Todos los años, en la víspera de la fiesta de la ascensión, la cima del Olivete se ve inundada de alegría. Cientos de cristianos e, incluso, de musulmanes, suben a festejar el triunfo definitivo de Cristo, su marcha gloriosa a los cielos. Y las laderas del monte se pueblan de tiendas de campaña para pasar la noche, de altares improvisados para las celebraciones. Arden hogueras en torno al templete que fuera en tiempos iglesia cristiana y es hoy mezquita musulmana. Y la medianoche se ilumina de cánticos, de humos de incienso, de liturgias que entrecruzan sus plegarias en un guirigay no sé si religioso o folklórico. En el atrio del templo celebran los griegos y los armenios; un poco más allá los coptos; en el interior los latinos. Sólo una cosa les une a todos: sus ojos se van inevitablemente al cielo. Porque saben que aquí, en este sitio, se alejó definitivamente el Señor de la vista de los suyos.
En este preciso lugar se levantó en el siglo IV una basílica sufragada por una matrona conocida por Poemenia. Los antiguos peregrinos que la conocieron se hacían lenguas de su belleza y la pintaban como única en el mundo. Juan Rufo nos dice que la cruz que culminaba el santuario se podía ver desde cuatro leguas. Y san Jerónimo nos descubre un dato emocionante: la basílica, de forma redonda, tenía el techo abierto para que los fieles, en sus plegarias, pudieran contemplar el cielo en el que Jesús se perdió.
Devastada por los persas, restaurada por el patriarca Modesto, modificada por los cruzados, convertida en mezquita por Saladino, hoy la iglesia sigue siendo propiedad de musulmanes, y los cristianos han de pagar un alquiler para poder celebrar en ella esta alegre liturgia que se inicia en la medianoche de la víspera de la ascensión y no concluye hasta el mediodía. Participé en ella hace ya muchos años. Y recuerdo que mi corazón ardía: han cambiado una docena de veces las paredes y columnas de esta iglesia; pero no ha cambiado ni el monte, ni el cielo. Aquí pasó, aquí fue, aquí se despidió Jesús de su vida terrena.
La narración de Lucas
Ni Mateo, ni Juan dicen directamente nada de la ascensión del Señor. Pero el evangelio de Mateo concluye con una despedida (28, 20) que sólo en este clima de partida puede situarse. Y en el evangelio de Juan hay claras alusiones a este viaje a los cielos tanto en el sermón sobre el pan de vida (6, 62) como en la oración que siguió a la última cena (14, 17). Marcos dedica a la ascensión una sola frase en la que cuenta el hecho, pero sin añadir ningún detalle: El Señor Jesús fue elevado a los cielos y está sentado la diestra de Dios (16, 19).
Es, pues, san Lucas, quien puede ser considerado el cronista de la ascensión. Sólo él ha referido el misterio en su faceta más humana. Y nos ofrece dos relatos del mismo: uno más breve en la página final de su evangelio; y otro más amplio y detallado en las primeras de los Hechos de los apóstoles.
Habían concluido ya los cuarenta días de emotiva convivencia de Jesús con los suyos. Lucas vuelve a subrayar el papel privilegiado que en estas jornadas tuvieron los doce apóstoles. También pudieron verle los demás discípulos, pero lo fundamental para Jesús había sido tomar disposiciones acerca de los apóstoles que él había elegido (Hech 1, 2). Por eso Lucas subraya que fue especialmente a estos doce a los que, después de su pasión, se presentó vivo, con muchas pruebas evidentes, apareciéndoseles durante cuarenta días i' hablándoles del reino de Dios (Hech 1, 3).
Todo parece haber regresado a la normalidad. Cristo vuelve a hablar de sus temas queridos, pasea con ellos, come con ellos. Pero los doce saben que esta venida es provisional. Recuerdan las palabras que él dijo a Magdalena el día de la resurrección: Subo ami Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios; no me retengas más. Saben que no podrían retenerle aunque quisieran. Pero no lo intentan. No han olvidado aquello que un día les dijo: Es mejor para mí y para vosotros que yo me vaya; si vosotros me amarais os regocijaríais de que
yo vuelva a mi Padre. Entienden sólo a medias esta alegría. Temen que el triunfo de Cristo sea para ellos soledad.Además, esta vez Jesús les introduce en un nuevo misterio que no logran entender ni casi vislumbrar: les pide que no se alejen de Jerusalén, al contrario de lo que hiciera cuarenta días atrás. Ahora deben esperar que se cumpla la promesa del Padre que él les ha trasmitido (Hech 1, 4). No entienden muy bien de qué se trata. Debe de ser muy importante cuando Jesús lo llama «la» promesa del Padre como si se tratase de algo decisivo que dará sentido a sus vidas. Van a ser inmersos en el Espíritu santo, van a recibir un bautismo gemelo, pero mucho más importante, que el que recibieron de manos de Juan:allí se trató de un bautismo en agua, ahora de un bautismo en espíritu. Sólo más tarde —cuando el anuncio se haga realidad— comprenderán de qué se trata.
