Entra en la alianza


Reconocer los lugares sagrados

Hay quienes entran en la vida comunitaria atraídos por un estilo de vida simple y pobre, donde existe el compartir, la acogida y la primacía de una vida de relación. Algunas veces también por miedo a las exigencias de la vida en sociedad. Se espera encontrar un completo desarrollo en una vida de espontaneidad y celebración. Pero poco a poco descubren que la vida comunitaria no es sólo esto. Para permanecer fiel en ella hace falta aceptar cierta disciplina, ciertas estructuras y día a día reaIizar esfuerzos para salir de la concha del propio egoísmo. Descubren tambien que la vida comunitaria no es sin más un estilo de vida —esto no seria más que un medio para otra cosa— sino que han sido llamados por Dios para llevar a los otros en sus penas y su crecimiento hacia la liberación, para tomarlos a su cargo. Y esto es exigente. Y aún más, no se trata simplemente de tomarlos a su cargo y ofrecerles su atención sino de aceptar ser tomado a cargo él mismo, de aceptar ser conducido y amado por los otros, de entrar en una relacion de interedependencia, de entrar en suma en una alianza. Y esto es más dificil, más exigente, ya que implica la revelación de las propias debilidades.

Esta evolución hacia una toma de conciencia de la responsabilidad real hacia los otros, una responsabilidad cara a cara, resulta a menudo bloqueada por el miedo. Es más sencillo quedarse al nivel de un estilo de vida simpática, donde poder guardar la libertad y las distancias. Pero entonces detiene uno su crecimiento, se encierra en sus asuntillos y en sus comodidades.


Se entra en una comunidad para ser feliz.

Se permanece en ella para hacer felices a los demás.

Para aquellos que llegan a vivir en una comunidad, los primeros tiempos son a menudo idílicos, todo resulta perfecto. Parecen incapaces de ver los defectos, no ven más que las cualidades. Todo es maravilloso, todo es bello; existe la impresión de estar rodeado de santos, de héroes o de seres excepcionales que son todo lo que uno quisiera ser.

Luego viene la decepción, generalmente unida a un período de fatiga, a un sentimiento de soledad, a la nostalgia, a un fracaso inesperado, a una frustración en relación a la autoridad. Durante este tiempo de «depresión» todo se vuelve tinieblas, no se ve más que los defectos de los otros y de la comunidad; todo irrita. Se tiene la impresión de estar rodeado de hipócritas que no piensan más que en la ley, en el reglamento, en las estructuras o que, por el contrario, están totalmente desorganizados y son incompetentes. La vida llega a ser insoportable.

Cuanto más se ha idealizado, en el primer tiempo, a la comunidad y puesto a los responsables sobre un pedestal, tanto más grande es el desencanto. Las alturas se han convertido en precipicios. Pero si se llega a superar este segundo tiempo, se entra en el tercero, que es el del realismo y el del desarrollo verdadero, el tiempo de la alianza. Los miembros de la comunidad no son ni santos ni diablos, son personas, cada una de ellas portadora de una mezcla de bien y de mal, de luz y tinieblas, pero cada una de ¡ ellas con un impulso de crecimiento, cada una vive una esperanza. En este momento nace la unión. La comunidad no se sitúa ni en las alturas ni en el fondo de los precipicios, está sobre la tierra y todos están dispuestos a marchar con ella y en ella. Se acepta a los otros y a la comunidad tal como son; y se afirma la confianza de que todos juntos pueden crecer hasta conseguir algo más hermoso.

El compromiso en una comunidad no es ante todo una actividad, como la de uno que se compromete en un partido político o en un sindicato. Estos tienen necesidad de militantes dispuestos a luchar, que entreguen todo su tiempo y sus energías.

Una comunidad es otra cosa. El reconocimiento por parte de sus miembros de una llamada de Dios a vivir, a amarse, a orar, a trabajar juntos, y a responder a los gritos del pobre. Y esto está más en el nivel del ser que del hacer. El compromiso activo en una comunidad está más o menos precedido por el conocimiento de que se esta ya «en casa», de que se forma parte de un mismo cuerpo, de que se ha entrado juntos en una alianza, entre nosotros, con Dios y con los pobres que esperan los frutos de la comunidad. Es un poco lo mismo que sucede en el matrimonio: los novios reconocen que algo ha nacido entre ellos y que están hechos el uno para el otro desde antes incluso de comprometerse. Y hasta que no se percatan de esto no toman la decisión activa de comprometerse en el matrimonio y de permanecer fieles.

Así ocurre en la comunidad, todo comienza en este reconocimiento hecho para la unión. Se revela una mañana al descubrir los lazos ya animados, interviene entonces la decisión activa de comprometerse y prometer fidelidad, decisión que debe ser confirmada por la comunidad.

Pero atención a no dejar transcurrir mucho tiempo entre el reconocimiento de estos lazos o de la alianza y la decisión. Esto sería el mejor sistema para errar el tiro y quemar la pólvora en salvas.

Henri Nouwen dice que la verdadera soledad, lejos de oponerse a la vida comunitaria, es el lugar por excelencia en que tomamos conciencia de nuestra unión antes de vivir juntos y en el que descubrimos que la comunidad no es creación de la voluntad humana sino respuesta cristiana en la realidad de nuestra unión. Las viejas comunidades saben que a lo largo de los años y en los momentos difíciles, no son ellos los que por la fuerza de su voluntad detienen los golpes, sino que es Dios el que los ha conservado unidos. No se es una comunidad ni porque se tiene un proyecto común, ni siquiera porque haya unión de amor sino porque se ha sido llamado a esta unión por Dios.


Eres responsable de tu comunidad

Asistí hace unos días a la profesión solemne de las hermanas diaconisas de Rueil. La madre priora decía a cada una de las hermanas que se consagraban a Dios, al tiempo que ponía en su cuello una cruz, estas palabras que me interpelaron: «Recibe ahora esta cruz. Ella es signo de tu pertenencia a Dios en el seno de nuestra comunidad. Esta comunidad es de ahora en adelante la tuya. Y tú eres responsable con nosotras de su fidelidad».

Sí, cada persona es responsable de la fidelidad de la comunidad, no solo «los responsables».

