Eran poco más de las tres de la tarde cuando Jesús inclinó la cabeza y murió. Los que le amaban se habían estremecido al oír su último grito. Y aun los soldados, indiferentes, habían conocido unos segundos de emoción. Era el final. La mano de Juan se hizo más cálida sobre el hombro de María y sintió cómo ella temblaba. Oyó un gemido sordo de Magdalena, luego un llanto que parecía no tener fin. Ninguno de ellos entendía nada. Se sentían vacíos. Sus cabezas se negaban a pensar. El mundo, las cosas, la vida, parecían haber perdido todo su sentido. Estaban asombrados de seguir viviendo cuando todo se hundía.
Fue entonces cuando oyeron el trueno bajo sus pies. Un ruido sordo primero, tremendo después, semejante al galopar desbocado de una manada de búfalos que huyera de estampida bajo la tierra. También lo percibieron el centurión y los soldados que custodiaban las cruces. Sus manos corrieron, por instinto, hacia sus armas y se pusieron en pie, alarmados.
Los evangelistas hablan de un temblor de tierra que se produjo en este mismo momento. Los incrédulos pensarán que se trata de una coreografía teatral añadida para dar resalte a la escena. Al creyente no le extrañará que la tierra se agitase con la muerte de su autor. Aquella muerte era, a la vez, una catástrofe cósmica y el parto infinito de una nueva realidad que iba más allá de las almas y llegaba hasta el campo de una naturaleza, encadenada hasta entonces al pecado. No es raro que el mundo gritase como un animal herido.
San Mateo puntualiza que la tierra tembló y las peñas se hundieron y los monumentos funerarios se abrieron (27, 52-53). Ya desde el siglo IV tenemos documentos que llaman la atención sobre una hendidura en la roca del Calvario y la atribuyen al terremoto sucedido en el instante de la muerte de Jesús. Aún hoy puede verse esa abertura en la basílica del santo sepulcro.
El centurión
Marcos nos cuenta que el primer fruto de la redención se produjo en el corazón del centurión que había dirigido el piquete de soldados encargados de crucificar a Jesús. No es difícil entender los sentimientos de este hombre. Algo más culto que sus compañeros, había observado con atención cuanto ocurría. El era testigo de muchas ejecuciones, pero tenía que reconocer que ésta era completamente distinta de las otras. Marcos señala que había observado a Jesús de cerca, estaba de pie frente a él (15, 39). Probablemente antes asistió a gran parte del juicio ante Pilato y conocía las dudas y vacilaciones del procurador. Había escuchado cómo sus enemigos le acusaban de presentarse como Hijo de Dios. Y aunque, sin duda, en un primer momento, la idea debió de parecerle propia de un demente, observó luego la paciencia con que aceptó los tormentos, la dulzura con que se dirigió a las mujeres camino de la cruz; vio cómo se olvidaba de sí mismo para preocuparse de su madre; le escuchó perdonar a sus enemigos. Y todo esto fue tocando su corazón, primero con la sospecha, luego con la duda, hasta preguntarse a sí mismo si no habría algo de verdad en aquello que sus enemigos presentaban como una pretensión blasfema.
Cuando, luego, coincidiendo con el momento justo de su muerte, oyó temblar la tierra, vio resquebrajarse la misma roca del Calvario, sus miedos y sospechas se multiplicaron, y comenzó a surgir dentro de él algo muy parecido a una certeza. Y no pudo evitar el que se le escapara una frase —que debió decir muy alto, de modo que fuera oída por alguno de los seguidores de Jesús— en la que confesaba: Verdaderamente este hombre era hijo de Dios (Mc 15, 39).
Naturalmente, no
podemos tomar esta frase como una confesión teológica sobre la naturaleza de
Cristo. Hubiera sido absolutamente inverosimil en un pagano. Si su frase fue
literalmente la que trasmite Marcos, el sentido obvio es el que recoge Lucas:
Realmente este hombre era justo (Le 23, 47). Nosotros habríamos
dicho: es un hombre bueno. Pero no podemos olvidar que cada hombre confiesa a
Dios con su lenguaje. Y que es cierto —según se ha escrito— que tal
vez un obrero confiesa más la divinidad de Cristo diciendo que Jesús era bueno;
que un burgués afirmando que era Dios.
