Un corazón, un alma, un espíritu


En estos tiempos en que las ciudades son tan despersonalizadas y despersonalizantes muchos buscan la comunidad, sobre todo cuando se sienten solos, fatigados, débiles y tristes. Para otros, estar solo es insoportable, es un gusto anticipado de la muerte. La comunidad aparece entonces como maravilloso lugar de acogida y participación.

Pero, bajo otro ángulo, la comunidad es un lugar terrible. Es el lugar donde se revelan nuestras limitaciones y egoísmos. Cuando empiezo a vivir todo el día con otras personas, descubro mi pobreza y debilidad, mi incapacidad para entenderme con algunos, mis bloqueos, mi afectividad o mi sexualidad perturbada, mis deseos que parecen insaciables, mis frustraciones, mis celos, mis odios y mis deseos de destrucción. Mientras estaba solo, podía creer que quería a todo el mundo; ahora con otros, constato lo incapaz que soy de amar y rehuso la vida con otros. Si soy incapaz dé-amar ¿qué queda de bueno en mí? Sólo hay tinieblas, desesperanza y angustia. El amor es una ilusión. Estoy condenado a la soledad y a la muerte.

La vida en común es la revelación penosa de los límites, debilidades y tinieblas de mi ser; es la revelación, a menudo inesperada de los monstruos escondidos en mí. Esta revelación es difícil de asumir. Enseguida se trata de alejar esos monstruos, o volverlos a esconder o negar su existencia, o se huye de la vida comunitaria y de la relacion con otros, o se les acusa a ellos y a los monstruos que hay en ellos.

Pero si se acepta que estos monstruos están ahí, se les puede dejar salir y aprender a domarles. Es el crecimiento hacia la liberación.

Si somos acogidos con nuestras limitaciones y con nuestras capacidades también, la comunidad poco a poco se convertirá en un lugar de liberación; descubriendo que somos aceptados y amados por los demás, nos aceptamos y amamos mejor el lugar donde se puede ser uno mismo sin miedo ni violencia. Así la vida comunitaria profundiza en la confianza mutua entre todos los miembros.

Entonces ese lugar terrible se convertirá en lugar de vida y crecimiento. No hay nada más bello que una comunidad donde se empieza a amar realmente y a tenerse confianza los unos a los otros. «Ved: qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos. Es ungüento precioso en la cabeza... que baja por la barba de Aarón» (Sal. 133).

Nunca he llegado a entender muy bien esta referencia a la barba de Aarón, sin duda porque nunca he tenido barba. Pero si el perfume que se desliza por una barba produce una sensación tan asombrosa como la vida en común, debe ser maravilloso.

La vida comunitaria es el lugar donde se descubre la herida profunda del propio ser y donde se aprende a asumirla. Entonces se puede empezar a renacer. Sí, hemos nacido a partir de esa herida.


Sentimiento de pertenencia

Cuando veo los pueblos africanos, constato que a través de sus ritos y tradiciones, viven profundamente la vida comunitaria. Cada cual tiene la convicción de pertenecer a los otros; el que es de la misma etnia o pueblo es verdaderamente un hermano. Me viene a la memoria monseñor Agré, obispo de Man que se encontró a un aduanero en el aeropuerto de Abidjan; se abrazaron como si fueran hermanos pues eran del mismo pueblo. De cierta manera se pertenecían el uno al otro. Los africanos no tienen necesidad de hablar de la comunidad, la viven intensamente.

Me han dicho que los aborígenes de Australia no apetecen ningún bien material, salvo los coches que les permitan ir a visitar a sus hermanos. Para ellos, lo único importante son los lazos de fraternidad que los alimentan. Hay, al parecer, tal unidad entre ellos que saben cuándo muere alguno; lo sienten en sus entrañas.

René Lenoir en su libro Les exclus, habla de los indios de Canadá. Si ante un grupo de niños se promete un premio al primero que responda una pregunta, todos se ponen a buscar la solución juntos y cuando están de acuerdo responden gritando todos al mismo tiempo. Para ellos sería intolerable que ganara uno y perdiera la mayoría; el que ganara se separaría del resto de sus hermanos. Habría ganado el premio pero habría perdido la solidaridad.

Nuestra civilización occidental es una civilización competitiva. Desde el colegio el niño aprende a «ganar»; sus padres están encantados cuando es el primero. De esa manera, el progreso material individualista y el deseo de subir de grado en el prestigio pisotean el sentido de la comunión, de la compasión, de la comunidad. Se trata ahora de vivir más o menos solo en casita, guardando celosamente los bienes y tratando de adquirir otros, con un papel en la puerta donde está escrito «cuidado con el perro». Por esto, el occidente ha perdido el sentido de la comunidad que pequeños grupos que surgen aquí y allá, tratan de recuperar.

Tenemos mucho que aprender de Africa y de la India, que nos recuerdan que lo esencial de la comunidad es un sentimiento de pertenencia. Hay que reconocer que el sentido de su propia comunidad les impide mirar con amor y objetividad a las otras comunidades. Y entonces aparece la guerra entre tribus. A veces también la vida comunitaria africana se basa en el miedo. El grupo, la tribu, dan a la vida un sentido de solidaridad, protegen y dan seguridad pero no son verdaderamente liberalizadores. Si el individuo no se separa de ellos es sólo por sus miedos y su propia herida, frente a fuerzas adversas a los genios malos y a la muerte. Estos miedos se concretizan en torno a ritos o fetiches que tienen un poder de cohesión. Pero la verdadera comunidad es liberalizadora.

Me gusta ese pasaje de la Escritura: «Y diré: Tú eres mi pueblo, y él dirá: Tú eres mi Dios» (Os. 2, 25).

Siempre me recuerda a Jessie Jackson, uno de los discípulos de Martín Lutero King, diciendo a una asamblea de muchos miles de negros: «Mi pueblo es humillado». La madre Teresa dice: «Mi pueblo tiene hambre».

Mi pueblo, es decir, mi comunidad, la pequeña comunidad de los que viven juntos pero también la comunidad más grande que está a su alrededor y por la que ella existe. Esos son los que están inscritos en mi carne como yo estoy inscrito en la suya. Ya estemos lejos o cerca, mi hermano, mi hermana, permanecen. inscritos en mi interior. Los llevo y ellos me llevan y cuando nos encontramos nos reconocemos. Estamos hechos los unos para los otros, hechos de la misma tierra, miembros de un mismo cuerpo. El término «mi pueblo» no quiere decir que en relación con ellos yo esté en un grado de superioridad, que yo sea su pastor y me ocupe de ellos. Quiere decir que ellos son para mí como yo soy para ellos. Todos somos solidarios. Lo que les toca a ellos, a mí me toca. El término «mi pueblo» no implica que rechace a otros. No, «mi pueblo» es mi comunidad constituida por los que me conocen y me llevan. Puede y debe ser un trampolín hacia la humanidad entera. Pero no puedo ser un hermano universal si no amo en primer lugar a «mi pueblo» y a partir de él, a todos los demás.