El sentimiento de pertenencia a un pueblo, la alianza con la promesa que esta pertenencia implica, están en el corazón de la vida comunitaria. Pero queda la cuestión: ¿quién es mi pueblo? ¿Es sólo aquél a quien quiero, que tiene las mismas opiniones que yo, o es todo aquel para cuyo servicio se ha creado la comunidad? Me explico. Tres personas comienzan su vida comunitaria en un barrio de chabolas, intentan vivir la acogida y una presencia discreta y llena de amor. Han ido allí inspiradas por un amor universal, el amor de Jesús; se sienten enviadas, quieren testimoniar el amor del Padre, anunciando mediante su vida y presencia la buena nueva del Evangelio. Para estas personas ¿quién es su pueblo? ¿el grupo del que han salido y que les sostiene espiritual y hasta puede ser que materialmente, o las gentes que viven en el barrio de chabolas, sus vecinos? ¿Por quién están dispuestas a dar su vida?

Esta misma cuestión se da en El Arca. ¿La comunidad se ha compuesto sobre todo de asistentes sanitarios que han venido libremente, con más o menos las mismas motivaciones, o sobre todo con las personas subnormales que no han escogido venir, sino que han sido colocadas ahí? Asistentes y atendidos; se quiere creer en una comunidad y no en dos. Es verdad en teoría pero en la realidad ¿no hay una tendencia entre los asistentes de hacer una comunidad entre ellos que pueda satisfacerles? Es muy difícil, y esto exige morir a sí mismo, hacer verdadera comunidad junto con los más pobres identificándose con ellos. Cuanto más cerca se está afectivamente de lo que asisten, mayor es el riesgo de alejarse de los pobres. No se puede tener el corazón en todo al mismo tiempo.

Pero se puede ir todavía más lejos. ¿Es necesario limitar la comunidad «mi pueblo», a aquellos —asistentes y asistidos— que viven compartiendo mi mismo techo? ¿No abarca también a mis vecinos, las gentes del barrio, los amigos?

A medida que una persona crece en el amor, que su corazón se ensancha y que la comunidad en su sentido más restringido llega a una cierta madurez, la realidad de la comunidad, de «mi pueblo» se amplía.

Pero es necesario para ello que cada uno de los que vive en comunidad establezca claramente sus prioridades. ¿Debo medir mis energías? ¿A qué debo entregar mi vida?

En el caso anterior, de las tres personas que viven en el barrio de chabolas. ¿no es necesario que el grupo al que pertenecen sea como una fuente, una raíz que les permita estar más en «su pueblo» en el barrio? No se trata de una lucha de influencia o de pertenencia. Las raíces están para que las flores y los frutos aparezcan, y en los frutos se encuentran las semillas de mañana. Lo mismo en El Arca, la unidad de los asistentes, ¿no puede acaso ayudar y estimular a cada uno a estar más próximo a los disminuidos y a hacer de esta comunidad una con todos? Una pertenencia no suprime otra, son una para la otra. No son más que una pues el amor es esencialmente don, no posesión.

Se entra en una comunidad para vivir con los otros, pero también y sobre todo para vivir con ellos los fines de la comunidad, para responder a una llamada de Dios, para responder al grito de los pobres. La comunidad aparece entonces como un medio de vida en el que se puede crecer y juntos responder a una llamada.

Una comunidad no existe nunca para sí misma. Pertenece a cualquiera que la exceda, a los pobres, a la humanidad, a la Iglesia, al universo. Es un don, un testimonio a ofrecer a todos los hombres.

La comunidad no es más que un punto de partida que permite ensanchar el corazón a dimensiones universales. Y no tiene sentido si no se la considera con sus raíces y con sus prolongaciones.

A menudo algunas comunidades se alejan demasiado de sus fines. Sus miembros no saben claramente quién es «su pueblo», no saben a qué gritos han de responder. No saben por qué deben crecer en la luz, en la paz y la santidad. No saben por qué son ellos llamados a convertirse en fuente de vida para «su pueblo» dolorido.

Algunos tienen miedo de acercarse a las personas angustiadas, no quieren arriesgarse a que su corazón salga herido, porque aceptar ser herido, es aceptar un lazo, una alianza. El pobre se con-vierte así en un pastor que les conduce. Al decir «sí» a los crucificados de este mundo, se dice «sí» al Crucificado. Al decir «sí» al Crucificado, se dice «sí» a los crucificados de este mundo. Jesús se oculta tras el rostro del pobre. Y todo lo que se hace, aún el menor gesto de amor al más insignificante de sus hermanos, a Jesús se le hace. Jesús es el hambriento, sediento, prisionero, extranjero, desnudo, enfermo, agonizante. Jesús es el oprimido, el pobre. Vivir con Jesús es vivir con el pobre. Vivir con el pobre es vivir con Jesús.

Me siento dolido por la cantidad de personas que vienen con un proyecto concreto a una comunidad. Sus energías están de tal modo galvanizadas por el proyecto que no ven ni la realidad ni a las personas que a su lado tienen necesidad de sus miradas y de sus manos. A menudo un proyecto ciega. El mejor modo de entrar a formar parte de una comunidad, es no tener ningún proyecto y vivir intensamente la vida cotidiana con todo lo que ésta implique de trabajo, disponibilidad, escucha y acogida. El paso hacia la vida comunitaria se realiza así con toda naturalidad.

Una comunidad que se ha alejado demasiado de sus fines se repliega sobre ella misma. Ya no corre a contestar la llamada que la empuja a crecer.

La comunidad se cierra sobre sí misma, aparecen las tensiones hasta que se deshace o bien reencuentra su llamada.

Cuando se entra en una comunidad, se entra en la alianza con hermanos y hermanas miembros de la comunidad pero también y sobre todo con el pueblo que grita y sufre: con los pobres que son oprimidos y esperan la buena nueva.

Jesús leyó en la sinagoga este pasaje de Isaías: «El Espíritu del Señor, está sobre mí, porque El me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor».

Y Jesús remacha: «Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido este pasaje» (Lc. 4, 18-21).

Una comunidad se hace por el crecimiento de sus miembros pero también por el crecimiento de este pueblo al cual ha sido enviada.

Cuando conoce a su pueblo, cuando toma conciencia de sus sufrimientos, cuando realiza aquello de lo que se ha responsabilizado, entonces se ha vuelto capaz de sobrepasar y elevarse sobre sus límites.

Cuando una comunidad conoce su pueblo, realiza lo necesario para éste; surge la interdependencia los unos de los otros. No se es mejor que los otros. No, son todos juntos, los unos por los otros. Estamos unidos por una misma alianza que desarrolla la alianza entre Dios y su pueblo, Dios y los más pobres.

Entrar en la alianza es descubrir que hay lazos entre yo y mi Dios, que he sido hecho para ser su hijo, para vivir en su luz. Estoy llamado a unas bodas divinas.

