Autoridad y otros dones


Autoridad

El cometido de la autoridad en una comunidad no se puede comprender, si no se la ve como un don o un misterio entre muchos otros necesarios para la construcción de la comunidad. Es muy importante porque el crecimiento depende en gran parte de la manera en que se ejerce. A menudo se mira la autoridad como el único don. El jefe de una comunidad no lo sabe todo; su cometido por el contrario es el de ayudar a cada miembro a ser él mismo y a ejercer sus dones propios para el bien de todos. Una comunidad sólo podrá ser un corazón armoniosamente unido en una sola vida, «un solo corazón, una sola alma, un solo espíritu», cuando cada uno esté vivo plenamente. Si no, se traspasará el esquema patrón-obrero, oficial-soldado, autoridad-ejecutor, y no se comprenderá lo que es una comunidad.

Al hablar de la autoridad en estas páginas, no hablamos únicamente del «gran jefe» de una comunidad, sino de todos los que tienen autoridad sobre alguien. En El Arca hay unos responsables de talleres, de residencias, de cuadrillas de jardineros, de la administración, la cocina o la recepción que organizan el trabajo de los demás. Todos deben aprender a ejercer la autoridad de manera cristiana y comunitaria.


Una misión que viene de Dios

El responsable de una comunidad, y cualquier responsable, ha recibido una misión que le ha sido confiada por la comunidad que le ha elegido o por un superior que le ha nombrado. Y debe rendir cuentas de ella.

Pero también la ha recibido de Dios. No se puede asumir una responsabilidad relacionada con otras personas sin la ayuda de Dios, porque, dice san Pablo, «no existe autoridad sin que lo dis ponga Dios» (Rom. 13,1). Toda autoridad si ha recibido una misión de Dios, se debe a Dios y a él tiene que rendir cuentas Esa es la pequeñez y la grandeza de la autoridad humana.

Está pensada para la libertad y el crecimiento de las personas es una obra de amor. Igual que Dios vela por sus hijos para que crezcan en el amor y en la verdad, el responsable debe ser un ser vidor de Dios y de las personas para que todos crezcan en el amor y en la verdad.

Es una gran responsabilidad, muy hermosa, porque quien ha recibido una autoridad debe estar seguro de que recibirá de Dios la luz, la fuerza y los dones necesarios para cumplir su tarea. Poi eso un responsable no debe sólo preguntar lo que hay que hacer a quienes le han confiado la responsabilidad, como lo haría e] secretario de una asamblea, sino que en su interior ha de buscar el consejo de Dios, y descubrir en el centro de su corazón la 1w divina. Creo en la gracia de estado; Dios siempre viene en ayuda de quien tiene autoridad, si es humilde y busca servir en la verdad.

El responsable debe preocuparse de lo que piensan los demás, pero no ha de ser su prisionero. Tiene una responsabilidad ante Dios y no tiene derecho a llevar a cabo ciertos compromisos, a vivir entre mentiras y a ser instrumento de injusticia. .

Quien se constituye en última autoridad en la comunidad debe asumir una parte de soledad, aunque esté ayudado por un consejo porque permanece solo ante las decisiones finales. Esta soledad es su cruz, pero también es la garantía de la presencia, de la luz y de la fortaleza de Dios. Por eso necesita, más que nadie en la comunidad, tener tiempo para estar solo, para alejarse y permanecer con Dios. Es precisamente en estos momentos de soledad cuando nacerá la inspiración y cuando verá qué dirección tomar. Es necesario que tenga confianza en estas intuiciones, sobre todo si les acompaña una paz profunda, pero también debe buscar la confirmación compartiendo con los que tienen en la comunidad más capacidad de discernir, además de su consejo y otros miembros.

Ante las decisiones difíciles que comprometen el porvenir, necesita razonar y reflexionar y el máximo de informaciones posible. Pero a fin de cuentas, por la complejidad de los problemas y la imposibilidad de preverlo todo, debe, después de haberlo asimilado todo, apoyarse en las intuiciones profundas que le son dadas en su soledad. Esta es la única forma de que la autoridad adquiera la libertad que le permitirá avanzar y tomar decisiones sin tener miedo al fracaso.


Ser servidor

Hay diferentes maneras de ejercer la autoridad y el orden: la del militar, la del empresario y la del responsable de una comunidad. El general tiene la victoria como meta; el empresario el rendimiento; y el responsable de una comunidad, el crecimiento de las personas en el amor y en la verdad.

El responsable de una comunidad tiene una doble misión: debe mantener sus ojos y los de la comunidad fijos en lo esencial, en los fines fundamentales, e indicar siempre la dirección a seguir para que la comunidad no se pierda en pequeñeces, en cosas secundarias y accidentales. En El Arca, el responsable debe recordar constantemente que la comunidad existe esencialmente para acoger y hacer que crezcan las personas disminuidas y ello bajo el espíritu de las bienaventuranzas. Una comunidad de oración debe siempre recordar que las exigencias del trabajo están subordinadas a las de la oración. El responsable tiene como misión asistir a la comunidad ante lo esencial.

Pero también tiene como misión crear una atmósfera, un ambiente de paz y de alegría entre todos los miembros. Por su relación con cada uno, por la confianza que les demuestra, el responsable ha de empujar a cada uno a tener confianza en los demás. La tierra que propicia el crecimiento humano es el medio sosegado hecho de confianza mutua. Cuando hay rivalidades, celo, suspicacias, ajustes de cuentas, no puede haber ni comunidad, ni crecimiento, ni testimonio de vida.

Hay muchas maneras de ejercer la responsabilidad, según la diversidad de temperamentos. Hay quienes tienen temperamento de jefe, son creativos, y tienen visión de porvenir; van delante. Los hay que son más tímidos y humildes, y marchan entre los demás pero son excelentes coordinadores.

Lo esencial en todo responsable es que sea servidor antes que jefe. Quien asume una responsabilidad porque quiere probar ` algo, porque tiene por temperamento tendencia a ordenar y a dominar, porque necesita ponerse a la cabeza o porque busca unos privilegios o un prestigio, será un mal responsable, porque, en principio no busca ser un servidor.

Algunas comunidades eligen a veces a su responsable por sus capacidades de administración o su ascendiente sobre los demás. No siempre hay que elegir un jefe por sus cualidades naturales, sino porque es quien pone los intereses de la comunidad por encima de sus intereses personales. Es preferible alguien, incluso tímido, o que no tiene todas las cualidades de mando, pero que está dispuesto a servir a los demás y a la comunidad, que alguien «capacitado» pero prendado de sí mismo.

El mejor responsable es el que recibe su responsabilidad como una misión de Dios y que se apoya en la fortaleza de Dios y en los dones del Espíritu Santo. Se sentirá pobre e incapaz, pero actuará siempre humildemente por el bien de todos. Los miembros de la comunidad tendrán siempre confianza en él, porque sentirán que confía no en sí mismo o en su propia visión, sino en Dios; sentirán que no quiere probar nada, que no busca nada para sí mismo, que su visión no está bloqueada por sus propios problemas y está dispuesto a retirarse cuando su momento se haya acabado.

La primera cualidad de un responsable es amar a los miembros de su comunidad, y preocuparse por su crecimiento. Esto implica también compartir sus debilidades. Los miembros de la comunidad notan muy pronto si el responsable les quiere, si tiene confianza en ellos, si por el contrario, está allí para ejercer un poder e imponer sus ideas, o si es una persona débil que no busca más que ser amado por ellos.

Para el cristiano, Jesús es el modelo de toda autoridad. Lava los pies a sus discípulos, es el buen pastor que da su vida por sus ovejas, a diferencia del mercenario que sólo actúa por el interés.


Continuar confiando

En El Arca me siento un poco agobiado por los problemas. Cuando una persona disminuida o un asistente marchan muy mal, cuando hay focos de oposición, cuando un grupo de asistentes forma un grupo de presión ante lo que considero como una opción fundamental, o cuando noto divisiones en el interior de la comunidad, como puede ser entre los profesionales que quieren más competencia y los espirituales que quieren acentuar lo religioso; entonces pongo mala cara.

No está bien que me lo tome demasiado en serio. Es necesario que me acuerde de que no me toca sólo a mí arreglar todos los problemas, en principio porque somos muchos y sobre todo porque Dios ha prometido venir en nuestra ayuda. El responsable es el servidor de Dios y de la comunidad. No puede hacer más que aquello de lo que es capaz; Dios hará el resto. No es necesario entonces que se preocupe demasiado sino que tome conciencia de lo que va, a pasar, que se informe bien y, si es necesario, que exponga los problemas al consejo o a los responsables. Debe entonces discernir sin pasión lo que hay que hacer y actuar en consecuencia, dando los pequeños pasos necesarios, aunque no vea claramente el horizonte.

El responsable ante la multiplicidad y complejidad de los problemas, debe conservar un corazón de niño, seguro de que Jesús vendrá siempre en ayuda de su debilidad. Necesita poner sus preocupaciones en el corazón de Dios y hacer todo lo posible.

Nadie estará contento en la comunidad si los responsables están constantemente preocupados, serios, cerrados en sí mismos. La responsabilidad es una cruz, que es necesario llevar cada día, pero debemos aprender a llevarla con alegría.

El secreto de un responsable es permanecer joven, abierto .y disponible, capaz de asombrarse, y el medio mejor, es permanecer abierto al Espíritu Santo, juventud del Padre.

Uno de los peligros del responsable es dejar arrastrar una decisión por miedo a tomarla. Pero no tomarla es tomar ya una. Sin duda, la paciencia es una cualidad importante para el responsable. No debe de actuar en momentos de cólera, necesita saber escuchar, informarse, dejar pasar tiempo, pero a la vez, después de haber rezado y haberse aconsejado, tomar decisiones y no dejarse gobernar por el momento y por la historia.

Un buen responsable es quien engendra confianza y esperanza.