No se va personalmente hacia la unidad interior más que cuando se agranda y profundiza el sentido de pertenencia. Y no sólo de pertenencia a una comunidad sino al universo, a la tierra, al aire, al agua, a todos los vivientes, a toda la humanidad. Si la comunidad da a la persona un sentimiento de pertenencia, la ayuda también a asumir su soledad en un encuentro personal con Dios. Por esto también está la comunidad abierta al universo y a todos los hombres.


Tender hacia los fines de la comunidad

Cualquier tipo de comunidad ha de tener un proyecto. Si los miembros deciden vivir juntos sin especificar sus fines ni tener claro el porqué de su vida en común, enseguida habrá conflictos y todo se desplomará. Las tensiones en la comunidad provienen a menudo de que las personas tienen expectativas muy distintas y no las verbalizan. Pronto se descubre que lo que querían unas es muy distinto de lo que esperaban otras. Imagino que igual pasa en el matrimonio. No se trata de querer vivir juntos. Si se quiere que esa vida dure, es necesario saber lo que se quiere hacer juntos, lo que se quiere ser juntos.

Esto implica que toda comunidad debe tener un proyecto de vida que especifique claramente por qué se vive juntos y lo que se espera de cada uno. Implica también que antes de consolidarse, una comunidad tenga un tiempo más o menos largo para preparar esta vida en común y clarificar sus opciones.

Bruno Bettelheim dice en Un lugar donde renacer: «Estoy convencido de que la vida en común sólo puede florecer cuando existe un fin fuera de ella. No es posible más que como consecuencia de un compromiso profundo hacia otra realidad más allá de la de ser una comunidad.

Cuanto una comunidad es más auténtica y creativa en su búsqueda de lo esencial, más se sienten llamados sus miembros a salir de sí mismos tendiendo a unirse. Por el contrario cuanto más tibia se hace en relación con su fin inicial, más peligro hay de esterilizarse y de que aparezcan tensiones. Los miembros no hablan tanto de cómo responder mejor a la llamada de Dios y los pobres, como de ellos mismos, sus problemas, sus estructuras, su riqueza y su pobreza, etc. Existe un lazo íntimo entre los dos polos de la comunidad: su objetivo y la unidad entre sus miembros.

Una comunidad se convierte verdaderamente en una y resulta radiante cuando todos sus miembros tienen un sentimiento de urgencia. En el mundo hay demasiada gente sin esperanza, demasiados gritos sin respuestas, demasiadas personas que mueren en su soledad. Cuando los miembros de una comunidad entienden que no están ahí para ellos mismos ni por su propia pequeña santificación sino para acoger el don de Dios y para que Dios venga a calmar la sed de los sedientos, viven plenamente la comunidad. La comunidad ha de ser la luz en un mundo de tinieblas, un manantial en la Iglesia y para todos los hombres. No hay derecho a estar tibio.


De «la comunidad para mí» a «yo para la comunidad»

Una comunidad no se constituye como tal hasta que la mayoría de sus miembros está dispuesta a dar el paso de «la comunidad para mí» a «yo para la comunidad», es decir, hasta que el corazón de cada uno está dispuesto a abrirse a cada miembro, sin excluir a nadie. Es el paso del egoísmo al amor, de la muerte a la resurrección; es la pascua, el paso del Señor y también el paso de una tierra de esclavitud a la tierra prometida, la de la liberación interior.

La comunidad no es cohabitación porque eso es un cuartel o un hotel. No es tampoco un equipo de trabajo y menos aún un nido de víboras. Es el lugar en el que cada uno o más bien la mayoría (¡hay que ser realista!), trata de salir de las tinieblas del egocentrismo a la luz del amor verdadero. «En vez de obrar por egoísmo o presunción, cada cual considere humildemente que los otros son superiores y nadie mire únicamente por lo suyo, sino también cada uno por lo de los demás» (Flp. 2, 3-4).

El amor no es ni sentimental ni una emoción transitoria. Es una atención al otro que poco a poco se convierte en compromiso, reconocimiento de una alianza, de una pertenencia mutua. Es escucharle, ponerse en su lugar, comprenderle, sentirse atañido por él. Es responder a su llamada y a sus necesidades más profundas. Es compartir, sufrir con él, llorar cuando llore, alegrarse cuando se alegre. Amar es también estar alegre cuando el otro está y triste cuando permanece ausente; es morar mutuamente uno en otro, refugiándose uno en el otro. «El amor es una fuerza unificadora» dijo Dionisio el Aeropagita.

Si el amor es tender uno hacia el otro, es también tender los dos hacia las mismas realidades, es esperar y querer las mismas cosas; es comulgar en la misma visión, con el mismo ideal. Por eso, es querer que el otro se realice plenamente según los caminos de Dios y al servicio de los demás, es querer que sea fiel a su llamada, libre para amar en todas las dimensiones de su ser.

Aquí están los dos polos de la comunidad: un sentimiento de pertenencia del uno al otro y también un deseo de que el otro vaya más lejos en su donación a Dios y a los demás, que sea más luminoso, más profundo en la verdad y la paz. «El amor es paciente, es afable; el amor no tiene envidia, no se jacta ni se engríe, no es grosero ni busca lo suyo, no se exaspera ni lleva cuentas del mal, no simpatiza con la injusticia, simpatiza con la verdad. Disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta siempre.» (1 Cor. 13, 4-7).

Para dar este paso del egoísmo al amor, de «la comunidad para mí» a «yo para la comunidad», y la comunidad para Dios y para los que tienen necesidad, se precisa tiempo y muchas purificaciones, muertes constantes y nuevas resurrecciones. Para amar, es necesario morir sin cesar a las ideas, susceptibilidades y comodidades propias. El camino del amor se teje con sacrificios. Las raíces del egoísmo son profundas en nuestro inconsciente y a menudo constituyen nuestras primeras reacciones de defensa, de agresividad, de búsqueda del placer personal.