También san Lucas nos habla de la impresión que esta muerte y ese terremoto causó en las gentes que aún merodeaban en torno a la cruz: Y todas las turbas allí reunidas para este espectáculo, considerando las cosas que habían acaecido, se volvían golpeando los pechos (23, 48). La frase, evidentemente no ha de tomarse al pie de la letra: es sabido que, en Lucas, la palabra «todas» nunca tiene ese sentido de totalidad.
Sabemos, por lo demás, que no fue precisamente de conversión la actitud de los enemigos de Cristo. Ni después de muerto descansaron. Quizá los mismos prodigios que acompañaron su muerte aumentaron su temor, les hicieron pensar que la batalla aún no estaba plenamente ganada y recordaron que aún tenían algo que hacer: deberían vigilar la tumba de este cadáver que aún podía ganarles batallas después de muerto.
No así la gente sencilla: poseídos de un temor más supersticioso que religioso, muchos, ante el terremoto, comenzaron a pensar que tal vez se habían equivocado tomando de alguna manera parte en la muerte de este hombre. ¿Y si era realmente, como decía, un enviado de Dios? El miedo fue más fuerte que ellos; huyeron del Calvario, pero al mismo tiempo iban haciendo gestos de perdón se golpeaban los pechos— con una mezcla de fanatismo y de arrepentimiento.
El velo del templo
Otro suceso muy llamativo nos certifican los evangelistas como ocurrido en el momento de la muerte de Jesús: el velo del santuario se rasgó en dos de arriba abajo (Mt 27, 51).
¿Estamos ante un hecho real o ante un símbolo? Para los israelitas el templo no era simplemente un edificio en el que el pueblo se reunía para el culto, era verdadera y realmente el lugar donde moraba la divinidad. Una divinidad que consideraban inaccesible y misteriosa. Por ello una gran cortina separaba el vestíbulo del lugar santo y aun otra segunda cortina distanciaba esta parte del templo del llamado santo de los santos que se consideraba la morada propiamente dicha de Yahvé. El pueblo jamás cruzaba estas cortinas y sólo los sacerdotes, en circunstancias especiales, podían hacerlo.
Se trataba de cortinas especialmente suntuosas. Josefo nos dice que la exterior era un tapiz de Babilonia, con brocado de lino azul fino, de escarlata también y de púrpura, hermoseado con maravillosa destreza. Esta cortina podía ser contemplada desde fuera por los fieles que acudían a rezar al templo. No ocurría lo mismo con la interior, que también es citada por Josefo, quien, sin embargo, no la describe, ya que probablemente tampoco él pudo nunca verla, pero que, sin duda, era aún más rica que la exterior.
¿A cuál de estas dos cortinas se refieren los evangelistas? No lo sabemos. Muchos exegetas, buscando el simbolismo, piensan que a la interior, pues eso expresaría mejor hasta qué punto la antigua ley y el anterior culto habían quedado abrogados. Pero es muy probable que, de tratarse de la interior, los sacerdotes hubieran ocultado la noticia, mientras que los evangelistas parecen referirse a un hecho que pudo ser visto y conocido por todos.
Si así fue, la multitud tuvo que ver en esto un signo terrible. El terremoto que habría acompañado la muerte de Jesús podía tener mil explicaciones naturales: pudo ser una simple coincidencia. Pero un terremoto no rasga una cortina. Quienes lo contemplaran, no pudieron menos de ver en ello un signo de la cólera de Dios. E intuyeron quizá que un mundo se cerraba para nacer otro distinto.
El discípulo secreto
Mientras tanto, en el Calvario el pequeño grupo fiel a Jesús comenzaba a preguntarse qué debía hacer ahora. Muerto el Maestro, querían tener al menos su cadáver. Pero sabían que, de no mediar alguien que tuviera influjo, los cuerpos de los ajusticiados iban siempre a la fosa común. ¿Ni este consuelo tendrían?
Aparece en este momento junto a la cruz un personaje de quien no nos habían hablado antes los evangelistas: José de Arimatea. Era éste un miembro distinguido del sanedrín, sin duda uno de los ancianos. Los evangelistas sólo nos dicen de él, aparte de su nombre y de su origen (Arimatea, la actual Rentis, al nordeste de Lidda), que era hombre bueno y justo y que no había tomado parte en la acción del sanedrín contra Jesús. ¿Por qué no asistió a la precipitadamente convocada sesión o por qué, si, participó en ella, votó a favor de Jesús? Tampoco lo sabemos.
