Crecimiento


Una comunidad crece como un niño

Cada uno de nosotros está haciendo un viaje: el viaje de la vida. Todos somos peregrinos en este camino. El crecimiento del niño pequeño desde el seno de su madre hasta el día de su muerte, es a la vez muy largo y muy corto. Está entré dos debilidades: la debilidad de todo niño pequeño y la debilidad del que va a morir.

En el plano de la actividad hay un crecimiento y después un decrecimiento. El niño y el adolescente caminan hacia la madurez del adulto. Se necesitan muchos años para llegar a esta madurez que implica cierta autonomía y fuerza. Después, al llegar las enfermedades y las fatigas, se convierte cada vez en más dependiente hasta llegar a esta dependencia total en que el hombre se vuelve como un niño pequeño.

Si en el plano de la actividad y de la eficacia hay un crecimiento y después un decrecimiento, en el plano del corazón y de la sabiduría puede haber un crecimiento continuo. En este crecimiento del corazón hay dos fases precisas: el niño pequeño vive del amor y de la presencia; el tiempo de la infancia es el de la confianza; el adolescente vive de generosidad, de utopías y de esperanzas; el adulto realiza, se compromete, asume responsabilidad, es la época de la fidelidad. Finalmente el anciano vuelve a encontrar el tiempo de la confianza, que también es sabiduría. El anciano, incapaz de grandes actividades, tiene tiempo para mirar, contemplar y perdonar. Tiene el sentido de lo que es la vida humana, de la aceptación, de la realidad. Sabe que vivir no es sólo hacer y correr, sino que es también acoger y amar. De alguna manera ha pasado el estadio en que debe probar la eficacia.

Entre cada uno de los estadios hay dos etapas que hay que franquear; cada una implica una preparación, una educación, cada una se cumple con más o menos sufrimientos.

La vida humana es este viaje, este camino, este crecimiento hacia un amor más realista y verdadero; es un viaje hacia la unidad. En efecto, si el niño pequeño es uno en su debilidad y en su relación con su madre, cuanto más crece, más divisiones aparecen en él entre su vida afectiva y su vida de relaciones, entre su voluntad y su tendencia psicológica o sus impulsos, entre la interioridad y lo exterior, entre lo que vive y lo que dice, entre sus sueños y la realidad. Con su crecimiento hacia la autonomía, los temores por su debilidad, su vulnerabilidad, sus límites, el sufrimiento y la muerte, se vuelven más conscientes, como barreras alrededor de su vulnerabilidad. El viaje de cada uno de nosotros es un viaje hacia la integración de lo profundo de nuestro ser con nuestras cualidades y nuestras debilidades, nuestras riquezas y nuestras pobrezas, nuestra luz y nuestras tinieblas.

Creer es emerger poco a poco de una tierra en que nuestra visión está limitada, en que estamos gobernados por una búsqueda de placer egoísta, por nuestras simpatías y antipatías, por ir hacia horizontes ilimitados, hacia un amor universal en que amaremos a todos los hombres, y desearemos su bien.

De la misma manera que en la vida humana hay etapas sucesivas por las que hay que pasar, de la misma manera en la vida de una comunidad hay etapas que también piden una preparación y una educación que se llevan a cabo con más o menos sufrimiento.

Está la etapa de la fundación, después la de la puesta en marcha y de lo cotidiano; está la etapa del envejecimiento en que se encuentran muchos espíritus viejos enamorados de valores del pasado; está el tiempo de la fidelidad. Estas etapas no están tan claras como en la vida humana, pero sin embargo están allí. Hay distintas etapas en la manera de ejercer la autoridad, en la evolución de las estructuras de la decisión. La comunidad y sus responsables deben de estar vigilantes para hacer bien estas travesías.

Muchas tensiones en la comunidad provienen de que sus componentes se resisten a crecer, pues el crecimiento de una comunidad implica el crecimiento de cada persona. Siempre hay quien se resiste al cambio y rehúsa la evolución, de la misma manera que en la vida humana, muchos rehúsan el crecimiento, las exigencias de una nueva etapa y quieren permanecer niños. Viven como adolescentes y rehúsan envejecer.
La comunidad siempre está en crecimiento.

No es fácil vivir en comunidad después de veinte años; no es más fácil que al principio. Al contrario quien entra en una comunidad es un poco ingenuo; está lleno de ilusiones, tiene la fuerza suficiente para salir de una vida individual y egoísta.

El que se mueve desde hace veinte años en una vida comunitaria sabe que no es fácil. Es muy consciente de sus propias limitaciones y de las de los demás.

La vida comunitaria es un poco este ir por el desierto hacia la tierra prometida, hacia la liberación interior. El pueblo judío empezó a murmurar contra Dios sólo después de pasar el Mar Rojo. Antes estaba seducido por lo extraordinario, estaba despierto por la aventura, por el gusto, por el riesgo y todo le parecía preferible al peso de la esclavitud.

Sólo más tarde, cuando hubo olvidado lo que ocurría cuando estaba tiranizado por los egipcios y cuando lo extraordinario dejó paso a lo cotidiano, ordinario y regular, es cuando habló mal de Moisés.

Es fácil mantener la llama del heroísmo en el momento de la fundación de una comunidad; la dialéctica junto con el medio ambiente estimula los corazones generosos. Nada hay que pueda abatir.

Es más difícil cuando han pasado meses y años y uno se encuentra frente a sus propias limitaciones. La imaginación no se estimula por aspectos heroicos y lo cotidiano parece aburrido. Muy pronto las cosas hacia las que uno se sentía indiferente se vuelven seductoras: el confort, la ley del menor esfuerzo, la necesidad de seguridad, el miedo a ser molestado. Y no hay fuerzas para resistir; hay menos fuerza para controlar la lengua y para perdonar. Así se levantan barreras y uno se aisla.

Las malas lenguas dicen que la comunidad empieza en el misterio y termina en la administración y desgraciadamente esto no es totalmente falso. El único reto de una comunidad que crece es el de adaptar sus estructuras para que siempre estén al servicio del desarrollo de las personas, de los fines esenciales de la comunidad, y no a los de una tradición que hay que conservar, o aún menos, al de una autoridad o un prestigio que hay que preservar.

En nuestros días se oponen espíritu y estructuras, pero el reto está en crear estructuras en función del espíritu y que en sí mismas sean nutritivas. Hay una manera de ejercer la autoridad, de discernir, y al mismo tiempo de administrar unas finanzas que son según el Evangelio y las bienaventuranzas, fuentes de vida.

Comunidad quiere decir comunión de corazón y de espíritu, que en la realidad implica responder a las necesidades de nuestros hermanos y hermanas y ser responsable de ellos. Esto ya es exigente y molesto.

Y lo es porque se reemplaza muy fácilmente la relación y las exigencias que la comunión implica por la ley, el reglamento y la administración. Es más fácil, más a la medida humana obedecer a una le que amar. Por eso al:unas comuni. . .. . n en los reg amen os y en a administración, en lugar de crecer en la Qratul dad de la acogida y del don.


Del heroísmo a lo cotidiano

La fundación de una comunidad es algo bastante sencillo. Hay muchas personas atrevidas en busca de heroísmos, prontas a dormir en el suelo, a trabajar muchas horas al día, a vivir en casas ruinosas. Es fácil hacer camping; todo el mundo está dispuesto a vivir duramente durante un cierto tiempo. El problema no es poner una comunidad en marcha —siempre hay energía para hacer despegar un cohete—. Pero llegar a la órbita y vivir a diario con unos hermanos que no hemos elegido, sino que nos han sido dados y tender, sin embargo, cada vez con más sinceridad hacia los fines de la comunidad, es a menudo fastidioso.

Una comunidad que no es más que un cohete de heroísmo no es una verdadera comunidad, porque implica además un estilo de vida, una actitud, una forma de vivir y de mirar la realidad; implica sobre todo la fidelidad en lo cotidiano.

Lo cotidiano está hecho de necesidades sencillas; preparar las comidas, manchar y lavar la vajilla, recogerla, vivir las reuniones. Está hecho de dones, de alegrías, de fiestas.

Una comunidad está en vías de creación cuando sus miembros han aceptado no hacer grandes cosas, no ser héroes, sino vivir cada día con una nueva esperanza, como niños que miran con asombro la salida del sol y dan gracias al acostarse. Está en vías de creación cuando han reconocido que la grandeza del hombre es aceptar su pequeñez, su condición humana, su tierra y dar gracias a Dios por haber puesto en su cuerpo limitado semillas de eternidad, que se manifiestan a través de los pequeños gestos diarios de amor y de perdón.
La belleza del hombre está en esta fidelidad a la capacidad de maravillarse cada día.


La conciencia intelectual

Tras la época de heroísmo y de lucha, tras los primeros momentos de asombro, está la época de la conciencia intelectual de la identidad de la comunidad y de su lugar en la sociedad, en la Iglesia, en la historia misma de la humanidad. Esta visión o comprensión intelectual son importantes en la vida de una comunidad. Pero esta conciencia intelectual debe ser siempre un brote de asombro y de acción de gracias, que debe estar siempre en, el corazon de la comunidad. Si no, habrá un envejecimiento prematuro.

Los filósofos hegelianos y marxistas toman como punto de partida no el asombro, sino la lucha contra la injusticia y la lucha de clases. Por eso no puede haber una comunidad fundada sobre principios marxistas. Sólo hay grupos militantes, que se unen sólo por la lucha y donde no habrá esa mirada de amor y de confianza de unos para con otros en acción de gracias.

Una comunidad siempre debe ser una comunidad de niños, pero de niños que tienen una conciencia intelectual y una visión. Una comunidad que tiende a convertirse en comunidad de adultos, de «sabios», de «prudentes» que quieren dirigir la lucha, pierde rápidamente el sentido de comunidad y se convierte en un grupo hiperactivo que se diluye en la batalla.

La crítica marxista de las comunidades es a menudo difícil de soportar y muchos miembros sucumben. Tienen miedo a ser considerados como «burgueses», como «débiles», como personas que tienen miedo a la lucha.

La visión de los miembros de una comunidad es una visión a largo plazo. Creen en un lento crecimiento. Los marxistas quieren la revolución, pero al terminar esta revolución no saben lo que quieren. Los hermanos buscan vivir ahora lo que los marxistas desean al final.

Hay que tener coraje para resistir a estas críticas porque en el hombre hay un deseo secreto de ser considerado como un héroe, como un santo, como un mártir. Tiene miedo de ser un niño, de ser él mismo.

Cuanto más crece y se enraíza una comunidad, más tiene que descubrir su sentido profundo, pues toda comunidad lleva en sí misma una comprensión de las cosas. Cuanto más viva está una comunidad, hecha de auténticas relaciones humanas, tanto más se convierte en una comunidad de vida en lugar de ser un grupo de personas que hacen cosas, y tanto más debe dar un sentido a las cuestiones fundamentales del hombre: sufrimiento y muerte, matrimonio, sexualidad, lugar del hombre y la mujer, autoridad, sentido de Dios, oración, pobreza y riqueza, profesionalismo o tecnicismo y gratuidad o corazón, esperanza, angustia, normalidad y anormalidad, injusticias en el mundo, etc.... Y debe usar unos símbolos para dar un sentido o comprensión a estas realidades fundamentales, pues se puede crecer juntos en comunidad y profundizar en nuestras relaciones sin abordar estas cuestiones. La tradición de la comunidad debe ser una de las maneras de dar una respuesta a estas cuestiones. Pero poco a poco se debe tomar conciencia del significado y de la inteligibilidad de esta tradición.


De la monarquía a la democracia

Cuanto más crece una comunidad, tanto más atento hay que estar para adaptarse a las estructuras y valorarlas. Al comienzo hay generalmente un fundador que actúa como un monarca, un jefe que decide todo. El es quien tiene una cierta visión de lo que debe ser la comunidad y decide todo en función de esta visión. A medida que los otros se le acercan, entran en su proyecto, y que la vida nace al sentido de la comunidad, quien fue el origen debe aprender a «desposeerse» de «su» comunidad, de «su» proyecto, para convertirse en un miembro más de esta comunidad. Las estructuras deben evolucionar hacia una democracia, en donde el jefe, conservando la misión fundamental, coordine.

Si el jefe no ayuda a este paso hacia la democracia o hacia un verdadero discernimiento comunitario, se arriesga a ahogar las posibilidades de unos y de otros. Algunos con posibilidades en el crecimiento, en el plano de la responsabilidad y de la inteligencia permanecerán como muertos en estos apectos de su ser, y serán toda su vida unos ejecutores poco desarrollados.

Esta evolución de las estructuras se da porque la comunidad y sus miembros crecen espiritualmente, profundizan en su compromiso, y, cada vez más, son capaces de asumir responsabilidades. En El Arca tenemos una carta que indica los fines de la comunidad y una constitución que define las instancias de decisión y el modo de gobierno, y la revisamos regularmente.

Algunas comunidades ahogan a sus miembros por no haber sabido modificar sus estructuras, para vivir mejor lo esencial de la comunidad.