Amar no es sólo un acto voluntario que se acoja para controlar y rebasar la sensibilidad (esto es un principio) sino una sensibilidad y un corazón purificado que se dirigen espontáneamente hacia el otro. Estas purificaciones profundas se realizan gracias al don de Dios, una gracia que surge de lo más profundo de nosotros mismos, allí donde reside el Espíritu. «Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu» (Ez. 36,26). Jesús nos ha prometido enviarnos al Espíritu Santo, el Paráclito, para comunicarnos esta energía nueva, esta fuerza, esta calidad del corazón que hacen que se pueda acoger verdaderamente al otro —aunque sea un enemigo— tal como es: soportar todo, creer todo, esperar todo. Aprender a amar supone toda una vida, pues es necesario que el Espíritu penetre en todos los rincones y recovecos de nuestro ser, en todas esas partes en las que hay temores, miedos, actitudes de defensa y celos.

La comunidad empieza a hacerse cuando cada uno hace un esfuerzo para acoger y amar a los otros tal y como son. «Acogeos mutuamente como Cristo os acogió para honra de Dios» (Rom. 15,7).


Simpatías y antipatías

Los dos grandes peligros de una comunidad son los «amigos» y los «enemigos». Muy rápidamente ocurre que «Dios los cría y ellos se juntan»; se desea estar al lado de quien nos gusta, de quien tiene nuestras mismas ideas, la misma manera de concebir la vida, el mismo tipo de humor. Nos alimentamos el uno del otro; nos halagamos: «eres maravilloso» «tú también lo eres», «somos maravillosos porque somos inteligentes, astutos». Las amistades humanas pueden enseguida caer en un club de mediocridades donde se cierran los unos en los otros; se halagan mutuamente y se hacen creer que son inteligentes. La amistad no es entonces una tendencia a ir más lejos, a servir mejor a nuestros hermanos y hermanas, a ser más fieles al don que se nos ha dado, más atento's al Espíritu y a continuar la marcha a través del desierto hacia la tierra prometida de la liberación. Se convierte en sofocante y constituye un fardo que impide dirigirse a los otros, atendiendo sus necesidades. A la larga, ciertas amistades se transforman en una dependencia afectiva que es una forma de esclavitud.

En .una comunidad también hay «antipatías». Siempre hay personas que no me entienden, que me bloquean, que me contradicen y ahogan el impulso de mi vida y de mi libertad. Su presencia parece amenazarme y provocarme agresividades o un cierto tipo de regresión servil. En su presencia, soy incapaz de expresarme y vivir. Otros hacen nacer en mí sentimientos de envidia y celos, son lo que yo quisiera ser y su presencia me recuerda que no lo soy. Su valía e inteligencia me retrotraen a mi propia indigencia. Otros me piden demasiado. No puedo responder a su búsqueda afectiva incesante. Me veo obligado a rechazarlos. Estas personas son mis «enemigos»; me ponen en peligro, e incluso aunque no lo admita, les odio. Este odio no es psicológico, ni aún moral, es decir querido. Pero cuánto me gustaría que no existieran. Su desaparición, su muerte, me parecería una liberación.

Es natural que en una comunidad se den aproximaciones de sensibilidades tanto como bloqueos entre sensibilidades distintas. Unas por inmadurez de la vida afectiva y por cierta cantidad de elementos de nuestra infancia sobre los que no tenemos ningún control. No hay por qué negarlo.

Si nos dejamos guiar por nuestras emociones, pronto se harán clanes en el interior de la comunidad. Entonces no habrá una comunidad sino grupos de personas más o menos cerradas sobre sí mismas y bloqueadas las unas por las otras. Cuando se entra en algunas comunidades se notan estas tensiones y luchas subterráneas. Las personas no se miran de frente. Cuando se cruzan en los pasillos, son como barcos en la noche. Una comunidad no es comunidad más que cuando la mayoría de sus miembros han decidido conscientemente romper esas barreras y'salir del capullo de «amistades» para tender la mano al «enemigo».

Pero esto es un largo camino. Una comunidad no se hace en un día. En realidad, nunca está hecha, sino siempre en progresión hacia un amor más grande, o en regresión.

El enemigo me da miedo. Soy incapaz de escuchar su grito, de responder a sus necesidades; sus actitudes agresivas y dominadoras me aplastan. Le huyo o me gustaría que desapareciera.

En realidad, tengo que tomar conciencia de mi debilidad, de mi falta de madurez, de una pobreza en mi interior. Y esto es lo que rehúso entender. Los defectos que critico en los otros son a menudo mis propios defectos a los que me niego a mirar a la cara. Los que critican a los otros y a la comunidad y buscan la comunidad ideal; corren el peligro de huir del reconocimiento de sus propios defectos y debilidades. Rechazan su sentimiento de insatisfacción, su herida.

El mensaje de Jesús es claro: «Pero, en cambio, a vosotros que me escucháis os digo: Amad a vuestro enemigo, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os injurien. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra... Si queréis a los que os quieren, ¡vaya generosidad! También los descreídos quieren a quien los quiere» (Lc. 6, 27, 32).

El «falso amigo» es aquel en quien no veo más que «supuestas» cualidades. Suscita en mí una cierta vitalidad, un bienestar. Me revela a mí mismo y me estimula. Por eso le amo.

El «enemigo» por el contrario estimula en mí emociones que no quiero considerar: agresividad, celos, miedo, falsa dependencia, odio, todo lo que del mundo de las tinieblas hay en mí.

Mientras no acepte ser una mezcla de luz y tinieblas, de cualidades y defectos, de amor y odio, de altruismo y egocentrismo, de madurez e inmadurez, sigo dividiendo el mundo en «enemigos» (los «malos») y en «amigos» (los «buenos»), continúo alzando barreras en mí y fuera de mí extendiendo prejuicios.

Cuando acepte que tengo debilidades y defectos y también que puedo progresar hacia la libertad interior y un amor más verdadero, entonces podré aceptar los defectos y debilidades de los demás; también ellos pueden progresar hacia la libertad del amor. Puedo mirar a todos los hombres con realismo y amor. Todos somos personas mortales y frágiles pero con esperanza, pues podemos crecer.


El perdón en el corazón de la comunidad

¿Podemos aceptarnos a nosotros mismos con nuestras tinieblas, debilidades, faltas, y miedos sin la revelación de que Dios nos ama? Cuando se descubre que el Padre envió a su hijo único no para juzgarnos ni condenarnos sino para sanarnos, salvarnos y guiamos por los caminos del amor; cuando se descubre que ha venido para perdonarnos porque nos ama en las profundidades de nuestro ser, entonces nos podemos aceptar a nosotros mismos. Hay una esperanza. No estamos encerrados para siempre en una prisión de egoísmo y tinieblas. Es posible amar. Así es posible aceptar a los otros y perdonar.

Mientras que yo no vea en el otro más que las cualidades que reflejan a las mías, no hay crecimiento posible; la situación será estática y se romperá tarde o temprano. Una relación entre personas no es auténtica y estable más que cuando se funda en la aceptación de las debilidades, el perdón y la esperanza de un crecimiento.