Sabemos, sí, que era discípulo de Jesús, aunque lo ocultaba por miedo a los judíos. No era un convertido de última hora, sino alguien que buscaba el reino de Dios (Lc 23, 51), es decir, alguien que de algún modo había seguido la predicación de Jesús.
Y fue este José de Arimatea quien se ofreció para solucionar el problema que resultaba insoluble para Juan y María. El tenía, y precisamente a sólo cuarenta metros del calvario, un jardín en el que acababa de abrir recientemente una sepultura para él y los suyos. ¿Qué mejor que ofrecérsela a aquel Maestro a quien admiraba? Además, él contaba con personalidad suficiente para presentarse ante Pilato y pedirle el cuerpo del ajusticiado.
Así lo hizo. Olvidándose de su condición de saduceo y de dirigente religioso del pueblo, que le obligaba a estar a aquella hora en el templo, se dirigió a la fortaleza del pagano y, sin pensar que con ello podía quedar impuro para la celebración del sábado que estaba a punto de comenzar, pidió audiencia con el gobernador que, dada la alcurnia del solicitante, la concedió inmediatamente.
Qué razones expuso José ante el gobernador, no lo sabemos. Quizá, arrojados ya por la borda todos los miedos, se presentó abiertamente como discípulo del ejecutado. O tal vez esgrimió simplemente razones de humanidad, de solidaridad nacional con el muerto.
Los romanos tenían como costumbre dejar a los crucificados en las cruces para que sus cuerpos fueran pastos de chacales o buitres. Pero sabían bien que esto era una ofensa impensable para los judíos: un cadáver hacía impuros los alrededores. Y el escándalo se multiplicaba si este cadáver se exponía en día de sábado.
Por ello se sentía dispuesto a aceptar que se le enterrara antes de que el sol se pusiera y comenzara, con ello, la solemnidad sabática. Unicamente le maravilló que Jesús hubiera muerto tan pronto. Quizá Pilato esperaba aún que algo prodigioso ocurriría con él. Aquel ir y venir en el juicio le había dejado intranquilo y su miedo supersticioso se mezclaba a una especie de secreta esperanza de que la muerte no llegaría a ocurrir. Además hacía muy pocas horas que había tenido a Jesús ante sí en aquella misma sala en la que ahora conversaba con José de Arimatea y no terminaba de convencerse de que la muerte fuera un hecho concluido. Quiso cerciorarse y envió a llamar al centurión para que certificase lo que aquel anciano aseguraba. Y cuando el soldado, de regreso ya al pretorio, confirmó la muerte, Pilato no vaciló en conceder a Arimatea lo que le pedía. Y el gobernador no supo si entristecerse o alegrarse por aquella muerte. Mas bien se sentía liberado: acertada o equivocadamente aquella era una página que definitivamente se cerraba en su vida.
La lanzada
Mientras tanto, también los sacerdotes habían comenzado a preocuparse en el Calvario, al ver que la tarde se ponía y los ladrones no daban señales de ir a morir pronto. Si el sol llegaba a ocultarse estando vivos, ya no podría desclavárseles hasta la madrugada del domingo y la sombra macabra de sus cadáveres colgados amargaría la fiesta de cuantos pasaran por el camino hacia la ciudad. Había que hacer algo. Faltaban menos de dos horas para la puesta del sol.
Pidieron, pues, a los soldados que, como solían, quebraran las piernas a los crucificados, para acelerar la muerte. Era este un gesto en el que se unían la piedad y la barbarie. La piedad, porque se abreviaba la agonía; la barbarie, por el modo en que se realizaba. El crurifragio no era, como se ve en algunas de nuestras esculturas, una simple incisión en las piernas de los condenados, era literalmente destrozar a palos los huesos de las piernas sujetas a la cruz. Al hacerlo, todo el peso del crucificado cargaba sobre sus brazos y constreñía los músculos del pecho, con lo que la asfixia se hacía insoportable y la muerte ocurría en pocos minutos.
Afortunadamente, los encargados de la crucifixión eran expertos en esta brutalidad y bastaron dos golpes para quebrar las dos piernasdel primero de los crucificados. E inmediatamente todos los presentes vieron cómo su cuerpo se desplomaba, cómo su pecho gemía, cómo se abría su boca y se tensaba su nariz buscando el aire que huía de sus pulmones.
