los dominios a menudo se entremezclan.

En El Arca estamos descubriendo nuestra propia terapia, muy diferente a la terapia de los hospitales, y diferente también a la terapia fundada únicamente en medicamentos o en psicoanálisis. Es una terapia basada en una relación auténtica vivida en una comunidad, que aporte a la persona un dinamismo, una aceptación de sí misma y una nueva motivación. La persona desamparada descubre poco a poco que forma parte de una familia, de una comunidad. Esto le da seguridad y paz.

La comunidad cristiana que acoge a marginados y a personas desamparadas necesita profesionales: psicólogos, psiquiatras, etc. pero sobre todo necesita profundizar en su propia terapia. Los profesionales deben conocer esta terapia y colaborar con ella.

La comunidad cristiana se funda en el perdón y en los signos de perdón. El cometido del sacerdote en la confesión, el secreto que mantiene y el descubrimiento a través de él del perdón de Jesús, pueden ser capitales para llevar a una persona a la curación interior, eximiéndole del yugo de la culpa.

El descubrimiento dentro de la fe de que Jesús ama a todos los hombres y especialmente a los marginados ayuda a la persona a descubrir su propia dignidad de hijo de Dios. La manera de acoger la comunidad la muerte de un hermano ayuda a algunos a superar su miedo a la muerte. Por lo mismo, la Eucaristía y la oración en común ayudan a descubrir que todos somos hermanos en Cristo y que a fin de cuentas no hay separación entre sanos y enfermos. Ante Dios todos somos disminuidos de corazón, prisioneros de nuestros egoísmos. Pero Jesús ha venido para curarnos interiormente, salvamos y liberarnos por el don de su Espíritu. Es la buena nueva que él trae a los pobres: no estamos solos en nuestra tristeza, en las tinieblas de nuestra soledad, en nuestros temores, en nuestra afectividad y en nuestra sexualidad trastorna-da. El nos ama y está con nostros: «No temas, yo estoy contigo.»Cuando se acoge a una persona verdaderamente herida, es necesario ser consciente de la importancia de este gesto. Ello implica que se la acepta tal cual es, que no se le impone un ideal, que, se comprende lo que busca en el nivel de la relación y que se está dispuesto al amor que «disculpa siempre, se fía siempre, aguanta siempre» (1 Cor. 13, 7). Pero al mismo tiempo es necesario que la persona sepa los límites de la comunidad.

Ocurre a veces que tras una verdadera acogida se descubre que no se puede retener a esa persona, que se está haciendo daño a sí misma y a los demás. Es necesario aprender a ser verdaderos y firmes, y, al mismo tiempo tiempo, tiernos y compasivos. Si la persona tiene que marcharse, hay que tratar de encontrarle un lugar para su regeneración.


Marginados dentro de la comunidad

Muchas comunidades que conozco tienen una o dos personas marginadas que, llegadas a una cierta edad, parecen encerrarse en una especie de enfermedad mental. Son depresivas, desabridas, ponen mala cara, parece que no tienen nada que hacer; todas las gestiones de escucha o delicadeza son rechazadas. A menudo no es por su culpa. Cuando eran jóvenes tenían fuerzas para disimular estos fallos de su personalidad, pero a una determinada edad estalla el inconsciente. Viven entonces en la ambivalencia; querrían abandonar la comunidad pero saben que no pueden ir a otra parte. Se sienten inútiles y despreciadas porque rehúsan toda relación. Llevan la cruz terrible de la soledad.

La comunidad a veces debe buscarles otra solución: un lugar más apropiado o tal vez atenciones profesionales, pero sobre todo debe acogerlas como un don de Dios. Las personas marginadas que están dentro de la comunidad son a menudo más difíciles que aquellas que están fuera. Molestan mucho, pero animan a los demás miembros de la comunidad a estar constantemente al acecho para amar más, para escuchar, para aprovechar las pequeñas cosas que pueden tranquilizar. Es necesario ayudar a la persona marginada a no culparse, a no encerrarse en la enfermedad, ni a replegarse totalmente en sí misma. La comunidad y los responsables pueden ser culpables de las crisis que estallen, porque le han confiado tal vez responsabilidades demasiado pesadas o no se han preocupado suficientemente de ella; no la han tomado en cuenta cuando ha tenido «pequeñas crisis». Si antes se hubiese estado atento a estos fallos, y no se hubiese dejado a esta persona en una cierta soledad, tal vez se habrían podido evitar sufrimientos posteriores.