Es importante que las personas tengan unos proyectos personales y unas responsabilidades que les permitan tomar iniciativas. Pero es importante que estos proyectos personales los confirme la comunidad o se deriven del discernimiento comunitario. Si no, irán ó6'ntra ella. Serán el proyecto de una persona que quiere probar que sabe más que la comunidad, o que quiere separarse. A menudo en las comunidades, hay personas que se creen superiores, que piensan que son unos salvadores. El discernimiento comunitario implica que todos los miembros de la comunidad, o al menos los responsables, traten de ver dónde están los verdaderos proyectos de la comunidad y en qué dirección ir. En este ámbito, sobre todo, es necesario que no haya ni pasión, ni voluntad de convencer a los demás y hacer prevalecer las propias ideas. Se trata de que todos escuchen las ideas de unos y de otros y de que, poco a poco, se ponga de manifiesto la verdad. Esto puede necesitar mucho tiempo, pero vale la pena, porque en ese momento, cada uno en la comunidad se adhiere personalmente al proyecto.

Ciertas comunidades parece que han sido fundadas por personas que necesitan ser jefes y demostrar algo, hacer «su» comunidad, «su» proyecto. Siempre hay que ayudar a los fundadores a no caer en esta trampa y a clarificar sus motivaciones. Desde el principio hay que evitar que estén solos. Es mejor que funden una comunidad dos o tres personas que disciernan juntas y se controlen mutuamente. Si no el fundador lo hará todo y se convertirá en posesivo, igual que un «niño». No oirá ninguna crítica y escuchará a los aduladores que hay siempre alrededor de las comunidades. La comunidad morirá asfixiada si su fundador tiende a ahogar a las personas que han venido a ayudarle, a no darles confianza, a no repartir con ellos las responsabilidades, a no dejarles que tomen la iniciativa.

Si quien empieza una comunidad lo hace con un deseo de probar algo a través del «niño» que ha creado, allí hay orgullo, algo malsano que debe morir. La comunidad es para las personas que viven en ella no para el fundador. La responsabilidad es una cruz que muy pronto debe de compartir para que los dones de cada uno se manifiesten. Si el fundador no aprende a desaparecer poco a poco, la comunidad morirá o se verá obligada a rechazarle.

De vez en cuando encuentro personas que quieren crear una comunidad. Después de catorce años de vida comunitaria, no aconsejo a nadie que lo haga salvo, desde luego, excepciones fundadas en signos de Dios. Aconsejaré más bien a estas personas que vayan a vivir a una comunidad existente y después, cuando haya llegado el momento, qué les envíe esta comunidad a crear otra. Cuando se funda una comunidad se necesita tener un sentimiento de pertenencia y de envío. Se necesita que alguien nos confirme, nos sostenga, nos controle y nos aconseje. Así las primeras comunidades cristianas fueron fundadas por hombres que formaban parte de la comunidad de los apóstoles y de los discípulos, que rezaban con María, la Madre de Jesús; habían sido enviados y confirmados por el colegio de los apóstoles.


Apertura al barrio y al mundo

Antes de fundar una comunidad es importante tomar contacto con el pueblo o el barrio en que se implanta. Muchas comunidades nacen sin haber tomado estos contactos previos, y si acogen a unas personas disminuidas o desamparadas, es una catástrofe. Los vecinos y el medio ambiente la rechazan. La comunidad que debe ser un signo se convierte en una plaga. Si los fundadores se hubiesen tomado el tiempo necesario para explicar a los vecinos su proyecto, hubiesen sido acogidos de forma más comprensiva. Y si, a la vez, algunos disminuidos del pueblo pueden ser acogidos, la comunidad entonces se integra plenamente. No es una pérdida de tiempo pasar varios meses creando contactos y ligaduras de amistad con los vecinos, antes de empezar.

Para que una comunidad se convierta en un signo es necesario que sus vecinos la vean como una aportación positiva para el barrio o para el pueblo. Es oportuno tener en una comunidad a alguien que pueda ayudar a los ancianos y a los enfermos y que la casa esté siempre abierta, como un refugio, para aquellos que sufren y están necesitados.

Cuanto más profundiza y crece una comunidad, más debe insertarse en el barrio. Al principio una comunidad está como encerrada entre las cuatro paredes de la casa, pero poco a pocó„ se abre a los vecinos y a los amigos. Algunas comunidades se azaran cuando empiezan a sentir que sus vecinos buscan comprometerse con ellas, porque tienen miedo a perder su identidad y el control.

¿Pero no es ésta la verdadera expansión de la comunidad? Esto implica que cada uno respeta el compromiso y que las responsabilidades y derechos de cada uno están claramente especificados. Cada uno se convierte en responsable de los demás. Es necesario que unos y otros aporten gratuitamente algo a los demás y que se tejan verdaderas ligaduras. Así es como una pequeña comunidad puede convertirse poco a poco en la levadura de la masa, en un lugar de unidad entre todos y para todos.

Es cierto que a medida que una comunidad se enraíza en un barrio, se expande, y unos vecinos se implican en ella, descubre que determinadas leyes del país y ciertas injusticias impiden el desarrollo de las personas, y en particular de las minorías no favorecidas. La comunidad entonces se ve impulsada a tomar una posición en el plano político, y a modificar las leyes y luchar contra las injusticias. Tal vez estará mal vista por el gobierno del país y puede que la oposición busque a toda costa recuperarla para la lucha. Para esta comunidad es difícil encontrar el propio camino entre estos dos extremos.

Margarita Mayano nos recordaba que la mariposa, para salir, debe romper el capullo y que el niño que nace comete una violencia. Para dar a luz a una nueva sociedad, tal vez sean necesarias algunas violencias, pero deben brotar de la comunión y de la confianza y fortalecerlas.

La comunidad que crece descubre poco a poco que no está allí por sí misma. Pertenece a toda la humanidad, y es para toda la humanidad, porque ha recibido un don que debe hacer fructificar para todos los hombres. Si se encierra en sí misma morirá por asfixia. Una comunidad que empieza es como una semilla que debe crecer y convertirse en un árbol que dará frutos en abundancia, y al que los pájaros del cielo podrán venir a hacer su nido. Debe abrir mucho sus brazos y sus manos para dar gratuitamente lo que ha recibido gratuitamente.

La comunidad debe recordar continuamente que es una señal ,: y un testigo para todos los hombres. Sus miembros deben ser ,fieles los unos a los otros para asegurar el mutuo crecimiento, y para ser señal y fuente de esperanza para todos los hombres.

La comunidad que ha empezado como una semilla debe acordarse de que esta semilla procede de un fruto dado por un árbol y nacido de otra semilla; ha nacido de unos padres y dará hijos e hijas. Forma parte de una descendencia de generaciones; es un pequeño eslabón en la gran cadena de la humanidad. Es necesario que este eslabón sea atractivo, sólido y vivo.

La comunidad debe estar a la vez separada y abierta a la sociedad humana. En la medida en que vive unos valores diferentes de los difundidos en la sociedad, está necesariamente separada. Si es muy abierta no podrá jamás conservar y profundizar sus propios valores, no' tendrá identidad ni vida propia. Pero si está demasiado cerrada, no podrá crecer, no podrá ver los valores reales que existen en la sociedad, en casa de los demás. Entrará en una dialéctica: «Yo tengo razón y los demás se equivocan». Será implacable para ver las tinieblas y los errores en sí misma.

La comunidad está llamada a crecer poco a poco en su relación con los demás, con el barrio. Así, a través de estos nuevos amigos, la comunidad crecerá, cada uno ayudará al otro a crecer. No hay uno sólo que tenga razón y los demás estén equivocados, sino que todos están allí para entenderse.

Tengo la impresión de que ha habido en la iglesia una época en que las órdenes religiosas han estado demasiado cerradas en sí mismas. Morían de asfixia. Lo han notado y se han abierto a la sociedad. Pero puede que algunas hayan ido demasiado deprisa; han empezado por abandonar los hábitos religiosos para estar más cerca de la gente, pero han abandonado también sus tradiciones, 'el sentido de su fundación, han perdido su identidad y ya no queda comunidad.

Cuando una comunidad siente que está a punto de morir, no está en el momento de cambiar las cosas exteriores, el reglamento o el hábito, sino más bien de mantener a las personas unidas. Es el momento de renovarse interiormente, de volver a tener confianza en las relaciones personales y en la oración, de estar cerca de los pobres y desamparados.


La prueba: una etapa en el crecimiento

La prueba es un factor del crecimiento en la comunidad. Por prueba, entiendo todo aquello que resulta difícil, que es pobreza, persecución, que disloca la comunidad y revela su debilidad y las tensiones y las luchas interiores y exteriores, todas las dificultades que vienen de una nueva etapa que hay que franquear.

Para crear la comunidad hay que luchar contra todo tipo de elementos, pero una vez que la comunidad está en marcha, se corre el riesgo de que desaparezcan algunas energías buscando compensaciones en el confort, la seguridad, las distracciones y los compromisos con otros valores.

En una comunidad terapéutica, es muy visible: al principio se acogen personas difíciles, depresivas, hasta violentas. Después poco a poco todo el mundo se calma y si aparece alguien con un asomo de violencia no se está muy dispuesto a aceptarle. Las energías que estaban presentes en un determinado momento para hacer frente a las dificultades y asumir a las personas difíciles han desaparecido. Llega un momento en que uno se encuentra a gusto: y esto supone un bajón en el tono de la unidad. Por ello es por lo que las pruebas son importantes en una comunidad, porque nos obligan a volver a encontrar ese tono, esa energía, para hacer frente a la dificultad y volver a encontrar el sentimiento de urgencia.

Una comunidad que se enriquece y no busca más que defender sus bienes y su reputación está a un paso de la muerte. Ha dejado de crecer en el amor. Una comunidad vive cuando es pobre, cuando sus miembros sienten que deben trabajar juntos y estar unidos, aunque no sea más que por el pan de cada día, y { cuando cada uno se da cuenta, de que si no trabaja los demás van a «pagar el pato».

A menudo cuando una comunidad está a punto de desmembrarse es cuando las personas empiezan a aceptar el diálogo y a mirarse a los ojos, pues se percatan de que es cuestión de vida o muerte, hacer algo definitivo y radicalmente diferente. Frecuente: mente es necesario llegar hasta el fondo del abismo para alcanzar el instante de la verdad, reconocer la propia pobreza, la propia necesidad de unos y de otros y pedir socorro a Dios.

La prueba une a la comunidad en la medida en que exista una confianza bastante fuerte para aceptarla. Si un miembro de la comunidad resulta gravemente herido en un accidente, es seguro que desaparecen las agresividades y los pequeños intereses personales. Este choque hace más profunda la unidad y antepone lo esencial. Renace una nueva solidaridad para soportar mejor la prueba y superarla.

Las pruebas que quebrantan una seguridad superficial liberan muchas veces nuevas energías que hasta entonces estaban ocultas. A partir de esta herida la comunidad renace en la esperanza.
 

Tensiones

Las tensiones son momentos necesarios en el crecimiento y ahondamiento de una comunidad; resultan de conflictos personales, nacidos de la repulsa al crecimiento y a la evolución personal y comunitaria, conflictos entre los egoísmos de las diferentes personas debidos al descenso de la gratuidad del conjunto de la comunidad, a los temperamentos diferentes y a las dificultades psicológicas de cada uno. Estas tensiones son naturales. Es normal que uno se angustie cuando está frente a las propias limitaciones y a las propias tinieblas, cuando se descubre la propia herida profunda. Es normal que uno esté tenso ante responsabilidades crecientes a las que hay que hacer frente. Ante las muertes de los propios intereses uno grita interiormente, se rebela, tiene miedo, está ausente ante las necesidades de otros miembros.

Es normal que en determinados momentos desciendan nuestras propias fuerzas por la fatiga, las tensiones personales, los diversos sufrimientos. Hay mil razones.

Cada una de ellas pone a toda la comunidad y a cada uno ante su pobreza, incapacidades, hastíos, agresividades y actitudes depresivas. Esto se puede convertir en un momento importante: la toma de conciencia de que el tesoro de la comunidad está en peligro. Cuando todo va bien, cuando la comunidad cree vivir bien, sus miembros se arriesgan a relajar su amor. Escuchan menos al otro. Las tensiones les obligan a volver de nuevo a su pobreza y a tomar las medidas adecuadas de oración, diálogo, paciencia y esfuerzo para superar la crisis y volver a encontrar la unidad perdida. Las tensiones hacen comprender que la comunidad es más que una realidad humana, que tiene necesidad de Dios para• vivir y profundizar. Las tensiones marcan también a menudo unas etapas necesarias hacia una mayor unidad, revelando los fallos que obligan a una reeducación, a una reorganización, a una mayor humildad. Tal vez una súbita explosión no hace más que revelar una tensión real que estaba latente y cuyas causas hay que someter a tratamiento hasta la raíz.

No hay nada que perjudique más a la vida comunitaria que el enmascarar las tensiones, hacer como si no existieran, ocultarlas y huir de la realidad y del diálogo. Una tensión o una desavenencia puede ser el signo de una próxima llegada de nueva gracia de Dios. Anuncian el paso de Dios por la comunidad.