Era el turno de Jesús. Y alguien, con un resto de piedad, dijo que aquella brutalidad era ya inútil e innecesaria: el reo estaba muerto. Ocurrió entonces algo insólito, inesperado, algo realmente misterioso. Tal vez uno de los soldados no terminaba de fiarse de que estuviera muerto y no quiso que hubiera posibilidad ninguna de duda. Se echó atrás, tomó puntería y dirigió su lanza contra el pecho de Jesús. La hoja penetró entre la quinta y la sexta costilla, se abrió paso a través de la pleura, atravesó el pulmón y el pericardio, llegó hasta la aurícula derecha y quedó vibrando el palo por el efecto del golpe.
Y entonces ocurrió algo también desconcertante. Los muertos no sangran, pero la aurícula derecha del corazón humano encierra, aun después de la muerte, sangre líquida. Y la envoltura exterior contiene un líquido acuoso llamado hidropericardio. Por eso, cuando el soldado retiró la lanza, se vio salir de la herida un último chorro de sangre y agua, que corrieron a lo largo de todo el cuerpo.
De no haber muerto el reo, habría bastado este solo golpe para matarle: la herida fue de hecho tan grande que, tras la resurrección Jesús invitaría al incrédulo Tomás a introducir en ella su mano (Jn 20, 25-27).
¿Tienen esa sangre y ese agua postreras algún sentido misterioso, simbólico? San Juan no nos lo aclara. Pero el tono con que describe la escena muestra que él consideraba importante el suceso ya que lo rubrica con su más solemne testimonio: Y el que lo ha visto lo ha testificado y su testimonio es verídico, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis (19,35).
Hoy los científicos se inclinan a ver el hecho como algo simplemente natural. Y es muy probable que el énfasis de san Juan se refiera simplemente a la certeza de la muerte de Jesús, que quedaba rubricada con aquel último golpe de lanza. O que quisiera recordar que aquella era la sangre de la alianza anunciada por Jesús (Mt 26, 28) y aquel agua el bautismo con el que también había anunciado que sería bautizado. Porque quien no naciere de agua y espíritu no puede entrar en el reino de los cielos (Jn 3, 5).
El descendimiento
Cuando José de Arimatea llegó con el permiso para desclavar a Jesús y enterrarse, debían de ser ya las cuatro y media de la tarde. Tenían que darse prisa si querían hacerlo antes de que se pusiera el sol.
Paradójicamente iban a ser dos extraños quienes llevaron a cabo lo principal de esta dulce tarea. Pedro, Andrés, todos los que la víspera anterior habían discutido largamente quién de ellos quería más a Jesús, estaban ahora lejos. Iban a ser un saduceo —Arimatea— y un fariseo —Nicodemo— quienes se encargaran de desclavarle y embalsamarle.
José de Arimatea había traído consigo nada menos que cien libras de una mezcla de mirra y áloe. Era un rico y le gustaba hacer las cosas a lo grande. Sin embargo las tres Marías no parecían estar muy satisfechas de no poder hacerlo a su gusto y con sus medios. Hablaron de ir a la ciudad a comprar otros ungüentos, pero alguien les disuadió asegurándoles que, cuando regresaran, sería ya tarde. Prometieron volver el lunes a completar lo que ahora se veían obligadas a hacer de cualquier manera, precipitadamente. Juan sentía una cierta vergüenza al ver que, del grupo de los doce, sólo estaba él. Recordó las palabras del Maestro que habló un día de que al herir al pastor se dispersaban las ovejas.
La tarea de desclavar al reo era difícil y delicada. Tenía que hacerse lentamente si se quería tratar con mimo al cadáver. Y el pequeño grupo de los amigos de Jesús se movía en torno a él de puntillas, como si estuviera dormido y pudiera despertarse.
Comenzaron por quitarle los clavos de los pies y, tras hacerlo, las dos piernas cayeron de golpe y oscilaron un momento. Tocaban sus heridas con vendas, como acariciándole. Vino luego la tarea de desencajar el travesaño horizontal con Jesús aún clavado. Cuidadosamente lo sacaron de la muesca y, mimosamente, descendieron cuerpo y travesaño, que parecían horriblemente pesados. Ya en el suelo, sacaron los clavos de las manos, y todo el cuerpo reposó sobre la roca. Probablemente hubo alguna dificultad en adosar los brazos al cuerpo: los músculos estaban ya endurecidos después de tres horas en posición horizontal. Y, además, la rigidez comenzaba a manifestarse.