Algunas personas ocultan sus fallos de personalidad bajo una gran capacidad de eficacia. Cuando se nota esto hay que prestar atención. El peligro está en acentuar cada vez más la función y la eficacia, para que la persona pueda continuar ocultando sus fallos, pero llegará un momento en que no los podrá ocultar más. El desfase será cada vez mayor entre la función y la fragilidad de la persona. Entonces es cuando puede caer en una grave depresión o en alguna forma de agresividad violenta. A veces más vale provocar antes la crisis, cuando todavía hay tiempo, para ayudar verdaderamente a la persona. Lo más importante siempre es tratar de ser sincero y decir a la persona cuál es nuestra posición respecto a ella.


Acogida y lucha

A veces las personas se agrupan para luchar. Este tipo de grupo no puede nunca constituir una comunidad porque es una reunión de militantes. Una comunidad implica una actitud no de agresividad, sino de acogida, de confianza, de apertura. Esto no quiere decir que las comunidades no deban luchar y a veces ejercer su agresividad, para la defensa de valores primarios como son la acogida y la confianza entre las personas.


Acoger para servir

Los que forman parte de comunidades que acogen, deben hacerlo no por sí mismos o para su tranquilidad de conciencia, o por la satisfacción de sentirse salvadores, sino por aquellos a los que acogen. Deben estar a su servicio; la comunidad debe organizarse con la mira puesta en su liberación interior.

Hoy muchas comunidades quieren ser comunidades que acogen, al mismo tiempo que comunidades cristianas y por lo mismo comunidades de oración.

Una comunidad cristiana debe saber bien lo que quiere hacer y a quién quiere acoger. ¿Acoger, como labor fundamental, a personas desamparadas, disminuidas o sin familia, para darles una familia, ayudarles a encontrar paz y seguridad mayor y para reinsertarles, tal vez, en la sociedad de una manera real y feliz? ¿O ante todo se busca formar una comunidad de oración, para acoger a unas personas en la medida en que son cristianas o desean convertirse?

En El Arca hemos decidido acoger a personas disminuidas porque lo necesitan, sin mirar si son cristianas o no. Nuestro deseo es hacer todo lo necesario para que puedan crecer humana y espiritualmente según su ritmo de vida y su don.

Si acogemos a personas porque están desamparadas o por darles una seguridad o una familia, implica que no todos los miembros son necesariamente cristianos y que no participan todos de la misma religión aunque forman parte de la misma familia.

Lo importante en la acogida es saber exactamente lo que se hace, para manifestar que uno se preocupa verdaderamente de las personas y las ama.

Esta forma de acoger es terriblemente molesta porque no se tiene plan ni reglamento bien definido. Siempre es más cómodo acoger a personas que prestan atención a lo piadoso y van a misa, aunque exista el peligro de que pretendan tener fe para poderse quedar. A veces es preferible dejarlas descubrir poco a poco su camino y la persona de Jesucristo para que se adhieran a ella más libremente. Este proceso es más lento pero, porque respeta a la persona en sus opiniones más personales y en su crecimiento, los resultados son más profundos. Siempre existe el peligro de caer en la indiferencia, pero hay que rezar al Espíritu para que nos mantenga vigilantes.


Necesidad de comunidades que acojan

Me llama la atención el número de personas que viven solas y que abrumadas por la soledad, se hunden en la depresión o en el alcoholismo, porque es evidente que la soledad puede trastornar. Cada vez hay más personas desequilibradas porque su vida familiar ha sido triste, como los drogadictos, delincuentes y todas las personas que buscan una familia y un sentido a la vida. En los años venideros tendrán que nacer pequeñas comunidades de acogida, en donde estas personas solas puedan encontrar una familia y lleguen a sentir que pertenecen a algo o alguien. Antiguamente, los cristianos que querían seguir a Jesús abrían hospitales y escuelas; hoy que hay cada vez más enfermeras y maestros será necesarios que los cristianos se comprometan con estas nuevas comunidades de acogida, para vivir con quien no tiene familia .y necesita que alguien le demuestre que le quiere.