La última comida
Jesús quiere despedirse de los suyos con una última comida. De ella nada nos dice el evangelista sino que se celebró. ¿Cuál fue el espesor de las conversaciones durante este último banquete de amistad? ¿Repitió Jesús con ellos y para ellos la eucaristía? Nada sabemos, pero fácilmente podemos imaginar que el clima tuvo que ser tenso como el de la última cena. Esta vez, sin embargo, sin la amenaza ya de la muerte, ahora vencida.
Años más tarde Pedro aludirá a estos ratos finales de intimidad y declarará con emoción: Nosotros comimos y bebimos con él después de resucitado de entre los muertos (Hech 10, 41).
Todo era distinto aunque todo pareciera normal. Tras la comida, salieron caminando juntos. Esta vez Lucas precisa con todo detalle los lugares. Nos dice que salieron camino de Betania (Le 24, 50) pero que anduvieron algo menos de los dos kilómetros que era permitido caminar a un judío en día de sábado.
Quienes se cruzaran con ellos no reconocieron a Jesús. Tal era el clima de normalidad en los caminantes, que los confundieron con uno de tantos grupos de amigos. Cuarenta días habían comenzado a borrar los recuerdos y la multitud estaba convencida de que la historia de aquel profeta predicador se había cerrado para siempre.
Y en el camino, como siempre, charlan. Tal vez se dan ya cuenta de que ésta es la última oportunidad de tenerle entre ellos y las cuestiones se acumulan unas sobre otras. Lucas recoge sólo una de ellas. Es, una vez más, una pregunta tonta. El hecho de que no se halle a la altura del momento es una prueba más de su autenticidad. Nadie la hubiera inventado para colocarla ahí. Cualquier inventor habría sido más brillante.
Es una pregunta triste, porque demuestra que los discípulos ni siquiera con la resurrección han terminado de entenderle. En ella se mezclan su celo de buenos israelitas con sus expectaciones políticas. ¿Es ahora le dicen cuando vas a restablecer el reino de Israel? (Hech 1, 6). Ni con la resurrección han entendido. Podía creerse que el tremendo vuelco que en sus corazones tuvo que dar la muerte y el regreso de Jesús podía haberles descubierto que se trataba de lá inauguración de un nuevo reino espiritual. Pero aún no han arrancado de su cabeza sus sueños de gloria. ¿O quizá —como interpreta benévolamente Bernard— era sólo su celo de buenos israelitas lo que les hacía preocuparse por el destino futuro de su nación? ¿Temen quizá que su pueblo, que ha manchado sus manos en el Calvario, quede excluido del triunfo final de Jesús?
Ellos eran, sin duda, buenos israelitas. Conocían la profecía de Amós anunciando que el Señor Yahvé reedificará la tienda de David (Am 9, 11). Sabían que Isaías había presentado a Israel como árbitro de todas las naciones y juez de pueblos numerosos (Is 2, 4). ¿Han sido retiradas estas promesas? Tal vez fue alguno de los que se han llamado los «intelectuales del colegio apostólico» —Felipe, Bartolomé, Tomás o Mateo— quien formuló esa cuestión. ¿Los sucesos de los últimos días hasta tal punto modificarían los designios de Dios que iba a retirarse a Israel su papel en el reino de Dios?
El nuevo reino
La respuesta de Jesús se mantiene en el terreno del misterio. No afirma que Israel no tendrá su hora y su papel, pero sí que hay en todo esto un misterio que sólo al Padre es dado a conocer en plenitud. Jesús no se irrita esta vez por su incomprensión. Dice simplemente: No os toca a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder (Hech 1, 7). Se reserva una respuesta franca en torno a este tema, como hiciera también respecto al fin de los tiempos: ambos temas están en el secreto de Dios (Mc 13, 32).
