El pan nuestro de cada día


Para crecer es necesario alimentarse

El ser humano para crecer necesita agua y pan. Si no come muere. Y para crecer espiritualmente necesita, como la planta, sol, agua, aire y tierra. La tierra representa a la comunidad: es el medio de vida, el lugar en donde la planta ha nacido, en donde se enraiza, crece, da frutos y muere para que otras vivan.

En la parábola del sembrador Jesús dice que se puede acoger con alegría la palabra del reino de Dios, pero que después de algún tiempo, esta palabra se puede ahogar por las tribulaciones, las dificultades, las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas.

La persona humana está tejida de contradicciones. Una parte de ella es atraída por la luz, por Dios, y quiere ponerse al servicio de sus hermanos y hermanas; la otra quiere el goce, las posesiones, el dominio o el éxito; quiere estar rodeada y aprobada por los amigos so pena de volverse triste, deprimida o agresiva.

El ser humano está dividido tan profundamente, que si se encuentra en un medio que le lleva hacia la luz y el desvelo por los otros, irá en esa dirección; si por el contrario está en un medio que se ríe de esas realidades y estimula sus deseos de poder, lo reflejará. Mientras no se ha determinado en sus profundas motivaciones, mientras no ha elegido en consecuencia a sus amigos y el lugar de su crecimiento, será una veleta, un ser débil, sin consistencia e influenciable.

La comunidad es el reflejo de las personas que la componen. En ella hay unas energías fundadas en una esperanza, y también un mundo de cansancio, búsqueda de la seguridad, miedo a avanzar, a evolucionar hacia la madurez de un amor mayor y a asumir responsabilidades; a menudo hay un temor morir a los pequeños instintos personales.

Para avanzar en el viaje hacia la unidad, hacia la proyección de la justicia y de la verdad, tanto la persona como la comunidad necesitan una verdadera alimentación. Sin este aliento, morirán las energías de la esperanza y dejarán lugar a de os de placer y de confort, a un cansancio depresivo, a unas agresividades o actitudes legalistas y administrativas.

En su viaje hacia la unidad, cada persona por su riqueza y su complejidad, necesita diferentes alimentos, sin los que una parte de su ser quedaría atrofiada. Algunos alimentos estimulan el corazón y la vida de relaciones, otros la vida intelectual y racional, otros las capacidades de generosidad y las de acción; otros la búsqueda de Dios y la sed del infinito. A menudo unas personas se convierten en obsesivamente hambrientas de una de las partes de su ser, dejando de lado las otras: crecen sin equilibrio y sin unidad.

En algunas comunidades hay personas muy generosas y activas, pero que no cultivan las riquezas de su corazón, la parte secreta de su ser; otras tienen capacidad de escucha, pero necesitan estímulos para la generosidad y la acción; otras buscan en el secreto de la oración la presencia de Dios, pero necesitan hacer un esfuerzo para oír el grito de sus hermanos.

El viaje hacia la unidad implica una profundización de la vida personal en estos reencuentros de paz con Dios y con los demás, viviendo plenamente una vida comunitaria y asumiendo responsabilidades con la sociedad, la Iglesia y el universo.

Es un largo viaje que pide unos alimentos personales y unos alimentos comunitarios, alimentos del corazón, de la inteligencia y del espíritu.

Para cada uno de nosotros el peligro está en vivir en la periferia de nuestro ser, en la superficie. Ante los estímulos inmediatos, las cosas «urgentes» que hay que hacer y las reacciones de cara a las personas, tendemos a esconder el tesoro de nuestra persona en las zonas más ocultas, las que no llegan a ver el día.

Cuando por una razón o por otra, esta zona profunda asciende a la superficie de la conciencia, o cuando un suceso exterior penetra en nosotros hasta esas aguas profundas y tranquilas, nos alimentamos. Alimento es todo lo que despierta este aspecto esencial de nuestro ser y nos lo presenta a nosotros mismos. Es toda palabra, lectura, encuentro, suceso, ruptura o sufrimiento que nos manifiestan lo esencial y despiertan la parte más profunda de nuestro corazón, devolviéndonos la esperanza.

La vida comunitaria pide a cada instante una superación de sí. Si uno no tiene el alimento espiritual necesario se repliega en sí, en sus gustos, en sus seguridades o se lanza al trabajo como una huida. Se crea unos muros alrededor de su sensibilidad. Tal vez se es educado; se obedecen las normas, pero no se ama, y cuando no se ama no hay alegría, ni esperanza. Es terrible ver a personas que viven en comunidad tristes, sin amor. Para vivir gratuitamente, es necesario estar constantemente estimulado.


El maná de cada día

Para vivir fiel cada día, es necesario el maná de cada mañana que es un alimento corriente y casi sin gusto. Es el maná de la fidelidad a la alianza, a las responsabilidades y a las pequeñas cosas; el maná de los reencuentros de la amistad, de las miradas y de las sonrisas que dicen «te quiero» y vuelven a dar calor al corazón.

El alimento esencial es la fidelidad a las delicadezas de cada día, el esfuerzo para amar al enemigo y para perdonarle, la acogida y la aceptación de las estructuras comunitarias que implica obediencia y cooperación con la autoridad. Es la fidelidad a escuchar a los más pobres de la comunidad, la aceptación de una vida sencilla, sin heroísmo. Es la fidelidad a orientar constantemente los proyectos personales hacia el bien de toda la comunidad y de los más pobres y morir a los proyectos que no sirven más que al prestigio personal.

Esta fidelidad se basa en la certeza de que Jesús es quien nos ha invitado a esta alianza con los pobres, con nuestros hermanos Si él nos ha elegido y nos ha llamado, nos ayudará en las pequeñas cosas. Si nosotros aceptamos las responsabilidades cotidianas con un corazón humilde y confiado, él vendrá a nuestro encuentro y nos sostendrá.