El peligro del orgullo

Cuanto más tiempo pasa, más veo lo difícil que es ejercer la autoridad en una comunidad. En seguida clarificamos por el honor, el prestigio, la admiración recibida o por probar algo. En nuestro interior hay un pequeño tirano que desea el poder, y el prestigio que atrae; queremos dominar, ser superiores. Tenemos la crítica, el control, y queremos ser los únicos en tener razón, a veces hasta en nombre de Dios; nos inmiscuimos en todos los dominios, haciéndolo todo, ordenando en todas partes, conservando celosamente la autoridad. Los demás se reducen a ser ejecutores implacables de buenos juicios. No se permite la libertad más que en la medida en que no altere nuestra autoridad y a condición de poderla controlar.

Queremos que nuestras ideas se realicen, y en seguida; la comunidad se convierte entonces en «lo nuestro», «nuestro proyecto». Todas estas tendencias se infiltran fácilmente en el ejercicio de la autoridad, en grados diferentes, y a veces los mismos cristianos pueden enmascararlas encubriéndolas con la virtud, y por así decirlo, con una buena causa. No hay nada más terrible que la tiranía encubierta por la religión. Yo he sentido a menudo estas tendencias en mi interior, y debo luchar contra ellas constantemente.

En una comunidad es importante que los límites del poder de cada uno estén claros e incluso escritos. No es raro que un padre rebase su poder con sus hijos queriéndolos formar según su proyecto. Muy pronto deja de tomar en cuenta su libertad y sus deseos.

No es fácil, al ejercer la autoridad, encontrar el término medio entre dominar demasiado y dejar hacer.

El peligro del orgullo y del deseo de dominar es tan grande para todos los jefes que se necesitan unos antepechos y unos bornes se fijen la superficie de su poder y sistemas de control que ayuden a ser objetivo y estar verdaderamente al servicio de la comunidad.

La rivalidad y los celos entre algunos miembros de la comunidad por el poder y la influencia son una fuerza terrible de destrucción.

Una comunidad unida es como una roca; una comunidad que se levanta contra sí misma se destruye rápidamente. Las mujeres, muy a menudo, mantienen rivalidades y envidias a causa del amor; los hombres por el poder.

Incluso los apóstoles de Jesús a sus espaldas (Mc. 9,34), discutiendo se preguntaban quién era el mayor entre ellos. Lucas menciona que hablaban de ello en la última cena. ¿Seria esta discusión la que incitó a Jesús a levantarse de la mesa y a lavar los pies a sus discípulos?

La rivalidad entre los miembros de una comunidad aparece a menudo cuando se vota para elegir responsable, o bien puede ser una rivalidad por influencia espiritual o intelectual. Estas luchas por el poder y la influencia están ancladas profundamente en el corazón humano. Se tiene miedo a no ser nadie, si no se es elegido, si no se obtiene esa función. Solemos identificar función, don y persona; popularidad, reconocimiento por parte del grupo y cualidades personales.

Ninguna autoridad está al abrigo de juicios demasiado rápidos que perjudican a las personas y las arrastran al círculo vicioso de la cólera y la tristeza. La humildad es la tierra de la unidad y de la salvaguardia contra las escisiones y los chismes. El espíritu del mal no puede nada contra la humildad porque es el príncipe de la mentira y de la ilusión, el instigador de cizañas, el proveedor de orgullo.


Servidor del más pequeño

Quien asume el servicio de la autoridad se debe acordar de que en el Evangelio el más importante y el más próximo a Dios no es el jefe sino el pobre. El pobre es a quien ha elegido Dios para confundir a los fuertes, es quien ocupa el corazón de la comunidad cristiana. El ministerio del gobierno está en función del pobre y de su crecimiento en el amor. «Cualquiera, dice Jesús, que se haga tan poca cosa como este niño, es el más grande» (Lc. 9, 46-48; Mt. 18, 1-5).

El responsable debe siempre preocuparse por las minorías y por los que no tienen voz. Debe siempre escucharlos y convertirse en su intérprete ante la comunidad. Es el defensor de las personas, porque las personas en su interior no deben nunca ser sacrificadas al grupo. La comunidad ha de tener siempre a la vista a las personas y no a la inversa.


Compartir las responsabilidades

Una de las cosas más importantes para quien tiene autoridad es la de tener prioridades claras y netas; si se pierde en mil detalles se arriesga pronto a desorientarse. Es necesario que ponga constantemente los ojos en lo esencial. En el fondo la mejor autoridad es la que hace muy poco, pero recuerda a los demás lo esencial de su función y de su vida, los interpela para asumir las responsabilidades, los ampara, los confirma y los controla.

Un responsable no debe jamás dejar de compartir el trabajo con los demás, incluso aunque crea que los demás hacen el trabajo peor o de modo distinto de él. Siempre es más fácil hacer las cosas uno mismo, que aprender de los demás a hacerlas. Un responsable que cae en la trampa de querer hacerlo todo se arriesga a aislarse.

Cuando se confía una responsabilidad a alguien hay que darle los medios para asumirla. Se debe evitar la superprotección, que en resumidas cuentas es un rechazo a compartir la responsabilidad, Hay que conceder el derecho a cometer errores, a romperse la cabeza. Hacer todo para evitar a otro el fracaso, es también impedir que tenga éxito. Empleo estas palabras aunque no me gustan para la vida comunitaria.

Para llevar una responsabilidad, no se puede estar solo. Se necesita a alguien que aconseje, ampare, anime y controle. Nunca hay que dejar que alguien «se mezcle» en situaciones y tensiones demasiado pesadas, pero hace falta alguien con quien se pueda hablar libremente, que comprenda, que confirme en la responsabilidad, que sea una presencia discreta que no juzga, que tenga experiencia de las cosas humanas, alguien en quien se tenga confianza y que la dé. Si no el responsable se arriesga a desmoronarse. Jesús prometió a sus discípulos enviarles otro Paráclito. Hay que ser paráclitos los unos para los otros, es decir personas que responden a la llamada de otra. La cruz de la responsabilidad es a veces pesada y para hacerla más llevadera son necesarios el amigo lleno de comprensión y el hermano.

Al principio de una comunidad el fundador decide todo y hace todo, pero poco a poco llegan colaboradores, hermanos y hermanas que anudan lazos de unión.

El responsable les pide entonces su parecer; ya no es él quien dieta lo que hay que hacer, sino que escucha a los demás y nace así un espíritu común. El responsable descubre el don de cada uno de sus colaboradores, su carisma. Descubre que están más capacitados que él en tal o cual dominio y que tienen dones que él no tiene. Debe entonces ejercer su autoridad confiándoles responsabilidades cada vez mayores, aprendiendo a morir para permitir que los demás vivan. Terminará siendo la atadura, la referencia, el coordinador, el que confirma a los demás en sus responsabilidades y vela por el mantenimiento del espíritu y de la unidad armoniosa del conjunto. De vez en cuando, en un momento de crisis, tendrá que confirmar su autoridad, porque es el último responsable y debe, cuando se relaja la disciplina, llamar al orden. Es una referencia lejana, pero muy presente, hasta el día que desaparezca totalmente o deje su lugar a otro que le reemplace. De esta manera su trabajo se cumplirá y su obra continuará porque su cometido final era justamente desaparecer.

Existe una analogía con la autoridad ejercida por los padres. Al principio, éstos hacen todo por sus hijos, pero, poco a poco, el padre y la madre se convierten en unos amigos con quienes dialogar, que hasta pueden convertirse en hijos cuando son viejos. Un padre debe de estar constantemente dispuesto a dejar que crezca la vida del hijo y no a ahogarla. De igual manera quien funda una comunidad debe aprender poco a poco a echarse a un lado y no defender su autoridad.

El fundador, al principio, tiene una visión según la cual actúa. Después, poco a poco, van unas personas a reunirse con él y se forma una comunidad. Los miembros juntos se convierten en un cuerpo con todo lo que es vital y también con muchas tensiones.

El fundador, entonces, no puede actuar como si fuese el único que tuviese la idea. Debe de escuchar al cuerpo, respetar la vida de ese cuerpo que es la comunidad y que tiene su propia idea. El cometido del responsable y del fundador es la de captar la vida que está en el cuerpo, comprenderla y dejarla que salga a la luz criándola.

Lo más difícil para un responsable es el compartir su visión, y aceptar que otros tengan una visión más clara y más verdadera de la comunidad tal como es, con sus fines fundamentales.

En El Arca tenemos un consejo formado por diecisiete personas elegidas entre los asistentes de hace más de dos años. Este consejo se reúne una mañana cada semana para hablar sobre las orientaciones profundas de la comunidad y tomar decisiones sobre las cosas importantes. Yo he aprendido mucho en este consejo. He aprendido las dificultades del compartir y del buscar juntos. no «mi voluntad». sino la voluntad de toda la comunidad y la voluntad de Dios. Somos posesivos y apasionados. Este consejo me ha ayudado mucho a descubrir cuánto necesitaba crecer para abrirme al Espíritu Santo y para convertirme en más objetivo. Me parece que toda autoridad debería de tener un lugar como éste, un lugar comunitario y fraternal en donde se discierne juntos. en donde la autoridad esté compartida. mantenida y controlada y donde todo se pueda engrandecer para llevar juntos la responsabilidad.

Una vez que se han establecido las estructuras, el fundador debe respetarlas. Para mí sería un grave error el tomar una decisión solo, cuando debe ser tomada en consejo. El proceso es más largo y a veces más difícil por no tener libertad para seguir nuestras propias «inspiraciones». Pero de esta manera es como se deben madurar las decisiones.

Cada vez más, descubro lo difícil que es ejercer la autoridad. Arremeto muy deprisa contra lo que hay de dureza y autodefensa en mi interior. Me cuesta conectar la atención a las personas y la compasión con la firmeza, la objetividad y la esperanza de que pueden crecer. Me muestro demasiado tímido y acomodadizo, dejando hacer a las personas; a veces, por el contrario, soy demasiado rígido y legalista.

Hay una inteligencia de las cosas que debo adquirir y una sabiduría de la responsabilidad, pero también hay una fuerza y una paciencia. Mis hermanos del consejo me han ayudado mucho a progresar, pero aún me queda mucho trabajo que hacer.

