19 La gran marcha

Era ya casi el mediodía cuando Pilato, después de firmar la sentencia de muerte, se encaminó hacia sus habitaciones. Dio orden al tribuno de que todo se hiciese como de costumbre. Y redactó personalmente lo que debía escribirse en la tablilla: «Jesús Nazareno, rey de los judíos». Luego se alejó precipitadamente.

Entre los romanos las ejecuciones tenían lugar inmediatamente después de la sentencia, por lo que en el patio del pretorio comenzó en seguida la agitación de los preparativos. El tribuno eligió a tres centuriones y encargó a cada uno de ellos el cuidado de uno de los condenados.

Porque eran tres los que debían morir aquel mismo día. Los evangelios nada nos dicen de quiénes eran los dos acompañantes de Jesús, ni de cuando habían sido condenados. Lo más probable es que hubieran sido juzgados aquella misma mañana, mientras Cristo estuvo en casa de Herodes o durante su flagelación. Era normal que procesos y ejecuciones se concentrasen para evitar trabajo y ceremonias.


Lo escrito, escrito está

Un incidente ocurrió en este momento. Fue cuando, al iniciarse los preparativos, allí mismo, en el gran patio en el que aún estaban los representantes de los sacerdotes, vieron éstos lo que se escribía en la tablilla que, según la costumbre, había de clavarse sobre la cabeza de Jesús, en la cruz. Después de pintarla de blanco, alguien estaba escribiendo con gruesas letras negras, primero en hebreo, luego en griego y finalmente en latín, la frase que denominaba al Nazareno como rey de los judíos.

Les encolerizó. Era una especie de glorificación de su enemigo. Y vieron en ella una última vengancilla —infantil, por lo demás— de Pilato.

Dialogaron entre sí y decidieron, por fin, pedir audiencia al gobernador. A ellos les hubiera gustado que el letrero presentase a Jesús como un blasfemo, que era, en definitiva, el cargo por el que ellos le habían condenado. Pero indicar eso a Pilato era exponerse a que el gobernador decidiera reabrir el proceso ya que él, evidentemente, no había basado su condena en tal acusación. Se armaron pues de su mediocre astucia y pidieron algo tan tonto como que la tablilla no dijera que Jesús era rey de los judíos, sino que se había querido hacer pasar por tal.

Pilato oyó su petición con una sonrisa amarga, recordando que nunca Jesús, en el proceso, se había presentado como un rey de este mundo. Pero estaba cansado del combate. Por otro lado no quería ceder una vez más ante aquella carnada de víboras. Y prefirió contestar secamente: Lo que escribí, escrito está. Era la primera vez que Pilato pronunciaba una frase enérgica en todo el proceso. Era su último resto de valentía. Cuando la valentía ya no era necesaria.

La «tablilla» se hizo, pues, como Pilato deseaba. Era un tablón de pino de unos sesenta centímetros de longitud por treinta de altura que se colgaba del cuello del condenado durante el camino y que luego se clavaba sobre la cruz, para que cuantos pasaran pudieran saber la razón por la que se había hecho justicia.


Los preparativos

Los demás preparativos fueron breves. El tribuno mandó sacar de la cárcel a los otros dos condenados. Ordenó preparar las raciones de comida para los soldados que habían de permanecer aquella noche al pie de las cruces. Dispuso que algunos soldados de caballería ensillasen su caballo y los de los tres centuriones. Revisó el pelotón de soldados encargado de vigilar la ejecución. Hizo llamar al verdugo especialista en la faena de crucificar. Dio orden de que sacaran los «árboles».

Afortunadamente tenemos muchas fuentes contemporáneas que nos describen con minuciosidad cómo se realizaban las crucifixiones. Y sus datos coinciden plenamente con los pocos que recogen los evangelistas.

San Juan nos informa que Jesús llevó su propia cruz (19, 17). Pero probablemente se refiere, igual que otros cronistas de la época, sólo al travesaño superior de la misma. Esta parte venía a pesar en torno a los treinta y cinco kilos. La cruz entera pesaba unos noventa.