En cambio lo que sí está claro —parece añadir Jesús— es el papel que a vosotros se os ha confiado en el nuevo reino. El Maestro vuelve ahora a confirmar la gran misión de la que se habló ya al final del evangelio de san Lucas (24, 47-49) y en la conclusión del de san Mateo (28, 18-20). Pero recibiréis el poder del Espíritu santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta el extremo de la tierra (Hech 1, 8).
El mandato no tiene más extensión que en otros pasajes, pero está ligado ahora a la venida del Espíritu santo. Cuando él venga recibirán la fuerza que aún les falta para ser sus testigos. Podrán comenzar a hablar en su nombre; como si fueran él mismo.
La formulación señala con mayor precisión ahora lo que en ocasiones anteriores había quedado indeterminado: el orden ideal en que ha de realizarse esta misión. Comenzará por Jerusalén. Es la ciudad santa, la mansión del gran rey. De ahí debe, pues, partir la ley nueva (Is 2, 3). Luego, deberá ser evangelizada Judea, toda Judea, es decir, toda Palestina, incluidas Galilea y Perea, todos los hijos de Israel. Después, habrá que dar un gran salto superando las fronteras espirituales que hasta ahora han imperado: Samaria se convierte en un símbolo de los que están fuera, del resto del mundo, de aquellos aquienes los apóstoles no aman y a quienes, incluso, consideran enemigos. Los hasta ayer cismáticos se convertirán en campo de siembra de la nueva ley. Y así habrá que llegar hasta los últimos confines del mundo.
¿Entendieron los apóstoles el vértigo de su enorme misión? Callaron, al menos. Asustados quizá, desconcertados probablemente. Pero sabían por experiencia que el tiempo aclaraba los misterios en que Jesús les precipitaba.
Fue llevado a los cielos
Tras estas palabras coloca san Lucas la elevación de Jesús a los cielos. El evangelista no intenta siquiera describir el misterio. Se sirve de tres verbos para designarlo, como si dudara de cuál de los tres sea más exacto. Los tres son elementales. Dice que Jesús fue levantado (Hech 1, 2 y 11), que fue elevado ante las miradas de todos como en un vuelo solemne (Hech 1, 9), que fue llevado a lo alto (Le 24, 51). Lucas ha dejado los tres verbos en voz pasiva, como si tratase de demostrar que la causa de esta ascensión es el poder divino.
Esta ascensión era el signo visible de ese poder de que Jesús estaba invadido. Era como si, por primera vez, dejara actuar libremente a esa fuerza que siempre tuvo dentro, y ésta arrastrara consigo a su cuerpo. Ninguna teofanía del antiguo testamento —escribe Bernard— puede compararse a ésta. La misma transfiguración no fue, en realidad, sino un ensayo del triunfo de ahora. Jesús ofrece a sus apóstoles un espectáculo (visión espectacular es literalmente la expresión lucana de Hech 1, 11) que ellos no olvidarán jamás. Me veréis subir a donde yo estaba al principio, les había dicho (Jn 6, 62). Ahora lo cumplía.
No cogía plenamente de nuevas a los suyos. Llevaban varios días viviendo en plena maravilla. Le habían visto aparecer y desaparecer en un instante. Pero ahora parecía haberse revestido de una calma solemne. Haciendo aquel ademán tan suyo de levantar las manos al cielo para bendecirles, comenzó a separarse de ellos. Lentamente, lentamente.
Ellos cayeron de rodillas, puntualiza Lucas (Le 24, 52), y tuvieron la clara intuición de que esta despedida era distinta de las anteriores. Ahora se iba; y para siempre. Se daban cuenta de que su admiración era aún mayor que su tristeza. Aquel lento alejarse emanaba poder y majestad.
Seguía aún mirándoles y bendiciéndoles cuando, como dice el texto, una nube comenzó a ocultarle a sus ojos. Ellos sabían que la nube era siempre en el antiguo testamento el signo visible de Dios, el símbolo de su misterio, el vehículo de su gloria y su majestad. Una nube así había aparecido en la transfiguración (Lc 9, 34-35). Y en las horas más humillantes de su pasión Jesús había anunciado a los sumos sacerdotes que un día le.verían regresar entre nubes del cielo (Mc 14, 62-64; Mt 26, 64-65). Ahora era la nube el signo de ese gran triunfo. Y era el velo que le ocultaba a los ojos de los suyos. Tal vez ellos recordaron aquel versículo de los salmos que rezaban con frecuencia: Ha hecho de las nubes su carro y vuela sobre las plumas de los vientos (Sal 104, 3).