Juan trató de mantener alejada a María, pero, cuando el cuerpo estuvo ya en tierra, no pudo impedir que ella corriera hacia él. Se sentó en el suelo junto a su cabeza y comenzó a limpiar su rostro, mientras José de Arimatea y Nicodemo lavaban su cuerpo ensangrentado con esponjas. Aquel cuerpo era ya una pobre cosa desvalida, que se dejaba manejar y voltear mientras lo lavaban. Parecía imposible que fuera el mismo cuerpo de aquel Maestro a quien tanto habían amado. Presionaron en sus párpados para cerrar sus ojos y, en ese momento, tuvieron la impresión de que el mundo acabara de oscurecerse. Nadie hablaba, nadie lloraba ya. Su ternura era aún más grande que su tristeza. Limpiaban sus miembros como si fueran los de un niño. Les parecía soñar. Dentro de ellos algo les decía que el Maestro iba a despertarse de un momento a otro.
Cuando le hubieron lavado, lo colocaron sobre una sábana fuerte con la que le envolvieron. Luego, los tres varones cargaron con el cuerpo y caminaron, seguidos por las mujeres, los cuarenta metros que les separaban del sepulcro.
La unción
Cuando llegaron ante la roca en que se abría el sepulcro, se detuvieron de nuevo y dejaron piadosamente el cuerpo sobre la hierba del jardín. Comenzaron entonces el rito de la unción. Frotaban fuertemente cada parte del cuerpo con los perfumes traídos por José de Arimatea. Ayudarían —pensaban— a retrasar la corrupción de aquel cuerpo querido. Su cabeza estaba demasiado cansada para pensar que pudiera ocurrir cualquier otra cosa.
Sacaron luego los rollos que había traído también José y comenzaron a envolver cada uno de sus miembros. Las mujeres impregnaban primero la cinta en los ungüentos y, luego, la enrollaban fuertemente como un vendaje. Finalmente envolvieron de nuevo el cuerpo en la sábana con que lo habían traído y la ataron con tres cintas, a la altura de los tobillos, de la cintura y del cuello. No se quedaban satisfechas de aquello que hacían con más prisa de la que hubieran deseado. Pensaban que el domingo rematarían lo que ahora hacían a medias.
La tumba
Olía aún a nueva. No era difícil taladrar la roca, dado que la piedra de aquellos alrededores es blanda, caliza. Estaba abierta al lado de una colinilla de unos cuatro metros que miraba a la puerta de Genath. Cuando entraron, iluminados con antorchas, para prepararla, vieron que desde la entrada hasta el fondo tenía unos cinco metros. Del suelo al techo medía dos metros y, de pared a pared, un metro ochenta.
Era una tumba de rico, pero, dentro de ello, modesta. José de Arimatea la había construido para él y los suyos. Contaba con dos diminutas habitaciones. La exterior, tenía unos dos por dos metros y, en frente de la puerta de entrada, una segunda puertecilla, de sólo un metro de altura, conducía a la habitación interior, que era la tumba propiamente dicha. En las paredes de esta segunda habitación, había un par de nichos excavados en la roca, con el tamaño justo para un cuerpo de adulto.
Cuando comprobaron que todo estaba en orden, regresaron al exterior e hicieron lo que era costumbre entre los judíos. Levantaron el sudario de Jesús y colocaron bajo su nariz una pluma de ave. Esperaron cerca de quince minutos. Si en ellos la pluma no se movía, tendrían la certeza de que el alma había abandonado ya el cuerpo del muerto. La pluma no se movió.
A aquella hora, en el templo estaban encendiendo ya miles de lámparas antes de que comenzara el gran sábado, doblemente festivo. En todas las casas de Jerusalén ardían también las lámparas que estaba prohibido encender una vez que el sábado comenzase.