Es triste ver a personas obligadas a dejar su comunidad para buscar fuera su alimento. Es evidente que de vez en cuando necesiten marcharse para descansar, pero es absolutamente indispensable que cada uno encuentre ni alimento en lo cotidiano. Si las estructuras y las reuniones fuesen demasiado pesadas, llenas de tensión y animadas por un espíritu de dominio, algo a mal en la comunidad o en las personas. Las estructuras de trabajo, los encuentros y las reuniones deben ser alimentos. A veces se oponen la organización y las estructuras a la gratuidad, como se opone tecnicismo (o profesionalismo) a compasión. En u a comunidad, hay que vivir las estructuras en la gratuidad y usar las técnicas profesionales con compasión. l

Mientras se está en la comunidad para «hacer» cosas no podemos estar alimentados por lo cotidiano. No podemos proyectarnos hacia adelante porque siempre hay cosas urgentes que hacer. Cuando se vive en un barrio pobre o con personas marginadas, constantemente estamos interpelados. Lo cotidiano sólo nos alimenta cuando se descubre la sabiduría del instante presente y la presencia de Dios en las cosas pequeñas, cuando nos hemos negado a luchar contra la realidad y hemos capitulado descubriendo el mensaje y el don del momento. Entonces se ve la belleza que nos rodea y nos podemos maravillar. Si se limpia la casa o se arregla la cocina como una carga que es necesario hacer, resultará más fatigoso y enervante. Pero si se descubre que es esto lo que hay que hacer en el momento presente y que es por y con estas humildes realidades como se vive con Dios y con los hermanos, nuestro corazón se sosegará; voy más lejos, tendremos tiempo para vivir. No estaremos atormentados porque hemos descubierto que hay un don, una gracia para el momento de las cuentas, de las reuniones, de los encuentros, de los trabajos manuales, de las acogidas.

Todos los días decimos en el Padrenuestro: «El pan nuestro de cada día, dánosle hoy». Sí, pedimos el alimento necesario para que nuestros corazones estén constantemente despiertos a la voluntad del Padre y al amor a nuestros hermanos.

Jesús decía que su alimento era hacer la voluntad de su Padre. La comunión con Nuestro Padre es el alimento esencial para vivir lo cotidiano.


Tiempo de admiración 

Muchos de los que viven en comunidad tienden a considerar los momentos en que se está solo como momentos de resurgimiento en oposición a los momentos de «abnegación» y «de generosidad» que serían aquéllos en los que se está con la comunidad. Es un pena que no hayan descubierto los alimentos comunitarios.

En esos , omentos tomamos conciencia de que formamos un solo cuerpo, i ue nos pertenecemos y que Dios nos ha llamado a estar juntos para ser los unos fuente de vida de los otros. Estos momentos se convierten en celebraciones.

Son como una toma de conciencia profunda, tranquila, feliz, de nuestra unidad, de nuestra llamada, de lo esencial de nuestras vidas y de la manera cómo nos lleva Dios. Son como un don, como el paso de Dios por la comunidad que despierta los corazones, estimula las inteligencias y vuelve a dar esperanza. Uno entonces se alegra de estar juntos, da gracias, toma conciencia del amor y de la llamada de Dios a la comunidad.

Cada día debe tener unos momentos de maravilla que son la oración en común, la Eucaristía, las sobremesas. En cuanto una comunidad se reúne, es necesario estar atento para acoger o estimular esos momentos de gracia. En cada reunión es necesario elegir el momento para pronunciar la palabra que crea la unidad, que distrae y hace reír y nos coloca ante lo esencial de nuestras vidas.

Estos momentos de maravilla pueden ser múltiples: puede ser un momento de silencio profundo y ardiente después de que un hermano haya compartido su llamada, su debilidad, su necesidad de oración. O, por el contrario, puede ser un momento de alegría en que se canta, juega o ríe juntos. Por eso es necesario preparar siempre con cuidado los encuentros comunitarios, las liturgias, las comidas, los fines de semana, las fiestas de Navidad, de Semana Santa o de fin de año. Cada uno de estos momentos puede y debe convertirse en un momento de maravilla. En medio de una fiesta, a veces hay alguna cosa inesperada, y se cae en la cuenta de un momento de gracia para la comunidad, del paso de Dios, de un silencio más profundo. Es necesario saber prolongar estos momentos, degustarlos, dejarlos profundizar en nosotros y unirnos.

Ya he subrayado que en El Arca el momento de la muerte de un hermano o de una hermana o el de un accidente grave son momentos muy importantes. Son momentos de gracia y de asombro en que todos nos situamos ante lo esencial en un profundo silencio.

Desde hace algún tiempo, en El Arca, hemos instituido los ágapes. Cada dos meses las personas comprometidas desde hace más de un año con la comunidad y que piensan permanecer en ella, tanto si se consideran bajo el adjetivo de «dismin idas» o no, se reúnen durante tres horas para festejar, rezar, c mer y estar juntas. Es un momento en que se puede rezar por la grandes intenciones de la comunidad o compartir los hechos importantes de nuestra vida. Es un momento en que cada uno, y sobre todo el más pobre, puede expresarse y donde reconocemos nuestra adhesión los unos para con los otros.

La risa es un alimento importante. Es terapéutico y alimenticio que la comunidad estalle de risa hasta llorar. No se tras de reírse «de», sino de reír «con».


La mirada exterior que confirma

Cuando se vive siempre en comunidad, uno se arriesga a no ver el don especial que Dios ha acordado con esta comunidad; lo cotidiano ciega a veces. Además, se olvidan pronto las cosas desagradables de nuestro mundo. No se ven más que las propias dificultades, nuestras lágrimas. Es necesario que otras personas desde fuera nos digan lo que es propio de nuestra comunidad, y nos recuerden todo lo que es positivo. Los miembros de una comunidad necesitan a menudo ser alentados y confirmados, oír decir: «Lo que hacéis es importante para la humanidad y para la Iglesia».

No está mal que diferentes tipos de comunidades cristianas se encuentren para compartir su esperanza; no está mal reunirse entre cristianos para ver cómo el Espíritu actúa en unos o en otros.

Cuando se descubren las redes del Espíritu Santo, las maravillas de Dios en el mundo, se adquieren fuerzas, y ánimo. Nos damos cuenta de que no estamos solos en un rincón con nuestras dificultades. Hay una esperanza universal.

Es importante conocer lo que el Espíritu va a hacer en la Iglesia v en las Iglesias, porque en todo momento hace que surjan hombres y mujeres providenciales para nuestro camino. Los más proféticos son a veces durante su vida los más ocultos. Pocas personas conocieron a Teresa de Lisieux o a Carlos de Foucauld antes de morir.