Quizá en sus imaginaciones surgió aquella otra escena que también describía un salmo con la llegada del vencedor a los cielos: una voz gritaba: Alzad, portalones, vuestras frentes; levantaos, puertas eternas, que va a entrar el rey de la gloria. Y los ángeles preguntaban: ¿Quién es ese rey de la gloria? Y una voz explicaba: Es Yahvé, el fuerte, el poderoso; es Yahvé, poderoso en la batalla. ¿Quién es ese rey de la gloria? Es el Señor de los ejércitos, él solo es el rey de la gloria (Sal 24, 7-10).
Consecuencia de la resurrección
Mientras los apóstoles siguen con los ojos clavados en el cielo y tratando de suplir con imaginación aquello que no alcanzaba su mente, podemos nosotros preguntarnos por el sentido y contenido de esta ascensión.
Y la primera comprobación es que no podemos reducirla a un milagro más o menos aparatoso y escenográfico. Teológicamente, la ascensión es simplemente una consecuencia de la resurrección. El vencedor, el viviente, en su vida nueva, en su nueva humanidad, no podía estar destinado a una vida en las coordenadas del tiempo y el espacio. Lo excepcional era la vida entre los suyos, que prolongó unos días simplemente por razones pedagógicas. En rigor, resurrección y ascensión son lo mismo, hasta el punto de que hay teólogos que. siguiendo la cronología de Marcos, colocan ambos hechos en el mismo domingo.
Podríamos, incluso, decir que es un simple desenlace lógico de la encarnación, el final de un círculo iniciado en Nazaret. Un salmo hablaba de Cristo con la imagen del sol: Su salida fue de lo más alto del cielo y llega hasta lo más alto del cielo (Sal 18, 7).
La ascensión supone, como parece obvio, una bajada previa. Eso de subir — pregunta san Pablo— ¿qué significa sino que primero bajó a estas partes inferiores de la tierra? (Ef 4, 9). Muy hondo había sido su abajamiento —no se avergonzó de tomar carne de esclavo— y muy alta debía ser su glorificación.
San Bernardo señala tres escalones en este abajamiento de Cristo: la encarnación, la cruz y la muerte. A ellos corresponden, según el mismo santo, otros tres escalones de regreso: resurrección, ascensión y asentamiento a la diestra del Padre.
La ascensión es, así, ante todo una vuelta al Padre. Suele insistirse mucho en la idea de que ascendió a los cielos, y se da a esta expresión un sentido local. En realidad, subir al cielo, entrar en la gloria, no son otra cosa que sinónimos de ese regreso al Padre. Salí del Padre y vine al mundo —dijo una vez ; de nuevo dejo el mundo y regreso al Padre (Jn 16, 28).
Un círculo se cierra. Como señala Cabodevilla:
Puesto que al encarnarse no perdió lo que poseía, su existencia eterna, tampoco ahora recobra en su riguroso sentido la eternidad, sino que simplemente se deja invadir por la gloria de esa eternidad, la cual le acompañó siempre, aunque no con plenitud de efectos. Su vida mortal ha sido como un eclipse: el sol de su propia divinidad seguía brillando, pero la carne extendía sobre él un velo opaco; ahora suprímese el elemento refractario, el tiempo, y cae la sombra. Todo el ser de Cristo se halla ya investido de luz, de eternidad.
El día del triunfo del cuerpo humano
Sin embargo no en todo regresa como vino. Algo cambia, y algo fundamental y trascendente. San Ambrosio lo ha definido con sólo cuatro palabras magistrales: Bajó Dios, subió hombre. El que descendió era sólo Dios, el que ascendió era Dios y hombre. Y lo que sube es un hombre entero, en cuerpo y alma.
Un poeta ha cantado este «botín» de Dios con estas palabras:
Y ahora te vas, oh vencedor, llagado
de tanta luz por el ardiente cielo.
Convertida la carne en puro vuelo
subes, Señor, hacia el total reinado.
Regresa el alma a su primer deseo
y te llevas la carne rescatada
igual que el capitán lleva la espada
del vencido enemigo por trofeo.