Hoy podemos asegurar, casi con certeza, que la cruz no se llevaba armada, tal y como la ha venido pintando toda la imaginería tradicional, sino en dos trozos. Aunque discrepan aún los científicos sobre siel palo vertical estaba habitualmente clavado en el lugar de las crucifixiones o si éste era también trasportado como el horizontal. Lo que parece claro, en todo caso, es que el condenado llevaba únicamente sobre sus espaldas el leño horizontal. Pensar en que Cristo, tan debilitado como estaba, pudiera trasportar la cruz entera, parece un imposible.

Tampoco es muy seguro el modo cómo se llevaba el travesaño. Algunos investigadores señalan la posibilidad de que se atara a las dos muñecas del reo, haciéndolo reposar sobre su cuello, lo que hubiera dado un enorme dramatismo a las caídas en las que el condenado se habría golpeado en pleno rostro contra el suelo. Pero parece más verosímil la teoría de que las muñecas del condenado se ataban con una cuerda que dejaba entre ambas una distancia de una cuarta, de modo que entre ambos brazos alzados se introdujera el travesaño, que descansaba sobre el hombro derecho.

Sabemos también que en Roma era habitual que los condenados fueran hacia el patíbulo completamente desnudos. Pero que esta costumbre se modificaba en Palestina por respeto a la tradicional modestia judía. Sin embargo el centurión debió de despojar a Cristo de la grotesca clámide roja colocada durante la escena de las burlas. Y también muy probablemente de la corona de espinas, que era parte de la diversión privada de los soldados, pero no de la sentencia oficial. Ató en cambio en torno a su cintura —no en torno a su cuello— la tradicional soga de la que tiraba un soldado para arrastrar a la víctima si se resistía.

Los preparativos fueron rápidos: en realidad, todos estaban deseando terminar y una especie de pudor natural les empujaba a despachar cuanto antes aquellas muertes que, incluso en medio del espectáculo, no perdían su horror.


La comitiva

En el mismo patio del pretorio se formó la comitiva. Los soldados —dos o tres docenas, quizá una centuria— iban armados con espadas y lanzas en previsión de posibles intentos de rescate por parte de la multitud. Iban todos a pie, salvo los centuriones.

Los sacerdotes que aún permanecían en el patio —los más importantes se habían retirado una vez conseguida su victoria— dudaron un momento si acompañar a Jesús hasta el final. Temían todavía la impresión que su paso pudiera causar por las calles. Vencido como estaba, aún podía impresionar a sus seguidores. Y aquel maladado título puesto por Pilato podía ocasionar tensiones entre una multitud visionaria hambrienta del mesías-rey. Decidieron, por todo ello, acompañar al condenado hasta el final: si alguien tomaba en serio aquel letrero, ya se encargarían ellos de subrayar su sentido irónico.

El camino desde la fortaleza hasta el Gólgota era casi exactamente de mil pasos romanos, algo menos de los novecientos metros. Las crucifixiones tenían lugar fuera de la ciudad y cualquier sitio bien visible era bueno para ello, sin que hubiera uno fijo. Teóricamente, si el cortejo hubiese torcido a la derecha y salido por la puerta del pez, habrían estado fuera de la ciudad con caminar menos de doscientos metros. Pero los romanos querían dar a las ejecuciones un sentido ejemplar y preferían que los condenados cruzasen por las calles más populosas para ser vistos por todos. Eligieron, por ello, el camino más largo, el que lleva hacia abajo adentrándose en el Tiropeón y sube luego hacia la derecha en dirección oeste para ganar la puerta de Efraín.

Era ésta una zona muy populosa de la ciudad. Muchas de sus calles daban directamente sobre el templo o desembocaban en las dos grandes puertas de acceso a la ciudad. A derecha e izquierda se abrían innumerables tiendas y bazares en una especie de mercado permanente. Mesas y tenderetes invadían la estrecha calzada y una multitud curiosa —sobre todo en estas fechas de la pascua— burbujeaba constantemente en ella como en un mercado.

El sol estaba ahora en todo lo alto y caía a plomo sobre las espaldas de la comitiva. Las gentes se asomaban a las bajas terrazas para contemplar el tétrico cortejo y tratar de leer las inscripciones que resumían la culpabilidad de los condenados. Los caballos que abrían marcha se las deseaban para apartar la marea de curiosos, atraída por el sonido de la trompeta que anunciaba el paso del cortejo. Las gentes se apretujaban contra las paredes para dejar paso. Discutían a gritos la culpabilidad o inocencia de los reos e increpaban, según sus conclusiones, a éstos o a los soldados que los conducían. Los legionarios con las puntas de las lanzas apartaban a los más entrometidos.