Frecuentemente las tensiones o las pruebas vienen de que la comunidad ha perdido el sentido de lo esencial, la visión inicial, de que ha sido infiel a la llamada de Dios y a la de los pobres. Constituyen entonces una nueva llamada a la fidelidad. Para volver a encontrar la paz es necesario que la comunidad pida perdón a Dios y le suplique que la ilumine y le dé nueva fuerza.

Se trata de aceptar estas tensiones como un hecho cotidiana, en espera de resolverlas mediante la búsqueda de la profundización y de la verdad. Resolverlas no significa provocar confrontaciones prematuras. No es que al hacer explotar abiertamente una tensión en presencia de todos los intereses se encontrará la unidad. Hacer que alguien tome conciencia de sus limitaciones, su egoísmo, su envidia, o su incapacidad para el diálogo, necesariamente no ayuda a superarlas. Al contrario puede ocasionarle una angustia aún mayor, próxima a la desesperanza.

En general no se puede hacer que uno tome conciencia de sus limitaciones si al mismo tiempo no se le ayuda a encontrar la fuerza para superarlas, a descubrir todas sus capacidades de amor, bondad, acción positiva, a volver a tener confianza en sí mismo y en el Espíritu Santo. Nadie puede aceptar la propia maldad si no se siente amado y respetado, si no siente que se tiene confianza en él. Nadie puede refrenar sus instintos egoístas y sus miedos, si no ha sido impulsado a descubrir que es amable. He aquí el cometido del responsable: aprovechar los valores de una persona tensa o agresiva y ayudar a los miembros de la comunidad a hacer lo mismo. Así, poco a poco, al no sentirse rechazada, sino aceptada y amada, dejará florecer sus energías positivas al servicio de los demás. Cuando disminuyan sus miedos, cuando las personas empiecen a escucharse unas a otras sin hacer juicios previos ni rechazarse a priori, cuando empiecen a comprender por qué el otro actúa así, desaparecerán las tensiones. Se trata de aceptar a los demás y de amarles con su egoísmo y su agresividad. Esta mutua aceptación se puede convertir poco a poco en una verdadera acogida del otro, pero necesita tiempo y paciencia. Puede exigir múltiples encuentros, entrevistas laboriosas, diálogos delicados o una aceptación silenciosa, tranquila, hecha de ternura.

No es necesario ocultar las tensiones, ni hacerlas explotar prematuramente, sino abordarlas con mucha delicadeza, con confianza y esperanza grandes, sabiendo que sufriremos y haremos sufrir al otro. Es necesario abordarlas con paciencia y compasión profunda, sin pánico, ni optimismo ingenuo, sino con una actitud realista hecha de escucha y búsqueda de la verdad.

Las tensiones se producen porque algunos están demasiado anclados en sus opiniones. Con el tiempo, se abren, descubren otras dimensiones de la realidad, su visión se modifica y las tensiones desaparecen. Por ello es necesario tener paciencia y no quererlas resolver siempre rápidamente. Si se quiere actuar rápidamente uno se arriesga a empujar a las personas a exagerar su punto de vista en lugar de suavizarlo.

Determinadas tensiones de la comunidad vienen de que en ella coexisten unos valores prácticamente opuestos. La gracia de la comunidad es la de tratar de armonizarlas. Con este enfoque en El Arca hemos querido ser más una comunidad cristiana que trabajar según las exigencias del Estado. Determinadas personas viven esto más que otras y está bien, aunque implica una tensión entre ellas que disminuye a medida que la comunidad y las personas alcanzan mayor madurez y sabiduría humanas. Otras tensiones vienen del hecho de que la comunidad está evolucionando y están apareciendo nuevos dones y nueva realidades que exigían poco a poco un nuevo equilibrio y, tal vez al mismo tiempo, una evolución de las estructuras. Ante todo no hay que tener pánico de las tensiones que no se pueden verbalizar. Hay que saber esperar el momento en que la comunidad esté preparada para abordar estas cuestiones en paz y con verdad.

El crecimiento de una persona en el amor y la sabiduría es largo. Cuando se trata de una comunidad, este crecimiento se hace aún más lento. Los miembros de una comunidad deben ser siempre amigos del tiempo y saber que muchas cosas se conseguirán con tal de que se les dé el tiempo necesario. Puede ser un grave error querer, en nombre de la claridad y de la verdad, precipitar las cosas y clarificarlas demasiado deprisa. A veces hay personas a las que les gustan las confrontaciones y esto no siempre es sano. Es preferible ser amigo del tiempo, aunque es evidente que hay que estar atentos para no escamotear los problemas rehusando escuchar a los descontentos.

Muchas tensiones vienen del hecho de que no se acepta que la autoridad tenga fallos. Siempre se busca el «padre» o la «madre» ideal y la decepción suscita angustia. Estas tensiones son buenas; es necesario descubrir que la autoridad es también una persona y que puede equivocarse pero sin perder la confianza en ella. Cada miembro debe encontrar una relación auténtica y libre con la autoridad. Pero también ha, de estar dispuesto a evolucionar y tener menos miedo.

En muchas comunidades hay una persona frágil y difícil, que parece catalizar la agresividad de todas las demás. Siempre se cae sobre ella, se la critica, o uno se ríe de ella. Cada uno de los miembros de la comunidad, en el rincón más escondido de su ser tiene un sentimiento de frustración y a veces de culpabilidad. Estos sentimientos pueden tomar rápidamente la forma de cierta angustia: la de sentirse a disgusto dentro de la propia piel. Entonces se proyecta sobre otro más débil las propias limitaciones y cobardías. En muchas comunidades se encuentra esta «víctima propiciatoria» de angustias personales y colectivas.

Una vez que este movimiento de repulsa se manifiesta y se desencadenan las agresividades, no es fácil sujetarlo. Por la salud de la comunidad es indispensable que estas actitudes de repulsa se desvíen de su blanco, pues no es posible que una comunidad viva con uno de sus miembros perseguido. Es necesario que otro, consciente o inconscientemente y bajo la inspiración del Espíritu Santo, tome sobre sí estas agresividades. Puede que haciendo el payaso, poco a poco, consiga que la agresividad despreciativa se transforme y desaparezca la electricidad de la tensión a la luz de la risa.


La separación de un hermano

Algunas comunidades se desmembran por chismes y cizañas interiores. Es sorprendente comprobar que, en las primeras comunidades cristianas, después del momento de gracia y unidad, empiezan a sentir divisiones; aparece el espíritu partisano. Unos eran partidarios de Pablo, otros de Apolo (1 Cor. 3).

San Juan en su primera carta habla de estas divisiones profundas. Ha habido auténticas escisiones en el interior de la comunidad; algunos se han marchado negando la comunión con los otros hermanos, la doctrina de los apóstoles y en particular la autoridad de Juan (1 Jn. 2,19).

El mismo Judas ha vivido con los once y con Jesús, pero su corazón estaba lleno de maldad y envidia, pues antes de que Satanás le hubiera empujado al acto final de la traición estaba separado de los otros en el corazón. Jesús le había llamado por una razón que ignoramos, pero él se quiso aprovechar del entorno de Jesús para su propia gloria y para su proyecto personal. Para él no se trataba de servir a Jesús con los demás apóstoles, sino de utilizar a Jesús para los propios fines.

¿En qué momento hay que despedir a una persona que parece que está totalmente separada de la comunidad aunque siga viviendo en ella, y que siembra un espíritu de cizaña intentando influir en los más débiles para atraerlos hacia sí y utilizarlos con sus propios fines de destrucción? Estas personas que tienen el corazón lleno de envidia son a menudo excesivamente inteligentes y tienen una gran capacidad para explotar los fallos de la autoridad o de la vida comunitaria. Se presentan como unas personas clarividentes, capaces de enderezar las injusticias y de salvar la situación. Tienen un espíritu seductor y una hábil dialéctica para crear divisiones, para sembrar el desorden y la confusión y debilitar la autoridad. No es posible dejarles continuar su obra de división en la comunidad si todas las tentativas de diálogo han fracasado. También es difícil despedirles cuando han vivido mucho tiempo en la comunidad. Sin embargó Jesús dice: «Si tu hermano te ofende, ve y házselo ver a solas entre los dos. Si te hace caso, has ganado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que toda cuestión quede zanjada apoyándose en dos o tres testigos. Si no les hace caso díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un recaudador» (Mt. 18, 15-17).

Sólo los responsables y los más antiguos de la comunidad pueden tomar la decisión de una expulsión. Pero al hacerlo, deben reconocer también su parte de culpabilidad. Tal vez no se han atrevido a reprender a la persona o a dialogar con ella desde el principio, cuando aparecieron las primeras manifestaciones de división, han dejado arrastrar la situación con cierta ingenuidad, esperando que todo se arreglaría. Tal vez se han aprovechado de ella o de sus posibilidades en el plano del trabajo. El hecho de reconocer los propios errores, aunque sea demasiado tarde, no debe impedir a la comunidad actuar con firmeza. Si alguien supone un escándalo para los más jóvenes de la comunidad, es necesario separarle. En otra parte Jesús dice: «Al que escandalice a uno de esos pequeños que creen en mí, más le convendría que le colgasen al cuello una rueda de molino y lo sepultasen en el fondo del mar. ¡Ay del mundo por los escándalos!... Si tu mano o tu pie te pone en peligro, córtatelo o tíralo: más te vale entrar manco o cojo en la vida que ser echado al fuego eterno con dos manos o dos pies» (Mt. 18, 6-8).

No es preciso que la autoridad pregone demasiado pronto el escándalo y empiece a expulsar a las personas sólo porque disienten. Por otra parte la negativa a escuchar estas primeras polémicas, provoca un bloqueo del orgullo. Si se les ha escuchado, si se han admitido las debilidades y tal vez los errores de la comunidad y si se han puesto en marcha los mecanismos necesarios para corregirles, las disputas puede que desaparezcan rápidamente, o mejor, que se conviertan en fuerzas positivas de reforma.

Para la autoridad y para la comunidad no se trata de expulsar a las personas simplemente porque son molestas, porque tienen un carácter difícil, porque no están en su lugar, o porque acusan, sino de separar únicamente a aquellos que se han colocado a sí mismos totalmente aparte en el interior de la comunidad, a aquellos que son un verdadero peligro de escándalo, influyendo en algunos contra la legítima autoridad y socavando la confianza que tienen en ella. Estas personas desunen a la comunidad y hacen que se desvíe de sus primeros objetivos.

En esta difícil maraña de divisiones y cismas no es posible establecer la menor regla, salvo la de la paciencia, la vigilancia y la firmeza en relación a las estructuras y a las posibilidades de , diálogo. De hecho mientras que la persona está encajada y no puede expandir el veneno de la cizaña, no hay motivos para expulsarla. Se tratará de llevarla, de soportarla, de ayudarla en los débiles recursos que tiene. Cuando esta persona empiece a influir en otras, hay peligro. Es necesario que en la comunidad cada uno esté constantemente en su puesto para no sembrar consciente o inconscientemente la cizaña. Cada uno debe intentar constantemente ser instrumento de unidad. Esto no quiere decir, naturalmente, que haya que estar siempre de acuerdo con la autoridad. Pero es necesario afrontar la autoridad desde la verdad. Algunos de 'los que vivimos en comunidad no estamos al abrigo de un poco de orgullo, nacido de una susceptibilidad herida.


El papel del ojo exterior

Cada vez me doy más cuenta de que las comunidades pequeñas o grandes no pueden componérselas solas. A menudo los miembros no llegan a resolver sus tensiones y necesitan ayuda para evolucionar, y encontrar nuevas estructuras en las distintas etapas del crecimiento. Me parece que cada comunidad debería de tener un «ojo exterior», que la visitara regularmente, alguien con quien todos los miembros de la comunidad pudieran hablar si lo necesitan, alguien, sobre todo, que fuera un consejero para él o los responsables, y ayudara a la comunidad a descubrir el mensaje de Dios oculto en las tensiones.

Yves Beriot decía hace tiempo lo importante que es tener unas personas que visiten las comunidades y sean como esponjas para absorber la angustia. En efecto, todas las comunidades se sienten lejos de su ideal, desguarnecidas ante las violencias y las depresiones de sus miembros. Todos estamos lejos del ideal del Evangelio; esto acarrea una angustia latente y una culpabilidad que reducen el impulso de la creatividad e incitan a la tristeza y a la desesperanza.

Las comunidades necesitan un «ojo exterior» que venga de vez en cuando a animar y a desdramatizar, a escuchar y a plantear preguntas. A menudo los miembros están atrapados de tal forma por lo inmediato que pierden la visión del conjunto. Necesitan una determinada persona que les plantee preguntas sobre sus puntos de vista, su pedagogía con tal o cual persona, su forma de reunirse, etc. Esta persona no debe ser necesariamente un experto, un especialista, un psicólogo, sino una persona de experiencia que conozca lo que es el hombre y las relaciones humanas, y que ame los fines principales de la comunidad.