Una de las cualidades esenciales de un responsable es la de saber escuchar a todo el mundo y no sólo a los amigos y admiradores. Debe comprender desde dónde hablan y crear con cada uno unos lazos verdaderos, si es posible calurosos. Un mal responsable se oculta tras el prestigio, el poder, la palabra, la orden; no escucha más que a sus amigos. Habla mucho, pero no se preocupa por saber cómo reciben los demás su palabra y sobre todo no busca conocer sus profundas necesidades, sus aspiraciones, sus dificultades y sufrimientos, y la llamada de Dios para ellos. El responsable que no sabe escuchar al contestatario para elegir el grano de verdad, oculto tras las malas hierbas del descontento, vive en la inseguridad.

Sería conveniente que dejara a los miembros de su comunidad expresarse libremente ante una tercera persona, una mirada exterior, sobre la forma de ejercer la autoridad.

Uno de los peligros del responsable es negarse inconscientemente a ver la realidad de su comunidad tal como es, y no escucharla. Así se convierte en un optimista perezoso: «Todo irá bien», es su divisa. En el fondo, tiene miedo de actuar, o se siente incompetente e incapaz ante la realidad. Es difícil permanecer constantemente consciente ante ella, porque molesta, pero también despierta. La autoridad consciente se convierte en una autoridad que busca, que reza y que grita a Dios. Su sed por la verdad aumenta y Dios responde a su llamada. Pero debe saber tener paciencia.

Un mal jefe no se preocupa más que de los reglamentos y de la ley. No intenta saber dónde están las personas. Oculta su incapacidad de comprender y de escuchar tras la imposición de una ley. Se imponen las reglas cuando se tiene miedo de las personas.

El responsable debe evitar caer en la trampa de los hombres de labia que pueden ejercer sobre él un poder de seducción y que cuidadosamente evitarán sujetarse a estructuras estables.

Es importante que el que tiene autoridad escuche a los jóvenes que entran en la comunidad o que desean entrar en ella. La llamada de estos jóvenes, sus inspiraciones y sus deseos pueden revelarle muchas cosas. El responsable debe saber escuchar con interés y asombro la obra de Dios en ellos, porque su llamada puede enseñar lo que debería de ser la comunidad y cuáles son sus deficiencias.

En su regla, san Benito dice que cada vez que hay un asunto importante que tratar, el abad tiene que convocar a toda la comunidad, para recoger la opinión de los hermanos. Si el abad pide consejo a todos es porque «a menudo Dios inspira las mejores sugerencias a los más jóvenes».


No ocultarse

El responsable tiene el peligro de levantar barreras entre él y aquellos para los que es responsable. Da la impresión de estar siempre ocupado. Impresiona por lo grande que es su coche o su despacho. Hace sentir que él es superior o el más importante. Este tipo de jefe tiene miedo y produce miedo. Está inseguro y por eso mismo, mantiene las distancias. El verdadero responsable está disponible. Va a pie, da a su gente múltiples ocasiones de abordarle y de hablarle como a un hermano. No se oculta y por lo mismo permanece vulnerable a toda respuesta o crítica abierta. Un buen responsable debe siempre permanecer cerca de quienes es responsable y facilitar encuentros verdaderos y sencillos. Si se mantiene alejado no podrá conocer a su pueblo, ni sus necesidades.

Es importante que el responsable se muestre tal y como es y comparta sus dificultades y debilidades. Si las oculta, las personas se arriesgan a verle como un modelo inimitable. Es importante que le vean falible y humano, pero al mismo tiempo confiado y esforzándose por progresar.

Para un responsable resulta útil hacer un pequeño trabajo manual, aunque no sea más que fregar ocasionalmente la vajilla o la cocina. Esto le pone de nuevo en la tierra y le obliga a mancharse las manos. Así se crea una nueva relación. Cuando se trabaja con él se puede llegar a él como a una persona y no sólo como a una función.

Algunos responsables necesitan tener siempre a alguien junto a ellos que sepa hacerles bajar de su pedestal, «darles un puntapié en el trasero» o hacerles rabiar. Los responsables a menudo son adulados o agredidos. Pueden encerrarse en su cometido por miedo o,porque se creen pequeños dioses. Y necesitan personas que se burlen de ellos amistosamente, que no les tomen demasiado en serio, que vean a la persona detrás de su función y les hagan descender a tierra. Si no, muy pronto estarán en las nubes, se ocultarán y perderán contacto con la realidad. Desde luego es necesario que tengan confianza en esas personas y sepan hacerse amar por ellas.


Relación personal

Me llama la atención el número de personas que tienen una extraña concepción de, la autoridad, e incluso de la responsabilidad, y que por eso tienen miedo de asumirla. Es como si para ellos la autoridad supusiera un corte total con la ternura y la amistad, como si fuera una ruptura con las personas, como si siempre fuese mala y molesta. De jóvenes tuvieron que sufrir a un padre autoritario, sin ternura ni confianza. Tal vez sea esa una de las enfermedades de nuestro tiempo. En todo se tiende a separar la autoridad del amor.

La verdadera autoridad es la que abre a una verdadera justicia para todos, y sobre todo para los más pobres, para los que no se pueden defender y forman parte de una minoría oprimida. Es una autoridad dispuesta a dar su vida, que no acepta ningún compromiso con el mal, la mentira y las fuerzas opresoras que atropellan a las personas, y sobre todo a los más humildes. Cuando se trata de una autoridad familiar o comunitaria, además del sentido de la justicia, debe haber delicadeza, atención, confianza y perdón, lo que no excluye momentos de firmeza cuando son necesarios.

De igual manera y tal vez por las mismas razones, muchos confunden autoridad y poder de eficacia, como si el primer cometido de un responsable fuera tomar decisiones, actuar y ordenar eficazmente, ejerciendo así un poder. Pero la autoridad es un principio, una referencia, una seguridad, una persona que confirma, mantiene, anima y guía.

Algunas comunidades rehúsan tener un responsable. Quieren regular todo por la «vía democrática», por un consenso de opinión o de legalidad, sin coordinador, ni «padre» o «hermano mayor». No me atrevo a decir que sea imposible, pero verdaderamente tengo la impresión, a partir de mi experiencia, de que los miembros de una comunidad necesitan una persona a quien puedan tomar como referencia y con quien puedan tener una relación personal. A veces se reniega de toda autoridad personal porque se tiene la impresión de que es siempre subjetiva, con miras a un prestigio personal, y que sólo la colegialidad permite la objetividad.

Es verdad que la colegialidad permite una objetividad y un control mayor; «todos juntos somos más inteligentes que uno solo». Un grupo elabora unas reglas más justas que una persona sola, pero, por el contrario, juzga siempre objetivamente sin admitir excepciones.

En una comunidad que existe en función del crecimiento interior de las personas, se necesita una autoridad que pueda dialogar y establecer unas relaciones de confianza. Las comunidades que rehúsan al «padre» o al «hermano mayor» son a menudo comunidades de jóvenes o menos jóvenes, orientados hacia un trabajo eficaz e interesante. Cuando una comunidad es más antigua, cuando tiene la experiencia de la debilidad de unos y otros, cuando acoge a marginados, a débiles en cualquier aspecto, se conciencia de la necesidad de tener como autoridad, a alguien que dé confianza. Tarde o temprano, en las comunidades baja el tono de vida: aparecen debilidades, egoísmos, hastíos. El cometido del padre o del hermano mayor es justamente el de animar, mantener, perdonar, controlar y a veces incluso llamar al orden. No se participa de una comunidad porque se sea perfecto, objetivo e inteligente, sino porque se quiere crecer en un amor y en una sabiduría más verdadera. Y para conseguir ese crecimiento humano hace falta alguien que confirme, mantenga, dé seguridad y ayude a las personas a recobrar la confianza en sí mismas para reemprender la marcha con más audacia y confianza. Ciertamente el responsable debe ayudar a los miembros a regular las cuestiones comunitarias por la vía de los discernimientos comunitarios, pero siempre hay estas excepciones a la debilidad humana, espiritual o psicológica que necesitan encontrar otro corazón humano, compasivo y bueno a quien pueda abrirse con toda confianza. El corazón no se abre a un grupo, sino a una persona.

Aristóteles habla de la «epikeia» como una de las virtudes propias del jefe, que le permite infringir la ley. En efecto, para un legislador es imposible prever todos los casos. El jefe entonces tiene tal sentido de la justicia y del bien de las personas que ante la excepción, el caso imprevisto, actúa como hubiese actuado el mismo legislador si se hubiese encontrado ante este caso excepcional.

Sin embargo, el grupo actuará siempre según la justicia y una ley determinada, porque en una comunidad, no se pueden tomar decisiones sobre la marcha, ya que supondría dejar la puerta abierta a las comparaciones, los celos y las reivindicaciones. Pero al mismo tiempo, si es necesaria una regla, es necesaria también la posibilidad de hacer excepciones. La autoridad personalizada antepondrá siempre el bien de una persona al del grupo y al de la ley; será una autoridad de misericordia y de bondad para con la debilidad y el caso excepcional. Esto implica que la autoridad sea una verdadera autoridad amante y al servicio de las personas.

¿Cómo convertirse en padre? De una cosa estoy seguro: no se puede ser padre si no se es hijo. No se puede mandar bien si no se sabe obedecer. Jesús antes de ser «pastor» es «oveja». El tiene toda la autoridad precisamente porque es el hijo de Dios.

En nuestra época hay una crisis de autoridad y algunas doctrinas psicoanalíticas coinciden en hablar de la muerte del padre. Pero nadie puede aceptar una ley si no va precedida por la confianza en la persona que la encarna. El delincuente es precisamente el que está en rebeldía con la ley porque no ha pasado de la ternura de la madre a la confianza en el padre. Por eso la autoridad le resulta insoportable. Tan sólo se puede aceptar una ley si la encarna una persona que sea capaz de perdonar, de hacer excepciones y sobre todo de ser compasivo y misericordioso.

El Padre León de «La Poudriére» en Bruselas, me decía, que cuando una comunidad no tiene responsables, la agresividad de los miembros se vuelve contra el más débil.

En una comunidad siempre hay cosas que van mal y es importante que el responsable sepa que tiene por cometido recibir y canalizar esta agresividad.


Diferentes actitudes con la autoridad

A veces en comunidad oigo decir que no se puede obedecer a la autoridad más que si se tiene confianza, queda sobreentendido que una confianza total, en la persona que tiene autoridad. Yo me pregunto si ésa no es una actitud infantil.