Tercera estación

En medio iba Jesús, asfixiado casi por el peso del madero que aplastaba sus pulmones ya malheridos por los golpes. Había momentos en que creía perder el conocimiento. Bailaban ante sus ojos las paredes de las casas y los rostros de la multitud que aullaba. Oía sus gritos, pero no lograba comprenderlos. A veces le parecía percibir un acento galileo y durante una ráfaga de segundo su cabeza se poblaba de imágenes: el dulce lago, las calles de su aldea, su madre, la gente escuchando su palabra en el monte. Todo le parecía terriblemente lejano. Ahora sólo el horizonte de la muerte, que le aterraba como a cualquier ser humano. Le gustaba vivir. Se sentía bien en esta tierra de hombres. Amaba cuanto le rodeaba: el sol, el agua, la compañía. Pero todo parecía borrarse definitivamente. Como hombre, él había concluido. Dentro de unas pocas horas habría terminado de beber su cáliz de dolor y su cabeza caería definitivamente sobre un pecho dolorido. Le hubiera gustado que todo terminara de otro modo. Pero sabía muy bien que no había otro. El pecado del mundo había cerrado todas las otras posibles salidas. En realidad, éste había sido el horizonte de toda su vida, lo que le había impedido gozar plenamente de su humanidad. Se había hecho hombre para esto. Pero quizá esperaba un poco más de fruto visible. Alguien que le acompañara en esta hora entre la jauría que le acosaba. Se sentía desoladoramente solo. Tenía miedo de que tanto dolor no sirviera para nada. Y esta soledad era la más amarga de las gotas del cáliz que bebía.

Esa angustia le debilitaba aún más que los latigazos. De nuevo comenzó a temer que perdería el conocimiento. Tenía la sensación de que sus pies flotaban. No encontraba el suelo al ir a posarlos. Oyó el grito del centurión que le mandaba seguir adelante. Y vió rostros y casas y soles y caballos y lanzas y mercados bailando. Y percibió cómo el suelo se precipitaba contra su rostro, el madero se golpeó contra el suelo, cayó sobre su hombro, sintió como una quemadura en la rodilla derecha, luego perdió el conocimiento por unas décimas de segundo hasta que le despertó la cuerda que, a tirones, hería su cintura.

Nada dicen los textos evangélicos de las caídas de Jesús, pero la tradición más antigua de la Iglesia ha señalado que por tres veces conoció el Señor la dureza del suelo. Ciertamente, más tarde el centurión percibiría en Jesús señales de debilidad que le inducirían a buscarle una ayuda. Esa señal pudo muy bien ser esta caída.

¿Cómo encuentras esta tierra que tú mismo creaste? pregunta el poeta Claudel. En verdad que ser hombre es medir la tierra, conocerla como es, piedra a piedra, descubrir que el camino de la justicia es escabroso y que incluso el del mal es pérfido y traidor. Sangran sus dos rodillas. Apenas puede levantarse: no ha dormido ni comido en toda la noche. Tiran de él. Le obligan a seguir.


Cuarta estación

Tampoco dicen nada los evangelistas de un encuentro de Jesús con su madre camino del Calvario. Pero la tradición cristiana siempre lo ha colocado tras esta primera caída. Y es, por lo demás, absolutamente verosímil. Encontraremos a María en el calvario. Parece lógica la impaciencia de una madre que corriera hacia su hijo apenas supo las noticias de aquella mañana.

Los evangelistas, que tratan todo el tema de la Virgen con una especie de pudoroso respeto, nada nos dicen de dónde estuvo María tanto en la cena del jueves, como en la mañana del viernes. Pero es muy probable que María viviera estas jornadas en casa de algunos amigos. Seguramente en la misma casa de Lázaro y sus hermanas en Betania.