Si el punto álgido de la vida comunitaria es la celebración, su corazón es el perdón.

La comunidad es el lugar del perdón. A pesar de la confianza que puedan tener unos con otros, hay siempre palabras que hieren, actitudes que ponen en evidencia, situaciones donde se estrellan las susceptibilidades. Por eso, vivir juntos implica llevar una cruz, un esfuerzo constante y una aceptación que es el perdón mutuo de cada día. Pablo dice: «En vista de esto, como elegidos de Dios, consagrados y predilectos, vestíos de ternura entrañable, de agrado, humildad, sencillez, tolerancia; conllevaos mutuamente y perdonaos cuando uno tenga queja contra otro; el Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo. Y, por encima, ceñíos el amor mutuo, que es el cinturón perfecto. Interiormente la paz de Cristo tenga la última palabra; a esta paz os han llamado como miembros de un mismo cuerpo. Sed también agradecidos» (Col. 3, 12-15).

Bastantes personas van a una comunidad para encontrar algo, pertenecer a un grupo dinámico y tener un estilo de vida cercano al ideal.

Si entran en una comunidad sin saber que se va para descubrir el misterio del perdón, enseguida se desengañarán.


Sed pacientes

No somos dueños de nuestras sensibilidades, atracciones y repulsas que nacen en lo más profundo de nuestro ser, allí donde tenemos más o menos el control. Todo lo que podemos hacer es esforzarnos en no seguir esas pendientes que constituyen las barreras en el interior de la comunidad. Será preciso esperar a que el Espíritu Santo venga a perdonar, purificar y podar las ramas un poco torcidas de nuestro ser. Nuestra sensibilidad desde nuestra infancia se ha formado a base de miles de miedos y egoísmos; también está hecha por los gestos de amor y el don de Dios. Es una mezcla de tinieblas y luz. En un día no se podrá rectificar esa sensibilidad porque exige mil purificaciones y perdones, esfuerzos cotidianos y sobre todo el don del Espíritu que nos renovará en el interior.

Transformar poco a poco nuestra sensibilidad para poder empezar a amar realmente al enemigo es un trabajo de larga duración. Tenemos que ser pacientes con nuestras sensibilidades y miedos, misericordiosos con nosotros mismos. Para dar este paso hacia la aceptación y el amor al otro, a todos los demás, hay que empezar simplemente por reconocer nuestros bloqueos, nuestros celos, nuestra forma de comparamos, nuestras preguntas, y nuestros odios más o menos conscientes y reconocernos como somos. Y pedir perdón al Padre. Y después es bueno hablar con un hombre de Dios que nos puede hacer comprender, quizá, lo que está pasando, confirmamos en nuestro esfuerzo de rectitud y ayudarnos a descubrir el perdón de Dios.

Una vez que hemos reconocido que la rama está torcida, que estamos bloqueados por la antipatía, se trata de dirigir los esfuerzos hacia la lengua, evitando dejarla libre para que siembre cizaña, que no indague las faltas y errores de los demás y se regocije cuando constata que se han equivocado. La lengua es uno de los órganos más pequeños, pero que puede sembrar la muerte. Para esconder nuestros propios defectos, engrandecemos los de los demás. «Se» han equivocado. Cuando aceptamos los defectos propios, nos es más fácil aceptar los de los demás.

Al mismo tiempo hay que tratar lealmente de ver las cualidades del «enemigo». ¡También tendrá alguna! Pero como tengo miedo de él, también él lo tendrá de mí. Si yo estoy bloqueado también lo estará él. Cuando dos personas se tienen miedo es difícil que se puedan descubrir mutuamente las cualidades. Es necesario un mediador, un reconciliador, un artesano de la paz, una persona en quien se tenga confianza, y que se entienda con el enemigo. Si confío a esta tercera persona mis dificultades, ella podrá ayudarme a descubrir las cualidades del «enemigo» o al menos a comprender mis actitudes y mis bloqueos y después de haber visto sus cualidades, podré algún día utilizar mi lengua para hablar bien de él. Será un largo camino que terminará en un gesto final, pediré al enemigo antiguo un consejo o un servicio. El que se nos pida un consejo o un servicio impacta mucho más que el hecho de que se nos preste un servicio o se nos haga algún bien.

Durante todo este tiempo, el Espíritu Santo puede ayudarnos a orar por el «enemigo» para que también crezca como Dios quiere, para que un día pueda realizarse el gesto de reconciliación.

El Espíritu Santo vendrá un día para liberarme de este bloqueo de antipatía o puede ser también que me deje seguir con esta espina en mi carne que me humilla y me obliga a hacer cada día nuevos esfuerzos. No se trata de inquietarse por los malos sentimientos y aún menos de sentirse culpable. Se trata de pedir perdón a Dios como niños pequeños y seguir andando. Si el camino es largo, no hay que desanimarse. Uno de los papeles de la vida comunitaria es justamente el de ayudamos a continuar la ruta con esperanza, el aceptamos tal como somos y aceptar a los otros como son.

La paciencia, como el perdón, está en el corazón de la vida en común: paciencia con nosotros mismos y las leyes de nuestro crecimiento, y paciencia con los demás. La esperanza comunitaria se funda en la aceptación y el amor de la realidad de nuestro ser y del de los otros, y en la paciencia y confianza necesarias para el crecimiento.


Confianza mutua

En el corazón de la comunidad está esta confianza mutua de unos en otros, nacida del perdón cotidiano y de la aceptación de nuestras debilidades y pobrezas. Pero esta confianza no nace en un día. Por eso hace falta tiempo para formar una vida comunitaria. Cuando alguien entra en una comunidad, representa siempre un papel porque quiere ser lo que los otros esperan de él. Poco a poco descubre que los demás le quieren tal como es y que confían en él. Pero la confianza es una cosa que se debe probar y siempre acrecer..

Los casados jóvenes puede .ser que se quieran mucho pero ese amor a veces es un elemento superficial y excitante ligado al descubrimiento que se acaba de hacer. El amor es, sin duda, más profundo entre los esposos mayores que han vivido pruebas juntos y saben que el otro será fiel hasta la muerte. Saben que nada puede romper su unión.

Igual pasa en nuestras comunidades; hay en ellas a menudo sufrimientos, dificultades muy grandes y tensiones que han puesto a prueba la fidelidad que hace crecer la confianza. Una comunidad donde existe una verdadera confianza mutua es una comunidad inquebrantable.