Entrar en la alianza es también entrar en el corazón de Dios y descubrir que he sido hecho para mis hermanos y hermanas, sobre todo para los más pobres, los que están sin esperanza. Hay quienes descubren primero la alianza con Dios y después la alianza con su pueblo.

Hay quienes descubren antes la alianza con su pueblo y después la fuente de esta alianza en el corazón de Dios.

Algunos no llegan a comprometerse con las personas desamparadas porque están demasiado cegados por sus propias lágrimas; no escuchan el grito del pobre pues se han ensordecido con el ruido de sus propios deseos y de sus propios proyectos. Cuando hacemos el esfuerzo de no escuchar, de no afligirnos por los pequeños sufrimientos propios, por menudas inquietudes, nos aliamos con el pobre.

A veces, por esto, algunos no quieren conocer quién es «su pueblo» porque entonces descubren una terrible exigencia. Se convierten en responsables de su pueblo, que sufre y está angustiado y se obligan a responder a su llamada y a superarse por él. Hay que crecer en sabiduría, amor y humildad para poder ayudar mejor y ejercer plenamente el don para que tenga más vida. En adelante ya se sabe por quién dar la vida.

En el corazón del pobre hay un misterio. Jesús dice que todo lo que se hace al hambriento, al que sufre, al que está desnudo, enfermo, en prisión, al desconocido, es a él a quien se le hace: «Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo» (Mt. 24,40). El pobre dentro de su inseguridad total, de su angustia y de su abandono, se identifica con Jesús. En su pobreza radical, en su evidente herida, está oculto el misterio de la presencia de Dios.

Quien está inseguro y angustiado sin duda necesita pan, pero más que nada, a través de este pan, necesita de una presencia, de otro corazón humano que le diga: «Ten valor, tú eres importante para mí y te quiero. Tú tienes valores. Hay esperanza». Necesita la presencia de alguien que le revele la misericordia de Dios que es un Padre y que da la vida. Entre Jesús y el pobre hay una alianza. El misterio es grande.

En el libro del Exodo (2, 23-3,8) se dice: «Los israelitas se quejaban de la esclavitud y clamaron; los gritos de auxilio de los esclavos llegaron a Dios; Dios escuchó sus quejas y se acordó del pacto hecho con Abrahán, Isaac y Jacob; Dios se fijó en los israelitas y se ocupó de ellos». Yavé se revela entonces a Moisés y le dice: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel».

Las comunidades cristianas continúan la labor de Jesús. Estas comunidades se comprometen a llevar la presencia de Jesús a los pobres que están en las tinieblas y en la desesperanza.

Los que entran en estas comunidades también responden a la llamada de los débiles y de los oprimidos. Entran en esta alianza entre Jesús y el pobre. Encuentran a Jesús en el pobre.

Los que se acercan al pobre lo hacen primero con un deseo de generosidad, para ayudarle y socorrerle, se creen salvadores y se ponen sobre un pedestal. Pero el misterio se desvela en lo que se refiere al pobre, en lo que le atañe, en lo que establece una relación de amor y confianza en él. En la plena inseguridad del pobre está la presencia de Jesús. Entonces es cuando descubren el sacramento del pobre y alcanzan el misterio de la compasión. El pobre parece quebrar las barreras del poder, de la riqueza, de la capacidad y del orgullo. Hay que fundir los caparazones que el corazón humano pone a su alrededor para protegerse. El pobre revela a Jesucristo. Hay que descubrir al que ha venido para «ayudarle», hay que descubrir su propia pobreza, su vulnerabilidad; hay que hacerle descubrir también su capacidad de amar, las posibilidades que tiene su corazón para amar. El pobre tiene un poder misterioso porque con su debilidad es capaz de alcanzar los corazones endurecidos y revelarles las fuentes de agua ocultas en ellos. Es la manita del niño sin miedo que se desliza a través de los barrotes de nuestra prisión de egoísmo, logra abrir la cerradura, libera. Dios se oculta detrás del niño. Los pobres nos evangelizan; por eso son el tesoro de la Iglesia.

Cuando llegué a Trosly-Breuil, pequeño pueblo al norte de París, encontré a Raphaél y Philippe. Les invité a venir conmigo por Jesús y por el Eyangelio. Así se fundó El Arca. Cuando les saqué del asilo, sabía que era para toda la vida; no podía crear unas ligaduras con ellos y después de un tiempo volverles a llevar a un hospital o a otra parte. Mi finalidad al crear El Arca era fundar una familia, una comunidad para y con los que son débiles y pobres por su deficiencia mental y que se sienten solos y abandonados.

He descubierto su don paulatinamente. Al principio me creía generoso, pero después de vivir con Raphaél y con sus hermanos y hermanas he empezado a descubrir mis propias limitaciones y la mezcla de mis motivaciones. Para relacionarse con ellos es preciso presentarse como un pobre, detener los «proyectos» para descubrir en mí al niño, al hijo de Dios. De esta forma, he descubierto la alianza que me une a los más débiles, a los pobres. Jesús me ha invitado a entrar en la alianza que ha establecido con el pobre.

Ahora, con los que han venido a ayudarme y han descubierto, como yo, la gracia en el corazón del pobre y a los pobres en sí mismos, formamos un pueblo, una gran familia, una comunidad. Me resulta imposible imaginar que puedo romper las ligaduras de esta alianza. Eso sería la mayor infidelidad.

Con el paso de los años, descubro que no hay oposición entre mi vida con los pobres y mi vida de oración y unión con Dios. Jesús se me revela en la Eucaristía y necesito pasar tiempo con él en oración silenciosa, pero también se me revela en esta vida con mis hermanos. Mi fidelidad a Jesús se realiza en la fidelidad a mis hermanos de El Arca, especialmente a los más pobres.

Si predico el retiro y asumo la función de director es por esta alianza, que es lo que cuenta en mi vida. El resto no es más que un servicio.

Me maravillo de aquellos que se consagran a Dios en la Iglesia con una vida de oración y adoración. Otros tienen por misión anunciar la buena nueva o hacer actos de misericordia en nombre de la Iglesia. Siento que mi puesto en la Iglesia y en la sociedad humana es el de acércarme a los pobres y a los débiles, hacer que cada uno de nosotros crezca junto con los otros, que nos sostengamos los unos a los otros para ser fieles a nuestro crecimiento interior, a nuestro camino hacia una libertad interior y tal vez hacia una mayor autonomía exterior.