¡Días tremendos en el corazón de una madre! Si los apóstoles —ciegos y obtusos como eran— percibieron la tristeza que ahogaba el alma de Jesús ¡cuánto más lo entendería María! Llevaba, en realidad, treinta años esperando —temiendo— esta hora. Ya el misterioso origen de aquel hijo le descubrió que estaba ante un destino vertiginoso, insoñable en un ser humano. ¡Un suceso así es como para llenar de temblores toda una vida! Y luego las terribles palabras de Simeón hablándole —ya sin rodeos— del dramático destino del pequeño, anunciándole la sangrienta espada que desgarraría su alma. En sus largos años de silencio rumiaba estas cosas. No terminaba de entenderlas; seguía teniéndolas, como un alimento sin digerir, en la garganta. Ese terror poblaba sus sueños. Se despertaba a veces en la noche, con un sudor frío, temiendo que «todo» hubiera sucedido ya o estuviera a las puertas. Nadie nunca jamás tuvo así durante toda una vida la espada colgada sobre su cabeza de madre.

Y ahora ya estaba aquí el dolor. Los apóstoles le contaban las alusiones de Jesús a su muerte vecina. Y ella entendía lo que ellos no se resignaban a aceptar. Probablemente estuvo María en el banquete en casa de Simón cuando Jesús anunció que la Magdalena le estaba ungiendo ya para la sepultura. Y cada una de estas frases iba introduciendo un centímetro más la espada en su corazón.

Los libros piadosos suelen contar que María siguió los pasos de Jesús este jueves y viernes santos por una especie de continua revelación. Pero Dios no hace milagros innecesarios y no tenemos el menor indicio de semejante prodigio. Aparte de que, teológicamente, no parece muy convincente: si María convivió con Jesús estas horas de redención, tuvo que hacerlo, como él, desde la soledad, desde el desamparo del Padre, que también a ella la había abandonado.

Se enteraba, pues, de los sucesos por noticias fragmentarias, por sospechas y rumores, como la madre de cualquier perseguido y condenado. Conoció el espanto de saber y no saber, la incertidumbre de las noticias confusas y sus desmentidos, la angustia del corazón que se anticipa a los hechos y los agranda.

¿Logró dormir aquella noche? Tal vez esperaba que Jesús regresaría a Betania tras la cena del jueves. Y es verosímil pensar que algunos de los criados o de las mujeres que prepararon la cena volverían a Betania contando que habían encontrado al Maestro extrañamente emocionado; que en la cena había hablado en tono de despedida; que luego se había quedado en el huerto a orar, como preparándose para algo terrible.

¿Era ya «la hora» esperada y temida? Difícilmente pudo conciliar el sueño aquella noche. Y éste se vio definitivamente turbado cuando, hacia las cuatro de la mañana, la casa se vio invadida por un huracán de ruidos y de voces: eran los apóstoles —menos Juan, Pedro y Judas— que regresaban contando aterrados lo ocurrido en el huerto. Sus narraciones eran confusas, alardeaban de haber intentado defender al Maestro, pintaban al grupo enemigo como un verdadero ejército. ¿Y Juan? ¿Y Pedro? Nada sabían de ellos. Y, en cuanto a Judas, ni a pronunciar su nombre se atrevían. Era demasiado duro reconocer que el Maestro había sido traicionado por uno de los suyos, por un amigo de quien nunca ninguno de ellos había desconfiado. En el fondo, aún no terminaban de creérselo.

¿Intentó María ir aquella misma noche al palacio de los sumos sacerdotes? Es muy posible. Y también que, piadosos, sus amigos lo impidieran. Sería mejor esperar a que regresaran Pedro y Juan.

Estos debieron de llegar con el alba. Y sus noticias no eran consoladoras. Jesús había sido condenado por los sumos sacerdotes. Aunque probablemente insistieron en que ésta era una sentencia provisional: tendría que ser revisada por Pilato. Esto aún hirió más a María. ¿Qué tenía que ver en esto el gobernador? ¿Es que, acaso, se trataba de una sentencia de muerte? Inventaron mil explicaciones. Pero no era fácil engañarla: hacía treinta años alguien le había anunciado ya esa sentencia.

Ahora no había ángeles floridos, nadie la llamaba «bendita entre las mujeres». Era otra vez la terrible soledad de los días en que José desconfiaba de ella, una soledad multiplicada: ahora era la madre de un condenado a muerte.

Podía clamar contra la injusticia. Nadie sabía mejor que ella lo absurdo de aquella acusación. Si su hijo se hacía hijo de Dios es porque lo era. Ella tenía las pruebas. Ella sabía cómo había aparecido en su seno. Pero ¿quién la creería si intentara gritarlo ante un tribunal? Su certeza no era comunicable. Si ella hablara, sólo añadiría risas al proceso. Por otro lado ¿cómo comunicar lo que ni ella misma terminaba de entender?