El pan de la palabra

La palabra es un potente medio para hacer que brote una nueva esperanza. Corta las ataduras y las costumbres y deja que corran ríos de agua viva. Es un alimento que vuelve a dar fuerzas y energías. No importa cuál sea la palabra, sólo es necesario que llegue al corazón; que no sea abstracta, que no proceda de los libros, ni que vaya dirigida a la razón, sino que sea una palabra que revele la fe, la esperanza y el amor del que habla. Entonces la palabra es como una llama que transmite calor, o como el agua sobre la tierra seca que permite que la vida florezca. No es tan importante la lógica de lo que se dice, ni la calidad del razonamiento, como el entusiasmo con que es dicho. La tonalidad de la voz es lo que revela si la persona habla por brillar, para demostrar que sabe o para alimentar, para dar gratis y testimoniar humildemente lo que ha vivido y ha recibido gratuitamente. La palabra que alimenta proviene de aquel que deja hablar a Dios a través de sus labios.

Entonces se desprenden dos zonas silenciosas y ocultas del ser, donde Dios actúa, para alimentar a los otros en sus propias zonas silenciosas y ocultas. La palabra brota del silencio y de la paz y lleva hacia el silencio y la paz. Hace renacer la llamada, presenta al corazón y al espíritu la finalidad y lo esencial de la comunidad.

Hay quienes tienen el don de hablar a toda la comunidad; otros lo tienen de hablar a grupos más pequeños. Los que se creen incapaces de «ceder» la palabra, creen a menudo que ésta requiere mucha competencia e ideas. Pero son las palabras y las realidades más humildes las que tocan el corazón, las palabras impregnadas de humildad, de verdad y de amor. Los sermones llenos de ideas complicadas no alimentan los corazones. Proceden de la cabeza y son estériles. Los miembros de una comunidad necesitan testigos del Evangelio, que hablen de lo que viven y compartan sus esperanzas tanto como sus debilidades y dificultades."

La palabra de Dios, las palabras del Evangelio, las palabras de Jesús son pan de vida que es necesario comer, comer y comer. Nos llevan a lo esencial.

Una comunidad, y con mayor motivo una comunidad cristiana, estará siempre contra la corriente de la sociedad y de los valores individualistas que propone, como son la riqueza, el confort, y la facilidad, que llevan en sí mismas cierto rechazo detrás personas molestas. En una comunidad cristiana los miembros están llamados constantemente a acoger, a compartir, a empobrecerse, a sobresalir en un amor verdadero.

La presencia de una comunidad cristiana será siempre un escollo, un punto de interrogación, una fuente de inquietud para la sociedad. Rápidamente las personas de alrededor se sentirán acusadas, tanto si es rechazada porque revela los egoísmos latentes en el corazón de las personas, como si se convierte en un polo de atracción, porque las personas sienten en ella una fuente de vida y de calor. Una comunidad cristiana será a menudo perseguida y rechazada o bien tratará de atenuar su ideal, para no ser amenazada.

El gran peligro de una comunidad son «las preocupaciones del mundo y las seducciones de las riquezas». Se arriesga a cansarse pronto y a buscar su confort o a convertirse en agresiva con aquéllos que la critican y la persiguen. Los miembros de una comunidad deben siempre recordar el porqué de sus vidas. Necesitan acordarse de la llamada inicial, del desafío. Si no tienen presente constantemente esta visión de esperanza olvidarán pronto la razón de las dificultades de la vida comunitaria, de la pobreza, de la ascésis, de las purificaciones, y empezarán a murmurar.

La comunidad necesita siempre una palabra que dé calor e «inspiración», que dé sentido a esas dificultades, haga renacer la esperanza y reavivar el deseo de ir contracorriente.

La inteligencia humana necesita sentir la esperanza concreta de la comunidad. La espiritualidad individual y colectiva no bastan. La palabra debe recordarnos el sentido de la comunidad en el mundo actual y en la historia de la salvación.

Es importante recordar constantemente el fin preciso de la comunidad, su llamada y sus orígenes. A menudo en las comunidades, a causa de la evolución y de múltiples factores, se eclipsa lo esencial ante mil actividades. No se sabe ya porqué se está juntos y lo que se quiere testimoniar. Se discuten los detalles, pero se ignora lo que une.


Esparcimiento y reposo

A menudo en nuestras comunidades oigo hablar de asistentes o de directores «quemados», es decir de personas que han sido demasiado generosas y se han lanzado a una actividad desenfrenada, que finalmente les ha destruido en lo profundo de su afectividad, porque no han sabido distraerse. Los responsables deben enseñar a los asistentes, y. a veces incluso exigirles, una disciplina en el reposo psíquico y en el esparcimiento. Deben indicarles los medios para enderezarse espiritualmente. Y deben darles ejemplo.

Muchas personas están «quemadas» porque lo desean. Niegan a alguna parte de su ser esa necesidad de distración y de encontrar un ritmo de vida armonioso. En su hiperactividad se alejan de algo. Están demasiado vinculados a su función y a veces, incluso, la identifican con su persona. Esos aún no han aprendido a vivir, no han descubierto la sabiduría del instante presente.

Necesitan un pastor que les impulse a mirar dentro de sí y a descubrir que se alejan de algo. Necesitan encontrar a alguien que les incite a un cierto esparcimiento para clarificar sus motivaciones y que les ayude a ser personas que viven con otras personas, niños con otros niños. Dios nos ha dado a cada uno una inteligencia, a algunos no demasiado grande, pero suficiente para reflexionar y usar los medios necesarios para vivir aquello a lo que hemos sido llamados: la comunidad. «Mira tu corazón. ¿De qué te alejas?»

A veces tengo la impresión de que los hiperactivos se alejan de la vulnerabilidad de su propio corazón. Tienen miedo de su afectividad; necesitarían reflexionar un poco sobre sus oscuras y profundas necesidades y volver a encontrar dentro de sí al niño que llora de soledad. Hay un reposo del cuerpo, pero sobre todo hay un reposo del corazón, de las relaciones que dan seguridad, de las que son peligrosas.

Muchos permanecen tensos porque aún no han entrado en la conciencia colectiva de la comunidad; no han dado todavía el paso de «la comunidad para mí» a «yo para la comunidad», tal vez porque su fragilidad les incita a gtierer probarse algo a sí mismos y a los demás y en el fondo han tomado la comunidad como un refugio. No llegarán a estar tranquilos hasta que hayan encontrado su don propio y lo hayan puesto plenamente al servicio de la comunidad.