Nuestra comunidad no puede ser una comunidad religiosa, ni casi cristiana en el sentido en que el conjunto estaría ligado a la Iglesia y en que todos serían cristianos. En nuestra comunidad a los pobres no se les acoge necesariamente porque sean cristianos sino porque son personas desamparadas y con dificultades. Los que libremente vienen a vivir con nosotros, primero por ayudar y después simplemente porque reconocen las ligaduras que nos unen, aunque no participen de la misma fe en Jesús, ¿no pueden decir este «sí» a la alianza? Yo sé que mi alianza con el pobre está ligada a la alianza con el Pobre que es Jesús. Jesús me atrae hacia él; únicamente por un don del Espíritu Santo he podido responder a su grito de angustia. Para otros esta fe puede ser menos explícita.


La primera llamada, una experiencia de paz

Si alguien empieza el camino hacia la unidad, el peregrinaje hacia la tierra prometida, es porque ha habido un momento en que se ha sentido tocado en lo profundo de su ser. Ha tenido una experiencia fundamental. Algo así como si la piedra de su egoísmo hubiese sido golpeada por la vara de Moisés y hubiese brotado el agua, o como si la piedra que cerraba la tumba se hubiera levantado y hubiese salido lo profundo del ser. Es una experiencia, puede que débil, de renovación, de liberación, de maravillarse; un tiempo de noviazgo con el universo, con la luz, con los demás y con Dios. Es una experiencia de la vida en la que uno se ve a sí mismo junto al universo y junto a Dios, totalmente uno mismo en aquello que se tiene de más vivo, de más luminoso, de más profundo. Es el descubrimiento de ser una fuente que brota vida eterna.

Esta experiencia al principio de nuestro peregrinaje, es como un sabor anticipado de su objetivo final, el beso que anticipa las nupcias. Constituye la llamada. Orienta nuestros pasos revelando nuestro destino final. Este momento de asombro es la realidad más personal que se puede tener. Muy a menudo se produce en un contexto dado, que puede ser el reencuentro con el pobre. Su llamada despierta en mi ser unas fuentes vivas ocultas. Esta llamada puede revelarse también al volverse a encontrar con un modelo o unos modelos en una comunidad. Mirándoles y escuchándoles descubro lo que yo querría ser. Estos modelos se convierten entonces como en un espejo de lo más profundo de mi persona que me atraen misteriosamente. O bien, la llamada es aún secreta, oculta en el fondo del corazón, suscitada, tal vez, por el Evangelio. Hace sentir que se ha vislumbrado la tierra prometida, que uno ha encontrado «su casa», «su lugar». Muchas veces es una experiencia tal, que quien la experimenta se ve impulsado a entrar en comunidad o dar una nueva orientación a su vida.

Esta experiencia puede ser como una explosión de vida, un momento luminoso, inundado de paz, de tranquilidad, o puede ser más humilde, un toque de paz, un sentimiento de bienestar, de estar en «su sitio» y con las personas con las que uno se realiza. Esta experiencia da nuevas esperanzas: es posible avanzar, pues se ha vislumbrado algo más allá de las realidades materiales y de los límites humanos; se ha vislumbrado que es posible la felicidad; se ha vislumbrado «el cielo».

Lo más profundo del ser se ha abierto por esta experiencia. Una vez que se ha entrado a formar parte de una comunidad y se ha puesto uno en camino puede que unas nubes oscurezcan el sol y que lo profundo del ser aparentemente se cierre. Pero, a menudo, esta experiencia permanece oculta en la memoria del corazón. Entonces se sabe que la vida más profunda es en nosotros luz y amor y que hay que continuar marchando por el desierto y por la noche de la fe, pues en un momento dado hemos tenido una revelación profunda de nuestra vocación.

Cuando al llegar a una comunidad uno se siente totalmente en casa, en perfecta armonía con los demás y con la comunidad, es señal de que está llamado a quedarse. Este sentimiento constituye a veces una llamada de Dios que debe ser confirmada por la de la comunidad. La alianza es el reencuentro entre dos llamadas que se confirman mutuamente.

Cuando alguien se siente atraído muy profundamente por las personas que viven en la comunidad es señal de que puede estar llamado a entrar en la Alianza. Aristóteles dice que si se quiere conocer a alguien hay que preguntarle quiénes son sus amigos.

Parece que muchos jóvenes no se dan suficiente cuenta de la importancia y de la profundidad de este sentimiento de bienestar cuando encuentran una comunidad, y que este reencuentro constituye una llamada de Dios.

Algunos, después de esta experiencia fundamental, pueden dudar. Se pueden desviar de esa luz atraídos por la seducción de las riquezas y por las preocupaciones del mundo, por temor a las críticas, a las dificultades, a las persecuciones, o por incapacidad psicológica para tomar una decisión. Se buscan excusas: «No estoy preparado, aún tengo que viajar, ver y experimentar el mundo; dentro de unos años me vendrá bien». Pero, a menudo y desgraciadamente, no vendrá bien nunca, serán atrapados por el engranaje, habrán encontrado otros amigos que llenen sus sentimientos de soledad, no tendrán otra ocasión de vivir esta experiencia fundamental de pertenecer a una comunidad de esperanza. Irán por otro camino y el reencuentro con Dios y con el pobre se hará de otra manera y en otro momento.

Jesús miró al joven y le amó. Le dijo: «Una cosa te falta: vete a vender lo que tienes y dárselo a los pobres... y, anda, vente conmigo» (Cfr. Mc. 10, 17-31). Pero el joven no tuvo confianza; tuvo miedo porque había puesto su seguridad en las riquezas. Y porque tenía mucho, se marchó triste.

La llamada es una invitación: «vente conmigo». En principio no es una invitación a la generosidad, sino a un reencuentro con el amor.

Me entristezco a veces cuando oigo que algunos no toman en serio esta experiencia fundamental de la llamada. Es como si malgastasen un tesoro: pierden tiempo y tal vez incluso se desvían de la luz totalmente. Y entretanto se eleva de nuestra tierra el grito de la desesperanza, de los hambrientos, de los que tienen sed, el grito de Jesús: «Tengo sed». No creen suficientemente en sí mismos, ni en esta llamada; no saben que hay en ellos una fuente que espera ser liberada para regar nuestro mundo desecado. Muchos jóvenes no conocen la belleza de la vida que hay en ellos pronta a una respuesta.