Jesús, además, había querido mantenerla siempre un poco lejos. Esto le dolió al principio. Sobre todo, porque no entendía muy bien el por qué. Pero ella había aceptado. Si él hubiera querido que ella interviniera, se lo habría pedido. Pero jamás le habló con claridad de su muerte. Esperaría. Si él la necesitaba, se lo haría saber. No precisaba de mensajeros para ello.

Esperó. Y la mañana se hizo eterna. Ahora las noticias eran aún más contradictorias. Pilato había dicho que no encontraba causa en él. Luego también Herodes le había reconocido inocente. A María le daban sólo la parte buena de las noticias, en parte porque los apóstoles sólo oían lo que querían oír sus esperanzas.

Y, de pronto, el mazazo: Pilato había terminado por ceder a las presiones. Le había condenado. ¿A muerte? Sí. ¿En el cruz? Sí. ¿Hoy mismo? Sí.

Ahora ya nadie pudo contener a la madre. Tomó el manto y salió al camino. Aquello era una locura, iba a sufrir inútilmente e incluso iba a aumentar los dolores de su hijo. Pero no oía razonamientos. Tenía que estar a su lado. Ella tenía un lugar al pie de aquella cruz. ¿Y si también a ella le ocurría algo? ¿Y si el populacho enloquecido se volvía contra la madre del reo? No oía, no quería oír. Juan y Magdalena salieron también corriendo tras ella.

El camino desde Betania a Jerusalén se les hizo interminable. Todo les parecía distinto. Tenían aún en los ojos las imágenes del domingo pasado cuando con Jesús habían recorrido este mismo camino en triunfo. Ahora veían la ciudad teñida de sangre. A derecha e izquierda del camino se alzaban millares de tiendas de campaña de las que salían los humos de la comida del mediodía. Quienes los vieran cruzar corriendo, mal podían sospechar la angustia que se había adueñado de aquellos tres corazones.

Cuando estuvieron ya cerca de la ciudad divisaron un gentío que se agolpaba en una de las puertas. Algo brillaba bajo el sol y tardaron unos segundos en reconocer el fulgor de las lanzas y los cascos romanos. Aceleraron la marcha, abriéndose trabajosamente paso entre la gente. Quizá Juan, señalando a María, dijo que era la madre de uno de los condenados y la masa humana se dividió con una mezcla de piedad y reprobación. «Es la madre, es la madre» se decían unos a otros y los más renunciaban por unos segundos a la brutalidad de los insultos.

Sólo una madre que haya visto morir a su primer y único hijo puede entender el dolor de esta hora. Sólo quien haya luchado contra la muerte en un lecho donde un niño se agita convulsionado por la fiebre. Sólo quien haya abrazado con terror el pequeño cadáver y le haya puesto temblorosa las limpias ropitas que lo acompañarán a la fosa. Sólo quien haya temblado oyendo ya subir por la escalera a los hombres que se llevarán, para meterlo bajo tierra, el cuerpecito que ella llevó en las entrañas. Sólo ellas, sólo ellas.

O mejor: sólo la madre de un hijo único condenado injustamente a muerte. Sólo la madre del mejor de los hijos. Sólo la mejor de las madres, la del alma más profunda, del alma más ensanchada por el amor y por el dolor como dos caballos que tirasen en direcciones opuestas. Sólo ella, sólo ella.

¿Cómo resiste su corazón? Juan tiene miedo, la aprieta contra sí, quisiera apartar de su vista la terrible imagen. Ahora se da cuenta de que se ha equivocado trayéndola. No lo va a resistir.

Pero ella está allí, entera; aterrada, pero sin desmayarse; desgarrada, pero aceptando. Todo en ella ya es un sí a la voluntad de lo alto. Lleva treinta años preparándose para este momento. Y esta preparación no hace menos dolorosa esta hora, pero sí más serena su aceptación.

Ve a su hijo. Ve los despojos que han quedado de él. Y apenas puede creerlo. Lo sabe y le parece imposible. Lleva treinta años temiéndolo y ahora se da cuenta de que sus temores se quedaron cortos.