Los componentes del pequeño grupo que enterraba a Jesús se miraron unos a otros y, con los ojos, se dijeron que debían darse prisa: el sol estaba ocultándose en el horizonte. Los tres hombres tomaron el cuerpo de Jesús con cuidado, como si pudiera romperse, y lo introdujeron, agachándose mucho para pasar por el orificio que comunicaba las dos cámaras, en el compartimento interior. Lo depositaron en el nicho de la derecha. El cuerpo quedaba mirando hacia Jerusalén y el nicho estaba tallado de manera que la cabeza quedara un poco más alta que el resto del cuerpo. Colocaron piadosamente el sudario sobre su rostro cubierto de vendajes. El fuerte olor de los perfumes mareaba casi en la diminuta habitación y las figuras oscilaban al moverse los velones que las mujeres sostenían.
Luego, los tres hombres salieron del pequeño interior, para que pudieran entrar las mujeres. Lo hizo María la primera. Quería ver por última vez el rostro amado y levantó piadosamente el sudario que lo cubría. Se inclinó sobre él y permaneció mucho tiempo con su rostro pegado al ya frío del muerto. Todos contenían las lágrimas y la respiración. Se admiraban casi de no poder llorar ya. Al fin, alguien tocó a María en el hombro y ella obedeció con esfuerzo, como si le costase despegarse del rostro de su hijo. Aún volvió los ojos desde la puerta y su sombra caía sobre el rostro del cadáver. Después la luz se alejó y María salió con sus compañeros, que se apretaban los unos a los otros como si tuvieran frío. Sobre el cuerpo de Jesús descendió definitivamente la oscuridad.
Procedieron a cerrar la puerta. Había junto a ella una especie de rueda de molino de metro y medio de diámetro y un espesor entre veinte y veinticinco centímetros. Estaba asentada en una ranura curva, calzada con otro gran trozo de roca. Uno de los hombres empujó la rueda de piedra para que otro quitara la piedra que la calzaba y, luego, tratando de frenarla en su caída, la dejaron que se deslizara por el canalillo curvo en que se asentaba. Giró la piedra hasta cubrir completamente la puerta, y, de nuevo, la calzaron con piedras para que no se moviera.
Eran ya casi las seis de la tarde y el sol se había puesto tras los montes cercanos, pero aún se veía su luz iluminando las crestas. Las mujeres se quedaron mirando largemente la piedra que cerraba la tumba, con una sensación de impotencia. José y Nicodemo comenzaron a recoger los tarros de perfume ya vacíos y las tiras de lienzo que habían sobrado. Soplaba un viento fresco, que traía desde la ciudad el sonido de las trompetas que anunciaban el comienzo del sábado. Era hora de irse. Juan tuvo casi que empujar a las mujeres que parecían clavadas en el suelo. Echaron al fin a andar perezosamente, en silencio, como si estuvieran en un país extranjero, en un mundo extraño, como si todo estuviera muerto dentro de ellas.
Guardias para la tumba
Pero aún no dormían los enemigos de Jesús. Los sacerdotes, al regresar del oficio vespertino, se habían reunido en el patio de la casa de Anás, donde hacía sólo veinte horas celebraron el proceso de Jesús. Les parecía que entre una visita y otra hubiera transcurrido una eternidad. Comentaban los avatares de la jornada y una risa nerviosa les poseía. Les había costado trabajo domeñar a Pilato, pero al fin había firmado, el muy cobarde. Se frotaban las manos. Aquel era un tema liquidado.
La reunión se alteró por un momento cuanto alguien llegó para contar el escándalo del día: hablaba con horror, como si se tratase de un horrendo pecado. Pecado que, además, había sido cometido por dos personas ilustres, dos de su grupo. El que lo contaba lo hacía como si aún no pudiera creer lo que sus ojos habían visto. Nada menos que José de Arimatea y Nicodemo se habían pasado al bando de Jesús. Incluso el primero de ellos había cedido su propio sepulcro para enterrar a aquel blasfemo. Agitaban las manos, se mesaban las barbas, gritaban su escándalo. Alguien aducía que ya varias veces habían dado los dos ocasión de sospechar de su herejía.
Anás, el viejo zorro, escuchaba mucho menos escandalizado. Estaba sobradamente acostumbrado a ver la herejía entre los mismos miembros del sanedrín. Se limitaba a sentirse aún más justificado al comprobar lo necesario de esta muerte: de haber tardado más tiempo quién sabe a cuantos de los suyos habría arrastrado Jesús consigo.