Estás invitado a entrar en una alianza con Dios y tus hermanos, especialmente con los más pobres. No tardes. «En consecuencia, un favor os pido... Que viváis a la altura del llamamiento que habéis recibido; sed de lo más humilde y sencillo, sed pacientes y conllevaos unos a otros con amor. Esforzaos por mantener la unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es también la esperanza que os abrió su llamamiento; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todo, que está sobre todos, a través de todos y en todos» (Ef. 4, 1-6).


Abandona a tu padre, a tu madre, a tu cultura

Para entrar en una alianza y pertenecer a un nuevo pueblo, a una comunidad con nuevos valores, hay que abandonar otro pueblo, el de aquellos con los que se vivía hasta ahora según otros valores y otras normas: valores familiares tradicionales, riquezas, posesiones, prestigio social, revolución, droga, delincuencia, poco importa. Este paso de un pueblo a otro puede ser un desgarramiento que implique sufrimientos y que la mayoría de las veces tarda mucho tiempo en realizarse, y muchas veces no se llega a hacer, pues los hombres no quieren cambiar ni cortar. Tienen un pie en cada campo y viven de compromisos, sin llegar a encontrar su propia identidad. Se quedan solos.

Para entrar en una alianza, para recibir la llamada a vivir en una comunidad, hay que saber elegir. La experiencia fundamental es un don de Dios, que tal vez llega a la persona por sorpresa. Pero esta experiencia es frágil como una semilla plantada en la tierra. Hay que saber sacar las consecuencias de esta experiencia inicial y eliminar ciertos valores para elegir nuevos. Así, poco a poco, se orienta uno hacia una selección positiva y definitiva de la comunidad. .

Algunas personas no se atreven a dar este paso pues tienen miedo a traicionar al primer «pueblo», a ser infieles, tienen miedo de su padre y de sus antepasados, pues abandonarlos a ellos y a su forma de vivir, ¿no es como juzgarlos? Jesús decía: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí» (Mt. 10,37). Para entrar en la comunidad cristiana y en el amor universal hay que preferir a Jesús y a las bienaventuranzas en vez de a la propia familia y sus costumbres.

Es cierto que, a veces, los padres ejercen tal presión, .basada en el miedo, que parece imposible cortar con ellos.

Algunos temen entrar en la alianza porque creen que van a perder su identidad. Al formar parte de un grupo y adoptar los principios de discernimiento comunitario, tienen miedo de des. aparecer, de perder su personalidad y su riqueza interior: Este miedo es totalmente falso. Al entrar en la comunidad se deja algo' de uno mismo y los aspectos más ásperos de la personalidad, a veces la agresividad, que parecen ser una riqueza personal, desaparecen según pasa el tiempo. La impaciencia deja paso a la paciencia. Nace una fuerza nueva y aparecen nuevos dones. La comunidad no suprime la identidad de la persona sino que la confirma más profundamente. Llama a los dones más personales, los que están más ligados a las energías del amor.

En la base del compromiso comunitario, hay a menudo un acto de fe: el de un nuevo nacimiento dentro de la comunidad. En efecto, viviendo solo o en familia, se construye la propia identidad a través de los éxitos profesionales, la libertad del ocio y las alegrías de la vida familiar. En comunidad no se tiene siempre, ni seguramente enseguida, un trabajo que dé la misma satisfacción y el mismo sentimiento de identidad. Entonces se tiene un poco la impresión de haber perdido algo de uno mismo. No es fácil aceptar el tener conciencia de estar totalmente llevado por la comunidad y la oración.  Hay  que saber esperar con paciencia el momento de renacer. En efecto, es necesario que el grano de trigo muera para que aparezca la vida. Tal vez el camino es largo y la noche a menudo, sin estrellas, pero es necesario esperar la aurora.

Entrar en la alianza es dejarse llevar con confianza hacia una nueva vida que ya está, oculta, en lo más profundo de uno mismo, que acucia y si se le da tierra. agua y sol, renacerá con nueva fuerza. Llegará el tiempo de la recolección.

A veces me asombro de la inquietud de los padres cuando ven que sus hijos e hijas frecuentan El Arca: Algunos padres vienen a verme para que yo, a mi vez, persuada a sus hijos, pata que hagan «algo más serio». Estos padres parecen obsesionados por la seguridad de un diploma universitario y un buen matrimonio para que sus hijos estén «colocados». Vivir en comunidad, y especialmente con personas disminuidas, se les aparece como una locura sin seguridad. En el fondo de sí mismos piensan que es una idea de adolescentes, que pasará.

En casa de estos padres es donde se descubre el conflicto entre los valores de la vida comunitaria y los valores de nuestra sociedad moderna. Tal vez la presión paterna es tal que el hijo no se atreve a continuar. ¿Es que los padres temen ser juzgados por sus hijos? De todas formas me hace mal efecto ver cómo algunos padres que se autodenominan buenos cristianos atropellan las más bellas aspiraciones de sus hijos en nombre de una seguridad sacrosanta.

También los padres tienen dificultades para distinguir entre una secta que seducirá a sus hijos con procesos psicológicos que los convertirían en esclavos, y una comunidad cristiana que los hace libres. No se consuelan hasta que sus hijos entran en una comunidad religiosa conocida.


Compromiso

Algunos huyen del compromiso, porque tienen miedo, de que al establecerse en una tierra se estreche su libertad y no puedan transplantarse a otras. También es verdad que casándose con una mujer se renuncia a millones de ellas y se limita el campo de batalla, pero nuestra libertad no aumenta en ocasiones abstractas; crece en una tierra particular y con unas personas precisas. Interiormente no se puede crecer si uno no se empeña con y ante otros.

En El Arca, algunos son capaces de decir días después de su llegada que están allí para toda la vida. Se sienten tan cómodos, tan en su casa, que tienen la certeza de haber llegado a puerto. Para otros esto requiere más tiempo; poco a poco descubren que están en su «casa» y que no necesitan buscar en otra parte. El tiempo del «sí» definitivo es diferente para cada uno.

Cada vez me impresiona más el sufrimiento de los jóvenes. No es de extrañar que a algunos les cueste mucho trabajo comprometerse. Muchos han tenido una infancia más o menos desgraciada e inestable. Otros han tenido experiencias sexuales precoces y tales experiencias ocasionan luego dificultades para comprometerse. Y además hoy se tiende a ponerlo todo en duda; se tiene miedo a dar la palabra, se acusa a la autoridad y al mismo tiempo se tiene la impresión de que nuestro mundo está cambiando a una velocidad terrible; todo cambia de sitio. Un joven puede comprometerse para hoy, pero ¿cómo puede comprometerse para mañana? Hay que tener paciencia con el joven que, desde muchos puntos de vista, puede tener rotas las estructuras y ser incapaz de dar un sí definitivo. Vive en un mundo demasiado existencialista. Pero si encuentra a alguien que le sea fiel, descubrirá poco a poco lo que es la fidelidad y entonces se podrá comprometer.