En el corazón de un barrio negro de Chicago pasé una noche con unos franciscanos que viven juntos en un apartamento. Me gustó mucho su prior. El exigía disciplina a sus jóvenes novicios, que estaban obligados a dormir muchas horas por la noche y comer bien. «Si no tenemos cuidado con nuestro cuerpo y no encontramos un ritmo de vida para mantenernos durante unos años, no vale la pena venir aquí. Nuestro cometido es permanecer. Es demasiado fácil hacer una experiencia junto a los pobres, aprovechándose de ellos para nuestro propio enriquecimiento espiritual, y después irse, pero nosotros hemos de quedarnos con ellos.»

Uno de los recursos individuales más importantes es el descanso. Es necesaria una disciplina en el descanso. A veces cuando se está demasiado fatigado se tiende a mariposear, a no hacer nada, a pasar las horas o la noche, hablando. Sería preferible dormir un poco más. Cada uno debe encontrar su ritmo de esparcimiento y de descanso porque muchas agresividades y disputas tienen causas somáticas. A algunos miembros de nuestras comunidades les vendría bien en ocasiones tomar un buen baño caliente, acostarse y dormir de doce a catorce horas.

Antes de entrar en comunidad muchas personas han vivido una vida en la que elegían a su voluntad las épocas de ocio y de reposo. Su cuerpo ha cogido un cierto ritmo. Cuando llegan a la comunidad se obligan a estar continuamente atentas a los demás, por lo que están fatigadas y a veces incluso, deprimidas. Empiezan a acusar su carga; sienten por dentro cierta forma de cólera desconocida anteriormente, y a menudo las menores contradicciones les resultan insoportables. No, esto no es extraño; no han sabido encontrar su modo de esparcimiento en esta nueva vida porque estaban demasiado tensas por su deseo de hacer el bien.

Cuando se entra en comunidad, hay que contar con estos cambios somáticos. Es necesario ser paciente con el propio cuerpo y saber distraerse y descansar.

Cuanto más intensa y difícil es una vida comunitaria y más tensiones y luchas hay, más indispensable es tener tiempo para el esparcimiento. Cuándo uno se siente nervioso, tenso, incapaz de rezar o de escuchar, es señal de que tiene que marcharse algunos días o algunos meses a descansar.

Algunos no saben en qué ocupar su tiempo libre. Pasan muchas horas en el café o discutiendo. Es triste no tener ningún interés fuera de la comunidad, ni leer, ni saber hacer cosas sencillas (paseos, música, etc...). Es necesario que nos ayudemos mutuamente a mantener algunos intereses personales que nos permitan estar descansados.

Siempre está bien tener en una comunidad una «abuela» que recuerde a las personas, que tienen un cuerpo y una afectivicad, que a menudo se hacen montañas de pequeños problemas y que les interesaría descansar un poco.

Es fácil ser generoso durante algunos meses o algunos años. Pero para estar presente continuamente ante los demás, y no sólo presente, sino para aguantar en una fidelidad renovada cada mañana, es necesaria una disciplina del cuerpo y del espíritu. Es necesaria una disciplina respecto al alimento espiritual, a la oración y al rejuvenecimiento de la inteligencia.


Alimento de la inteligencia

Los alimentos de la inteligencia son importantes. Hay que comprender bien las cosas de la naturaleza y las maravillas del universo, para captar con más profundidad la historia del hombre y de la salvación. Cada una de nuestras inteligencias está hecha de diferente forma; hay mil puertas para entrar en la inteligencia de las cosas y en su misterio.

En nuestra época existe el peligro de estar saturados de informaciones y no anotar más que cosas muy superficiales. Siempre está bien entrar con nuestra inteligencia en un pequeño dominio de este vasto mundo del conocimiento que es el reflejo de nuestro inmenso universo: el de las cosas visibles e invisibles. Si se ahonda con la propia inteligencia se limita un dominio, ya sea el del crecimiento de la patata o la profundización en una frase de la Escritura; en cada una de estas realidades se toca el misterio. Si exploramos una cosa a fondo con nuestra inteligencia, entramos en el mundo del asombro y de la contemplación. Una inteligencia que alcanza la luz de Dios, oculta en el corazón de las cosas y de los seres, renueva a la persona entera.

Creo que en las comunidades a menudo no se lee bastante. De vez en cuando se lee un libro sobre psicología. Esto no está mal, pero sería tal vez más productivo leer sobre la naturaleza y el misterio de la muerte y de la resurrección que nos rodea por todas partes. No es necesario leer sólo cosas útiles, sino conocer. también cosas gratuitas, porque la gratuidad es lo que más estimula.


Alimento del crecimiento

Uno de los mejores recursos, es el sentimiento de que se crece, de que se progresa. Si uno cree que está estático, se desanima. Para ello se necesita a menudo un pastor, un amigo que nos recuerde que hay crecimiento.

También hay que saber ttener paciencia cuando se tiene la impresión de que no se crece. En ese momento es necesario tener confianza: Jesús es quien nos ha llevado a la comunidad. En invierno los árboles no parece que crezcan; esperan el sol. Hay que podarlos. En ese momento se necesita a alguien que nos recuerde el valor de la espera y del sacrificio.

Me ayuda mucho ver cómo una persona disminuida sale poco a poco de la angustia y de la muerte espiritual; ver una luz que empieza a brillar en sus ojos, una sonrisa en sus labios, ver que surge la vida. Vale la pena llevar el peso de cada día, el peso de todas las dificultades de una gran comunidad para ver que una persona renace.

De la misma manera, cuando veo a algunos disminuidos tristes, tal vez víctimas de crisis de agresividad en las grandes salas de un hospital psiquiátrico o de un asilo, o enfermos solos en una habitación, recobro ánimos para continuar la lucha. para crear otras comunidades en dónde les pueda acoger; eso me alimenta para continuar viviendo en comunidad con mis hermanos de El Arca. Cuando se comprende al vivo la utilidad de la comunidad, su razón de ser, se recobra la fuerza.

Down nos explicaba el otro día que las dificultades estimulan: «Cuando todo es demasiado fácil, me hundo, me encierro en mí mismo y en mis pequeñas ocupaciones. Cuando, por el contrario, me llama un pobre o alguien que tiene dificultades en la comunidad, a quien es necesario que yo responda, nace en mí una fuerza. Yo necesito este estímulo.»