La comunidad no es simplemente un grupo de personas que viven juntas y se quieren, es una corriente de vida, un corazón, un alma, un espíritu. Son personas que se quieren entre sí mucho y que están inclinadas hacia la misma esperanza. De ahí la atmósfera particular de alegría y acogida que caracteriza a la verdadera comunidad. «Entonces, si hay un estímulo en Cristo y un aliento en el amor mutuo, si existe una solidaridad de espíritu y un cariño entrañable, hacedme feliz del todo y andad de acuerdo, teniendo un amor recíproco y un interés unánime por la unidad» (Flp. 2, 1-2). «En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía (Hch. 4,32).

Esta atmósfera de alegría proviene del hecho de que cada uno se siente libre de ser él mismo en lo que tiene de más profundo. No hay necesidad de representar ningún papel, de intentar ser mejor que los otros, de tratar de hacer proezas, para ser amado. Ha descubierto que se le ama por sí mismo y no por sus capacidades intelectuales o manuales.

Cuando alguien empieza a quitar las barreras y los miedos que le impedían ser uno mismo, se simplifica. La sencillez es precisamente ser uno mismo sabiendo que los otros nos quieren tal como somos. Es saberse aceptado con sus cualidades, sus defectos en su persona profunda.

Cada vez más descubro que la gran dificultad para muchos de los que vivimos en comunidad es la falta de confianza en nosotros mismos. Tenemos la impresión de que en el fondo de nuestro ser no somos amables y que si los demás nos vieran tal como somos, nos rechazarían. Se tiene miedo a todo lo que en nosotros hay de tinieblas, a nuestras dificultades sobre el plan de vida afectiva o de la sexualidad. Se tiene miedo de no poder amar verdaderamente. Pasamos deprisa de la exaltación a la depresión, pero ni una ni otra son expresión de lo que en verdad somos. ¿Cómo convencemos de que nos aman en nuestra pobreza y debilidad y que nosotros también somos capaces de amarnos?

Este es el secreto del crecimiento en comunidad. ¿No viene de un don de Dios que pasa a través de los otros? Cuando poco a poco se descubre que Dios y los otros tienen confianza en nosotros, es más fácil tener confianza en uno mismo y hacer crecer nuestra confianza en los demás.

Vivir en comunidad es descubrir amar el secreto de la persona, en lo que es única. Es así como se llega a ser libre. Entonces no se vive según el deseo de los demás o representando una comedia sino a partir de la llamada profunda de su persona, haciéndose libre para descubrir la persona profunda del otro.


El derecho a ser uno mismo

Siempre he querido escribir un libro que se llamara: El derecho a ser malo, aunque con más justificación se podría llamar: El derecho a ser uno mismo. Una de las grandes dificultades de la vida en común consiste en que a veces se obliga a los demás a ser lo que no son; se les recubre de un ideal al que han de conformarse. Si no llegan a identificarse con la imagen que se han hecho los demás de ellos, temen que no les quieran o por lo menos decepcionarlos. Si lo consiguen, se creen perfectos. Sin embargo, en una comunidad no se persigue el tener gente perfecta, sino que esté formada por personas unidas unas a otras, cada una compuesta dé una mezcla de bien y mal, de tinieblas y luz, de amor y odio. La comunidad es la tierra en la que cae a uno puede crecer sin miedo hacia la liberación de las formas de amor que hay escondidas en él. Pero no puede haber crecimiento si no se reconoce una posibilidad de progreso y que hay muchas cosas en nuestro interior para purificar, tinieblas que han de transformarse en luz y miedos que han de convertirse en confianza.

En la vida en común a menudo se espera demasiado de las personas impidiéndoles reconocerse y aceptarse tal como son. Rápidamente se les juzga y clasifica en categorías, obligándolas a esconderse tras una máscara. Pero, tienen el derecho a ser malas, a estar entenebrecidas por dentro, a tener rincones endurecidos en_ el corazón donde se esconden los celos y hasta el odio. Los celos, las inseguridades son naturales; no son «enfermedades vergonzosas», sino que pertenecen a nuestra naturaleza herida. Esa es nuestra realidad. Hay que aprender a aceptarlas, a vivir con ellas sin dramatizar, y poco a poco, aprendiendo a perdonar, caminar hacia la liberación.

En algunas comunidades he visto que algunos de sus miembros vivían una especie de culpabilidad inconsciente; tienen la impresión de que no son lo que deberían ser, y necesitan que se les confirme y se les reafirme en la confianza. Hay que hacerles sentir que pueden compartir su debilidad sin que se les rechace.

En todos nosotros hay una parte que ya está iluminada, convertida. Hay también otra aún en tinieblas. Una comunidad no se compone sólo de necesidad de ser transformados, purificados, podados. También se compone de «no convertidos».

Hay personas psicológicamente muy heridas, que arrastran verdaderas represiones y nerviosismos profundos. Terriblemente dañados en su infancia, se han rodeado, para defender su vulnerabilidad de enormes barreras.

No se trata de enviarlos siempre al psiquiatra, ni de empujarles a hacer una psicoterapia. Muchas personas están llamadas a vivir toda su vida con esas represiones y barreras. Son también hijos de Dios y Dios puede actuar por ellos, con ellos y sus nervios, para bien de la comunidad. También han de ejercer su don. No psiquiatricemos demasiado las cosas y mediante el perdón de cada día ayudémonos los unos a los otros a aceptar esos nervios y esas barreras. Es la mejor manera de que se disuelvan.


Llamados a vivir juntos tal como somos

En las comunidades cristianas, parece que Dios se complace en hacer vivir juntas a personas humanamente muy distintas, que proceden de culturas, clases y países diferentes. Las comunidades más hermosas lo son justamente por esa gran diversidad de personas y temperamentos, lo que obliga a cada uno a saltar por encima de sus simpatías o antipatías para querer al otro con sus diferencias.

Esas personas nunca hubieran escogido vivir con las otras. Humanamente parece un desafío imposible, pero eso es precisamente lo que les da la certeza de que ha sido Dios quien les ha escogido para vivir en esa comunidad. Lo imposible se convierte entonces en posible. Esas personas no se apoyan en sus capacidades humanas o en sus simpatías sino en el Padre que les ha convocado a vivir juntas y que poco a poco les dará un corazón nuevo y un espíritu nuevo para que sean testigos del amor. En efecto, cuanto más humanamente imposible sea más aparecerá como un signo de que el amor viene de Dios y de que Jesús sigue vivo: «En esto conocerán que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros» (Jn- 13.35).

Jesús eligió para vivir con él en la primera comunidad de apóstoles, hombres profundamente diferentes: Pedro, Mateo (el publicano), Simón (el celote), Judas... Nunca hubieran ido juntos, si el Maestro no les hubiera llamado.