Siempre hay que recordar que hay un tiempo para todo: hay tiempo para andar y correr, y tiempo para pararse. Hay un tiempo de adolescencia y un tiempo de madurez. No hay que obligar a la planta a crecer, por medios artificiales, más rápido de lo que le permite su naturaleza; se estropearía y destruiría. Una persona sólo puede enraizarse en una comunidad cuando ésta corresponde a un deseo secreto y profundo, a una libre elección. Pues este arraigo, como todo compromiso, implica cierto tipo de muerte.

Una muerte que no se puede acoger libremente más que con un empujón o, más bien, con una llamada a la nueva vida que quiere nacer a través de esta elección. Este arraigo es un tránsito: el paso de la adolescencia a la madurez. Es la Pascua: una muerte en función de una resurrección. Nosotros no podemos decidirños más que cuando se produce en nuestro interior un determinado crecimiento que por la gracia de Dios y por este sentimiento de estar plenamente en «nuestra casa», nos hace decir «sí», «amén», «que se haga según tu palabra», a la llamada de Dios y de nuestros hermanos, a la alianza. Roger Schutz dice que el «sí» al compromiso es el pivote en torno al cual gira nuestra vida; es la fuente en torno a la cual danzamos. Constituye un escalón importante en el crecimiento hacia la liberación interior.

Si la comunidad ejerce presión sobre uno de sus miembros para que se decida antes de que haya llegado su momento, es por que no ha encontrado aún su libertad; está aún insegura y se aferra a las personas. Puede que haya crecido demasiado rápido bajo una ola expansiva de orgullo. Si nuestras comunidades han nacido por un deseo de Dios, si el Espíritu Santo' es el origen, nuestro Padre que está en el cielo nos enviará las personas necesarias. La comunidad debe aprender a dejar que las personas se marchen, no sólo con alegría, sino también con la confianza de que Dios enviará otros: «Gente sin fe... Buscad que él reine y eso se os dará por añadidura» (Le. 12, 28-31).

Nuestro mundo necesita cada vez más comunidades intermedias, es decir lugares donde vivir, donde una persona pueda vivir y encontrar cierta liberación interior antes de decidirse. Hay personas que no pueden o no quieren vivir en familia y no les satisface vivir solas en un apartamento, en un hotel o en una residencia de trabajadores. Necesitan un lugar donde encontrar esta liberación interior a través de una red de relaciones y amistades, para ser verdaderamente ellos mismos sin buscar parecer y pretender ser otros que no son. En estas comunidades intermedias llegan a despojarse de lo que les estorba e impide descubrir el interior de su ser. Han estado «expuestos» a los pobres y a otros valores; son libres de elegir y de formular un proyecto realmente personal, que no sea el proyecto de sus padres, ni el de su entorno, ni lo contrario de este proyecto, sino un proyecto nacido de una verdadera elección de vida, que responda a una aspiración o a una llamada.

Para que una comunidad sea ese «lugar intermedio» es necesario que tenga un número adecuado de personas para que se pueda convertir en lugar definitivo. Muchos jóvenes vienen a El Arca después de haber abandonado el colegio, la universidad o un trabajo que no les satisfacía. Están buscando. Después de algunos años descubren lo que son verdaderamente y lo que desean. Entonces pueden entrar en una comunidad específicamente religiosa, casarse, volver a un trabajo o a unos estudios que en adelante les motivarán.

Otros eligen quedarse. La comunidad no es sólo el lugar de su curación, un lugar donde están bien y contentos, sino que es el sitio donde han decidido echar sus raíces, porque han descubierto la llamada de Dios y un sentido de la vida comunitaria con personas disminuidas. Su proyecto personal se confunde con el proyecto de la comunidad, y no se sienten acusados cuando otras personas dejan la comunidad. Han conseguido también su proyecto personal: permanecer en la comunidad.

Cada vez encuentro mayor número de personas que viven en comunidad y que son inmaduras, en el plano afectivo. Tal vez han sufrido la falta de un medio ambiente afectivo, caluroso, cuando eran pequeñas y sobre todo de auténticas relaciones de confianza con sus padres. Están aún inmersos en una búsqueda afectiva, preocupados y dependientes de sus relaciones con personas del otro sexo.

Estas personas tienen necesidad de la comunidad, de crecer hacia una mayor madurez; tienen necesidad de un nido protector, de un ambiente afectivo y caluroso en el que puedan entablar unas relaciones profundas sin peligro; tienen necesidad de personas mayores que dediquen su tiempo a escucharles.

Uno de los primeros cometidos de una comunidad es el de ser ese lugar que da seguridad y amor, en donde los célibes puedan encontrar el equilibrio afectivo que los casados encuentran en «sus casas». Quienes han aceptado el celibato en respuesta a una llamada de Jesús y los pobres tienen necesidad de ese medio ambiente de ternura para vivir con alegría. Necesitan un ritmo de vida en el que puedan responder a la llamada silenciosa de Jesús y volver a encontrar de forma apacible a sus hermanos.

Si se les obliga a ser unos «trabajadores» antes de ser personas con un corazón y una vida emocional, se endurecerán o buscarán el matrimonio a toda costa, o se marcharán adonde puedan vivir su celibato en verdad y en ternura. La comunidad debe respetar el corazón y las necesidades afectivas de las personas.


Pareja y comunidad

He notado que muchas personas tienen miedo al compromiso con la comunidad, y puede que con razón, pues su momento no ha llegado aún; no han resuelto todavía la cuestión del celibato y del matrimonio. Mientras que una persona no ha resuelto aún esta cuestión, no se atreve a arraigarse en una comunidad.

Está bien que en una comunidad haya personas que se planteen esta cuestión, pero está igualmente bien, y es necesario, que otros la tengan ya resuelta. Para algunos resolverla significa decidir ser célibes durante toda su vida por una llamada de Jesús y de los pobres. Renuncian a la riqueza de una vida familiar en la esperanza del don de Dios y el deseo de estar aún más disponibles para Jesús, para los pobres y el Evangelio. Esto no quiere decir que no sufran por esta renuncia al menos en algunos momentos, sino que ponen su fe y su esperanza en esta llamada para vivir con Jesús y en comunidad con los más pobres.