El amigo

Un recurso absolutamente esencial es el reencuentro con un verdadero amigo a quien se puede decir todo, sabiendo que nos va a escuchar, animar y confirmar con un gesto de amor y una palabra de ternura. La amistad, cuando es un estímulo a la fidelidad, es la más hermosa de todas las realidades. Aristóteles decía que es la flor de todas las virtudes, lo gratuito de la flor.

En los días sombríos se necesita un amigo para reconfortarse. Cuando uno se siente «desinflado», cuando nos «ahogamos en un vaso de agua», recibir una carta de un amigo lejano puede volver a dar paz y confianza. El amigo es un refugio. El Espíritu Santo se sirve de pequeñas cosas para aliviar y para fortalecer.

Algunos asistentes, cuando están muy cansados necesitan hablar, hablar y hablar. Necesitan que el oído atento de un amigo escuche multitud de cosas, de sufrimientos y de miedos. No obtendrán reposo hasta que no sientan que se han liberado, habiendo dicho todo al amigo.

Algunos responsables de comunidades (aunque vale para todo el mundo) llevan a menudo dentro de sí muchas frustraciones que no pueden siempre revelar en grupo sin poner a la comunidad en peligro. Cuanto más sensibles son, más pesadas se convierten sus frustraciones, sus cóleras, sus inquietudes, sus sentimientos de incompetencia, de tristeza y de hastío. Necesitan expresar esas contradicciones a una persona que dé seguridad.

Necesitan decir cuánto detestan a tal o cual persona que les pone en peligro, sin que por ello se les acuse de «falta de caridad». A veces es necesaria esta liberación de la sensibilidad para volver a encontrar la paz.

Pero quien escucha, que en cierto modo se convierte en «cubo de la basura», debe tener una cierta sabiduría para saber acogerlo todo sin volverse loco, sin tratar de arreglarlo todo enseguida, sin juzgar, sin complacerse en ello, sin favorecer, ni estimular los malos sentimientos.

Cuando uno nota que es amado y apreciado tal como es, cuando uno se siente llamado por el pobre, está alimentado en lo profundo del corazón.

Ser alimentado por el amor de los demás es una llamada a convertirse en alimento de los que sufren, de aquéllos que se sienten solos y desamparados. Así se aprende a dejarse comer: «Nosotros los robustos debemos cargar con los achaques de los endebles y no buscar lo que nos agrada» (Rom. 15,1). «Malas palabras no salgan de vuestra boca; lo que digáis sea bueno, constructivo y oportuno, así hará bien a los que lo oyen» (Ef. 4,29).

Es necesario no tener miedo de amar y de decir que se ama. Es la más grande renovación personal.


Compartir

A veces, en nuestras comunidades, nos ponemos ante lo esencial. Nos comunicamos la razón por la que hemos venido a la comunidad y lo que allí encontramos de más vital. Escuchándonos unos a otros, descubriendo nuestro camino, la manera como Dios nos ha conducido y hecho crecer, me siento alimentado. Compartir esto en comunidad es un alimento que hace renacer la esperanza.

Estoy impresionado al comprobar que compartir nuestras debilidades y nuestras dificultades es mayor estímulo para los demás que compartir las cualidades y los éxitos.

En el fondo, en comunidad siempre se tiene tendencia a desanimarse. Se cree que los demás lo hacen mejor o que no tienen las mismas luchas. Cuando se descubre que todos estamos embarcados en la misma nave, que todos tenemos los mismos miedos y hastíos en nuestro interior, nos ayudamos a continuar.

Es curioso ver cómo la humildad de una persona alimenta a los demás, porque la humildad es verdad, y va unida a una confianza en Dios y en los hermanos y hermanas: «Me siento débil, pero tengo confianza en tu protección.»

Uno de los mayores pecados en una comunidad es cierta forma de tristeza y de melancolía. Es fácil quedarse con algunos amigos criticando a los demás, diciendo «nos vamos a pique», «todo va mal», «esto no es como antes». Este estado de ánimo inscrito en la cara de las personas es un auténtico cáncer que se puede extender a lo largo de todo el cuerpo. La tristeza, como el amor o la alegría, se propagan inmediatamente. Todos somos responsables de la atmósfera de la comunidad.


La mirada del pobre

A veces el mayor recurso es el menor gesto de delicadeza o de compasión de otra persona débil. A menudo la mirada de un pobre es lo que nos retiene, toca nuestro corazón y nos encamina a lo esencial.

Un día fui a acompañar a las hermanas de la Madre Teresa a su barrio de Bangalore para ayudarlas a curar a los leprosos. Sus llagas eran apestosas y todo resultaba humanamente repugnante. Pero en sus ojos había una luz. Yo no podía hacer más que sostener los instrumentos que usaban las hermanas, pero estaba a gusto allí. Sus miradas y sus sonrisas parecían que penetraban en mi corazón y me daban nueva vida. Cuando me marché había en mi corazón una joya inexplicable que me habían dado los leprosos.

Me acuerdo de una noche en la prisión de Calgary (Canadá). Venía de pasar tres horas con los hombres del «Club 21» (condenados a más de veintiún años de prisión, por asesinato). Me habían tocado el corazón y marché con él renovado. Estos hombres habían cambiado algo en mi interior.

La sonrisa del pobre, la mirada del desesperado, transforman mi corazón y hacen surgir nuevas energías de vivir en lo más profundo del ser. Parece que quiebran algunas barreras y por eso mismo aportan una nueva libertad.

Es como la mirada o la sonrisa del niño: ¿puede resistirla el corazón más duro? El contacto o el reencuentro con el débil es uno de los elementos esenciales para la vida; cuando uno deja que penetre el don de su presencia, se deposita algo precioso en nuestro corazón.

Si nos limitamos simplemente a «hacer» algo por quien lo necesita, mantenemos la barrera de la superioridad. Es necesario acoger el don del pobre con las manos abiertas. Es verdad lo que dice Jesús: «Lo que haces a los más insignificantes de mis hermanos (aquél al que no se mira, al que se rechaza), es a mí a quien lo haces».

En la oración de El Arca, decimos todas las noches: «Oh María, danos unos corazones llenos de misericordia para amarles, servirles, calmar toda discordia y ver en nuestro hermano que sufre, la humilde presencia de Jesús viviente».