La autoridad en una comunidad no es todopoderosa. Siempre hay controles y limitaciones establecidas por la constitución. La responsabilidad del jefe debe estar bien delimitada. Por otra parte, es necesario para los miembros de la comunidad un medio de poder expresar, dentro de la legalidad, sus inquietudes y sus reproches, tal vez justificados, respecto al responsable. Si no, la puerta está abierta a las murmuraciones y a la cizaña.

Pero no querer obedecer más que a una autoridad en la que se tenga una confianza total, es buscar un padre ideal. Excluiría toda autoridad elegida por un tiempo limitado y toda auténtica división de la autoridad. Hay que saber obedecer a una persona que haya sido nombrada o elegida según una constitución para servir como responsable aunque no se tengan lazos profundos de afecto y amistad con ella. Si estos lazos existen tanto mejor. Pero no se puede esperar que todos los miembros tengan el mismo grado de amistad con el responsable. Si no se puede obedecer más que a condición de que exista esta confianza afectiva, permanece la puerta abierta a todas las anarquías y, finalmente, es la muerte de la comunidad.

No se trata de tener una confianza ciega en la autoridad, sino de tener confianza en la constitución y en los hermanos que han sido electores de esta persona, e igual confianza en las estructuras de control, y de diálogo y confianza por medio de las cuales Dios vela por la comunidad. El sabrá servirse incluso de alguien ,en apariencia incompetente y darle la gracia para cumplir su tarea con competencia, sin demasiados errores. Sí, hay que creer en la gracia de estado del responsable.

La obediencia en una comunidad es necesaria, si no, no puede haber una comunidad. Pero la obediencia no es una actitud servil y externa. Es una adhesión interior a la autoridad legítima, a las estructuras de decisión y a la conciencia común de la comunidad; es buscar la visión común; es adherirse a los principios de vida y de acción de la comunidad.

Se es una fuente de división y cizaña cuando se rehúsa interiormente adherirse a esta conciencia común, cuando uno se cree el único en estar en posesión de la verdad, cuando se erige en impugnador o en salvador, cuando se rehúsan las estructuras legales, cuando finalmente se quiere probar que se tiene razón.

Es evidente que la autoridad puede equivocarse, que las estructuras pueden resultan pesadas y represivas y ahogar la vida. Es evidente que aquellos que son responsables pueden intentar mantener sus privilegios y dejar de ser servidores para convertirse en mercenarios.

Entonces es cuando el responsable superior debe intervenir. Entonces es cuando hay que tratar de revivificar las estructuras, hay que emplear las vías legales para dialogar dentro de la verdad con los responsables. Si éstos se obstinan, se niegan a cambiar, si no hay señal de una pequeña evolución o de un deseo de diálogo, hay que buscar medios no violentos para hacer que esa autoridad injusta que ya no sirve ceda o evolucione.

La táctica marxista es la de descubrir las debilidades de la legítima autoridad para hacer que caiga e instaurar a continuación la anarquía, luego un totalitarismo apoyado en un poder policial. Es así como se utilizan los medios de la contestación.

Los que viven en comunidad y que no tienen poder deben sentirse siempre responsables ante una autoridad que se cierra en sí misma; debe enfrentársele si es necesario, pero con un diálogo fraternal. No lo podrán hacer si no están profundamente ligados a la comunidad. Demasiadas personas dentro de la comunidad cristican a los responsables a sus espaldas; no son más que cobardes que no se atreven a enfrentárseles cara a cara.

«Os rogamos, hermanos, que apreciéis a esos de vosotros que trabajan duro, haciéndose cargo de vosotros por el Señor y llamándoos al orden. Mostradles toda estima y amor por el trabajo que hacen. Entre vosotros tened paz.

Por favor, hermanos, llamad la atención a los ociosos, animad a los apocados, sostened a los débiles, sed pacientes con todos. Mirad que nadie devuelva a otro mal por mal, esmeraos siempre en haceros el bien unos a otros y a todos.

Estad siempre alegres, orad constantemente, dad gracias en toda circunstancia, porque esto quiere Dios de vosotros como cristianos. No apaguéis el Espíritu, no tengáis en poco los mensajes inspirados; pero examinadlo todo, retened lo que haya de bueno y manteneos lejos de toda clase de mal» (1 Tes. 5, 12-22).

En una comunidad, la autoridad es a menudo un blanco. Cuando se está descontento de sí o de la comunidad, se siente la necesidad de censurar a alguien. Se espera demasiado del responsable, se querría que fuese un padre ideal, que lo sepa todo y que pueda resolver todos los problemas, se desearía que tenga todos los dones del jefe y del animador. Cuando surge el convencimiento de que no tiene todos estos dones nace la inseguridad. En el fondo se quiere este jefe ideal sólo para dar seguridad a todos los miembros en sus deficiencias y en sus debilidades, y si no es así se le rechaza.

Los miembros, a menudo, dependen demasiado del responsable, buscando en todo momento y en todas partes su aprobación. Caen en actitudes de servilismo, y después descontentos por su actitud, critican por detrás al responsable. El jefe atrae a menudo sobre sí tanto la adulación como la agresividad.

Las relaciones con la autoridad con frecuencia están marcadas por la deficiencia de relaciones que los miembros han padecido, siendo niños, con sus propios padres. Cuando estas relaciones han sido difíciles, cuando los padres han sido poco respetuosos con la libertad de sus hijos, no escuchando sus deseos, sino imponiéndoselos, el corazón de los niños se llena de cólera y de tristeza más o menos expresadas, se vuelve suspicaz frente a toda autoridad. Las relaciones con los responsables van a estar teñidas por todas estas emociones y estos bloqueos profundos. En el momento en que interviene el jefe, surge la irritación, el rechazo, se rehúsa el control cualquiera que éste sea. Se espera que el jefe apruebe y bendiga todo, pero en cuanto parece que desaprueba algo o que plantea preguntas, la persona se cierra. A menudo cuesta trabajo ver la autoridad como una persona que no puede hacerlo todo, que tiene lagunas, pero que tiene un don que ejercer y que debe acrecentar y ejercer mejor su don cada día. Cuando no se admite que la autoridad pueda tener debilidades, no se ven tampoco las dificultades que ella misma tiene para admitirlo y el esfuerzo que hace para dialogar en la verdad. Por eso, los diálogos están a veces teñidos por el miedo o por la actitud infantil.

Muy a menudo se pone al jefe sobre un pedestal, se le idealiza, después se le ataca, como si se quisiese que el blanco fuera más fácil. Pero se evita cuidadosamente golpearle en el corazón; basta con herirle en la pierna. Matarle sería una catástrofe, porque habría que ser sustituido y esto es difícil de admitir.

La etapa más difícil de franquear para un niño en el crecimiento humano es tal vez el paso de la dependencia de sus padres y de una agresividad respecto a ellos a una amistad y a un diálogo que es reconocimiento de su servicio y de su don. El niño se convierte plenamente en hombre cuando adquiere la libertad interior y una capacidad real de juicio, pero también cuando ácepta plenamente el don de los demás y se deja alcanzar por la luz que hay en ellos. Es el paso de la dependencia a la interdependencia. Aquel que ejerce la autoridad debe desempeñar un papel importante para ayudar a las personas a dar este paso. Este paso necesita que las personas atraviesen unas crisis y unas angustias antes de emerger poco a poco hacia una nueva liberación interior.

Saber dialogar con la autoridad y obedecerla son unas cualidades importantes en la vida comunitaria.


Signo de perdón

El perdón es el corazón de una comunidad cristiana. El jefe debe ser digno y modelo de ese perdón, debe saber perdonar setenta veces siete todas esas agresividades y antipatías que apuntan hacia él, tiene que aprender, cada día, cómo acercarse a las personas como personas y dejarse alcanzar como persona por ellas, sabiendo que cada uno debe recorrer un largo camino para encontrar la verdadera relación con la autoridad. Por y en ese perdón, el jefe asume y supera sus propios temores, sus sistemas de defensa, todo lo que le incita también a él a ser agresivo o falso con los demás. El perdón es estar siempre abierto y tranquilo, comprensivo y paciente con los que os atacan.

Stephen Verney resume así esta verdad: ante la hostilidad o el servilismo el jefe puede actuar de múltiples maneras. Puede orientar la actitud del grupo hacia los fines esenciales y así desarma la agresividad dirigida contra él. Puede tener unas relaciones personales y cálidas con cada persona del grupo, manteniendo su mandato sobre el grupo como sobre un todo. Estas dos tácticas pueden ser bienhechoras y acrecentar la salud del grupo. Pero si ve que el grupo crece hacia una «nueva etapa», entonces, unida a estas dos formas de autoridad debe ejercer una tercera: estar un paso delante del grupo en este proceso de perdón que constituye lo esencial de su vida. Debe ser consciente de la mezcla entre bien y mal que hay en sí y en el grupo y debe pasar por esta experiencia de muerte y de resurrección, por la cual pueden ser transformados y separados. Y esto no una vez, sino continuamente. Como Jesús lo ha dicho con una hipérbole, pero también con gran realismo: «hay que coger la propia cruz cada día».

En la misma línea de ideas el jefe debe ser muy paciente con las torpezas de entendimiento y con las mediocridades de su comunidad. Por su gracia de estado tiene tal vez una visión más comprensiva de la comunidad, sabe mejor y más rápidamente las necesidades de sus hermanos y hermanas, el sentido de su evolución, la llamada de Dios a la comunidad, y la urgencia de ser más verdadero y más fiel. Es normal que sus hermanos y hermanas sean más lentos, él no les debe atropellar, imponer demasiado pronto su visión y todavía menos culparlos. Por su ternura, dulzura, aceptación de cada uno, por su paciencia, su humildad en especial, debe engendrar un espíritu de confianza para que sus hermanos y hermanas, a su vez y en su momento, evolucionen, no hacia su visión, sino hacia la visión de Dios sobre la comunidad, y todo esto escuchando, perdonando y respetando el ritmo de cada uno en todo momento. Me gusta mucho la respuesta de Jacob a Esaú cuando éste le invita a marchar al frente: «Mi señor sabe que los niños son débiles; que las ovejas y vacas están criando; y si les hago caminar una jornada se me morirá todo el rebaño; pase mi señor delante de su siervo, y yo seguiré despacio; al paso de los niños y al paso de la caravana que va delante» (Gn. 33, 13-14).