Para otros resolver esta cuestión significa abandonarse a los sucesos y a Dios; dar prioridad a su fe y a su compromiso con Dios y con un estilo de vida. Han aceptado vivir plenamente la vida comunitaria, comprometerse con los pobres, poner como centro de su vida la oración. Si llega el matrimonio, será dentro de este contexto para que se realicen los dos, pues aún con hijos, pueden vivir estas aspiraciones profundas.

Es importante que los que no se comprometen, porque aún no se plantean la cuestión del matrimonio y se sienten «incompletos» hasta que reciban la llamada a una elección concreta, sean sinceros y reconozcan esta profunda espera de su ser. A veces hay personas que critican a la comunidad, pero sus críticas no son más que un medio de decir: «no me quiero comprometer». Forma parte de un sistema de defensa. Sería mas honesto decir : «no ha llegado para mi eI momento de comprometerme, pues ante todo quiero casarme y pongo mi matrimonio por encima de mi compromiso con un ideal o con una vida comunitaria cualquiera». Es importante que las personas puedan participar a este nivel y descubrir la verdadera razón por la cual no están cómodos en la comunidad., Están plenamente en su derecho de no estar cómodos, si no ha llegado aún su momento. Pero también es importante que los que han escuchado la llamada de Dios o el grito de los pobres entren en comunidad, para ser una muestra del reino de Dios, una muestra de que el amor es posible y de que hay esperanza.

Desde muchos puntos de vista la comunidad se parece a la familia. Pero son dos realidades muy distintas. Para fundar una familia dos personas se eligen y se prometen fidelidad. Y la fidelidad y el amor de estas dos personas es lo que da paz, santidad y crecimiento a los hijos habidos de su amor. Cuando se entra en comunidad no se promete fidelidad a una persona. Los roles parentales (los responsables) cambian con las constituciones y uno no se compromete a vivir siempre con las mismas personas. La comunidad supone la familia y la familia necesita de una comunidad más amplia. Pero estas dos realidades permanecen diferenciadas.

Cuando en una comunidad hay unas familias, éstas deben ser respetadas con su dinamismo y originalidad propias. Es necesario que puedan forjar su unidad. Una pareja no son dos célibes viviendo juntos, sino dos personas que se han convertido en una.

A veces tengo ocasión de entrevistarme con parejas que piden venir a El Arca. Unas, el marido está entusiasmado y la mujer más reservada. Entonces le pregunto si a ella le gusta verdaderamente esta vida de El Arca. Contesta que quiere mucho a su marido y está dispuesta a hacer lo que él desea. Una situación así, no es buena. Para que una pareja pueda comprometerse con una comunidad, es necesario que los dos deseen realmente hacerlo, sin ninguna reticencia de uno o de otro. Es necesario que estén muy unidos entre sí y que hayan pasado las diferentes crisis que una pareja puede conocer en los primeros años de matrimonio. Si no, al entrar en comunidad, encontrarán muchos pretextos para no resolverlas.

Cada vez hay más familias que se comprometen en la vida comunitaria. Quieren convivir con otras y compartir un mismo estilo de vida. Quieren vivir en alianza con el pobre y con Jesucristo.

Para El Arca es una gran riqueza contar con matrimonios. La mayoría de ellos no pueden vivir bajo el mismo techo que las personas disminuidas porque tienen necesidad de un hogar propio. Una familia ya es en sí misma una comunidad y no debe ser sacrificada nunca a la gran comunidad. Pero aunque estas familias no puedan vivir continuamente con los disminuidos, su presencia en la comunidad es importante. Su amor, su equilibrio afectivo, sus hijos, son una contribución importante a los más pobres y a cada uno de nosotros.


Una esperanza está naciendo

Nuestra época prepara una gran esperanza. Encuentro cada vez más jóvenes, y jóvenes matrimonios en particular, que descubren que su vida actual de trabajo es inhumana. Algunos ganan mucho dinero, pero lo malgastan en su vida familiar. Vuelven tarde por la noche, sus fines de semana están a menudo ocupados por asuntos de negocios, toda su vida está captada por el mundo del trabajo; les cuesta encontrar la tranquilidad interior necesaria para vivir apaciblemente en familia. Día a día se vuelven más hiperactivos y están a punto de descuidar lo que hay de más profundo en ellos.

Algunos caen en este engranaje que los lleva hacia la promoción profesional; tienen miedo de quedarse atrás, pues se arriesgan a no encontrar un trabajo adecuado y no quieren perder las ventajas materiales. Otros se dan cuenta de la gravedad de la situación: su amor filial y el deseo de Dios son mayores que el deseo de poseer y de tener un prestigio en el plano profesional. Buscan una vida más humana y más cristiana. Vuelven a vivir en comunidad.

Sin embargo, antes de comprometerse, sería útil que estudiasen sus motivaciones. ¿Quieren dejar su trabajo? ¿Desean una vida familiar más cálida? Será mejor que empiecen por buscar un trabajo más sencillo, peor pagado, pero que les deje más tiempo libre para que, poco a poco, descubran dónde está su corazón. Tal vez se podrían comprometer antes en la parroquia y una vez que hayan encontrado un nuevo equilibrio en su vida, intentar formar parte de una comunidad, para que no sea sólo un sueño, sino el resultado de un proceso natural.

Sí, hoy está naciendo una nueva esperanza. Algunos sueñan con una civilización cristiana antigua: se sienten algo quijotes; palpan el poder del egoísmo, del odio y de la violencia, que entran en todas partes. Otros quieren aprovechar estas fuerzas para romper totalmente con el mundo antiguo, el mundo de la propiedad privada y de las riquezas llamadas burguesas. Otros en fin ven en las rupturas de nuestra civilización las semillas de un mundo nuevo. El individualismo y las técnicas han llegado muy lejos pero las ilusiones de un mundo mejor basado en la economía y la técnica se desvanecen. A través de estas roturas renacen algunos corazones y descubren que en ellos y no fuera de ellos, hay una esperanza, que hoy pueden amar y crear una comunidad, porque creen en Jesucristo. Se prepara un renacer. Pronto nacerá una multitud de comunidades fundadas sobre la adoración y la presencia de los pobres, relacionados entre sí y con las grandes comunidades renovadas, existentes desde hace años y a veces desde hace siglos. Sí, una iglesia nueva está naciendo.

En nuestra época en que hay tantas infidelidades, matrimonios rotos, relaciones truncadas, hijos enfrentados a sus padres, personas que han hecho votos y no han sido fieles, es cada vez más necesario que nazcan comunidades, signos de fidelidad.