No hay que buscar la comunidad ideal. Se trata de amar a los que Dios ha puesto a nuestro lado hoy; ellos son signos de la presencia de Dios para nosotros. Nosotros hubiéramos querido personas distintas, más alegres o más inteligentes, pero esas son las que Dios nos ha dado, las que ha escogido para nosotros, y es con ellas como debemos crear la unidad y vivir la alianza.

Cada vez estoy más impactado por la cantidad de gente insatisfecha de su comunidad. Cuando son pequeñas, querrían que fueran numerosas para estar más apoyados, para tener más actividades comunes, para celebrar liturgias más bonitas y mejor preparadas. Cuando están en comunidades grandes, sueñan con las pequeñas comunidades ideales. Los que tienen mucho que hacer suspiran por grandes momentos de oración; los que tienen mucho tiempo, se aburren y buscan alocadamente cualquier tipo de actividad que dé un sentido a su vida. ¿No sueñan todos con esa comunidad ideal, perfecta, donde haya una paz plena, una perfecta armonía, con un equilibrio entre lo interior y lo exterior, donde todo sea alegría?

Es difícil hacer entender que el ideal no existe, que el equilibrio personal y la armonía soñada no se dan hasta después de años y años de luchas y sufrimientos y que incluso puede que no surjan más que como toques de gracia y paz. Si se busca siempre el equilibrio propio, aún más, si se busca demasiado la propia paz, nunca se llegará a la paz que da el fruto del amor y del servicio a los demás. A muchos miembros de comunidades que buscan ese ideal inaccesible, yo les diría: «No busqués más la paz, pero allí donde estés, da paz; deja de mirarte para mirar a tus hermanos que pasan necesidad. Sé cercano a los que Dios te ha dado hoy. Pregúntate muchas veces cómo puedes hoy amar a tus hermanos y hermanas. Entonces encontrarás la paz; encontrarás el reposo y ese equilibrio que buscas entre lo interior y lo exterior, entre la oración y la acción, entre el tiempo para ti y el tiempo para los demás. Todo se resolverá en el amor. No es necesario perder el tiempo persiguiendo una comunidad perfecta. Vive .en tu comunidad plenamente hoy. Deja de ver los defectos que tiene (y gracias que los tiene); mira más tus propios defectos y piensa que estás perdonado y que puedes a tu vez perdonar a los otros y entrar hoy en la conversión del amor».

Algunas veces es más fácil oír los gritos de los pobres que están lejos que los de los hermanos y hermanas de la comunidad. Nada hay más digno de gloria que la respuesta al grito del que está a mi lado día a día y que me molesta.

Puede ser que no se pueda responder a los gritos de los demás más que cuando se haya reconocido y asumido el grito de la propia herida.


Compartir tu debilidad

El otro día, Colleen, que vive en comunidad desde hace más de 25 años, me decía: «Siempre he intentado ser transparente en la vida en común. Sobre todo he querido evitar el ser un obstáculo al amor de Dios a los otros. Ahora estoy empezando a descubrir otra cosa: que soy un obstáculo y que lo seré siempre. ¿No será la vida en común un reconocer que soy un obstáculo, compartirlo con mis hermanos y hermanas y pedir perdón por ello?»

No existe la comunidad ideal. La comunidad se compone de personas con sus valores, y también con sus debilidades y su pobreza que se aceptan mutuamente y se perdonan. Más que la perfección y el sacrificio, el fundamento de la vida en común es la humildad y la confianza.

Aceptar nuestras debilidades y las de los demás es todo lo contrarió de la afectación. No es una aceptación fatalista, sin esperanza, sino que es esencialmente un hecho de verdad para no caer en la ilusión y poder crecer a partir de lo que se es y no de lo que se podría ser, o de lo que los otros querrían que fuera. Esto no ocurre más que cuando se es consciente de o quo e se es y de lo que son los demás, con nuestros valores y debilidades, de la llamada de Dios y de la vida que nos da para que construyamos algo juntos. El valor de la vida debe surgir de la realidad de lo que somos.

Cuanto más profunda se hace una comunidad más se convierten sus miembros en frágiles y sensibles. Algunas veces se podría creer lo contrario ya que si los miembros tienen tal confianza, los unos en los otros, podrían ser cada vez más fuertes. Eso es cierto pero no descarta esa fragilidad y sensibilidad que son la raíz de una nueva gracia que hace que sean dependientes unos de otros. Amar es convertirse en débil y vulnerable; es levantar las barreras y romper los caparazones; es dejar que los otros entreb en mí y hacerse delicado para entrar en ellos. El encuentro de la unidad es la interdependencia.

El otro día, Didier lo explicaba a su manera en el curso de un encuentro: «Una comunidad se construye como una casa: con piedras de distintos tipos. Pero lo que mantiene a las piedras juntas es el cemento, que está formado de arena y cal, elementos tan frágiles que un golpe de viento los dispersa. Igual en la comunidad; lo que nos une, nuestro cemento, está hecho con lo que en nosotros es más frágil y pobre».

La comunidad se hace con delicadeza mutua en lo cotidiano. Se hace con pequeños gestos, servicios y sacrificios que son señales constantes del «te quiero» y «estoy contento de estar contigo». Consiste en dejar el primer puesto al otro, no tratar de demostrar en una discusión que se tiene razón; es tomar sobre sí las cargas pesadas para aliviar al vecino.

Si vivir en comunidad consiste en quitar las barreras que protegen nuestra vulnerabilidad para reconocer y acoger las debilidades propias con el fin de crecer, es normal que los miembros separados de sus comunidades se sientan terriblemente vulnerables. Las personas que viven todo su tiempo en las luchas de la sociedad están obligadas a crear a su alrededor caparazones que escondan su vulnerabilidad.

A veces ocurre que personas que habían permanecido largo tiempo en una comunidad del Arca al volver a sus familias, descubren en sí cantidad de agresividades. Creían que no las tenían. Empiezan entonces a dudar de su llamada y de su verdadera personalidad. Estas agresividades son normales. Estas personas habían suprimido algunas barreras, pero no se puede vivir vulnerable con quienes no respetan esa vulnerabilidad.


La comunidad es un cuerpo vivo

San Pablo habla de la Iglesia, de la comunidad de los fieles, como un cuerpo, el cuerpo místico. Cualquier comunidad es un cuerpo en el que nos pertenecemos los unos a los otros. El sentimiento de pertenencia nos viene no de la carne ni de la sangre sino de la llamada de Dios: cada uno somos llamados personalmente a vivir juntos, a formar parte de la misma comunidad, del mismo cuerpo. Esta llamada es el fundamento de nuestra decisión a comprometernos unos con otros y para los otros, llegando a ser responsables los unos de los otros. «Porque en el cuerpo que es uno, tenemos muchos miembros, pero no todos tienen la misma función; lo mismo nosotros con ser muchos, unidos a Cristo, formamos un solo cuerpo y respecto de los demás, cada uno es miembro» (Rom. 14, 4-5).