El pobre es siempre profético. Revela los planes de Dios. Los verdaderos profetas no hacen más que revelar el cometido profético del pobre. Por eso hay que tomarse tiempo para escucharles. Y para escucharles es necesario estar cerca de ellos porque hablan en voz baja y sólo en determinadas circunstancias, ya que tienen miedo a expresarse y carecen de confianza en sí mismos de tan vejados y oprimidos como están. Pero si se les escucha nos sitúan ante lo esencial.

El padre Arrupe, general de los jesuitas, en una conferencia dada a unos religiosos americanos, ha dicho esto: «la solidaridad de los religiosos con quienes son realmente pobres va acompañada de soledad... Nos sentiremos solos cuando veamos que el mundo de los trabajadores no comprende nuestro ideal, nuestras razones y nuestros métodos. En el fondo de nosotros mismos nos sentiremos en una completa soledad. Necesitaremos a Dios y su fuerza para ser capaces de continuar trabajando en la soledad de nuestra solidaridad... y en un último examen permanecer incomprendidos y aislados. Esta es la razón por la que muchos religiosos y religiosas, ligados al mundo del trabajo, han vivido una nueva experiencia de Dios. En esta experiencia de soledad e incomprensión su alma se ha abrumado por la plenitud de Dios. En esta simple experiencia se sienten despojados y por ello capaces de redescubrir de un modo nuevo, cómo les habla Dios a través de aquéllos con quien son solidarios. Ven que estas personas, las personas marginadas, tienen algo divino que decirles por su sufrimiento, por su opresión, por su desamparo.

Y allí se comprende la verdadera pobreza, se toma de nuevo conciencia de la propia incapacidad, de la propia ignorancia, se abre el alma para recibir a través de la vida del pobre una profunda instrucción dada por el mismo Dios. Sí, Dios habla a través de estas caras rudas, de estas vidas en ruinas. En los pequeños aparecía una nueva cara de Cristo.»
(Tercera Conferencia Interamericana de religiosos, en Montreal, noviembre 1977).

Cuando me siento fatigado, me voy a menudo a Forestiére, que es un hogar que acoge a personas muy disminuidas: algunos de los nuevos que actualmente están allí ni hablan. Algunos ni andan. Desde muchos puntos de vista, no son más que corazón y relación afectiva a través .de su cuerpo. El asistente que los alimenta, que les baña y que les acuesta debe hacerlo no a su ritmo, sino a los ritmos de ellos. Debe ir más despacio para recibir las menores expresiones de su ser. Como no pueden expresarse verbalmente, no pueden hacer prevalecer su punto de vista levantando la voz. El asistente debe estar más atento a las mil formas no verbales en que se expresan. Esto aumenta su capacidad de acoger a la persona. Llega a ser más y más una persona para la acogida y la compasión. El ritmo más lento me obliga a ir más despacio, a acallar la locomotora de la eficacia que hay dentro de mí, me descansa y me hace sentir la presencia de Dios. El más pobre tiene un poder extraordinario para curar determinadas heridas de nuestros corazones, que si se acoge bien se convierte en alimento.


Oración personal

Cuando se vive en comunidad y lo cotidiano está repleto y es arduo, es absolutamente indispensable tener unos momentos de recogimiento en soledad, para rezar y para volver a encontrar a Dios en silencio y reposo. Si no la «locomotora» de la actividad no se parará y uno se convierte en un molino de viento.

Las hermanitas de Foucauld tienen una auténtica regla de oración, de soledad y de recogimiento: una hora al día, medio día por semana, una semana al año, un año cada diez años. Cuando se vive en comunidad crece la interdependencia, pero es necesario evitar una mala dependencia. Es necesario tener tiempo para estar solo, solos con nuestro Padre, solos con Jesús. La oración es una actitud de confianza en nuestro Padre, para buscar su voluntad, para buscar cómo ser un aspecto del amor para los hermanos y hermanas. Es necesario que cada uno de nosotros sepa descansar y detenerse en el silencio de la contemplación, para estar con franqueza con Dios.

«No pienses que alejándote momentáneamente perjudicarás a la comunidad, ni creas que porque aumente tu amor personal hacia Dios menguará tu amor por tu prójimo. Por el contrario éste aumentará.» (CARRETTO, C.: Más allá de las cosas, Paulinas, Madrid, 1977. Cap. 1).

A veces cuando estoy solo nace en el fondo de mi corazón una luz. Es como una herida de paz en la que mora Jesús, y en esa herida, a través de ella, encuentro a los demás sin barreras, sin esos temores o esa agresividad que a veces hay en mí, sin esas imposibilidades para dialogar, sin esas oleadas de egoísmo. Entonces puedo permanecer en la presencia de Jesús y en la presencia invisible de mis hermanos. Cada día descubro más la necesidad de esos momentos de soledad para reunirme con los demás con más verdad y asumir, a la luz de Dios, mis debilidades, mis ignorancias,. mis egoísmos y mis temores. La soledad no me separa de los demás, sino que me ayuda a amarles con más ternura, realismo y atención. Empiezo también a distinguir la falsa soledad que es huir de los demás para encontrarse sólo en una especie de egoísmo o tristeza, con una sensibilidad herida, de la verdadera soledad que es la comunión con Dios y con los demás.

Cada uno debe encontrar su ritmo de oración. Para algunos durará muchas horas, para otros sólo unos cuartos de hora aquí y allá. Para todos será estar atentos a la presencia de Dios y a sus deseos a lo largo del día. Algunos necesitarán que la palabra de Dios les estimule el corazón y rezar el Padrenuestro, otros tendrán que pronunciar el nombre de Jesús o el de María. La oración es como un jardín secreto hecho de silencio y de interioridad, un lugar de descanso con mil puertas en donde cada uno ha de encontrar la suya.

Si no se reza, si no paramos nuestras actividades y nuestra vida, si no encontramos reposo en el interior de nuestro corazón, donde reside el Eterno, viviremos muy mal en comunidad, no estaremos disponibles ni seremos artesanos de la paz. Viviremos sólo estimulados por los impulsos del momento presente, y perderemos de vista las prioridades y el sentido de lo esencial. Por ótra parte es necesario acordarse de que algunas purificaciones sólo. se producen con la ayuda del Espíritu Santo, y que algunos rincones de nuestra sensibilidad, y de nuestro inconsciente no pueden hallar la luz más que por un don de Dios.