Dirigir la comunidad

Uno de los cometidos de un responsable de una comunidad es el de comprender y dirigir el conjunto. «El llevar al grupo de una determinada manera, escribe Stephen Verney, ofrece un espacio que da seguridad (espacio para moverse, tiempo para acoger las nuevas realidades, las posibilidades de cambiar) en el que sin peligro se pueden probar nuevas formas de afrontar el mundo. Y esto corresponde a la manera como la madre lleva en su seno al feto y más tarde al niño, cómo el padre conduce a la madre y al hijo y más tarde a la familia».

Un jefe inseguro y con miedo, preocupado por su propia autoridad, no dejará evolucionar la comunidad, la paralizará según un modelo estático. El jefe debe ser bastante libre interiormente y tener suficiente confianza en el grupo y en sí mismo paró permitir esta evolución, esta manifestación de la vida del grupo. Por eso no debe dejarse ahogar por lo cotidiano; al contrario, debe mantener el distanciamiento necesario para tener los ojos y el corazón fijos en lo esencial de la comunidad. De esta forma permitirá al grupo avanzar por nuevos caminos y lo animará.

De la misma manera dará a cada persona un espacio que le permita moverse y realizar nuevas inspiraciones. El jefe no es sólo el guardián de la ley, aunque sea un aspecto de su cometido; está también para garantizar la libertad y el crecimiento de las personas„ según las inspiraciones de Dios. Hay inspiraciones auténticas que se refieren a la construcción de la comunidad según sus principios fundamentales, aunque la comunidad no los reconozca en seguida como tales. A menudo estas inspiraciones pueden incomodar a la comunidad agitándola, pero estas molestias, estas llamadas a lo esencial son necesarias. El jefe debe reconocer la autenticidad de estas inspiraciones y ayudar a que la comunidad las reconozca.

Cuando las personas, aun las más limitadas y frágiles, colaboran con una autoridad que es buena, es decir que tiene una visión, un corazón compasivo y firme, pueden hacer maravillas. Participan de la visión de la autoridad, aprovechan su don. La riqueza de una comunidad es que todos participen de las cualidades y de los dones de unos y otros.

Todo es más difícil para quienes llevan una responsabilidad que podríamos denominar «intermedia», responsabilidad limitada a un cierto campo que debe armonizar con y dentro de un conjunto; tienen una responsabilidad inmediata sobre alguno. En el fondo todo responsable es responsable de algún otro, por encima de un director hay siempre un consejo de administración.

No es siempre fácil saber distinguir el campo en el que se pueden tomar iniciativas sin informar al responsable superior, de aquel en el que es conveniente y necesario informarle a él, ver lo que piensa y reconocer su autoridad. Algunos rehúsan incluso informar al responsable superior, para ser más libres y hacer lo que quieren sin control, y actuar como si ellos fuesen los únicos maestros. Otros actúan de forma totalmente opuesta: tienen tal miedo a la autoridad que a cada paso se informan de los menores detalles. Se convierten en unos puros ejecutores serviles. Es necesario encontrar el punto medio entre estos dos extremos: asumir plenamente su responsabilidad ante Dios en lo que se refiere a él, pero en lo que se refiere también en verdad y con el corazón en la mano al responsable superior. Esto requiere un corazón limpio, que no busque salirse con la suya.

Cada día descubro un poco más que la responsabilidad es un maravilloso camino de crecimiento en el Espíritu. Ciertamente es una cruz. Existe también el peligro de considerar a la autoridad como una posición, como una función merecida que conlleva un cierto prestigio y unas ventajas. Pero si se toma conciencia de la gravedad de este encargo de responsable, de lo que significa dirigir a unas personas, si se acepta esta cruz con todo lo que significa, se convierte en un camino maravilloso para crecer.

Para llevar esta cruz con paciencia, sabiduría y alegría, se necesita que el responsable se injerte bien en el Espíritu de Dios. Más que nadie necesita tener tiempo para estar con Dios; si no se aleja de lo cotidiano nunca, pierde la paz, si no tiene tiempo para escuchar a Dios, pierde su sabiduría.

La oración de Salomón debería ser la oración de todo responsable: «Enséñame a escuchar para que sepa gobernar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal» (1 Re. 3,9).


El don del pastor

Al principio de la vida humana, el niño recibe todo de sus padres. Estos últimos le proporcionan todos los bienes materiales: alimento, higiene, propiedad, pero sobre todo le proporcionan seguridad y amor y el don de sí mismos, ellos alimentan y velan por su corazón. Luego, al crecer el niño, le «dan» el lenguaje y presiden el despertar de su inteligencia. Le transmiten una tradición religiosa y moral, ellos también responden a las primeras preguntas del niño, a todos sus «¿por qué?»

Pero poco a poco el niño descubre que no le bastan sús padres. Su cometido se convierte en más específico. Otro, el maestro en el colegio, debe alimentar su inteligencia; otro, sacerdote o religioso, debe ayudarle a crecer en la oración y en el conocimiento de Dios. Así, poco a poco, al crecer, a medida que se despiertan las diferentes partes de su ser, el niño descubre unas referencias y unas formas de autoridad múltiples. El padre y la madre le enseñan a vivir en la comunidad familiar con unos hermanos y unas hermanas, le comunican una tradición, un saber vivir, y lo que es necesario hacer o no hacer. El sacerdote forma su conciencia más profunda y el interior de su persona, en donde están las semillas de lo eterno y esta parte secreta puede ser un jardín cerrado a los padres, que no tienen derecho a penetrar en él; si el niño quiere divulgar su secreto, ellos deben acogerlo con todo respeto. El maestro de su inteligencia es otro y lo encuentra en la escuela; forma, no el interior de la persona, ni su vida de relaciones, comunitaria, familiar o tradicional, sino que ayuda a la persona a descubrir la inteligibilidad del universo y de la historia humana, de la historia de la salvación.

De la misma manera al principio de una comunidad, hay un padre que asume más o menos todas las funciones; puede ser a la vez el padre de la comunidad, la autoridad, el padre espiritual o el pastor y el maestro de la inteligencia. Pero poco a poco estas funciones deben diversificarse. Es su deber entonces ayudar a los miembros a descubrir al sacerdote, al «pastor», que pueda ayudarles en el interior de su persona, debe también hacerse a un lado ante el maestro de la inteligencia. En estas páginas distingo entre responsable o jefe de la comunidad y «pastor» que ayuda a despertar la parte secreta de la persona, aquel que es el padre espiritual, aunque esta función evoluciona con el crecimiento espiritual de la persona. Al principio necesita un pastor-padre que se convierta poco a poco en un acompañante espiritual. luego en un consejero, después en un testigo.

Hay que desconfiar de las personas que se erigen en pastores o en consejeros espirituales, sin haber recibido misión o autoridad. A veces tienden a retener un poder espiritual sin ningún control.

Una de las trampas de algunas comunidades es la de asimilar el cometido del responsable de la comunidad al de profeta, al de director espiritual, al de terapeuta. El responsable se convierte entonces en un pastor todopoderoso. Es peligroso ejercer a la vez el cometido de jefe y el cometido de aquel que conoce y guía la conciencia íntima de las personas.

Un responsable que también es jefe espiritual corre el riesgo de manipular a las personas por su poder espiritual, para el buen funcionamiento de la comunidad. No busca más que ayudar a las personas a ser fieles a Dios en su interior, pero considera como un triunfo personal el que ellas trabajen por la comunidad. Esto es peligroso y deja la puerta abierta a muchos abusos.

También los miembros de un grupo pueden hacer caer en la trampa a un responsable. Le pueden hacer todo tipo de confidencias que le liguen de tal manera a ellas que haga muy difícil el ejercicio efectivo de la autoridad. Pueden incluso hacer creer al responsable que sólo él puede comprenderlas y ayudarlas. En ese momento él cae en la trampa por una especie de «chantage emocional». Por eso en determinados casos el responsable debe atreverse a decir a un miembro de la comunidad que no le puede ayudar en lo íntimo de su corazón, o en sus problemas psicológicos. Está allí para ayudarle a encontrar su sitio en la comunidad y ejercer bien su función.

El cometido del padre de familia es diferente del de psicoterapeuta o del de sacerdote. Hay que evitar mezclar los papeles.

Suelo inquietarme cuando veo comunidades que nacen bajo la dirección o la responsabilidad de un pastor muy enérgico o de un equipo de pastores unidos sólidamente. Como estas comunidades están desprovistas de tradiciones, de toda constitución, de toda historia y de todo control por parte de una autoridad exterior reconocida, no hay apenas freno que impida a estos pastores complacerse en su cometido, tomarle gusto, considerarse indispensables y convertirse inconscientemente en unos dominadores. Existe también el peligro de mezclar el poder comunitario y el poder espiritual. Estaría bien y seria útil que estos pastores espirituales entregasen pronto a otro la dirección efectiva de la comunidad, y estuvieran más libres para ejercer su don de sacerdotes o de pastores.

Un pastor no deberá convertirse nunca en «todopoderoso», hay que evitar a toda costa colocarle sobre un pedestal de santidad, de profecía o de poder. El mayor peligro para un pastor o para un jefe es el de creer que él siempre tiene razón, que tiene ciencia infusa, que Dios está con él. No, todo hombre es falible.

A veces las personas débiles para darse seguridad, tienden a deificar a su pastor; esto es falso y malsano. Su inseguridad es lo que les incita a querer hacer de su pastor ese santo que les daría seguridad, que les instruirá en todo.

Todo hombre es una mezcla de bien y de mal, de luz y de tinieblas. El verdadero pastor es aquel que es humilde, que conoce sus limitaciones, que no se inmiscuye allí donde no debe,' que respeta los dones y los carismas de los demás, sabe desaparecer. Dirige el interior de la persona hacia el punto en el que debe unirse con Dios, pero deja a los demás la tarea de ayudar a encontrar su lugar en la comunidad.

En el consejo de El Arca, se hablaba un día de la necesidad de tener acompañantes para los jóvenes asistentes. Hubert decía que es necesario distinguir el ojo exterior del oído exterior.