Y en este cuerpo cada uno desempeña un papel: «no puede el ojo decirle a la mano: no me haces falta», dice san Pablo, el oído y el ojo completan al olfato... «Los miembros que parecen de menos categoría son los más indispensables... Dios combinó las partes del cuerpo procurando más cuidado a lo que menos valía, para que no haya divisiones en el cuerpo y los miembros se preocupen igualmente unos de otros. Así, cuando un órgano sufre, todos sufren con él; cuando a uno lo tratan bien, con él se alegran todos» (1 Cor. 12, 22-26).

Y en este cuerpo, «según el regalo que Dios nos haya hecho: si es la predicación inspirada, ejérzase en proporción a la fe; si es el servicio, dedicándose a servir; si es el que enseña, a enseñar; si es el que exhorta, a exhortar. El que contribuye, hágalo con esplendidez; el encargado con empeño; el que reparte la asistencia, con simpatía» (Rom. 12, 6-8).

El cuerpo que es la comunidad debe actuar e irradiar por obra del amor, la acción del Padre; a la vez debe ser un cuerpo que ora y un cuerpo de misericordia para sanar y dar la vida a los que están angustiados, sin esperanza.


Ejercer el propio don

Utilizar cada uno su don es construir la comunidad. No ser fiel al don es dañar a toda la comunidad y a cada uno de sus miembros. Es pues, importante que cada cual conozca su don, lo ejerza y se sienta responsable de su crecimiento; que los demás le reconozcan ese don y que dé cuentas de cómo lo utiliza. Los demás tienen necesidad de ese don y por lo tanto tienen también el derecho a saber cómo se ejerce, animando al poseedor a aumentarlo y a ser fiel a él. Todo el que siga su don, encuentra su lugar en la comunidad, convirtiéndose no sólo en útil sino en único y necesario para los otros. Así es cómo se desvanecen las rivalidades y los celos.

Elizabeth O'Connor en su libro El octavo día de la creación nos da ejemplos impactantes de esta doctrina de san Pablo. Cuenta la historia de la señora vieja que entró en la comunidad. Un grupo de personas intentaba hacerla discernir cuál era su don, pero a ella le parecía que no tenía ninguno. Unos y otros insistían reconfortándola: «tu presencia es tu don», aunque ella no estaba satisfecha. Algunos meses más tarde descubrió su don que consistía en presentar ante Dios, en una oración de intercesión, a cada uno de los miembros de la comunidad. Cuando les hizo partícipes a los otros de su descubrimiento, encontró su sitio en la comunidad. Los demás sabían que siempre necesitaban de ella y de su oración para ejercer mejor sus propios dones. Después de leer este libro, estuvimos discutiendo en El Arca lo poco que hablábamos sobre nuestros dones para ayudarnos mutuamente a construir la comunidad, lo poco conscientes que éramos de depender verdaderamente los unos de los otros y lo poco que nos animábamos a ser fieles a nuestro don.

Los celos son un azote que destruye la comunidad. Provienen de los que ignoran sus propio don o de los que no creen bastante en él. Si estuviéramos convencidos de nuestro propio don, no tendríamos celos del de los demás que siempre nos parece mejor.

Bastantes comunidades forman (¿deforman?) a sus miembros intentando que todos se parezcan, como si eso fuera una cualidad, basada en la abnegación. Están fundadas en la ley, en el reglamento. Por el contrario, hace falta que cada uno crezca en el ejercicio de su don para construir la comunidad, volverla mejor y más dimanante, como signo del reino.

No hay que mirar únicamente el don más externo, el talento. Hay algunos escondidos, latentes, mucho más profundos, ligados a los dones del Espíritu Santo y al amor, que están llamados también a florecer.

Algunas personas tienen talentos excepcionales: son escritores, artistas o administradores competentes. Estos talentos pueden convertirse en don. Pero a veces la personalidad de esa persona está tan implicada en su actividad que esos talentos los ejerce más o menos para su gloria o con un deseo de afirmarse o de poder. En ese caso, es mejor no ejercer esos talentos en comunidad. Es preciso descubrir un don más profundo. Otros están por el contrario demasiado flexibles y receptivos. o su personalidad puede estar menos formada o cuajada. Deben utilizar su competencia como un don al servicio de la comunidad.

«En la comunidad cristiana todo depende de que cada cual llegue a ser un eslabón indestituible de una cadena. Sólo allí donde hasta el eslabón más pequeño engrana con firmeza, la cadena se vuelve irrompible. Una comunidad que permite la existencia de miembros que no se aprovechan se hundirá gracias a ellos. Por ello será conveniente que a cada cual se le dé también un encargo especial para la comunidad, a fin de que en horas de duda sepa que no es inútil ni inservible. Toda comunidad cristiana debe saber que no solamente los débiles necesitan de los fuertes, sino también que los fuertes no pueden prescindir de los débiles. La eliminación de los débiles encierra la muerte de la comunidad» (BONHOEFFER, D.: Vida en comunidad, La Aurora, Buenos Aires, 1966, pág. 63).

El don es lo que se aporta a la comunidad para edificarla, para construirla. Si no se es fiel, habrá un fallo de construcción.

San Pablo insiste sobre el lugar de los dones, carismáticos en el edificio. Hay algunos ligados más directamente a una cualidad del amor. Bonhoeffer en su libro Vida en comunidad habla de distintos ministerios necesarios a la comunidad: el de retener la lengua, el de la humildad, el de la dulzura, el de saberse callar cuando nos critican, el de la escucha, el de estar siempre dispuesto a hacer un servicio en las pequeñas cosas de la vida, el de soportar y llevar a los hermanos, el de perdonar, el de proclamar la palabra, el de decir la verdad y por último, el ministerio de la autoridad.

El don no está necesariamente unido a una función. Puede que exista una cualidad del amor animando una función, como puede que haya una cualidad del amor manifestada en la comunidad fuera de cualquier función. Hay quien tiene el don de sentir inmediatamente y vivir el sufrimiento del otro; es el don de la compasión. Otros tienen el don de notar cuando algo va mal y pueden poner enseguida el dedo en la llaga: es el de discernimiento. Otros tienen el don de la luz y ven claro en todo lo que atañe a las opciones fundamentales de la comunidad. Otros tienen el don de animar y crear una atmósfera propicia a la alegría, al descanso y al crecimiento profundo de cada uno. Otros tienen el don de discernir el bien de las personas y de sostenerlas. Otros tienen el de la acogida. Cada uno tiene su don y debe poder ejercerlo para bien y crecimiento de todos.