Es importante la existencia de comunidades provisionales de estudiantes, de amigos, que se reúnan por un tiempo y puedan ser signos de una esperanza. Pero aún es más importante la presencia de comunidades donde los miembros vivan una alianza con Dios, entre sí y sobre todo con los pobres que les rodean. Estas comunidades se convierten en signos de la fidelidad de Dios.

La palabra hebrea hesed expresa dos realidades: la fidelidad y la ternura. En nuestra civilización podemos ser cariñosos pero infieles, como podemos ser fieles sin ternura. El amor de Dios es a la vez ternura y fidelidad. Nuestro mundo espera comunidades que tengan ternura y fidelidad.


Otros caminos

Hay personas a las que no les gusta vivir con otras. Tienen necesidad de mucha soledad, de gran sentimiento de libertad y sobre todo de ausencia de tensiones. No es absolutamente necesario que estén en tensión, para que reaccionen con depresión y agresividad; son a menudo personas muy sensibles y delicadas, que tal vez tienen una riqueza interior demasiado grande, y que no podrían soportar las dificultades de la vida comunitaria. A menudo están llamadas a vivir solas o con algunos amigos privilegiados. No deben pensar, que, al no estar llamados a una vida comunitaria, no tienen un puesto, un don, o una vocación. Su don es otro. Están llamadas a ser testigos del amor de otra forma. Y viven una especie de vida comunitaria con unos amigos o unos grupos con los que se reúnen regularmente.

«Muchos buscan la comunidad por temor a la soledad. La imposibilidad de poder quedarse solos por más tiempo los impulsa a buscar la compañía humana. También los cristianos que no saben valerse por sí solos, aquellos que han hecho experiencias negativas consigo mismos, esperan recibir ayuda en la comunidad con otros seres humanos. La mayoría de las veces se ven defraudados y en consecuencia reprochan a la comunidad algo que es culpa suya exclusivamente. La comunidad cristiana no es un sanatorio espiritual... El que no sabe estar solo, debe cuidarse de la comunidad... Pero a la inversa también vale la frase: aquel que no esté en la comunidad que se cuide de la soledad»

Al escuchar a Teresa el otro día en mitad de un retiro me he dado cuenta de que la disponibilidad de algunos solteros puede ser un compromiso misterioso. Ella me leyó esta oración que había escrito:

«No nos hemos comprometido contigo, Jesús, en un celibato consagrado, ni en el matrimonio; los que nos hemos comprometido con nuestros hermanos en una comunidad, venimos a renovar nuestra alianza contigo.

Continuamos por este camino al que nos has llamado, pero al que no has dado nombre, llevamos esta pobreza de no saber dónde nos conduces.

En este camino está la herida de no haber sido elegido, ni haber sido amado, ni haber sido esperado, ni haber sido recibido: está la herida de no elegir, ni amar, ni esperar, ni recibir. No tenemos propiedades. Nuestra casa no es un hogar: no tenemos dónde reposar la cabeza.

Ante la opción de los demás solemos sentirnos impacientes, deprimidos y malhumorados ante su eficacia; pero seguimos diciendo "sí" a este camino. Creemos que es nuestra fecundidad, que hay que pasar por él para crecer en ti. Porque nuestros corazones están pobres y vacíos, están disponibles. Dejamos sitio para recibir a nuestros hermanos. Porque nuestros corazones son pobres y vacíos, están heridos. Dejamos que suba hacia ti el grito de nuestra sed.

Y te damos gracias, Señor, por el camino de fecundidad que has elegido para nosotros.»


Los que tienen dificultades

Descubro cada vez más la cantidad de personas que hay solas, y a las que les pesa su soledad. Entran en comunidades llevando consigo ciertos trastornos emotivos y lo que se puede llamar un «mal carácter», que a menudo es fruto de sufrimientos e incomprensiones. Está bien que estas personas puedan participar en una comunidad que será para ellas un sostén, un lugar de expansión y crecimiento, pero es evidente que van allí a sufrir y a hacer sufrir. Necesitan comunidades tal vez más estructuradas, donde no haya muchas reuniones que amenazarían con hacerlas explotar. Necesitan soledad y trabajo. Sería una lástima que las comunidades no aceptaran más que a personas perfectamente equilibradas, flexibles, abiertas, disponibles, etc.... Los que tienen dificultades tienen derecho a tener esta posibilidad de vida comunitaria, pero es importante ver qué comunidad les puede acoger. Por esto se necesitan comunidades con estructuras diferentes para acoger a personas que tengan distintas necesidades.


La adhesión a dos comunidades

En nuestra época y cada vez más, hay personas que pertenecen a dos comunidades. Es el caso, en particular, de religiosos que han pasado muchos años en su propia comunidad y se inscriben en otra. Puede que esta doble pertenencia vaya muy bien. La primera comunidad es entonces como la «comunidad-madre» con la que la persona guarda ligaduras profundas. Pero esta doble pertenencia presenta peligros y riesgos, en particular cuando la persona ha abandonado la «comunidad-madre» con un sentimiento de decepción, de cólera, de frustración tal vez no expresada y ha buscado un lugar donde poder vivir mejor y expresar su ideal. Esta persona se distancia poco a poco de la «comunidad madre», aunque a menudo no tiene la libertad espiritual necesaria para comprometerse plenamente con una nueva comunidad. Tiene miedo a decepcionarse por segunda vez. Reserva una parte de su corazón y de su ser para sí mismo a fin de no ser demasiado vulnerable y de no sufrir en el caso de que no le fuese bien. Incluso en el mejor de los casos hay una dificultad: cuando alguien se mete cada vez más en una segunda comunidad, termina por no saber qué tipos de ataduras conserva con la «comunidad-madre».

Cuando se forma parte de una comunidad se entra en un estado de disponibilidad donde se puede pedir cualquier cosa. Es verdad que al entrar en comunidad hay como un encanto de niño. Se dejan atrás las responsabilidades y las señales que nos permiten juzgar y entrar en un mundo nuevo. Entonces es normal que haya esta actitud de abertura. Es como un nuevo nacimiento. Tras un cierto tiempo se empiezan a emitir juicios y a ponerse a la defensiva. El riesgo para los que dejan una comunidad para entrar en otra es el de llegar con un espíritu de adulto y no con un espíritu de niño. Vienen a prestar un servicio; saben ya qué van a hacer. Me pregunto si alguien puede comprometerse con una comunidad no viviendo de nuevo el período de infancia.