«Orar es abandonar nuestro ser entero a Dios, dejándole tomar el timón de nuestra existencia. Orar es tener confianza, es decirle a Dios: "He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra".»

Es preciso que aprendamos a tener confianza, rehusando conceder valor al «sentido>, ya sea consolación o sufrimiento'. Tener confianza en que Dios nos llama para crecer en nuestra comunidad y llama a nuestra comunidad a ser un manantial en un mundo desecado.

La oración es un encuentro que alimenta la afectividad profunda. Es presencia y comunión. El secreto de nuestro ser está en este beso de Dios en el que nos sabemos amados y perdonados. En lo más profundo de nosotros mismos, más allá de nuestras capacidades de acción y de comprensión, hay un corazón vulnerable, el niño que ama y tiene miedo a amar. La oración silenciosa nutre estas zonas profundas. Es el alimento esencial para toda , persona que vive en comunidad, porque es el alimento más secreto y más personal.

Carlo Carretto habla de encontrar el desierto allí donde se está, en la propia habitación, en una iglesia, tal vez en medio de una muchedumbre. Para mí, a veces, es ir por la calle entre dos filas de casas, recogerme en mí mismo y redescubrir ese tabernáculo donde vive Jesús. Pero también necesito más tiempo.

A menudo en El Arca o en otra parte, cuando espero a alguien o algo y no llega, me pongo nervioso interiormente. No me gusta perder el tiempo. La «locomotora» que hay en mi interior continúa dando vueltas sin conducir a ninguna parte. Mi energía estimulada pero no canalizada hacia una acción precisa, da vueltas con nerviosismo. ¡Aún es peor cuando viajo! He de aprender todavía mucho para saber aprovechar estos momentos aparentemente perdidos para emplearlos en el esparcimiento y el descanso, para volver a encontrar la presencia de Dios y vivir como un niño que se maravilla. Necesito descubrir la paciencia y, aún más, cómo vivir el instante presente en que Dios se da.

Dos peligros acechan a una comunidad. Algunos miembros para protegerse, construyen un muro en torno a sí con el pretexto de su unión con Dios, su salud y su vida privada. Otros se lanzan locamente a encuentros interpersonales, comunicando, en nombre del intercambio y del compartir, todas sus emociones. En el primer caso los miembros tienden a vivir por sí mismos en una falsa soledad; en el segundo, se convierten en sumamente dependientes de los demás, no existen para sí mismos. El equilibrio entre soledad y comunidad es difícil de encontrar.

Otras veces uno se arriesga a ignorar el don de la comunidad y del compartir porque hoy solemos olvidar lo que pertenece a la vida interior y a las necesidades íntimas del corazón humano. Para poder vivir plenamente en comunidad es necesario primero existir, saberse mantener en pie, ser capaz de amar. La comunidad no es un refugio, sino un trampolín. Quien se casa sólo porque lo necesita se arriesga a encontrar dificultades. La gente se casa porque ama a otro o porque quiere vivir y caminar junto a él, hacerle feliz. De la misma manera, se entra en comunidad para responder a una llamada de Dios, para ser lo que se debe ser, para vivir con los demás, y construir algo con ellos. Pero esto requiere que cada uno tenga sus propias raíces; si no, no existirá esta conciencia interior que ayuda a distinguir la voluntad de Dios, las verdaderas necesidades de la comunidad y las de nuestros hermanos y hermanas, de nuestros propios instintos, miedos y necesidades. Se hablará no para dar la vida, sino para liberarse o para probar algo; se actuará con otros y para otros, no para su crecimiento, sino por nuestra necesidad de movernos. Para crecer humanamente, para convertirse en más libre interiormente, se necesita compartir y rezar en comunidad y también tiempo de soledad, reflexión, interiorización y oración personal.

Henri Nouwen, al escribir sobre la soledad y la comunidad, demuestra que hay una oposición entre estas dos realidades en algunos espíritus: la soledad equivale a la vida privada en la que hago lo que quiero, y la comunidad es el lugar de «abnegación» en contraposición con aquélla que debe estar protegida. La soledad tiende a permitir vivir plenamente la vida comunitaria; es un recurso necesario para dedicarse a los demás.

La soledad no es sólo. «para mí», y la comunidad «para los demás «La soledad es también para una comunión con los demás, de manera distinta de la presencia física y es también, ante todo, para una comunión con Dios, con la luz y con la verdad. En la soledad nos descubrimos los unos a los otros de una manera completamente. nueva, difícilmente alcanzable, si no imposible, con la presencia física. Entonces nos damos cuenta de que las ligaduras que hay entre nosotros no dependen de las palabras, de los gestos o de las acciones, porque son más profundas y más fuertes de lo que se podría creer por los propios esfuerzos.»

«Soledad y comunidad se pertenecen una a otra, se necesitan una a otra, así como el centro y la circunferencia de un mismo círculo. La soledad sin comunidad lleva a un sentimiento de soledad y de desesperanza, la comunidad sin soledad nos lleva a un vacío de palabras y emociones...»

La vida comunitaria, con toda su complejidad, implica una actitud interior; sin esto se estanca rápidamente, unos y otros buscan compromisos para no crecer. La actitud deseable es la del niño que se abandona, que sabe que no es más que una pequeña parte del universo, y que allí donde está es llamado a vivir en el don y en la oblatividad. Esta actitud es una confianza total en Dios, buscando a cada instante su voluntad. Cuando no tenemos ese corazón de niño que quiere ser instrumento de paz y unidad entre los hombres, nos desanimamos o intentamos probar que somos alguien. En ambos casos se destruye la comunidad.

¿Cómo alimentar este corazón de niño? Es la cuestión esencial para toda persona que vive en comunidad. El amor no se nutre más que de amor. Una vez que se instala el cáncer del egoísmo, se propaga muy rápidamente a todas las actividades cotidianas; cuando el amor empieza a crecer, este amor que es sacrificio, don y comunión, penetra en la forma de hablar, en los gestos y en la carne.

El corazón se nutre en la medida en que permanece fiel al corazón de Dios. La oración no es otra cosa que el niño que se queda en los brazos de su padre, permanece allí y dice «sí».

El corazón se nutre en la medida en que permanece fiel a los más pobres, los escucha y se deja interpelar por su presencia profética.