La carne de un hombre, de un verdadero hombre, entra ahora a formar parte de esa nueva vida y se hace eternidad. Ninguna otra religión se había atrevido a tanto. Cuando se acusa al cristianismo de menosprecio de las realidades temporales, de temor puritano a la carne, es que realmente no se ha entendido nada de nada. Esta carne que ahora asciende a los cielos y se incorpora al Padre es carne sin pecado, pero no por ello menos carne; carne transfigurada, pero carne radical y absolutamente humana. Este es, pues, el día del triunfo de los valores humanos, el día de su gran y definitiva victoria. La ascensión como venida
Un triunfo, no una pérdida. Ni siquiera pérdida para quienes aquí hemos quedado. En la tradición cristiana hay una cierta nota de tristeza añadida a esta alegría de la ascensión: la de la orfandad de los que aún peregrinamos en el mundo.
Fray Luis de León recogió esta nostalgia en uno de sus más bellos poemas:
¿Y dejas, pastor santo,
tu grey en este valle hondo, oscuro,
con soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?
Los antes bienhadados
y los ahora tristes y afligidos,
a tus pechos criados, de ti desposeídos,
¿a dó convertirán ya sus sentidos?
............................................
¡Ay, nube envidiosa
aún de este breve gozo ¿qué te quejas?
¿Dó vuelas presurosa?
¡Cuán rica tú te alejas!
¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!
El poema es bellísimo, pero está conducido más por el sentimiento que por la teología. En realidad, en la ascensión hay, más que una partida, una desaparición. Jesús no se va; simplemente deja de ser visible. En la ascensión, Cristo no nos dejó huérfanos, sino que se instaló más definitivamente entre nosotros con otras presencias.
Si la ascensión de Cristo hubiera sido una verdadera y total partida, de la que sólo nos quedase un recuerdo, como ocurre con nuestros muertos queridos, ésta sería una fiesta triste, en la que deberíamos apesadumbrarnos. Su encielamiento —escribe justamente Evely— sería para nosotros como un enterramiento. Pero la verdad es que Cristo se quedó verdadera y realmente con nosotros hasta la consumación de los siglos. Así lo había prometido, así lo cumplió. Por la ascensión Cristo no se fue a otro lugar, sino que entró en la plenitud de su Padre ya como Dios y como hombre. Fue exaltado, glorificado en su humanidad. Y, precisamente por eso, se puso más que nunca en relación con cada uno de nosotros.
Es, por ello, muy importante entender qué queremos decir cuando afirmamos que Jesús se fue al cielo o que está sentado a la diestra de Dios Padre.
En la Biblia la palabra cielo no denomina propiamente un lugar, es un símbolo para expresar la grandeza de Dios. Cuando el hombre percibe la distancia que hay entre él y Dios, abre los ojos y no encuentra otra forma de expresión que señalar la distancia entre la tierra y el cielo, como el niño que dice a su madre que la quiere «desde aquí hasta el cielo». Así la Biblia habla de que Dios está en los cielos y nosotros en la tierra (Ecl 5, 1) o de que los cielos son cielos para Yahvé, la tierra se la dio a los hijos de los hombres (Sal 115, 16). Y sólo está queriendo decir que Dios es grande y pequeño el hombre. El hombre ve que el cielo no está sujeto a las leyes comunes de la materia conocida por él; que lo domina todo; que reina impávido sobre el universo; que nadie puede escalarlo; que incluso la mirada del hombre es impotente para descubrirlo entero. ¿Qué mejor símbolo podía encontrar para describir la grandeza de Dios? Del cielo además descienden la luz y la lluvia que nos recuerdan cómo Dios es el origen de todo conocimiento y fecundidad.
Pero es evidente que, con todo ello, no se está diciendo que Dios esté arriba, en un lugar concreto y que a ese lejano lugar se haya ido Cristo.
Con la ascensión, Cristo no se «alejó», sino que asumió una vida con la que realmente podía estar más cerca de nosotros; adquirió una eficacia infinita que le permitía estar en todas partes. San Pablo definiría esta realidad con una frase definitiva al decir que subió a los cielos para llenarlo todo con su presencia (Ef 4, 10). Y lo mismo señala el prefacio de la misa de la ascensión que no dice que Jesús ascendiera para gozar la plenitud de su divinidad, sino para comunicarnos .su divinidad. Su marcha no es, pues, una lejanía, sino una intensificación de su presencia.