Este «ojo exterior», o «esponja» que absorbe la angustia, debe ayudar también a las comunidades a evaluarse. La noción de la evaluación se calibra aún poco en las comunidades de Europa; es más usada en Estados Unidos. Es necesario poder evaluar ocasionalmente y en completa libertad la propia vida comunitaria, ver dónde hay que esforzarse más, ver si se está perdiendo la creatividad y cayendo en costumbres y rutinas; es necesario evaluar las reuniones, ver si son realmente sustanciales y vivas o si son una pérdida de tiempo.

Este «ojo exterior» juega el papel de la memoria. También es importante que alguien venga del exterior para decir: «¿Te acuerdas?», recordando así el origen de la historia, las tradiciones, los días de alegría y los días sombríos. Para poder hacer proyectos sobre el porvenir, una comunidad debe tener bien asimilado su pasado y tener un sentido de las tradiciones.
 

La autoridad exterior

Toda comunidad tiene en sus principios un fundador que da el espíritu y que asume la responsabilidad final, pero, a medida que crece y se arraiga, es necesario establecer una carta que delimite sus fines fundamentales y su espíritu, una constitución que especifique su forma de gobierno o estructura de la autoridad, y que decida por qué y por quién es elegido o nombrado un nuevo responsable. Para garantizar la continuidad de la comunidad en el tiempo, tiene que existir una autoridad exterior que impida que el espíritu se desvíe.

Este cometido de garantía es necesario, porque la realidad humana es tan frágil y falible y las fuerzas del mal, en el exterior y en el interior de la comunidad, son tales que, sin esta autoridad exterior, llegaría un momento en que zozobraría. La autoridad exterior reconoce el valor, la importancia y la inspiración profundamente humana o cristiana de la comunidad y se compromete a ayudar, a permanecer fiel a la carta y al espíritu propuestos. La autoridad exterior no puede llevar por sí misma las carencias de los miembros de la comunidad ni tiene los medios de insuflar espíritu si empieza a fallar, pero aparecerá sobre todo en los momentos de conflicto, para sostener y apoyar a la comunidad o a las personas de la comunidad que ofrezcan garantía de que continuará el espíritu.

Al crecer y al desarrollarse, una comunidad debe clarificar su posición en relación al Estado y a la Iglesia. A fin de cuentas, uno u otro van a asumir este cometido de garantía.

Algunas comunidades de El Arca están dirigidas por una asociación privada con un fin no lucrativo, reconocido por el Estado. Su consejo de administración está compuesto por hombres y mujeres competentes en cosas humanas y a quienes les gustan nuestros estatutos; son ellos quienes, legalmente, asumen el cometido de garantía de la comunidad y de su responsabilidad.

Otras comunidades cristianas dependen del obispo, que aprueba la comunidad y sus constituciones; él es quien asume este cometido de garantía.

Me dan miedo algunas comunidades sin tradición que rehúsan cualquier autoridad exterior a ellas mismas. No sobrevivirán mucho tiempo a su fundador, y él mismo se arriesga a equivocarse si no hay ningún control.

Cuando una comunidad terapéutica tiene su psiquiatra o su médico, él es quien ofrece una garantía de parte del Estado, que es quien le ha dado sus diplomas; está vinculado a un cuerpo médico. De la misma manera una comunidad cristiana está ligada a la Iglesia por su sacerdote o por su ministro, que constituye el lazo de unión no sólo con la Iglesia actual, dentro de su jerarquía, sino también con toda la tradición de la Iglesia desde su fundación por Jesucristo. Jesús dijo a sus discípulos y a sus sucesores: «Haced lo mismo en memoria mía». De esta manera toda comunidad cristiana se relaciona con una jerarquía, con una tradición y con toda la Iglesia, cuerpo místico de Cristo.


Crecimiento personal v crecimiento comunitario

Quien crece en amor y en sabiduría en la comunidad hace crecer a toda la comunidad; quien tiene miedo a avanzar, impide que crezca la comunidad. Cada uno de los miembros de la comunidad es responsable de su propio crecimiento y del crecimiento de toda la comunidad.

Crecer en amor es hacerse poco a poco menos egocéntrico, menos crítico, menos amargo, menos agresivo, menos intolerante con las debilidades ajenas; es esconderse un poco menos tras las barreras de las diversas formas de depresión.

No sé si a alguien le será posible crecer sin abrir su corazón a un testigo a quien comunique la llamada de Dios y los pequeños pasos que él le pide para avanzar. Es importante analizar la situación de vez en cuando con este testigo, valorar si se va por buen camino para si no cambiar de dirección.

Todos tenemos miedo a abrirnos a ese testigo, tenemos miedo a revelar lo más secreto de nosotros mismos. Es más fácil y menos peligroso decir un poco a varias personas. Nuestro mayor poder está justamente en este secreto. Tenemos miedo de que al abrirnos a un testigo nos quedemos sin ese poder.

Se comprende que es indispensable una confianza total con el testigo.

Hay personas que entran en nuestras comunidades para poder ayudar a los disminuidos. Está bien. Los hay que quieren crecer y que necesitan que otros les ayuden, estimulen y den valor; la comunidad es para ellos el lugar de su crecimiento y de su aprendizaje. Esto está mejor.

Los hay que entran porque les parece que tienen algo que aportar a la vida de las personas disminuidas y a menudo sufren un choque cuando toman conciencia de sus debilidades, de sus limitaciones y de las de los demás. Siempre es más fácil aceptar la debilidades de las personas disminuidas que se dan por supuestas y por las que se está allí, que aceptar las propias debilidades. ¡Solemos esperar más de nosotros mismos! ¡No vemos más que las cualidades!
El principio del crecimiento es empezar a aceptar las propias debilidades.

A veces tengo tendencia a actuar como si todos pudieran vivir en comunidad y tender por sus propios esfuerzos hacia un amor universal. Con la edad, mi experiencia de vida comunitaria y tal vez con una fe que crece, tomo cada vez mayor conciencia de las verdaderas raíces del crecimiento en el amor, de las limitaciones y de las debilidades, de las energías humanas, de las fuerzas del egoísmo, del miedo, de la agresividad y de la necesidad de imponerse que rigen la vida de los hombres y son la fuente de las barreras que existen entre ellos. Sólo podemos salir de nuestras cavernas y de nuestros límites si nos toca el espíritu de Dios que abre las barreras en las que nos hemos encerrado, nos cura y nos salva.

Jesús ha sido enviado por el Padre no para juzgarnos y aún menos para condenarnos a las limitaciones y a las tinieblas de, nuestro ser, sino para perdonarnos y libertarnos plantando en nuestra tierra la semilla del Espíritu. Crecer en el amor es dejar crecer este espíritu de Jesús en nosotros.

El crecimiento toma otra dimensión cuando dejamos a Jesús que penetre en nuestro interior para darnos vida y nuevas energías.

La esperanza no está en nuestros propios esfuerzos para amar, tampoco está en el psicoanálisis que intenta esclarecer los bloqueos de nuestra vida, ni en la distribución más equitativa de las estructuras políticas y económicas que organizan la vida de los hombres e influyen en su vida personal. Tal vez todo sea necesario, pero el verdadero crecimiento viene de Dios cuando sé le grita desde el fondo de nuestro abismo y se deja penetrar al Espíritu. El crecimiento en el amor es un crecimiento dentro del Espíritu. Las etapas por las que hay que pasar para crecer en el amor son etapas por las que es necesario atravesar para estar unido totalmente con Dios en las profundidades de nuestro ser.

Para crecer en el amor, es necesario derrumbar las prisiones de nuestro egoísmo. Esto implica sufrimientos, esfuerzos constantes, repetidas decisiones. Para alcanzar madurez en el amor, para llevar la cruz de la responsabilidad, es necesario salir de las utopías, de las ingenuidades, de la adolescencia.

Cada vez más, me parece que el crecimiento en el Espíritu Santo nos hace pasar del sueño (a menudo también de las ilusiones) a la realidad; en el fondo, cada uno tenemos nuestros sueños y nuestros proyectos, que nos impiden vernos y aceptarnos tal como somos y ver y aceptar a los demás tal como son. Las barreras de los sueños son poderosas; ocultan nuestras pobrezas psicológicas, humanas y espirituales que soportamos mal. Y a veces, es difícil distinguir el sueño-aspiración que motiva e inspira nuestras vidas, del sueño-barrera que es pretexto e ilusión.

La labor de Jesús y del Espíritu Santo es la de conmovernos más profundamente que nuestros sueños. Cuando descubrimos que Dios vive en nosotros y que nos conduce, nuestros sueños pueden desaparecer sin que caigamos en la depresión. Entonces estamos dominados por ese don de la fe y de la esperanza, ese pequeño vínculo que nos une con Dios.

En la comunidad hay personas que a veces se preguntan cómo saber si hay un crecimiento. San Pablo nos lo indica claramente en la Primera carta a los corintios; el amor no está en los actos heroicos o extraordinarios, como hablar lenguas, profetizar, conocer todos los misterios y toda la ciencia, tener incluso una fe extraordinaria, dar todos los bienes a los pobres o ser martirizado. El amor, por el contrario, es ser paciente, servicial, no ser envidioso ni orgulloso, no hablar continuamente de sí mismo ni exagerar las propias cualidades; el amor es no hacer nada que perjudique a los demás, no buscar los propios intereses, sino el interés de los demás, no ser irritable, amargo, agresivo, no buscar el mal en los demás, no regocijarse de la injusticia, sino buscar la verdad en todas las cosas.

Y en otra parte, en la Carta a los gálatas, dice que el crecimiento en el amor es un crecimiento en la alegría, en la paciencia, la bondad, la generosidad, la felicidad, la dulzura y el dominio de sí; todo lo contrario a las tendencias de división que hay en nosotros mismos: odios, querellas, celos, pasiones, disputas, disensiones, escisiones, envidias y todas esas fuerzas tenebrosas que nos impulsan a la fornicación, impureza, desenfreno, idolatría, brujerías, orgías y francachelas.

La cualidad esencial para vivir en comunidad es la paciencia para reconocer que uno mismo, los demás y la comunidad entera necesitan tiempo para crecer. No se hace nada en un sólo día. Para vivir en comunidad es necesario saber aceptar al tiempo y quererlo como a un amigo.

Decepciones  

Al seguir a Jesús, Pedro se decepcionó tres veces: al ser llamado por Jesús ya una parte de sí mismo debía echar de menos su vida de pescador y su vida familiar. Pero su amor por Jesús y su esperanza le permitieron superar esta primera decepción.

Después se decepcionó al ver que Jesús no era totalmente como él hubiera querido que fuese, hubiera preferido un Jesús profético y mesiánico, que no le lavase los pies ni hablara de morir.

Finalmente su mayor decepción fue cuando Jesús aceptó convertirse en débil y morir; entonces le negó.

Estas tres decepciones se producen también en la vida comunitaria. La primera decepción, que seguramente es la menos difícil, es cuando se entra. Siempre hay en nosotros partes que quedan apegadas a los valores que se han dejado.

La segunda, es descubrir que la comunidad tampoco es tan perfecta como la habíamos creído, que tiene debilidades y defectos. Ante la realidad, caen el ideal y las ilusiones.

La tercera, es la más dolorosa. Ocurre cuando uno se siente incomprendido y a la vez rechazado por la comunidad, cuando por ejemplo no se es reelegido como responsable, o no se nos confiere la función que habíamos esperado. Esta tercera decepción conlleva otra desde el momento en que sentimos surgir en nosotros la cólera y la decepción.

Para llegar a la integración total con una comunidad, es necesario saber pasar por las diferentes decepciones ya que todas son nuevos exámenes profundos, pasajes hacia la liberación interior.

Es terrible ver a jóvenes entusiastas que tenían un gran ideal en compartir y en la vida comunitaria, volverse algunos años después desilusionados, e irónicos, habiendo perdido el deseo de darse, y encerrados en movimientos políticos o en las ilusiones del psicoanálisis. Esto no quiere decir que la política o el psicoanálisis no tengan importancia, sino que es triste que las personas se encierren en ellos por una desilusión o porque no han podido aceptar sus limitaciones. Hay falsos profetas en las comunidades, que atraen y estimulan a los entusiastas, pero que por falta de sabiduría o por orgullo conducen a los jóvenes a la decepción. El mundo comunitario está lleno de ilusiones y no siempre es fácil. distinguir lo verdadero de lo falso, ni saber si va a crecer el grano bueno o si las malas hierbas lo van a sofocar. Aconsejo a quien piense fundar comunidades que se rodee de hombres y mujeres sabios, que sepan discernir. Pido perdón a todos los que han venido a mi comunidad o a nuestras comunidades de El Arca, llenos de entusiasmo y se han desilusionado por nuestra falta de apertura, nuestros bloqueos, nuestra falta de verdad y nuestro orgullo.


Madurez

El peligro para quien ha aceptado entrar en la alianza y elegir la vida comunitaria es la de perder, después de algunos años, la mirada de niño y la apertura del adolescente porque se expone a encerrarse en su territorio, y a querer poseer su propia función y comunidad. ¿Cómo, una vez que se ha comprometido con la vida comunitaria, va a dejar de crecer y de amar, y de ir siempre hacia una mayor inseguridad humana? Una vez que se ha implantado en su tierra es necesario que continúe creciendo, que pida ser podado, desbrozado y de vez en cuando hasta cortado, para poder dar más frutos.