Pero lo que ahora preocupaba a Anás era otra cosa: varias veces habían venido a contarle que Jesús había anunciado que moriría y que tres días después resucitaría. Mientras Jesús vivió, la idea le pareció a Anás tan absurda que ni se había detenido a pensar en ella. Ahora que estaba muerto, la idea giraba y giraba en su cabeza. Y no le dejaba descansar.
No porque creyera en la posibilidad de una resurrección. Como buen saduceo no creía en la resurrección de la carne al fin de los tiempos. Y le costaba incluso trabajo creer en la misma vida eterna.
Pero, sin embargo, el miedo era más fuerte que él y le hacía imaginarse todo tipo de desgracias. Quién sabe si esas frases de Jesús no eran la coartada que se preparaba a sí mismo, presintiendo su posible muerte. Tal vez no habían valorado suficientemente la astucia de aquel galileo. ¿Y si había dado a sus apóstoles la consigna de que, si él moría, difundieran el bulo de una resurrección, con la que resultaría mucho más invencible que en vida? Ahora los apóstoles podían robar ellos mismos el cuerpo que habían enterrado; mañana difundirían el rumor de que su Maestro había resucitado: y la superstición popular haría lo demás.
Realmente aquel hombre había embaucado a muchas personas, aunque hoy hubieran permanecido ocultas por el miedo. Pero si mañana alguien convencía a esas gentes de algo maravilloso como una resurrección del desaparecido, todo el miedo de hoy podría volver a convertirse en una fe terrible. Aquellas gentes tenían necesidad de creer en algo y se sentirían iluminadas por la idea de seguir a un vencedor de la muerte.
Cuando explicó a los suyos este temor, algunos inicialmente sonrieron. Pero, luego, poco a poco fueron contagiándose sus mutuos miedos. Y pensaron que mejor era estar, por si acaso, alerta. No tuvieran luego que lamentarlo.
Alguien sugirió entonces que ellos no debían aparecer mezclados en esto y mucho menos dar la impresión de que temían a un muerto. Pilato le había condenado, que cargara él con aquel problema hasta el final. Decidieron enviar una nueva misiva al romano.
La última ironía
Poncio comenzaba —¡por fin!— a olvidarse del Nazareno, cuando le anunciaron una nueva comisión de los sumos sacerdotes. ¿Pero es que no terminaría nunca de quitárselos de encima?
Señor —le dijeron con untuosa obsequiosidad— hemos recordado que aquel embaucador, viviendo aún, dijo: «Después de trés días resucito». Manda, pues, que quede asegurado el sepulcro hasta el día tercero, no vaya a suceder que sus discípulos roben su cuerpo y digan al pueblo: «Resucitó de entre los muertos» y sea el último engaño peor que el primero (Mt 27, 63-64). Ni siquiera mencionaban el nombre de Jesús. Les bastaba llamarle «aquel embaucador». Y veían como el peor de los engaños posibles el de que la multitud pudiera creer en la resurrección de Jesús.
Pilato, que en sus años palestinos había llegado a ser casi un experto en el pensamiento religioso judío, sintió deseos de sonreír al ver a aquellos saduceos temblando ante la idea de que alguien pudiera creer en la resurrección. ¿Pues no era una de sus ideas favoritas la de que esa resurrección era imposible? Por otro lado sabía bien que la multitud de los judíos era fanática, pero no era tan sencillo eso de hacerles creer que un muerto había resucitado. ¡Hacía falta algo más que simplemente robar un cadáver!
Y la idea de unos guardias vigilando un sepulcro le parecía un absurdo más. Pero no deseaba seguir discutiendo. Ahí tenéis guardias —dijo— id y aseguradle conforme sabéis (Mt 27, 65).
Era, en el fondo, su última ironía, su último gesto de cansancio. Pero ellos se sintieron satisfechos. Explicaron bien a los guardias su cometido, sellaron el sepulcro. Y se fueron —por fin— satisfechos.
En el frío de la noche los guardias no entendían muy bien lo que estaban haciendo. Habían visto morir a aquel hombre y ahora les pedían que vigilasen su cadáver. ¿Es que temían que pudiera volver a actuar después de muerto? Se reían, hacían chistes, se gastaban bromas con las que, en definitiva, trataban de camuflar su miedo. Tantas precauciones les hacían pensar que algo enorme se escondía detrás de aquella muerte. Pero sabían también que los muertos están muertos. Y que toda historia humana concluía cuando una gruesa piedra se cerraba tras ella.