Por eso cuando decimos que Cristo está sentado a la derecha del Padre, no caigamos en la ingenuidad de creer que se trata de un desplazamiento local o en la tontería de creer que entonces el Padre estaría a la izquierda del Hijo. Lo único que esas palabras quieren decir es que Cristo ingresa en la plenitud de su gloria. Pues, lo mismo que al encarnarse, al venir al mundo para salvarnos, no por ello se alejó de su Padre, igualmente ahora al «irse al Padre» sigue estando con nosotros.
Por otro lado ¿dónde está el Padre? San Juan nos da la respuesta definitiva en palabras de Jesús: Si alguno me ama, guardará mis palabras y mi Padre me amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. Y obsérvese que aquí no se habla de una presencia cualquiera, sino de una morada, que, como apunta Lochet, dice mucho más que una presencia. Un hombre está presente en la calle, en la oficina, pero la morada la tiene sólo en su casa, donde realiza una especialísima y cálida presencia. Dios tiene, pues, una casa y esa casa son
precisamente los que le aman. En su ascensión, Cristo se sienta a la derecha del Padre, allí donde el Padre está: en el corazón de los que guardan la palabra de Cristo. Ese es el cielo. Porque, como apunta Cabodevilla, mejor que decir que Cristo está en el cielo, debemos decir que el cielo está allí donde~ está Cristo. ¿Y dónde está Cristo sino en el corazón de los suyos?
No os quedéis mirando al cielo
El evangelista mismo nos da la pista de todas estas realidades con las frases que siguen a la narración de la ascensión. Los apóstoles, por muy preparados que pudieran estar para asumir toda sorpresa referida a Cristo, quedaron desbordados por aquel alejarse de Jesús y por la nube que lo cubría. No podían prever este aparato escénico. Y se quedaron boquiabiertos mirando al cielo, sin entender, sin saber si debían estar tristes o alegres.
Miraban tanto al cielo que no se apercibieron siquiera de que junto a ellos habían aparecido dos ángeles, dos «varones» como dice el autor de los Hechos de los apóstoles.
¿Se trata de una verdadera aparición o es sólo un símbolo para expresar una voz interior que los apóstoles sintieron? Las dos respuestas son verosímiles. El evangelio de san Lucas está ciertamente lleno de ángeles: aparecen en casi todos los momentos importantes de la vida del Señor: ellos anuncian su venida, cantan durante su nacimiento, invitan a los pastores a la cuna, vuelven a aparecer en la agonía del huerto, guardan el sepulcro vacío, son los primeros anunciadores de la resurrección... No sorprende, por ello, que volvamos a encontrárnoslos en la ascensión.
Esta vez se dirigen a los apóstoles y les hablan con mucho respeto. No deja de ser curioso el título con el que se dirigen a ellos: Varones galileos... ¿Tratan quizá de recordarles los días de su elección en Galilea? Los discípulos son conducidos de nuevo a reflexionar sobre su misión. La voz angélica les arranca de sus sueños: ¿Qué hacéis ahí mirando al cielo? (Hech 1, 11). Es decir: no es hora de quedarse alelados contemplando ese cielo como si Cristo se hubiera ido; es hora de empezar a trabajar, de continuar su obra. El seguirá estando con vosotros y con todos los demás hombres a través de vosotros. Marcos lo dirá con palabras tajantes: Los apóstoles se fueron a trabajar por el mundo. Y el Señor trabajaba con ellos y apoyaba su predicación con los milagros que la acompañaban (Mc 16,
20).
Volverá
Los ángeles, al mismo tiempo que invitan a los apóstoles a la acción, les ofrecen la garantía de que Jesús volverá: Ese Jesús que ha sido arrebatado de entre vosotros al cielo, vendrá como le habéis visto ir al cielo (Hech 1, 11). Notemos que, en estas palabras, no hay la menor insinuación respecto a la fecha de ese regreso. No dicen: como le habéis visto partir, así le veréis vosotros mismos regresar. Nada alude a un próximo regreso. Dicen que él volverá tal y como se ha ido, con su naturaleza de hombre, con su cuerpo glorioso, con la misma majestad con la que se ha marchado. Su regreso será tan espectacular como lo ha sido su partida. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿En este tiempo nuestro o en los nuevos cielos y las nuevas tierras que nacerán cuando nuestro tiempo acabe? Ninguna respuesta se insinúa. Cuando llegue el momento fijado en los decretos divinos, Cristo volverá a mostrarse fulgurante como un relámpago de un extremo a otro del mundo (Lc 17, 24) y se impondrá a toda criatura con gran poder y gloria (Lc 21, 27). Entonces todo lo redimido por él se precipitará hacia él, con el ímpetu con que los buitres caen sobre la presa (Lc 17, 37). Entonces reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos de la humanidad y con ellos poblará los grandes espacios que van de la tierra al cielo (Mc 13, 37; Mt 24, 31).