El ojo exterior es una persona que por su función, mira como otro asume sus responsabilidades, lo sostiene, lo guía y eventualmente lo controla. Este ojo exterior es necesario para ayudar al otro a asumir bien su cometido.

Por el contrario, el oído exterior escucha. Más vale que no tenga poder sobre la persona, ni una función de autoridad frente a ella. Si no correría el riesgo de no ser siempre suficientemente objetiva o no saber retirarse a tiempo.

Hubert distinguía estas dos funciones de aquella que consiste en despertar un corazón o de abrirle a más generosidad, para asumir nuevas responsabilidades. Me gustan estas distinciones.

Hay momentos en la vida en que todo parece claro y tranquilo; en lo más profundo de cada uno se siente la llamada de Dios. Uno se siente llamado a entrar en la alianza con él y con los pobres. En estos momentos de luz y de paz, es importante comunicar a un testigo lo que se siente tan profundamente: esa luz que brilla dentro de uno mismo, que anima y da certeza. Este testigo, pastor, sacerdote, hombre o mujer de Dios, por su experiencia aconseja sobre la manera de responder a la llamada, y también confirma: «Eso no es una ilusión», «Es verdad lo que sientes», «Puedes seguir esta llamada», «Sé fiel».

Para poder crecer y sobre todo para poder superar los momentos de angustia y dé tinieblas que son inevitables en una vida comunitaria se necesita un testigo o un consejero espiritual. El que nos ha confirmado nuestra primera llamada nos recordará más tarde la alianza y la luz de antaño, nos llama a la fidelidad. Todos nosotros necesitamos a esta persona-memoria, que nos dirija a través de las noches y los días, los inviernos y veranos, los momentos de tinieblas y los momentos de luz, y que conoce el secreto de nuestro corazón.

Cada vez me sorprendo más por la dificultad que muchas personas tienen para hacer un verdadero discernimiento. Antaño se juzgaba siempre según la ley y la objetividad, se procuraba obedecer y eso era todo. Ahora el discernimiento se hace cada vez más desde una atención subjetiva, se atiende a las emociones: si se está turbado, no se vive en la verdad de la voluntad de Dios. De la objetividad total y de la ley hemos pasado a la subjetividad total. Hemos olvidado que hay una diferencia enorme entre la paz, don de Dios que supera toda inteligencia, y la paz psicológica. Si se vive en el sueño o en la ilusión o si se tiene un bloqueo y alguien nos revela la verdad del bloqueo y del sueño, este descubrimiento nos turba y nos enerva. A veces para obtener la verdad hay que saber perder la paz psicológica. La paz de Dios a menudo suscita sufrimiento, humillación y una confusión psicológica aceptada. Viene como un don de Dios que surge de nuestro interior y de nuestras heridas. Sumerge en la presencia de Dios y en el deseo de servir a los hermanos y hermanas. Ayuda a llevar la propia cruz.

De igual manera, las personas que buscan su llamada, su vocación, están a veces tan obsesionadas por su propia «pequeña» llamada que no oyen el grito de sufrimiento y la llamada del pobre. A menudo se descubre la propia llamada cuando se escucha la llamada de los demás.

Tengo la impresión también de que en nuestra época, entre otras muchas, hay una lucha entre el deseo de independencia y la aceptación de una interdependencia. En la psicología moderna, algunas- corrientes parecen decir que es necesario liberarse del padre, como si cada uno de nosotros pudiese independizarse totalmente en pensamiento, juicio y vida afectiva. Pero a menudo al creerse liberado del pensamiento del padre se está influenciado y dependiente de las corrientes ambientales del pensamiento. No es tan evidente que podamos saber cuándo y cómo ser libres. Lo importante no es ser libre por ser libre, sino para servir y amar más.

En nuestros días, cada vez más, se necesitan pastores que ayuden a las personas a superar sus propias emociones y una paz psicológica en la búsqueda de su propia identidad o libertad, para oír la llamada dé Dios y el grito de aquellos que están en peligro y para aliarse con ellos.

El sacerdote-pastor, el consejero espiritual, el testigo, debe conocer el corazón humano. Pero debe también, y ante todo, conocer los caminos de Dios, saber cómo el Espíritu Santo conduce a las personas y cómo él es el maestro del Amor. La psicología es. útil a condición de que sepamos superarla. El psicólogo intenta liberar a las personas, liberarlas psicológicamente, el hombre de Dios enseña a las personas a vivir, aun con sus bloqueos y dificultades psicológicas, creciendo en la voluntad del Padre y en el amor de Jesús y de sus hermanos y hermanas, en la fidelidad y en la humildad, con la certeza de que es una de las mejores maneras de hacerlas desaparecer. Con esto ayuda a permanecer bajo la luz de Dios.

El sacerdote o el testigo de la gracia de Dios y del secreto de la persona es aquel que puede ayudar a ésta a discernir bien los grandes recovecos de su vida. Discierne a la luz de los dones que ha recibido; por eso es importante confiarse a él, no sólo en momentos de crisis, cuando se busca seguridad y consuelo, sino también en momentos de luz y de gracia.

El sacerdote, el hombre o la mujer de Dios, es aquel que nos ayuda a descubrir el sentido de nuestras pruebas y sobre todo nos ayuda a utilizarlas. Cuando se atraviesan las decepciones de la vida comunitaria, cuando uno se siente marginado y dejado de lado, nos recuerda: «No te preocupes es un momento de prueba. Es la muerte, sí, pero ¿no sabes que es necesario morir con Cristo para resucitar con él? Espera la aurora; sé paciente. Acuérdate de la alianza.» Es una pena no aprovechar nuestros sufrimientos, nuestros peligros y nuestros fracasos para crecer espiritualmente. Demasiadas veces nos vemos detenidos por las frustraciones, las cóleras o las depresiones.

El consejero espiritual no siempre necesita dar consejos. Toda persona tiene dentro de sí la luz de la verdad. Si se está bastante sereno se descubre dentro de sí la respuesta. Pero siempre se necesita a una persona con quien intercambiar planes y deseos.

Algunos jóvenes que han tenido una experiencia de Dios y que han oído en su interior una llamada a crecer en el amor, necesitan un pastor muy directivo. Si su pastor no es más que un consejero que plantea preguntas, no podrán salir del apuro; tienen aún una confusión interior demasiado grande y no llegan a distinguir el sueño de la realidad. Para dar los primeros pasos en el crecimiento interior, necesitan un padre firme que les exija obediencia, porque si no adquieren esta actitud de obediencia corren el riesgo de venirse abajo muy pronto. Este padre espiritual debe estar muy vigilante, no mantenerlos demasiado tiempo bajo la tutela de la obediencia y ayudarles poco a poco a desenvolverse con las alas de su propio juicio y de su discernimiento espiritual.

Jesús fue atacado porque había osado decir: «Tus pecados están perdonados.» Los fariseos y los escribas decían que blasfemada, por eso lo crucificaron.

Tras su resurrección dijo a los apóstoles: «Recibid Espíritu Santo: a quienes les perdonéis los pecados les quedarán perdonados; a quien se los imputéis, les quedarán imputados.» Este poder del sacerdote es prodigioso. El laico puede ser un consejero espiritual, pero nunca puede decir en nombre de Dios: «Tus pecados están perdonados.» Jesús ha venido a la tierra para traer el perdón y él da a los sacerdotes este don de perdonar en su nombre. El sacerdote es indispensable en la vida comunitaria, justamente para ayudar a los miembros a descubrir este perdón de Dios y así caminar con una esperanza renovada. Esta es otra razón más por la que el sacerdote no ha de mezclarse con el poder temporal.

Nuestras comunidades de El Arca siempre necesitan estos padres-pastores que las nutran con la Eucaristía y les den el perdón. Los necesitamos como comunidad y como personas. Tenemos necesidad de desahogar el secreto de nuestro corazón en el corazón de Dios por el intermedio del sacerdote, que debe ser un hombre de oración, transparente, suave y firme, a veces audaz en la lucha contra las tinieblas.


Participar unos de los dones de otros

Una comunidad es como una orquesta que toca una sinfonía. Cuando cada instrumento toca solo, está bien y es hermoso. Pero cuando todos tocan juntos, dejando uno al otro que se adelante, en el momento preciso, es aún mejor y más hermoso.

Una comunidad es como un parque lleno de multitud de flores, de arbustos, de árboles. Cada uno ayuda al otro a vivir. Todos juntos con su armonía son un testimonio de la belleza de Dios, creador y jardinero.

Cuando un miembro de la comunidad ejerce un don, es importante que los demás recen para que esté continuamente abierto a la inspiración, crezca cada vez más como instrumento de Dios y que la comunidad acoja su don con amor y reconocimiento. Es importante rezar por la autoridad, y por quienes ejercen el don de la palabra. Así participan unos de los dones de otros, y se ayudan mutuamente en la construcción de la comunidad.

En El Arca necesitamos personas competentes en el plano de la pedagogía y en el dominio del trabajo. Necesitamos personas disponibles que amen la vida comunitaria y sobre todo que deseen vivir junto a las personas disminuidas, descubriendo su don. Necesitamos personas orientadas hacia lo religioso y espiritual, que pasen tiempo con Dios, rezando. Cada uno aporta a los demás un don necesario para la edificación, el bienestar, el raciocinio y la unidad de la comunidad. Cada uno, diferente del otro, es indispensable. Se necesita que cada uno de nosotros crezca dentro de la unidad, para convertirse en más competente, más disponible dentro de la vida comunitaria, más cerca del pobre y más cerca del que reza. Pero dentro de la comunidad se necesita que algunos concentren sus energías en el ejercicio de determinadas dones.

Amar a alguien es reconocer su don, ayudarle a ejercerlo y a profundizar en él. Una comunidad es atractiva cuando cada uno ejerce plenamente su don.