Consagrarse únicamente a una actividad comunitaria y a las responsabilidades que esto implica supone un peligro. Volverse hiperactivos, no saber pararse, ni descansar, hacer sin cesar cosas para los demás, sacrificarse por ellos, identificarse cada vez más con las funciones y los privilegios y retenerlos celosamente demuestra que inconscientemente hay un medio terrible a fallar, pues esto implicaría morir y confrontar su vacío interior. Es indispensable que aquéllos que llevan pesadas responsabilidades en una comunidad, se planteen preguntas sobre su vida interior: ¿están dispersando la actividad o buscan alimentarla? Es demasiado fácil vivir en la periferia del ser, usando las energías superficiales en lugar de velar constantemente profundizando en lo interior, en contacto con la silenciosa vivienda donde está Dios.

Cuanto más nos convertimos en hombres y mujeres de acción y de responsabilidades en una comunidad, más necesidad hay de ser hombres y mujeres de contemplación. Si no se alimenta la propia vida afectiva con oración oculta en Dios, si no se pasa tiempo en silencio y si no se dedica tiempo a vivir con la presencia y la ternura de los hermanos, nos arriesgamos a convertirnos en amargos y agrios. Sólo en la medida en que uno alimenta su interior, se puede conservar esta libertad. Un hombre o una mujer hiperactivo que evita revisar su interior y reconocer su debilidad, se convierte rápidamente en un tirano, en un responsable insoportable que no puede crear más que conflictos a su alrededor.

Si el Espíritu Santo ha llamado a unas personas para dar el primer paso al descubrimiento de los horizontes de la elección de una comunidad, él les guiará 'en este crecimiento hacia la madurez y hacia la sabiduría y les ayudará a crecer en todo momento. Pero si el primer paso se dio en pleno día, bajo un sol radiante y rodeados de amigos, el segundo paso —el de la renunciación— se dará a menudo de noche, con la impresión de estar sólo y con miedo, pues se entra en un mundo de confusión. La entrada en la comunidad se hizo a la luz y ahora se está en la duda. El alma, bajo todos los ángulos, parece destrozada. Pero este sufrimiento no es inútil. A través de todas estas renuncias se puede entrar en una nueva sabiduría del amor.

Algunos responsables de comunidades conocen estos sufrimientos y estas renuncias pues después de haber fundado una comunidad notan, por algunas señales, que Dios les pide el sacrificio supremo de abandonar lo que han creado. Dios les llama a otra parte para vivir una nueva etapa de su vida y su marcha les rompe el corazón y les deja el espíritu más o menos confuso. Pero Dios les guía a través de la noche y les conduce hacia una nueva resurrección.

Cada uno de nosotros lleva en sí una herida, la de nuestra soledad de la que buscamos huir mediante la hiperactividad, la televisión u otras mil cosas. No hay ningún mal en vivir sólo. Algunos entran en comunidad creyendo que así se van a curar esta herida, pero se desilusionarán pronto. Cuando se es joven se puede ocultar esta insatisfacción bajo él dinamismo de la generosidad. Se huye del presente proyectándose hacia el porvenir, con la esperanza de que mañana irá todo mejor. Pero cuando hacia los cuarenta años el porvenir ha pasado, y se sigue llevando dentro esta herida de la insatisfacción, uno se expone a descorazonarse, dándose cuenta de que en el porvenir no hay grandes proyectos, además de llevar los hastíos y culpabilidades del pasado. Mientras no se descubra que esta herida es inherente a la condición humana y se intente vivir con ella, darán ganas de huir. Pero sólo se la puede acoger cuando se descubre que Dios nos ama tal como somos y que el Espíritu Santo, de forma misteriosa, vive en el centro de esta herida.

A menudo quienes están en una comunidad pasan una crisis tras algunos años. Esta crisis sigue a una decepción que, a menudo, tiene que ver con un sentimiento de soledad. Creían, más o menos conscientemente, que la comunidad satisfaría sus puntos de vista, pero todo permanece igual. Entonces se vuelven hacia el matrimonio con la esperanza de que les resolverá sus sufrimientos y se arriesgan a desilusionarse otra vez. No se puede pensar en el matrimonio si no se asume la propia herida y si no se vive para el otro.


Vejez

El tiempo de la vejez es el tiempo más precioso de la vida, el tiempo más próximo a la eternidad. Hay dos maneras de envejecer: con ansiedad y amargura, como los viejos que viven en el pasado y en la ilusión, criticando todo lo que pasa a su alrededor. Su mal carácter repele a los jóvenes; están encerrados en su tristeza y en su soledad, acurrucados en sí mismos. Pero hay también viejos con corazón de niño, que liberados de trabajos y responsabilidades, han encontrado una nueva juventud. Tienen esa mirada de asombro del niño, pero también la sabiduría del hombre maduro. Los años de trabajo han integrado sus personas y ahora viven sin apegarse al poder. Su libertad de espíritu y su manera de acoger sus limitaciones y sus debilidades hacen que brillen dentro de la comunidad. Son personas llenas de dulzura y misericordias símbolos de compasión y de perdón; se convierten en los tesoros ocultos de una comunidad, en fuentes de unidad y de vida.


Necesidad de modelos

En algunas comunidades religiosas oigo hablar mucho de formación. Me pregunto si no sería mejor hablar de «filiación». En nuestra época hay muchas informaciones, es decir, una suma de conocimientos no estructurados ni sintetizados. Pero la formación implica una síntesis, fundada en unos principios; y algunos conocimientos relacionados con el espíritu no se transmiten sino por vía de filiación.

Una de las mejores maneras de aprender la alfarería es la de trabajar durante muchos años con un alfarero, viviendo con él. Hay dos cosas que no se pueden aprender en ninguna otra parte: su amor por la tierra y por su trabajo, su manera de acoger a los clientes y mil pequeños detalles a través de los cuales se transparenta el amor a su trabajo. Ser un buen alfarero, no es simplemente conocer las técnicas, sino vivir un cierto espíritu relacionado con el universo y con la belleza.

Hoy muchos sacerdotes se forman en universidades y seminarios con buenos profesores. En la India, para convertirse en gurú, el novicio vive con un gurú hasta el día en que se le confirma y se le envía, convirtiéndose a su vez en un gurú capaz de formar discípulos. En nuestros días creemos que todo se puede aprender en los libros. Se ha olvidado otra manera de aprender; la de vivir con un maestro. Para aprender a vivir en comunidad no hay que dirigirse a los libros, ni tan siquiera a éste, sino ser engendrado en un cierto espíritu por un padre o una madre, mejor que nada por hermanos ancianos.

El padre y la madre son aquéllos que engendran a la vida comunitaria. Dan la vida sembrando en el corazón una esperanza. Pero quien ha sido engendrado necesita hermanos con los que se puede identificar y que se conviertan en modelos para él.

Para enraizarse en la vida comunitaria y vivir la alianza que . implica, son necesarios modelos. Es necesario vivir con personas que sean felices, que hayan pasado ya por algunas etapas y puede que por algunas pruebas, y que hayan encontrado la paz interior y un cierto conocimiento. No enseñan. Se trata sólo de dejarse captar por su conocimiento, de tener la sana envidia de ser como ellos.

Los jóvenes tienen siempre los ojos puestos en las personas mayores, que viven desde hace años en la comunidad; si los ven tristes y cariacontecidos, dirán muy pronto: «No quiero volverme como ellos». Creerán, más o menos explícitamente, que la comunidad crea frustrados. Si por el contrario ven a sus mayores unidos y sosegados, sin miedo, los tomarán necesariamente como puntos de referencia.


Oración, servicio y vida comunitaria

Es importante que una comunidad, al crecer, integre tres elementos: una vida de oración silenciosa, servicio y sobre todo atender a los más pobres, y vida comunitaria en la que cada uno pueda crecer según su don. Mirando estos tres puntos una comunidad puede evaluar si está viva o no.

Algunas comunidades empiezan por servir a los pobres. Los miembros están llenos de generosidad y de un ideal, un poco utópico y a veces hasta agresivo hacia los ricos. Poco a poco descubren la necesidad de la oración y de la interiorización; se dan cuenta de que su generosidad se consume y de que se arriesgan a convertirse en hiperactivos, que ponen todas sus energías en la acción hacia fuera. Por un ideal social están a punto de perder su intimidad; no saben ya vivir. Si continuasen así llegarían a comprometerse en la lucha, la lucha de clases, la lucha contra el poder del Estado y de los ricos, y se convertirían en activistas políticos con tendencias marxistas. No formarían ya una comunidad.

Otras comunidades empiezan por la oración; es el caso de muchas comunidades de renovación carismática. Pero descubren poco a poco la necesidad del servicio a los pobres y de un compromiso real.

La apertura a Dios en la adoración y la apertura a los pobres a través de la acogida y el servicio son dos extremos del crecimiento y las señales de la santidad de una comunidad. La misma comunidad debe progresar hacia un sentido mayor de su identidad, como un cuerpo en que cada uno de sus miembros debe poder ejercer su don y ser reconocido junto con él.


De la generosidad a la atención a los pobres

Las comunidades que empiezan a servir a los pobres deben descubrir poco a poco el don de los pobres. Empiezan con generosidad, deben crecer en la escucha porque lo importante no es «hacer» cosas para los pobres o para las personas desamparadas, sino ayudarles a tener confianza en sí mismos, a que descubran sus propios dones. No se trata de llegar a unas chabolas con mucho dinero, traído de otra parte, para construir un dispensario y un colegio. Se trata más bien de pasar mucho tiempo con las personas de las chabolas para ayudarles a descubrir sus necesidades y sus posibilidades y después construir todos juntos los edificios necesarios. Puede que no sean tan bonitos, pero resultarán mejor aceptados y más amados, porque serán la obra de todos y no la de un extranjero benévolo. Se necesitará mucho más tiempo, pues todo servicio realmente humano lleva tiempo.

Algunas comunidades crecen atendiendo las necesidades de formación y de bienestar de sus miembros. Este crecimiento es a menudo de orden material. Se busca el mejor edificio, el más confortable, en donde cada uno tenga su habitación. Estas comunidades morirán pronto.

Otras comunidades crecen escuchando el grito de los pobres. La mayor parte de las veces esta atención les lleva a convertirse ellos mismos en pobres, para aproximarse más a los pobres.

Cuando una comunidad se deja guiar en su crecimiento por el grito de los pobres y por sus necesidades, va por el desierto y por la inseguridad, pero tiene segura la tierra prometida, no la de la seguridad, sino la de la paz y la del amor. Siempre será una comunidad viva.


Signos de salud de una comunidad

Cuando las personas rehúsan ir a las reuniones y no hay lugar para el diálogo, cuando tienen miedo de expresar lo que sienten y el grupo está dominado por una fuerte personalidad que impide la libertad de expresión, cuando en lugar de participar en las actividades comunitarias, se huye hacia actividades exteriores, la comunidad está en peligro; no es ya una «casa propia», sino un hotel-restaurante. Cuando las personas de una comunidad no están contentas de estar juntas, de vivir, de rezar, de actuar juntas, sino que buscan constantemente compensaciones en el exterior, cuando hablan todo el tiempo de sí mismas y de sus dificultades, más que de su ideal de vida y de la manera de responder a los gritos de los pobres, hay un signo de muerte.

Cuando una comunidad tiene buena salud, es un polo de atracción. Los jóvenes se comprometen con ella y los visitantes se sienten a gusto. Cuando una comunidad empieza a tener miedo de acoger a visitantes y a personas nuevas, cuando empieza a establecer restricciones, a reclamar tantas garantías que prácticamente no puede venir nadie más, cuando empieza a expulsar de su seno a las personas más débiles y difíciles, a los ancianos, a los enfermos, etc..., es mala señal. Ya no es una comunidad; se convierte en un equipo de trabajo más o menos eficaz.

También es mala señal cuando una comunidad busca estructurarse de modo que tenga una seguridad total respecto al porvenir, por ejemplo cuando tiene mucho dinero en el banco. Poco a poco elimina todos los elementos de riesgo y ya no necesita la ayuda de Dios. Deja de ser pobre.

La salud de una comunidad se revela a través de la forma de acoger a los visitantes inesperados o al pobre, a través de la alegría y de la sencillez de los miembros entre sí, a través de su confianza en los momentos difíciles, a través de una cierta creatividad para responder a las necesidades de los pobres. Se revela sobre todo a través del amor y la fidelidad a los fines esenciales de la comunidad: la presencia ante Dios y ante los pobres.

Para una comunidad es importante descubrir en sí misma las señales de su desavenencia o de su profundización. De vez en cuando la comunidad tiene que preguntarse para saber en qué momento se encuentra. Esto no siempre es fácil, pues es necesario aprender a pasar por las pruebas, incluso frente a señales de vida y de muerte, que es necesario discernir.