Pero hay también lo más íntimo del corazón de la persona su unión profunda y secreta con Dios, su esposo, que corresponde a su nombre secreto y eterno. Estamos hechos para alimentarnos los unos de los otros (cada uno es una especie distinta de alimento) pero sobre todo estamos hechos para vivir esa relación única con nuestro Padre y su hijo Jesús. El don es como el reflejo en la comunidad de esa unión secreta; deriva de ella y la prolonga.

La comunidad es el sitio donde cada uno se siente libre para ser él mismo y expresarse, para decir con toda confianza lo que vive y piensa. No todas las comunidades llegan a esto pero es bueno tender a ello. Mientras algunos tengan miedo a expresarse, a ser juzgados o considerados como tontos, a ser rechazados, señal es de que aun hay que hacer progresos. En el fondo de la comunidad debe existir una escucha total, un respeto y una ternura que impulse a lo que hay de más bello y verdadero en el otro.

Expresarse no es solo decir o que va mal, las frustraciones y los enfados —aunque a veces es bueno decirlo—, sino hablar de las motivaciones profundas y de lo que se está viviendo. A menudo es una manera de ejercer el don para sostener a los otros y ayudarles a crecer.


El secreto de la persona

La comunidad es el lugar donde se crece en la liberación interior, el lugar del desarrollo de la conciencia personal, de la unión con Dios, de la conciencia del amor y de la capacidad del don y de la gratuidad. Nunca puede estar por encima de la persona. Por el contrario, la belleza y la unidad de una comunidad provienen del reflejo de cada conciencia personal luminosa, verdadera, amante y libremente unida a los otros.

Algunas comunidades, que no son verdaderas comunidades sino grupos o sectas, tienden a suprimir la conciencia personal para que haya una unidad más grande. Tienden a impedir que la gente piense, que tenga una conciencia personal; a suprimir el secreto y la intimidad de la persona como si todo lo que está emparentado con la libertad personal fuera contra la unidad del grupo y constituyera una traición. Todos deben pensar lo mismo; se manipulan entonces las inteligencias, se lava el cerebro. Las personas se convierten en autómatas. Esta unidad se basa en el miedo, miedo de uno mismo o de encontrarse solo si se separa de los otros, miedo de la autoridad tiránica, miedo de fuerzas ocultas y represalias. La seducción en las sociedades secretas y en algunas sectas es muy grande; las personas que no tienen confianza en ellas mismas y que son personalidades débiles se sienten muy seguras ligadas totalmente a otras, pensando lo que ellos piensan, obedeciendo sin reflexionar, siendo manipulados. El sentimiento de solidaridad se hace cada vez mayor. La personalidad dimite frente al poder del grupo del que se hace casi imposible salir. Se da como un chantaje latente, porque la persona se compromete de tal manera que no puede romper.

En una verdadera comunidad, cada persona debe poder preservar el secreto profundo de su ser que no debe necesariamente confiarse a los otros ni compartirse. Hay algunos dones de Dios, algunos sufrimientos, algunas fuentes de inspiración que no deben confiarse a toda la comunidad. Cada cual debe poder profundizar en su conciencia personal; esa es la debilidad y la fuerza de la comunidad; debilidad porque hay una incógnita, la de la conciencia personal de cada uno que, por su libertad, puede profundizarse en la gratuidad y el don, y por ello construir la comunidad; puede por el contrario, ser infiel al amor, convertirse en un egoísta, dimitir y negar a la comunidad; debilidad también porque si prima totalmente la persona y su unión con Dios y la verdad, puede, por una nueva llamada de Dios, encontrar otro lugar en la comunidad y no asumir la función que la comunidad podía estimar más útil, o incluso dejarla físicamente. Los caminos de Dios no son siempre los de los hombres ni los de los responsables. Pero la primacía de la persona es igualmente una fuerza, pues no hay nada más fuerte que un corazón que ama y que se entrega gratuitamente a Dios y a los otros. El amor es más fuerte que el miedo.

Por tres veces en su último discurso a los apóstoles, Jesús pide que sean uno como son uno él y el Padre. Estas palabras se aplican a menudo a la unidad entre los cristianos de diferentes iglesias, pero ante todo y primeramente se dirigen a la unidad en el interior de las comunidades. Hacia esa unidad deben tender las comunidadas: «un mismo corazón, una misma alma, un mismo espíritu».

Me parece que hay un don especial que hay que pedir al Espíritu Santo. el don de la unidad en toda su profundidad y con todas sus implicaciones. Y es verdaderamente un don de Dios al que se tiene el derecho y el deber de aspirar.

Este don de la comunidad, el don de la unidad, proviene de lo que cada miembro es plenamente, de vivir totalmente el amor y ejercer su don único y distinto del de los demás. La comunidad es entonces una, plenamente bajo la acción del Espíritu.

La oración de Jesús es sorprendente. Su visión va más allá de lo que los hombres podrían imaginar o desear. La unidad del Padre y del Hijo es total, sustancial. Las comunidades deben tender hacia esa unidad pero no la poda án realizar más que en el orden místico, por y en el Espíritu Santo. Cuando se está en la tierra lo que se puede hacer es caminar humildemente hacia ella.

Cuando dos o tres se reúnen en su nombre, Jesús está presente. La comunidad es signo de esa presencia, signo de la Iglesia. Muchos de los que creen en Jesús viven más o menos angustiados: la mujer a causa de su marido, el enfermo en el hospital psiquiátrico, los que viven solos..., los demasiado frágiles para vivir con los otros. Todos pueden poner su esperanza en Jesús. Sus sufrimientos son un signo de su cruz, signo de una Iglesia que sufre. Pero la comunidad que ora y ama es signo de la resurrección.

Mientras haya miedos y prejuicios en los corazones de los hombres habrá guerras y desigualdades estridentes. Para resolver los grandes problemas políticos primero hay que cambiar los corazones. La comunidad es el lugar que permite a los hombres ser personas, curar y hacer crecer su afectividad profunda, andando hacia la unidad y la liberación interior. Los temores y los prejuicios disminuyen, la confianza en Dios y en los demás aumenta y la comunidad puede irradiar y testimoniar un estilo y una calidad de vida que aportarán una solución a los disturbios del mundo. La respuesta a la guerra es vivir fraternalmente; la respuesta a las desigualdades es compartir; la respuesta a las desesperaciones es una confianza y una esperanza sin límite; la respuesta a los prejuicios y al odio es el perdón.

Sí, actuar en favor de la comunidad, es actuar por la humanidad. La paz es actuar por una sola política verdadera, actuar por el Reino de Dios; es actuar por que cada persona pueda gustar y vivir las alegrías secretas de la unión con lo eterno.