«Arrimad todos el hombro a las cargas de los otros, que con eso cumpliréis la ley de Cristo» (Gál. 6,2). «Es la libertad del otro la que resulta una carga para el cristiano... A la libertad del otro, pertenece todo cuanto entendemos por esencia, características, inclinaciones; y también pertenecen a ella las debilidades y rarezas que tanto exigen a nuestra paciencia; pertenece todo cuanto produce la abundancia de roces, contrastes y choques entre yo y el otro. Arrimar el hombro a la carga del otro significa aquí sobrellevar la realidad del otro como criatura, aceptarla y abrirnos paso —a través del proceso de sufrirla— a regocijarnos en ella... A diario, el uno presta al otro el servicio del perdón. Esto acontece sin palabras por medio de los ruegos que uno hace por el otro; y cada miembro de la comunidad que no se cansa de prestar ese servicio puede estar seguro de que también a él, los hermanos le prestan este mismo servicio. El que lleva una carga sabe que le llevan la suya; y sólo pertrechado de esa fuerza puede sobrellevarse a sí mismo»


Escuchar

Un don importante dentro de la comunidad es el de escuchar. Para poder escuchar, es necesario dar seguridad. No se habla a nadie más que si se sabe que guarda el secreto. La «confidencialidad» es uno de los aspectos esenciales de la escucha: saber respetar las heridas, los sufrimientos de otro y no divulgarlos.


El discernimiento

Algunas personas tienen un verdadero don de discernimiento. Llegan a seleccionar lo esencial en un discurso embrollado o en una historia alterada. Descubren pronto lo verdaderamente necesario, y al mismo tiempo si son personas prácticas, sugieren los primeros pasos que hay que dar por el camino de la curación. En una comunidad a veces hay quien no tiene una función importante, pero que tiene el don de iluminar a la comunidad. Hay que saberla escuchar.


La fidelidad

Hace unos días vi al padre abad de un monasterio benedictino. Me hablaba de su asombro por la fidelidad de sus monjes. Pero añadía: «necesitan de vez en cuando ser remozados y rejuvenecidos.»

En nuestra época, numerosas comunidades están naciendo, a veces son ruidosas en sus cantos, en su juventud y en su excitación. Corremos el riesgo de olvidar las antiguas comunidades que trabajan la tierra, viviendo en la paz de la oración, del silencio, de la alabanza, del trabajo manual y del perdón, y en las que la tradición perdura desde hace siglos. Las jóvenes comunidades tendrían mucho que aprender de la sabiduría de estas viejas comunidades que viven en la fidelidad sin hacer mucho ruido.

Muchas jóvenes comunidades morirán por su entusiasmo y su emotividad, cuando otras, más silenciosas, más serenas, continuarán su marcha durante generaciones.

Desconfiemos, nosotros, los jóvenes, no creamos que tenemos la única respuesta y vayamos a asistir a la escuela de sabiduría de estos hombres y estas mujeres que tienen experiencia de las cosas humanas y de las cosas divinas y que marchan junto a Jesús desde hace muchos años. Ellos tienen el don de la fidelidad.


La admiración

Los ancianos de una comunidad, tienden a menudo a olvidarse de la belleza que hay en su comunidad. Están demasiado atareados o han caído en la rutina. Han perdido un poco la facultad de maravillarse. Necesitan ser renovados escuchando la admiración de los más jóvenes que se sienten llamados a comprometerse con la comunidad.

El mayor escándalo es que un anciano acuse a un joven de ingenuidad y condene su entusiasmo y su generosidad. El ardor, el entusiasmo, la admiración de los jóvenes, armonizada con la fidelidad, la sabiduría y la escucha de los ancianos, hacen que una comunidad sea verdaderamente bella.

Los nietos siempre rejuvenecen a los abuelos. En las comunidades hacen falta «abuelas» que liberadas de la responsabilidad directa, tengan tiempo para admirarse.

Siempre es agradable encontrarse en una comunidad una escalera de edades, desde muy jóvenes a muy mayores. Como en una familia: existe una complementariedad que tranquiliza. Cuando todo el mundo tiene la misma edad es tal vez excitante durante un tiempo, pero pronto se cansa uno; es necesario reencontrar el don de la juventud de los jóvenes junto a la sabiduría tranquila de los ancianos.

Hay muchas personas que hablan mucho de lo que hacen, pero hacen poco de lo que hablan. Otros hacen mucho, pero no hablan de ello. Estos hacen que la comunidad siga viva.

No hay nada peor que la adulación. Es una forma terrible de ahogar las plantas del amor. Mata a aquellos que quieren una vida real de don, de presencia amante. La adulación es un veneno, que si penetra demasiado en la carne, enferma todo el cuerpo y, para purificarlo, se necesitan muchas pruebas. Para los que realizáis este triste papel, sabed que cada una de vuestras palabras de halago debe ser contrarrestada por una palabra de humillación. Evitad pues hacer sufrir a los que viven en comunidad.

Pero confirmar a alguien en sus dones no es adularle, reconocer el valor de alguien no es ser adulador. Es bueno reconocer, animar y confirmar los dones.

Los que se creen profetas o que se han autonombrado profetas son peligrosos. Las personas más proféticas son aquellas que viven y que actúan sin saber que lo son.

En la vida comunitaria se encuentran temperamentos de muy diferentes tipos. Hay quienes son organizados, rápidos, precisos, eficaces, más bien rigoristas y legalistas y los hay disponibles, flexibles, a quienes gustan mucho los contactos personales, menos eficaces y quizá en el fondo un poco extravagantes.

Hay también quienes son tímidos, más bien depresivos y pesimistas, y otros que son extrovertidos, optimistas, «un poco locos».

Para el enriquecimiento de la comunidad, Dios llama a estos caracteres opuestos a vivir juntos. Si, al principio, no es fácil la vida, poco a poco se descubre la riqueza de estas personas tan diferentes.


Las comunidades mixtas

Las comunidades de El Arca son comunidades mixtas —hombres y mujeres, solteros y casados—. Esta «mixticidad» es algo precioso y, yo diría, vital. Los hombres y las mujeres disminuidos físicamente que nosotros acogemos, están a veces heridos muy profundamente en el plano de la vida afectiva. Necesitan imágenes y referencias maternales y paternales.

Esta mixticidad, que cada vez se encuentra más en las comunidades, puede conllevar una auténtica abertura, pero también tienen dificultades, cuando no todos se han determinado aún en lo referente a su celibato. Este es el problema de algunas personas que se vuelcan unas hacia otras con amor en una comunidad, como si fueran lanzadas una contra otra, sin tener el distanciamiento necesario, para saber si es un amor verdadero que lleva al matrimonio o si es un amor desencadenado por sus respectivas soledades. En nuestra época se encuentran bastantes personas que tienen problemas en su vida afectiva, debidos a una carencia de amor durante su infancia. Pueden llegar a confundir su búsqueda de una madre, que les proporcione seguridad, con la búsqueda de una esposa. La comunidad les puede ayudar a integrar su sexualidad y a encontrar una verdadera estabilidad en el plano afectivo, sobre todo si esta comunidad tiene fines muy claros, a ser posible exigentes, si hay mucha alegría y si las reglas o las tradiciones que conciernen a las relaciones hombre-mujer están bien establecidas.

Hoy se tiende a estar obsesionado por la pregunta: «¿Qué está permitido y qué no lo está?» y uno olvida la pregunta fundamental: ¿Cuál es la finalidad del hombre? ¿Cuáles son las actividades primordiales que necesita ejercer?, ¿qué sentido tiene el crecimiento humano?, ¿en qué consiste el verdadero crecimiento en el amor?

En nuestros días se tienden a suprimir las diferencias entre hombre y mujer. Se querría que fuesen igual en todo, que algunas mujeres fuesen sacerdotes y algunos hombres nodrizas. Es verdad que todavía hoy, algunos hombres en el mundo, se obstinan en creerse superiores, todopoderosos, fuertes, inteligentes y quieren relegar a la mujer a un cometido subalterno. Resulta algo chocante ver a hombres, que pasan su tiempo bebiendo en el café, gastando allí todo su salario, y cómo las mujeres crían a los hijos que ellos les ha dado. Si se mira de cerca, uno se da cuenta de esta decadencia del hombre que se cree viril y gasta todas sus energías en lo exterior de unos músculos impresionantes o de una actitud ordenancista, áspera y dominadora. La mujer está más interiorizada y, por el hecho de su maternidad, mucho más próxima a la realidad del amor y del mundo de las relaciones.

Un hombre está en peligro cuando huye de la vulnerabilidad de su corazón y de sus posibilidades de ternura (tan pronto reclama una mujer-madre, como un niño pequeño, como la rechaza buscando su propia libertad). Se zambulle en el mundo de la eficacia y de la organización, negando la ternura. Pero, por este mismo hecho, se mutila, se separa de aquello que le es necesario. En ese momento idealiza a la mujer viendo en ella una virgen pura o la degrada llamándola seductora, instrumento del diablo, prostituta. Se coloca al borde de rechazar su propia sexualidad, tanto si la considera como mala, como si la niega. De todas maneras rehúsa toda relación verdadera con la mujer como persona, no la ve más que como un símbolo de pecado o de pureza.

Todo el crecimiento del hombre se basa en la maduración del crecimiento de sus relaciones con la mujer. Si se estanca en el estadio de las relaciones madre-hijo o en el estadio de la mujer seducción-repulsión, no puede crecer realmente, ni siquiera espiritualmente.

Para poder crecer bien es necesario descubrir su propia identidad como hombre y los peligros que le son inherentes. A menudo necesita a una mujer tal como es, que le ayude a encontrar sus posibilidades de ternura, su corazón vulnerable, sin sentirse en peligro por una sexualidad desordenada. Entonces es cuando él encuentra un equilibrio entre la virilidad de la acción eficaz, el brillo del poder y su corazón de hombre.

De la misma manera, la mujer también debe encontrar su equilibrio. No debe rechazar su femineidad para buscar el poder del hombre, ni dejar que sus ojos vayan celosamente tras sus capacidades de organización, sino que debe descubrir las riquezas de su propia femineidad, si no tiene un poder exterior tiene, en su debilidad, el poder de atracción y a veces de seducción sobre el corazón del hombre. Y en su debilidad, por el hecho mismo de que a veces se la separa del poder tiene una intuición más limpia y verdadera, menos manchada por las pasiones de orgullo y de poder que frecuentemente empañan la inteligencia del hombre.