Abrirse a los demás

Cuando nace una comunidad es muy difícil saber si se está ante una comunidad o ante una secta. Esto,no se puede descubrir más que observando su crecimiento en el tiempo. La verdadera comunidad se abre cada vez más. La secta, por el contrario, aparenta abrirse, pero con el tiempo lo que ocurre es que se cierra progresivamente. La secta está formada por personas a las que les parece que se han quedado solas por tener razón. Son incapaces de escuchar, son cerradas y fanáticas; no hay ninguna verdad fuera de ellas. Han perdido la capacidad de reflexionar personalmente. Sólo ellas son las elegidas, las salvadas, las perfectas y los demás están en el error. A pesar de su alegría y tranquilidad aparentes, se tiene la impresión de que son unas personalidades débiles más o menos manipuladas, que están como aprisionadas en una falsa amistad de la que temen salir.

El lenguaje del elitismo huele mal. No tiene sentido creer que solamente unos guardan la verdad y pueden condenar a los demás. Estas actitudes no tienen nada que ver con el mensaje de Jesucristo. La comunidad cristiana se basa en el reconocimiento de que somos pecadores y que necesitamos ser perdonados cada día y perdonar setenta veces siete. «No juzguéis y no os juzgarán; no condenéis y no os condenarán» (Lc. 6, 36). La comunidad cristiana debe hacer como Jesus: proponer y no imponer. El amor de hermanos es lo que debe convertirse en luz que atrae.

Otra señal que distingue la secta de la verdadera comunidad, es que las personas de una secta se limitan cada vez más a una referencia única, el fundador, el profeta, el pastor, el jefe, el santo. Es él el que detenta el poder temporal y espiritual y el que mantiene a todos los miembros bajo su dominio. No leen más que sus textos, no viven más que de sus palabras. Este falso profeta rehusa que vengan otros a hablar al grupo; descarta a todos los que podrían amenazar su autoridad todopoderosa, y se rodea de débiles ejecutores totalmente incapaces de pensar personalmente.

Si al comienzo de una verdadera comunidad el fundador tiene en sus manos el poder espiritual y comunitario y si todos se remiten a él para todas las decisiones, él, poco a poco debe ayudar a las personas a encontrar otras referencias y a caminar hacia su propia libertad interior, para que no piensen forzosamente como él, sino libremente, quedando todo en el espíritu de la comunidad.

Las verdaderas comunidades cristianas tienen siempre multiplicidad de referencias: la de su fundador, la de la Sagrada Escritura, la de toda la tradición de la Iglesia, la del obispo y la del santo Padre si son católicos, la de otros cristianos que viven del espíritu de Jesús. Además cada uno de sus miembros debe, en esencia, aprender a tener como referencia el Espíritu de Jesús que vive en él.

Al principio es bastante normal e incluso necesario que una comunidad prendada de su propia originalidad se idealice un poco. Si no se creyese tan única jamás podría haber sido fundada. Es como en el amor: al principio uno siempre idealiza al otro: para los padres su niño siempre es el más guapo de todos los niños, de la misma manera que para un recién casado su mujer es la más bonita. Con el tiempo, los padres y los esposos se convierten en más realistas, aunque puede que estén más comprometidos, que sean más fieles y más amantes que en un primer momento.

Es comprensible que una comunidad en sus principios esté un poco encerrada en sí misma, teniendo una fuerta conciencia de sus aptitudes y de su originalidad, y por ello dé gracias. ¿No debe tomarse tiempo una pareja al principio de su matrimonio para forjar su unidad y su comunidad? No es egoísmo, sino el momento necesario para el crecimiento. Con el tiempo la comunidad debe distanciarse un poco y descubrir la belleza de otras comunidades, los dones particulares de cada uno y sus propias limitaciones. Una vez que ha encontrado su propia identidad y descubierto cómo va a guiarla el Espíritu, debe estar muy atenta a las manifestaciones del Espíritu en otras comunidades. No debe creer que la inspiración del Espíritu Santo es un privilegio de su comunidad. Debe estar dispuesto a escuchar lo que él va a decir a las otras. Esto permite a la comunidad redescubrir sus dones propios y su misión y la incita a ser más fiel; al mismo tiempo, le hace descubrir su lugar en el conjunto de la Iglesia y de la humanidad. Si no está atenta, la comunidad se arriesga a echar a perder un momento decisivo en su crecimiento.

Una de las señales de vida de una comunidad es la creación de lazos. Una comunidad que se encierra en sí misma muere por asfixia. Por el contrario las comunidades que viven, se unen a otras, constituyendo una vasta red de amor por el mundo. Y como no hay más que un Espíritu que inspira y vivifica, las comunidades que nacen o renacen bajo su inspiración, se parecen incluso sin conocerse. Las semillas que él siembra por el mundo como anuncios proféticos del futuro, tienen un espíritu común. Es una señal de madurez de la comunidad ligarse, mediante la amistad, con otras; tiene conciencia de su propia identidad, no necesita compararse. Ama hasta las diferencias que la distinguen, porque cada comunidad tiene un don propio que debe hacer florecer. Las comunidades se complementan dentro de la Iglesia, y necesitan unas de otras. Todas son como brazos de la única comunidad que es la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, viña de la cual son sarmientos las comunidades.

Continuamente me asombro de la multiplicidad de comunidades que existen en el mundo desde las antiguas que se remontan a san Benito y que son revivificadas por el amor, hasta las múltiples comunidades que el Espíritu Santo hace nacer hoy. Algunas están dentro de la Iglesias; otras fuera de cualquier institución; algunas reagrupan jóvenes con intuiciones proféticas que buscan un nuevo estilo de vida. Forman parte de esta vasta Iglesia invisible. Cada una de estas comunidades tiene su espíritu, su estilo de vida, su regla, su carta. Cada una es única. Hay comunidades fundadas en la adoración y en la oración silenciosa y contemplativa, como los Carmelos y los monasterios que se comunican más por lo no-verbal que por la palabra y que viven en una tradición que se remonta a san Bernardo o a santa Teresa de Avila.

Emparentadas con estas comunidades están las de las hermanas de Darmstadt en Alemania y la de las Hermanitas y Hermanitos de Jesús, silenciosos y orantes, presentes en las chabolas y en los ghettos del mundo; su contemplación está ligada de forma inmediata a su presencia entre los pobres.

Además están todas esas comunidades dedicadas a la oración, más o menos ligadas a la renovación carismática, donde unas personas enraizadas en la sociedad se reúnen para, rezar. Están también los hogares de la caridad diseminados por el mundo para acoger a las personas que hacen un retiro espiritual. Madonna House, fundada por Catherine de Hueck-Doherty. es un ejemplo de estas comunidades cristianas fundadas en la oración . Hay comunidades ecuménicas, como la de Taizé y la Bundeena en Australia. Además hay unas comunidades cuyo fin inmediato es acoger y asistir a los pobres como los padres y hermanos misioneros de la Caridad, fundados por la madre Teresa de Calcuta y .I hermano Andrés. Algunas comunidades están más comprometidas en cl plano social intentando aportar bienestar a personas oprimidas y que sufren; las comunidades de la Iglesia del Salvador en Washington, las comunidades del Catholic Worker, las comunidades de «El minuto de Dios» en Colombia y la de Ted Kennedy con los aborígenes de Sidney, son unos ejemplos. Hay muchas otras comunidades que están en el mundo como señales del Espíritu Santo.

Personalmente me atraen las comunidades enraizadas en los barrios más pobres o que acogen a quienes están profundamente heridos, como los alcohólicos, expresidiarios, jóvenes drogados. delincuentes o enfermos mentales. No siempre hay mucha alegría en estas comunidades, pero a menudo, hay gran fidelidad y acogida. Las caras de quienes trabajan ahí están a menudo arrugadas por la fatiga. No tienen casi tiempo para asistir a congresos comunitarios, y raramente tienen liturgias muy bien preparadas o fiestas. A menudo no pueden asistir más que a pequeños fragmentos de misas, porque el trabajo es excesivo, pero en estas comunidades se siente la presencia de Jesús, que está cerca de los marginados y de los heridos.

Cuando pienso en todas las comunidades que existen por todo el mundo, en su luchar por crecer, en su sed de responder a la llamada de Jesús y del pobre, comprendo la necesidad de una cabeza universal, un pastor sediento de unidad, clarividente, que interpele a las comunidades y conduzca a todos los hombres.

Me sentí profundamente conmovido con la elección de Juan Pablo I y más aún por la de Juan Pablo II. ¿Cuánto tiempo hará falta para que los hombres hagan realidad esta necesidad profunda? ¿Cuánto tiempo necesitarán los católicos para reconocer la belleza y el don de las Iglesias protestantes, sobre todo su amor por la Escritura y por el anuncio de la Palabra? ¿Descubrirán un día las Iglesias protestantes la inmensidad de riquezas contenidas en la Eucaristía?
Sí. aspiro a este día.

Roger Schutz es un apasionado de la unidad y yo deseo tener la misma pasión. Esta se escribió en las Actas del Concilio de los Jóvenes de 1979: «Existe un camino para poner fin al escándalo de la separación entre los cristianos y permitir por fin una creación común entre las Iglesias; este camino es, para cada comunidad local, empeñar en un ministerio de reconciliación el corazón de todo el pueblo de Dios. En estos últimos meses muchos hombres y mujeres se han sensibilizado como nunca respecto a la idea de un ministerio ejercido por un pastor universal: "atento a servir al hombre como hombre y no sólo a los católicos, a defender ante todo y sobre todo los derechos de la persona humana y no sólo los del Evangelio". Así lo definía Juan XXIII».


El punto de fidelidad

Algunas comunidades nacen, florecen y a menudo conocen una especie de degeneración y mueren. No hay más que mirar la historia de las comunidades religiosas: los entusiasmos, los ardores, las generosidades de los comienzos desaparecen, poco a poco se «instalan», la mediocridad se infiltra y el reglamento y la ley ganan al espíritu. Las comunidades mediocres no atraen y desaparecen.

Es importante en una comunidad conseguir el punto de fidelidad que hace que viva el espíritu y evita que una comunidad se desvíe.

Me parece que hay esencialmente dos puntos, en cierto modo ligados, que provocan la desviación: por una parte la búsqueda de la seguridad o un hastío por la inseguridad y por otra parte una falta de fidelidad a la visión inicial que constituye el espíritu de fundación.

Cuando nace una comunidad, los fundadores deben luchar por sobrevivir para proclamar su ideal. Entonces se enfrentan a la contradición, a veces incluso a la persecución, que obligan a los miembros de la comunidad a reafirmarse más, estimulan sus motivaciones y les incitan a superarse y a abandonarse totalmente en las manos de la Providencia. En algunos momentos sólo una intervención directa de Dios las puede salvar. Cuando están despojadas de toda riqueza, de toda seguridad y apoyo humano, dependen más de Dios y 'de las personas que a su alrededor son sensibles al testimonio de su vida. Están en cierta forma obligadas a permanecer fieles a la oración y al motivo de su amor; es una cuestión de vida o muerte. Su dependencia total es como la garantía de su autenticidad; en su debilidad está su fuerza.

Pero cuando una comunidad tiene los miembros suficientes para asegurar todos sus cometidos y cuando tiene suficientes medios materiales, puede permitirse la relajación. Tiene unas estructuras fuertes, posee una cierta seguridad. Está en peligro.

En Francia, un funcionario del Estado que trabaja en el campo social me dijo un día después de haberle explicado con detalle lo que era El Arca: «Señor, su cometido es sin duda muy hermoso y no dudo que sea la situación ideal para personas disminuidas, pero se basa en la gratuidad de los asistentes. ¿Tiene el gobierno derecho a intervenir en una institución que un día desaparecerá si usted no encuentra quien quiera vivir según ese determinado espíritu? ¿Qué garantía me puede dar?». Evidentemente yo no tenía ninguna. La incertidumbre que se tiene con la llegada de nuevos miembros y con la duración de su compromiso, constituye una inseguridad propia de nuestra comunidad. Las personas vienen no por razones materiales (horarios, salarios) sino por la misma comunidad. El día que queramos encontrar medios humanos para asegurar que siempre va a haber miembros, será el fin de El Arca. Tal vez sea fatigoso y angustioso vivir en la inseguridad, pero es una de las pocas garantías para que la comunidad continúe profundizando, progresando y permaneciendo fiel.

En El Arca nuestra fidelidad consiste en vivir con disminuidos según el espíritu del Evangelio y las Bienaventuranzas. «Vivir con» es distinto a «hacer por», pues no quiere decir simplemente comer en la misma mesa o dormir bajo un mismo techo, sino que implica unas relaciones de gratuidad, de verdad y de interdependencia mutua, inplica que se atiende a los disminuidos y que se reconocen sus dones. El día en que sólo seamos unos terapéutas o unos profesionales que educan y que asisten, ya no existirá El Arca, aunque el «vivir con» no quiere decir exclusión del aspecto profesional.

Para otras comunidades su fidelidad es diferente: para las hermanas de la madre Teresa es ayudar a las personas menos favorecidas y más rechazadas, para las hermanitas de Foucauld, vivir en fraternidad, entre los más pobres; para algunas comunidades contemplativas es orientar toda su jornada hacia los momentos más silenciosos de la contemplación; para otras es vivir la pobreza. Es necesario que cada comunidad conozca bien su clave de fidelidad, su visión esencial. Si alguien se desvía de esa clave, toda la comunidad retrocederá, porque lo. esencial se desmoronará.