En estas descripciones, evidentemente simbólicas, se canta el triunfo final de Cristo, esa gran recapitulación de todo en él, que describiera san Pablo y en la que soñara tanto Teilhard de Chardin. Esta ascensión que los apóstoles acaban de presenciar, es como un preludio, un anuncio de ese día en que Cristo enseñoreará sobre toda la realidad.
Volvieron con alegría
Lucas concluye su relato afirmando que los discípulos volvieron a Jerusalén llenos de alegría. Al fin comenzaban a comprender. Quizá en el camino se repetían unos a otros antiguas palabras de Jesús. Si vosotros me amarais —les había dicho— os alegraríais de que vaya al Padre (Jn 14, 28). Y también: Cuando de nuevo os vea, se alegrará vuestro corazón y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría (Jn 16, 22).
Empezaban a entender. Ahora comprendían hasta qué punto Jesús había derrotado a la muerte. Ahora descubrían que su Maestro era el gran autor de la vida (Hech 3, 15), tal y como, pocos días más tarde, proclamaría san Pedro en su primer sermón a los judíos.
Descubrían que hay dos existencias: la común de los hombres y aquella otra en la que Jesús había entrado ahora y en la que ellos, de algún modo, podían participar adhiriéndose a él. El misterio de la redención comenzaba a abrirse paso en sus cabezas. Recordaban que Jesús dijo a los judíos: Moriréis en vuestros pecados sino creyerais que yo soy (Jn 8, 24). Este «Yo soy», que no habían penetrado al oírlo, lo entendían ahora: Jesús no sólo vivía, Jesús «era», poseía una existencia más alta y definitiva que la provisional de los hombres. Esta nueva existencia de la que en estos últimos cuarenta días les había mostrado algunos retazos.
Ahora se daban cuenta de que ese «yo soy» había sido una de las claves de la predicación de Jesús sobre sí mismo. Mucho antes de que la muerte apareciera en su horizonte, había proclamado de manera sorprendente esta existencia suya y lo había hecho con el mismo lenguaje con que los profetas hablaban de la existencia eterna de Yahvé. Jesús hablaba de su vida como de una zarza que ardía y ardía sin consumirse jamás.
Incluso en los momentos de mayor abatimiento, cuando parecía que la muerte copaba ya todo su horizonte de hombre, había proclamado y reivindicado para sí una existencia invencible: Antes de que Abrahán existiera yo soy (Jn 8, 58). Y cuando la muerte estaba ya encima, en la terrible víspera del jueves, no había vacilado en sus palabras. Al contrario, había pintado la muerte como una puerta para la manifestación de su ser verdadero y total: Y ahora, Padre, glorificame delante de ti con la misma gloria que tuve delante de ti antes de que el mundo existiera (Jn 17, 5). Al fin entendían aquellas palabras que en la última cena sólo les desconcertaron. Porque ahora habían visto un retazo de esa gloria y de esa vida inmortal. Hoy no sólo sospechan, sino que saben ya que ese hombre que estuvo entre ellos era mucho más que un hombre. Comienzan a vislumbrar lo que la venida del Espíritu aclarará del todo: la doble, tremenda realidad de un ser, al mismo tiempo humano y divino.
Pablo, pocos años después, conocería ya toda esta honda realidad y la describiría así:
Este Hijo es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados y las potestades. Y todo fue creado por él y para él. El es antes que todo y todo subsiste en él. El es la cabeza del cuerpo de la Iglesia; él es el principio, el primogénito de los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas (Col 1, 15-20).
De toda esta desbordante realidad sólo ahora, al verle resucitar y subir triunfante hacia el Padre, habían comenzado a entender algo. Por eso su alegría era mayor que la tristeza de creerse abandonados.
Y es que, por primera vez en sus vidas, sabían plenamente que eran felices... Aquel ardiente deseo que había orientado todas sus búsquedas estaba saciado. Y entendían por fin aquello que pocos años después formularía a la perfección san Ignacio de Antioquía: que
hay una sola cosa importante en la vida: haber encontrado a Cristo para la verdadera vida.