En algunas comunidades ocurre que el hombre-responsable que tiene el poder tenga envidia de esta visión. También ocurre que en la comunidad en que hay una mujer o unas mujeres más inteligentes que él, más agudas en el discernimiento o sobre todo que tengan más sentido de la finalidad, el responsable las rechaza a veces como si fuese una debilidad por su parte el escucharlas, como si él tuviese que concentrar, sólo porque tiene el poder, toda la visión y el discernimiento.

Lo que pasa en una comunidad sucede también entre marido y mujer. En nuestra civilización en que el hombre debe ser viril, poderoso, hay a veces una curiosa lucha entre los sexos: el hombre tiene miedo de perder algo si la mujer tiene razón.

Es una pena que cada uno no pueda reconocer el don del otro. Sucede que Dios da al hombre el poder sin darle el discernimiento, y a la mujer el discernimiento, pero le falta el poder. Cuando rehúsan trabajar juntos, es un «follón». Cuando trabajan juntos surge la comunidad.

Es evidente que no se puede generalizar demasiado. Es cierto también que en cada hombre hay principios femeninos, como en cada mujer hay principios masculinos y que todos nosotros somos una mezcla de actividad y pasividad. Pero sucede que, por su constitución psicológica, el hombre y la mujer tienen tendencias propias: el hombre se vuelve más hacia lo externo y la mujer hacia la relación. A nivel de corazón y según el secreto de Dios nadie es privilegiado. Aunque la mujer es más sensible a las realidades de la vida comunitaria, mientras el hombre lo es más a las actividades de la razón y de la eficacia. Digomás sensible, lo cual no quiere decir que cada uno sea totalmente incompetente en el campo del otro. Por eso la cooperación y el reconocimiento de los dones mutuos son necesarios.


El anti-don

Una comunidad se fundamenta sobre la confianza mutua de los miembros. Ahora bien, la confianza es una realidad muy frágil y delicada. En el corazón de cada uno hay siempre un pequeño rincón particularmente frágil en donde reside, o puede residir, la duda. La persona que siembra cizaña tiene buen olfato para tocar y encender el fuego en este rincón de duda. De esta forma destruye la comunidad. Produce el anti-don.

Me impresionan las personas que vienen a nuestras comunidades para quedarse en ellas durante un cierto tiempo y que en seguida ponen el dedo en la llaga (¡y bien sabe Dios que las hay!) y sin estar capacitadas, les parece ver bien lo que hay. Me vienen a ver entonces para criticar a los demás, para proponerme sus soluciones, su proyecto (que generalmente es una terapia corriente) asegurándome que aquello resolverá las dificultades y que llevará de nuevo a la comunidad o a las personas disminuidas por el buen camino. Creen tener el carisma de los salvadores.

Los «salvadores» de las comunidades son excelentes para captar (y a veces aprovecharse de ello) los defectos de una comunidad; son seductores, hombres de labia y peligrosos porque saben hacer su trabajo. Les falta confianza en sí mismos y son profundamente desgraciados; por eso necesitan probarse a sí mismos, a través de sus proyectos, que existen, y por lo mismo tienden a ser agresivos.

Si se entra en una comunidad con este estado de ánimo todo se ha perdido. Hay que entrar porque se encuentra uno bien, cómodo, dispuesto para servir, respetuoso de las tradiciones de la comunidad. El proyecto debe resultar de la colaboración con los demás y no dirigirse contra ellos para probar que son unos incapaces.


El don de la palabra

Siempre es importante en una comunidad el tener unas personas que tengan el don de la palabra o el de animar una reunión o una fiesta. Guy me decía el otro día que la mejor manera de prepararse para hablar o para animar, es la de recogerse y ponerse durante un cierto tiempo antes de la reunión escuchando la música interior y las necesidades de los que van a asistir. No hay que acudir nunca con un texto muy preparado. Incluso una vez iniciada la reunión es necesario seguir escuchando la música de las personas para responder a su espera secreta y silenciosa. Tanto la palabra como la fiesta deben ser siempre un diálogo entre quien habla y anima y los que esperan la palabra, como la tierra espera el agua. Eso no quiere decir que se incurra en la falta de dejar todo a la intuición espontánea. Es necesario que quien habla sepa bien lo que esperan las personas y sepa lo que va a dar, pero al mismo tiempo debe, en el curso de la reunión, estar receptivo y dispuesto a modificar lo que había preparado para responder a los llamamientos secretos que percibe.


La disponibilidad

Uno de los dones más maravillosos que se encuentra entre los que viven en comunidad es la disponibilidad para servir. Dan confianza a los responsables y a la comunidad y asumen las responsabilidades que se les encargan, y si no saben llevarlas a cabo piden ayuda al Espíritu Santo y a sus hermanos.

En nuestros días se tiende a despreciar la obediencia. Tal vez porque otras veces ha habido abusos de autoridad. A veces la autoridad se preocupa más de lo que hay que hacer que de las personas. También hay que reconocer que hay una manera servil de obedecer a regañadientes.

Para una comunidad es una bendición tener entre sus miembros personas con este espíritu infantil, dispuestas a asumir lo que se les pida, convencidas de que si se les pide es porque son capaces de hacerlo, con la gracia del Espíritu y la confianza de los hermanos.


El don de los pobres

A menudo las personas que tienen más agudo el sentido sobre lo que es esencial para la comunidad, sobre lo que dirige y mantiene su espíritu, se ocultan tras las más humildes tareas manuales. No se ocupan de grandes responsabilidades, de «cosas importantes», y quizá por ello tienen el espíritu más libre para lo esencial. A menudo el más insignificante (puede ser también el más enfermo o el más viejo) es el más profético. Estas personas no deben de estar implicadas en las estructuras; ello les desviaría de su don esencial que es el de amar y de servir. Pero es necesario que los responsables sepan lo que piensan, porque a menudo son quienes ven con más lucidez.

En un hospital psiquiátrico a menudo los enfermos son los más proféticos; más que nadie, pueden decir lo que va mal y quienes son los buenos médicos.

No hace mucho, en un país africano, una orden religiosa ha hecho un sondeo para saber lo que el pueblo deseaba de los misioneros, si debían vestirse a la africana, comer a la africana, etc... La respuesta fue unánime: «Nosotros, decían, sabemos distinguir entre los misioneros que aman y respetan nuestra cultura y nuestra forma de vivir y los que no nos aman. Poco importa lo que coman o cómo vistan.»

Para saber si una comunidad es fiel a su visión original hay que preguntar a los pobres, a los necesitados. El pobre y el humilde de la comunidad siente si la autoridad se está ejerciendo bien, si la comunidad es fiel o no. Por eso es necesario estar atentos a ellos, porque casi siempre tienen la mejor respuesta a las preguntas que plantea la comunidad.

Uno de los dones más preciados en una comunidad se halla en los que tal vez no pueden asumir responsabilidades importantes. No están hechos para organizar, animar, prever y ordenar. Pero tienen un corazón amante y delicado. Saben reconocer en seguida la persona que tiene dificultades y con una sonrisa, una mirada, un obsequio o una palabra les hacen sentir: «Estoy junto a ti. Te ayudo a llevar la cruz. No te preocupes.» Estas personas están en el corazón de la comunidad, anudan sobre sí los «extremos» de la comunidad: las personas que no se comprometen, las que están bloqueadas unas por otras, las que se envidian, las que tienen ideas radicalmente diferentes. El amor de estas personas ocultas es lo que mantienen unidos vitalmente a los miembros contrapuestos de la comunidad, a los «enemigos». El jefe unifica dentro de la justicia, pero son los que aman los que con su presencia son autores de la unidad, con su ternura unifican, son artesanos de la paz.

En una comunidad también se necesita el don de una abuela, y si es posible una abuela de tipo rural, repleta de sentido común.

A veces y más de la cuenta dramatizamos las fatigas y las angustias. Lloramos aunque hayamos olvidado el porqué. Identificamos nuestras angustias con ras agonías de Cristo o con las de los más despreciados del mundo. La abuela, que tiene experiencia, que se halla en paz, sabe que a veces es necesario detenerse y saber descansar. Santa Teresa de Avila aconsejaba a sus monjas un buen filete, más que esforzarse en rezar, cuando el cuerpo no respondía.

Es necesario recordar de cuando en cuando que tenemos un cuerpo y que nuestro cuerpo tiene unas leyes, y que lo espiritual está a veces muy influido por lo físico. Hay que ser muy respetuoso con este cuerpo y con sus necesidades, es un maravilloso instrumento de amor. Hay que cuidarlo con mucho respeto, aún más de lo que un artesano vela por sus instrumentos, porque él es algo más que un instrumento; resucitará el día del juicio final y es parte integrante de nuestro ser, de nuestra persona.

Hay muchas cosas que la abuela oye. Y hay muchas cosas que no se confían más que a ella. Sí, las abuelas son importantes en la comunidad.

El don más preciado dentro de la comunidad se enraiza en la debilidad. Cuando se es débil y pobre es cuando uno necesita de los demás, cuando uno les estimula a la vida y al ejercicio de los dones. En el centro de la comunidad siempre está el humilde, el pobre, el débil.

El que se siente inútil, el enfermo, el moribundo, el que está enfermo en sus emociones y en su espíritu, entra en el misterio del sacrificio. Por sus humillaciones y por la ofrenda de sus sufrimientos, se convierte en fuente de vida para los demás. «Sus cicatrices nos curaron» (Is. 53,5). Es el misterio de la fe.

En la raíz de todas las buenas obras de una comunidad, hay siempre un cordero sacrificado, vinculado al cordero de Dios.

En este capítulo sobre los dones he hablado sobre todo de la autoridad. De los otros dones se hablará en los demás capítulos. Los que construyen y edifican una comunidad son aquellos que aman, que perdonan, que escuchan, que están llenos de delicadeza, que sirven a los demás, les nutren y rezan por ellos. Y cada uno, por la gracia que ha recibido, ejerce sus dones según la forma propia de su amor y su ternura. Una comunidad no es verdaderamente una comunidad más que cuando cada uno se da cuenta de que necesita el don de los demás, y él mismo busca convertirse en más limpio, más lúcido, más fiel en el ejercicio de su propio don. Así cada uno, en su lugar, edifica la comunidad.