Cada una de las personas de la comunidad ha de estar vigilante para permanecer más tiempo en la inseguridad por el hecho mismo de depender de Dios y para vivir según su don de fidelidad, lo esencial del espíritu. Estas dos cosas se deben recordar constantemente, para que la comunidad no caiga en la rutina, en el reglamento, y termine por estancarse.

En El Arca tenemos que estimularnos e infundirnos valor constantemente en estos dos aspectos. Todas las decisiones graves de la comunidad deben ser vistas bajo esta luz. ¿Tomamos esta decisión por miedo a la inseguridad? ¿Está orientada hacia lo que constituye lo esencial de nuestra vida, el convencimiento de que Jesús vive en el más pobre y que estamos llamados a vivir con él y a recibir todo de él?

En todo nacimiento de una comunidad, hay siempre un elemento profético. Ella será la matriz de una nueva manera de vivir frente a otras formas o el medio de llenar una laguna en una sociedad o en la Iglesia. Con el tiempo, este elemento profético tiende a desaparecer y los miembros se arriesgan a mirar no ya el presente o el porvenir, sino el pasado, con la preocupación de «conservar» el espíritu o la tradición. Sin embargo, el espíritu profético debe existir siempre para que la comunidad permanezca viva y llena de esperanza. Hay allí una tensión particular entre los valores del pasado (espíritu y tradiciones), las necesidades del momento (en una dialéctica con la sociedad y los valores ambientales) y la tensión por el porvenir (profetismo).

Este espíritu en sus elementos esenciales no es para hablar propiamente de un estilo de vida. Es más que eso: es una esperanza, la encarnación de un amor. Sin embargo se concreta en la manera de concebir la autoridad, el reparto, la obediencia, la pobreza, la creatividad de las comunidades y de los miembros en la propagación de la vida, o en la manera en que las primeras comunidades pusieron el acento especialmente sobre una u otra actividad. El espíritu, en efecto, determina lo esencial de la manera de vivir, y marca una especie de escala de valores.

Pero desde la fundación de la comunidad, el espíritu se ha. podido fijar con el tiempo en unos hábitos o en unas costumbres que le han ahogado u ocultado. La labor del responsable y de todos los miembros es la de tratar de purificar continuamente el espíritu de las aportaciones de un momento determinado para vivirlo con mayor claridad y realismo. En cierta manera, es el don de Dios para su familia, el tesoro que le ha confiado de forma especial y que siempre debe estar presente en el corazón de la comunidad. Hoy la comunidad debe vivir como el fundador hubiera vivido, si existiera hoy. No debe vivir como él vivió, sino que debe de tener el mismo amor, el mismo espíritu, la misma audacia que tuvo él en su momento.

El espíritu de una comunidad, su espiritualidad, se encarna en unas tradiciones particulares. Es importante respetarlas y explicar a los miembros recién llegados su sentido y su origen, para que no se conviertan en unas costumbres, sino que sean renovadas constantemente y permanezcan vivas.

Hay tradiciones relativas a la manera de celebrar los grandes acontecimientos, como la muerte, el matrimonio, el bautismo, los aniversarios o la acogida de un nuevo miembro.

En sí, estas actividades y estos gestos no son tan importantes, pero encarnan el hecho de que somos realmente hermanos y hermanas, miembros de una familia, que tenemos el mismo corazón, el mismo espíritu y la misma alma, que se transmite por los más ancianos de nuestras comunidades. Estas tradiciones nos recuerdan que la comunidad no ha sido fundada «como si tal cosa», sino que nació en un momento dado, que tal vez ha pasado por momentos difíciles y que lo que nosotros vivimos hoy es el fruto de la labor de los que nos han precedido.

Siempre está bien paró el hombre, para las comunidades y para las naciones, recordar que la realidad presente ha nacido de los mil gestos de amor y de odio que le han precedido. Esto obliga a recordar que la comunidad de mañana va a nacer de nuestra fidelidad al presente. Todos nosotros somos pequeños eslabones de una inmensa cadena de generaciones que constituyen la humanidad. Somos unos seres que viviremos poco tiempo en comparación con la historia de la humanidad, el pasado y el porvenir. Esto nos ayuda a ver con la perspectiva verdadera nuestra comunidad en relación con otras y en relación con la historia así como el lugar de cada uno en la comunidad. Entonces descubriremos que somos a la vez muy poca cosa e importantes, porque cada uno de nuestros gestos a su manera prepara la humanidad del mañana: es una pequeña piedra en la construcción de la vasta y gloriosa humanidad final.


Propagar la vida

Una comunidad no puede permanecer estática porque no es fin de sí misma. Es como un fuego que a la fuerza debe propagarse con el riesgo, incluso, de disgregarse. Llega un momento en que la comunidad no puede crecer más que a través de la separación, el sacrificio y el don. Cuanto más vive una comunidad la unidad, más debe, en alguna forma, perderla para darla a los que aún no la viven, enviando a algunos de sus miembros, liberados por esta familia, a crear otras redes de amor, otras comunidades de paz.

Ese es el sentido de la vida: la vida se propaga. Todo crecimiento de vida implica la aparición de flores y frutos, y en esas flores y en esos frutos hay semillas de una nueva vida.

Una comunidad que retiene celosamente a sus miembros y que no se arriesga a esta extraordinaria obra de procreación se expone a algo más grave, incluso a su agotamiento. Si no entra en un momento crucial, si la comunidad no evoluciona hacia un don mayor, sus miembros tomarán una actitud infantil próxima a la regresión. Se convertirán en estériles y la vida, no circulará por ellos. Como ramas secas, solo servirán para el fuego.

Muchas comunidades han muerto porque sus responsables no han sabido incitar a sus miembros jóvenes a este don de la vida en la creación de nuevas comunidades. El tiempo del amor pasó, y entraron en un mundo de esterilidad y frustraciones. Más tarde resulta difícil encontrar el tiempo del amor y de las fuerzas de la vida.

El don de la vida es diferente para cada forma y tipo de comunidad, como diferente es para cada persona. Para algunos miembros consiste en marcharse lejos para sembrar la vida con todo lo que eso conlleva de riesgo. Una comunidad que ha alcanzado su madurez es capaz de ceder a un hermano o a una hermana para sostener a otra comunidad en peligro. Para otros es acoger con más calor y verdad al pobre, al marginado, al extraño; para otros es asumir un cometido de pastor en la comunidad, ayudando a cada uno a ver la belleza de la vida y a liberarse del egoísmo. Para otros es descubrir y asumir su cometido de contemplación dentro de la comunidad; es llevar a la oración a sus hermanos y a sus hermanas, a los marginados, dándoles vida de una forma misteriosa y oculta.

De cualquier manera es entrar en el misterio del Padre, colaborar con él y convertirse en su instrumento en esta extraordinaria obra de procreación y liberación.

A veces es difícil para los responsables de las comunidades lejanas saber qué tipo de referencia hay que mantener con la gran comunidad y con el responsable superior. Lo importante es que esa comunidad pueda vivir a fondo y de alguna manera muy inserta en la región, su vida comunitaria y su espíritu. Muchos miembros de comunidades misioneras viven una cierta contradicción; han nacido en una cultura determinada y transplantan sus propias costumbres, su forma de vivir, de comer, de acoger y de festejar a una tierra extraña. El espíritu que quieren transmitir está muy vinculado a su propia cultura y al final transmiten más su cultura que el espíritu. Después no encuentran ni el medio ambiente, ni los vecinos. A menudo resultan seducidos o impresionados por los elementos exteriores de la cultura en que viven pero no captan su espíritu. Además los que desean comprometerse con esas comunidades, están obligados, a veces, a asumir costumbres extrañas a su mentalidad.

A menudo el deseo de unidad, una unidad totalmente material, con la casa-madre, va sugerida por la fuente dinámica del amor, del espíritu y de los fines de la comunidad. Pero la unidad no se produce porque todos vivan de la misma manera en todo el mundo sino por la armonía de unos corazones que se lanzan a vivir la fidelidad al espíritu inicial de la comunidad con la gracia del Espíritu Santo. Las comunidades que están lejos deben saber morir a algunos elementos de su cultura de origen para vivir más a gusto en su nueva cultura. Deben tener gran confianza en Dios que les ha enviado lejos para hacer una nueva alianza con un nuevo pueblo.

El deseo de la «comunidad-madre» debe ser ayudar a la nueva comunidad a expansionarse y a convertirse, allí donde se encuentre, en fuente vivificante. Si toma esta actitud, muy pronto descubrirá la gracia del rejuvenecimiento y de la apertura que procede de la multiplicidad de comunidades. Las comunidades lejanas que, con unas estructuras más ligeras, viven con riesgo y dificultad, pueden convertirse en fuente de vida y esperanza para la comunidad-madre, que se convertirá en la seguridad necesaria que permita a unas estructuras ligeras el establecerse lejos en situaciones difíciles.


Expansión y arraigo

Cuanto más crece y da vida una comunidad, enviando a veces lejos a algunos de sus miembros, más debe enraizarse en las profundidades de la tierra. La expansión debe ser paralela al arraigo. Cuanto más crece un árbol, más fuertes se hacen sus raíces, porque si no lá primera tormenta lo arrancará de cuajo. Jesús habla de una casa edificada lobre la roca. Una fundación sólida para una comunidad es este arraigo en el corazón de Dios, el Dios que está en la fuente de la comunidad. Cuanto más fluye y se esparce la fuente, más necesarios son unos miembros que vivan cerca de ella.

Hay un crecimiento exterior que siempre es más o menos una expansión y hay también unos crecimientos interiores y secretos. En los monasterios, o en las casas consagradas a la oración hay a veces un crecimiento invisible como es un arraigo más profundo con Jesús. Pero estos crecimientos invisibles crean una atmósfera tangible: una alegría más sonriente, un silencio más profundo, una paz que alcanza a los corazones, llevando a algunos a una verdadera experiencia de Dios.


Nacido de una herida

Existe un vínculo misterioso entre el sufrimiento, la ofrenda y el don de la vida, entre el sacrificio y la expansión.

En una de nuestras comunidades de la India, un hombre bastante disminuido se ahogó en el pozo. Estaba en nuestra casa desde hacía poco tiempo. Un anciano, amigo de su padre, vino y nos dijo: «Como esto es una obra de Dios, es necesario que un justo muera para que la obra viva».

Tengo la profunda convicción de que el hombre de acción y el de razonamiento no pueden nada si no se apoyan en estas personas que aceptan ofrecer sus sufrimientos, su inmovilidad y su oración para que tengan vida. En una comunidad un anciano o un enfermo que se ofrece a Dios puede convertirse en la persona más preciada, en el «pararrayos» de la gracia. Hay un misterio en la utilidad secreta de estas personas cuyo cuerpo está destrozado, que pasan, aparentemente, sus días sin hacer nada, pero que viven en la presencia de Dios. Su inmovilidad les obliga a mantener los ojos y el corazón fijos en lo esencial, en la fuente misma de la vida. Sus sufrimientos y sus agonías son fecundos; se convierten en fuente de vida.

Mira tu propia pobreza
acógela
ámala
no tengas miedo
comparte tu muerte
porque así compartirás tu amor, tu vida.

A veces me encuentro con comunidades que están compuestas por algunos ancianos. El tiempo de su expansión se ha terminado y ahora es demasiado tarde para que entre algún joven. A veces, me asombro por la alegría y la paz que reinan ahí. Los miembros de esta comunidad saben que va a morir, pero les da igual. Quieren vivir plenamente hasta el fin, la gracia que les ha sido dada. Estas comunidades tienen mucho que aportar al mundo: aprender a asumir los fracasos y a morir en paz. ¿No es la acogida de los propios sufrimientos y la ofrenda de su sacrificio lo que hace que nazcan comunidades jóvenes y dinámicas?

En otras comunidades, por el contrario, estos ancianos viven angustiados ante su esterilidad porque no han descubierto que se podría transformar en el don de la vida por la ofrenda y el sacrificio.

De la herida del corazón de Cristo en la cruz salió agua y sangre, signos de la comunidad de creyentes que es la Iglesia. De la cruz se desprende la vida; la muerte se transforma en resurrección: el ministerio de la vida ha nacido de la muerte.


El papel de la Providencia

Antes de entrar en una vida comunitaria, las personas sienten en lo profundo de su corazón una llamada o una atracción hacia una vida orientada a Dios, y los valores del amor y de la justicia, en oposición a sus deseos más egoístas y tal vez más visibles de posesión, de confort, de prestigio y de poder. Esta atracción al' principio puede ser muy débil, pero respondiendo crece poco a poco y se encarna en un verdadero deseo, en una necesidad profunda de darse a Dios y a los hermanos especialmente a los más pobres. Esta llamada es ya una cierta experiencia de Dios.

Con el tiempo, en el reencuentro con los hermanos y hermanas y el compromiso mútuo, se descubre la Providencia. No solamente me ha llamado Dios, sino que me ha llamado juntó con otros que han escuchado y seguido la misma llamada. El es quien nos ha hecho volvernos a encontrar y amarnos. El es quien está• en el corazón de la comunidad.