El corazón se nutre en la medida en que permanece fiel a la conciencia colectiva de la comunidad, a sus estructuras, y ofrece sin cesar un sí tranquilo y amante a la comunidad.


Convertirse en pan

Algunos no quieren el alimento que les dan y, rehúsan convertirse en pan para los demás. No creen que su palabra, su sonrisa, su ser, su oración puedan alimentar a los demás y devolverles la confianza.

Otros, por el contrario, descubren que su alimento es dar a partir de una panera vacía. Es el milagro de la multiplicación de los panes: «Señor, haz que busque no tanto ser consolado, como consolar». A veces me sorprende descubrir que aunque esté muy vacío en mi interior, soy capaz de dar una palabra alimenticia, o que estando angustiado, puedo transmitir la paz. Sólo Dios puede hacer tales milagros.

Me encuentro a veces con personas agresivas con su comunidad a la que censuran por su mediocridad. «La comunidad no me proporciona lo que necesito». Son como niños que censuran por todo a sus padres. Les falta madurez, libertad interior y sobre todo confianza en sí mismos, en Jesús y en sus hermanos y hermanas. Querrían un banquete con un buen menú y rehúsan las migajas de cada instante. Su «ideal», sus ideas respecto al alimento espiritual que aparentemente necesitan les impiden ver y comer el alimento que Dios les da a través de lo cotidiano. No llegan a aceptar el pan que el pobre, su hermano, les ofrece con su mirada, con su amistad o su palabra. Al principio, la «comunidad» puede ser una madre que alimenta, pero con el tiempo hay que descubrir el propio alimento a través de las mil actividades de la comunidad. Este puede ser una fuerza dada por Dios, que viene en auxilio de la debilidad y de la inseguridad para ayudar a asumir la herida de la propia soledad, de su grito de socorro. La comunidad no puede nunca colmar este deseo que es inherente a la condición humana, pero puede ayudar a asumirlo, a recordarnos que Dios responde a nuestro grito y que no estamos solos. «Y la Palabra se hizo carne, acampó entre nosotros». (Jn. 1,14). «No temas, que contigo estoy yo» (Is. 43,5). Vivir en comunidad es aprender también a estar sólo en el desierto, en la noche y con lágrimas, poniendo nuestra confianza en Dios que es nuestro Padre.

Cuando se ha perdido la visión inicial de la comunidad, cuando uno se ha alejado de la fidelidad se pueden comer muchas cosas espirituales, tener un hambre canina de espiritualidad, sin estar alimentado. Es necesario convertirse, volverse como un niño, volver a encontrar nuestra llamada inicial y la de la comunidad. La duda sobre esta llamada, se expande como un cáncer capaz de minar los cimientos del edificio. Es necesario saber alimentar nuestra confianza en esta llamada.


Oración comunitaria y eucaristía

La oración en comunidad es un alimento importante. Una comunidad que reza unida, que está de acuerdo en el silencio y que adora, se apiña bajo la acción del Espíritu Santo. El grito brota de la comunidad y es escuchado de manera especial por Dios. Cuando se pide a Dios un don unidos, Dios escucha y nos atiende. Si Jesús ha dicho que todo lo que se pida en su nombre, el Padre lo otorgará, tiene más razón de ser cuando quien lo pide es una comunidad. Me parece que no recurrimos muy a menudo a esta petición en comunidad. Tal vez no somos aún bastante sencillos, bastante niños. A veces las oraciones espontáneas comunitarias son un poco rebuscadas. Es una pena que no se empleen más los bellísimos textos de la Iglesia y que no se conozca mejor la Sagrada Escritura. Es verdad que a veces el texto petrificado pierde su saber si se le emplea siempre, pero también lo espontáneo puede perder su sabor. Es necesario encontrar una armonía entre los textos que nos da la tradición y la oración espontánea que ha brotado del fondo del corazón.

A menudo una comunidad no grita hacia Dios, porque no escucha el grito de los pobres. Está satisfecha de sí misma, ha encontrado un modo de vida no demasiado inseguro. Cuando se ve el peligro y la miseria del pueblo, cuando se ven las propia opresiones y sufrimientos, cuando se ve el hambre y se siente la incompetencia, se grita al Padre con insistencia: «Señor, tú no puedes desviar los oídos del grito de los pobres, escucha nuestra oración». Cuando la comunidad ha hecho alianza con los pobres, los gritos de éstos se convierten en su grito.

La comunidad debe ser signo de resurrección. Una comunidad dividida en la que cada uno va por su lado, únicamente preocupado por su propia satisfacción y por su proyecto personal, sin ternura hacia los demás, es un contratestimonio. Todos los resentimientos, amarguras, tristezas, rivalidades, divisiones, todas las negativas a extender la mano hacia el enemigo, todas las críticas hechas a espaldas, todo ese mundo de cizañas e infidelidades perjudican profundamente el verdadero crecimiento en el amor de la comunidad y revela los rescoldos del pecado y las fuerzas del mal que en su corazón están dispuestas a inflamarse. A veces es importante que una comunidad se conciencie de todas sus infidelidades. Las celebraciones penitenciales en presencia del sacerdote, si están bien preparadas, pueden ser momentos importantes: los miembros, después de haberse concienciado a la vez de su llamada a la unidad y de sus pecado, piden perdón a Dios y a los demás. Es un momento de gracia que une los corazones.

Uno de los alimentos que anudan el alimento comunitario y el personal es la eucaristía, porque ella es los dos a la vez. La eucaristía es la celebración, la fiesta comunitaria por excelencia, que nos hace revivir el misterio de Jesús que da su vida por nosotros. Es el lugar en que toda la comunidad da las gracias. Por eso, después de la consagración, el sacerdote dice: «concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo, víctima viva para tu alabanza». Allí se toca el misterio de la comunidad.

Pero también es un momento íntimo en que cada uno de nosotros se transforma por el encuentro personal con Jesús: «Quién come mi carne y bebe mi sangre sigue conmigo y yo con él» (Jn. 6,56).

En el momento de la consagración el sacerdote dice las palabras de Jesús: «Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros». El «entregado por vosotros» es lo que más me impresiona. Hasta que no se ha comido de ese cuerpo, no se puede entregar uno a los demás. Sólo Dios ha podido inventar una realidad así.