Esta experiencia de la Providencia se hace más fuerte con el tiempo, con el descubrimiento de que Dios, de una manera evidente, ha velado por la comunidad en las pruebas que hubieran podido hacerla estallar: tensiones graves resueltas, llegada de alguien justo en el momento en que se necesitaba, ayuda material o financiera inesperada, un pobre acogido que encuentra la libertad interior y la curación.

Con el tiempo, los miembros de la comunidad se dan cuenta de que Dios está próximo y de que vela por ellos con amor y ternura. Ya no es una experiencia personal de Dios, sino una experiencia comunitaria que engendra paz; una certidumbre luminosa que permite a la comunidad acoger las dificultades, pruebas, necesidades o la debilidad con una nueva serenidad, y que incluso le da audacia necesaria para avanzar sin reparar en obstáculos a través de los fracasos y sufrimientos de cada día, pues sabe por experiencia que Dios está presente y que responderá a su llamada. Este reconocimiento de la acción de Dios en la vida comunitaria exige una fidelidad muy grande.

Lejos de engendrar un cierto «dejarse llevar» o una actitud de «no te preocupes, Dios proveerá», este reconocimiento exige que la comunidad permanezca aferrada a lo esencial de su vocación, sea éste la oración, la acogida a los más pobres, o la disponibilidad al Espíritu. Dios no vela más que en la medida en que, con audacia, uno trata de permanecer fiel en la búsqueda de la finalidad de la comunidad y de su unidad. Dios responde a las necesidades sólo en la medida en que los miembros trabajan y hasta duramente, para encontrar soluciones reales. A veces espera que hayan llegado hasta el final de los medios humanos para responder a su llamada.


El pecado de enriquecerse

Al principio de una comunidad, en el momento de su fundación, la acción de Dios se hace sentir a menudo de forma muy tangible: el regalo de una casa, de dinero de manera inesperada, la llegada de una persona en un buen momento o de otros signos exteriores. Por el hecho de su pobreza la comunidad depende en todo de Dios. Grita y Dios responde, es fiel a la oración, vive en la inseguridad, acoge al que llama a la puerta, comparte con los pobres, intenta tomar todas sus decisiones a la luz de Dios. En este primer momento a menudo es incomprendida por la sociedad; las personas la juzgan utópica, «loca», y es más o menos perseguida.

Después con el tiempo, esta «locura» da buenos resultados ante los ojos de los hombres y se descubre su valor y su influencia. La comunidad no es ya perseguida, sino admirada. Adquiere renombre y notoriedad ante los ojos de los hombres, tiene amigos que le dan lo que le es necesario. Poco a poco se enriquece, empieza a emitir juicios y se vuelve poderosa.

Entonces hay un peligro. La comunidad yá no es pobre y humilde, sino que se convierte en satisfecha de sí misma. No recurre a Dios como en otras ocasiones, ni grita «¡Socorro!». Fuerte por la experiencia adquirida no toma sus decisiones a la luz de Dios y se hace tibia en la oración. Se cierra al pobre y a Dios vivo, se hace orgullosa. Necesita ser zarandeada y pasar por serias pruebas para volver a encontrar la actitud del niño, su dependencia de Dios.

El profeta Ezequiel describe en el capítulo 16 la historia de la comunidad judía. Cuando era muy pequeña, «chapoteando en su propia sangre», Dios la recogió, la cuidó, le salvó la vida. Se preocupó de ella. Después, en el tiempo de los amores, la cubrió con su sombra, la hizo bella, y la desposó. Ella aceptó la dignidad real. Por su unión con su esposo, rey, ha adquirido poder.

Entonces apartó los ojos de su rey y se creyó que era ella misma fuente de vida. Se encontró bonita y buscó otros amantes; se prostituyó y, poco a poco cayó hasta lo más hondo.

En el fondo de su pobreza y de su humillación Dios la escuchó, fiel a su amor. Volvió a tomarla como en la época de su juventud, porque él es el Dios bueno, lento a la cólera y lleno de misericordia. El es el Dios del perdón.

El primer pecado de una comunidad es apartar los ojos del que la trajo a la vida, para mirarse a sí misma.

El segundo pecado es encontrarse bella y creerse fuente de vida. Entonces se aparta de Dios y empieza a tener compromisos con el mundo y con la sociedad. Adquiere un renombre.

El tercer pecado es la desesperanza. Descubre que no es fuente de vida, que es pobre, que le falta creatividad y vitalidad y entonces se encierra en su tristeza, en las tinieblas de su pobreza y de su muerte.

Pero Dios no deja de esperarla, como el padre al hijo pródigo. Las comunidades que han dado de lado la inspiración de Dios para encerrarse en su propio poder deben saber volver a pedir humildemente perdón a Dios.


Riesgos del crecimiento

Cuando empecé en El Arca éramos pobres. Me acuerdo de una señora anciana del pueblo que venía todos los viernes por la tarde para traer sopa. Otros nos traían comida y dinero.

Los años han pasado. Ahora, cuando en el pueblo hay una casa en venta vienen primero a proponer que la compremos nosotros, aumentando naturalmente el precio. Estamos considerados como los «ricos» del lugar, aunque el dinero venga de subvenciones del Estado. .

Al principio los profesionales nos ignoraban. Ahora vienen de lejos para visitarnos, aunque muchos incluso nos consideran aún como unos «iluminados».

De la pequeña casa de El Arca en que estabamos cinco o seis, hemos pasado en catorce años a un centro importante: somos trescieñtas cincuenta personas en veintiún lugares de vida, no sólo en el pueblo inicial de Trosly, sino también en los alrededores y en Compiégne.

A veces los asistentes se quejan: «El Arca se ha hecho demasiado grande; uno no se puede conocer tan bien como antes». En el crecimiento hay un peligro, pero hay también un encanto. En las diferentes etapas he tenido la impresión de asistir a los signos de la Providencia.

El peligro es encerrarse en lo que nos ocurre, olvidando la primera inspiración; convertirse en un centro profesional competente olvidando los elementos de gratitud; insistir de tal manera en las estructuras y en los derechos de los asistentes que uno se olvida de que las personas disminuidas necesitan encontrar junto a ellas hermanos que se den y se comprometan; es olvidar la acogida y no ver ya en la persona disminuida el don de Dios.

'Algunas comunidades deberían permanecer siempre pequeñas, pobres y proféticas, como signos de la presencia de Dios en nuestro mundo que busca cada vez más los valores materiales. Pero otras comunidades están llamadas á crecer. Tienen por misión ir en ayuda no de algunos privilegiados, sino de un número creciente de personas, demostrar que en centros más importantes es posible conservar él espíritu, crear unas estructuras adaptadas a las personas, ejercer la autoridad de forma humana y cristiana. Las pequeñas comunidades proféticas tienen por misión indicar un camino; las comunidades más importantes deben vivir el desafío de tomar este camino creando unas estructuras comunitarias buenas y justas para la mayoría de las personas.

Personalmente estoy contento de que crezca El Arca de Trosly. Cada día supone un desafío intentar vivir en comunidad con un número importante de personas, crear estructuras que permitan el máximo de participación y den a cada uno la posibilidad de asumir unas responsabilidades, tener iniciativas y, al mismo tiempo, mantener la unidad del espíritu. Estoy contento de que hayamos podido acoger a un número importante de personas desamparadas, y que unos sesenta hayan podido, después de haber pasado cierto tiempo con nosotros, asumir un trabajo en la sociedad y vivir de forma autónoma, continuando la relación con nosotros.

Al crecer lo importante es permanecer abiertos a los signos de la Providencia, continuar escuchando el grito y las necesidades de las personas disminuidas a medida que franquean nuevas etapas, no estar nunca sordos a las personas, ser siempre acogedores, estar siempre dispuestos a crear nuevas comunidades si las necesidades lo requieren, a asumir cada día nuevas formas de pobreza, porque hay algo más que pobreza material. El peligro es que nos encerremos en nosotros mismos o en nuestras conquistas. Es necesario rezar para avanzar siempre más lejos por los nuevos caminos de la inseguridad.

En el crecimiento de la comunidad de El Arca, unas de mis únicas penas es no haber trabajado bastante con las personas del pueblo. Hemos crecido un poco a costa suya y en contra de su deseo. Actualmente existe una buena armonía con ellos, pero habría que hacer más para que El Arca se integre mejor en la vida del pueblo.

Sin embargo queda el que una comunidad tenga que evitar crecer demasiado en el mismo medio, para no estar obligada a crear unas estructuras demasiado pesadas.


Fui extranjero y me recogisteis

Unos de los riesgos que Dios pedirá siempre a la comunidad es el de acoger siempre a los visitantes y especialmente a los más pobres, los que «incomodan». Muy a menudo Dios lleva un mensaje particular a una comunidad a través de una persona acogida, de una carta o de una llamada de teléfono inesperada. El día en que la comunidad empiece a rechazar a los visitantes y a las visitas inesperadas, el día en que diga: «ya somos bastantes» se arriesga a cerrarse a la acción de Dios. Permanecer abierto a la Providencia requiere una disponibilidad muy grande. No se trata de paralizarse tras una estructura o un lugar, de enraizarse en lo «realizado» en el «éxito». Hay que prestar plena atención a cada uno de los miembros de la comunidad, a su llamada particular, y escuchar la realidad cotidiana con todos sus imprevistos, lo que molesta y proporciona inseguridad. Yendo demasiado deprisa nos arriesgamos a querer prohibir la tradición, el pasado, cerrándonos así a la nueva evolución que Dios tenía a la vista. Queremos la seguridad humana y no la dependencia cara a cara de Dios.

Es importante que los miembros de la comunidad se acuerden juntos y con los recién llegados de las bienaventuranzas y de cantar a Dios su reconocimiento por lo que ha hecho por ellos. La historia de una comunidad es importante; debe ser contada y vuelta a contar, escrita y repetida. ¡Se olvida tan pronto lo que Dios ha hecho! Es necesario acordarse a tiempo y en todo momento de que Dios es el origen de todo, que él es quien ha velado con amor por la comunidad. Así es como se recobra la esperanza y la audacia necesarias para afrontar los nuevos riesgos y asumir las dificultades y los sufrimientos con valor y perseverancia.

La historia sagrada es un recuerdo constante de la manera en que Dios ha velado por su pueblo. Este recuerdo engendra la confianza para continuar sin fallar...


Sé ferviente y arrepiéntete.

En el Apocalipsis (3, 15 a 20), el ángel dice a la Iglesia de Laodicea: «conozco tus obras y no eres ni frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente, pero como estás tibio y no eres ni frío ni caliente, voy a escupirte de mi boca. Tú dices: Soy rico, tengo reservas y nada me falta. Aunque no lo sepas, eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acendrado a fuego, así serás rico; y un vestido blanco para ponértelo y que no se vea tu vergonzosa desnudez, y colirio para untártelo en los ojos y ver. A los que yo amo los reprendo y los corrijo.»

Estas palabras podrían dirigirse a muchas de nuestras comunidades y a cada uno de nosotros, a mí el primero. «Sé ferviente y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta llamando: si uno me oye y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos.»

Es triste ver las comunidades que han dejado el amor primero (Ap. 2,4). Todos nosotros necesitamos alentarnos y estimularnos para arrepentirnos y para continuar de nuevo con más entusiasmo y ardor. Pero para ello es necesario volver a abrir la puerta de nuestros corazones y dejar entrar a Jesús: «Me casaré contigo en matrimonio perpetuo, me casaré contigo en derecho y justicia, en misericordia y compasión, me casaré contigo en fidelidad, y te penetrarás del Señor». (Os. 2,21).

Para los días difíciles hay un texto de Isaías que me mantiene y me ilumina (Cfr. cap. 58). El profeta se pregunta: «¿Es ese el ayuno que el Señor desea?» No es no comer nada, sino los gestos de amor hacia los pobres: «Abrir las prisiones injustas hacer saltar, los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne».

Si nosotros lo hacemos seremos luminosos como la aurora, nuestras heridas profundas, esas heridas profundas del pecado se curarán.

«Te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá, gritarás y te dirá: Aquí estoy. Cuando destierres de ti los cepos, y el señalar con el dedo y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento, y sacies el estómago del indigente, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá medio día. El Señor te dará reposo permanente, en el desierto saciará tu hambre, hará fuertes tus huesos, serás un huerto bien regado, un manantial de aguas cuya vena nunca engaña.»

Después sostenidos y guiados por Yavé, seremos como unos jardines regados, llenos de flores y de vida y como fuentes inagotables, podremos dar de beber a una humanidad que se muere de sed.

Tal es la promesa de Dios, si nos damos a los hambrientos, a los que están desamparados, inseguros, a los que se sienten solos.

En el fondo estamos próximos a Dios cuando estamos próximos a los pobres y a los débiles, a los que necesitan una protección especial.

Cuando nuestras comunidades se vuelven tibias es necesario acordarse de esta promesa de Dios, abrir nuestros corazones y nuestras puertas a los más pobres y ser fieles para responder a su grito.

Entonces Dios estará allí siempre para mantenernos y guiamos.