Su imaginación se puebla de imágenes. ¿Dónde está el ángel ahora? ¿Por qué no repite ahora aquello del «llena de gracia», ahora que sólo el dolor más vertiginoso la llena? Y cuando dijo que el Señor estaría con ella ¿se refería a este encuentro? Sí, es éste su Señor. Lo sabe por la fe, porque allí no hay otro señorío visible. E Isabel ¿repetiría ahora aquel «bendita entre las mujeres» que un día le dijo? ¿Bendita o insultada, compadecida o repudiada?

¿Dónde y por qué se fueron las horas hermosas? ¿Qué se hizo de la paz de Nazaret, de los días alegres cuando él era niño? ¿En qué paró el entusiasmo de los que le seguían, el apasionado amor de sus apóstoles, la entrega de quienes querían proclamarle rey? Se pregunta si soñó entonces o si es ahora cuando sueña. Ambas cosas no pueden ser a la vez verdaderas.

También el hijo ha visto ya a la madre. Y es ahora él quien quisiera esconderse. Si tuviera las manos sueltas se limpiaría el rostro y se alisaría el cabello para que ella no le viera como está. Hace un esfuerzo por enderezarse. Y es como si, ante el dolor de ella, todos sus dolores hubieran desaparecido.

Se miran. Y en la mirada se abrazan sus almas. Y el dolor de los dos disminuye al saberse acompañados. Y el dolor de los dos crece al saber que el otro sufre. Y luego los dos se olvidan de sus dolores para unirse en la aceptación. Es ahí —en la común entrega— donde se sienten verdadera y definitivamente unidos. Lo que en realidad distingue a estos dos corazones de todos cuantos han existido no es la plenitud de su dolor, sino la plenitud de su entrega. Quizá otros han sufrido tanto como ellos, pero nadie lo hizo tan amorosa y voluntariamente.

María recuerda seguramente otras palabras misteriosas que ahora entiende por primera vez en plenitud: fue en Caná. Ella, conmovida por los apuros de la pareja recién casada, había querido empujarle hacia el milagro. Y él había respondido con una frase que entonces casi le había dolido: ¿Qué tenemos que ver tú y yo? Aún no ha llegado mi hora. Se sintió rechazada. Como si hubiera querido entrar en un terreno que no fuera el suyo. Ahora lo entendía: éste era su sitio, ésta era su hora. Su vocación no eran los milagros, sino acompañar en el dolor y la entrega. Esa, y no otra, es su gloria. Hubiera sonreído aceptando, si éste fuera tiempo de sonrisas. Por eso los dos callan, se miran, entienden.

El centurión interrumpe el abrazo de las almas que ha durado pocas décimas de segundo. «Adelante», grita. Y el hijo se va de los ojos de la madre que ahora tiende las manos hacia él, como intentando el abrazo que no ha podido darle.


El cirineo

Cuando la vista de la madre es arrebatada de sus ojos, se diría que el prisionero se viene abajo. Ha hecho un esfuerzo sobrehumano por aparecer entero ante ella y ahora todo se resquebraja en su interior. Sus pies vacilan. ¿Va a caer de nuevo? El centurión se acerca a él y examina su rostro. Ve los ojos perdidos, los labios temblorosos como a punto de un síncope. Teme que pueda morírsele allí mismo, en el camino. Esto sería un grave error que podría disgustar a Pilato: los romanos aman que la justicia —lo que llaman «justicia»— se cumpla enteramente. El reo debe llegar a la cruz y morir en ella, como está ordenado.

Gira, pues, sus ojos en derredor. Necesita alguien que cargue con el travesaño de la cruz y que alivie por unos momentos al hundido. ¿Un soldado? No se atreve a pedirlo: llevar la cruz del reo es participar de algún modo en su castigo y, por tanto, en su culpa. Era considerado, por ello, algo degradante.

¡Si hubiera algún voluntario! El centurión no logra encontrar en torno suyo ningunos ojos compasivos. Ve entonces llegar, en dirección contraria a la que ellos llevan, a un campesino con sus herramientas al hombro. «¡Eh, tú!» le grita. Y, antes de que él pueda enterarse de lo que sucede, se siente empujado por dos soldados al centro de la comitiva, mientras otros dos echan sobre su hombro el travesaño de la cruz que acaban de descargar de los del condenado. Trata por un momento de zafarse, pero las lanzas que le amenazan le incitan a guardar silencio y a comerse sus maldiciones. Lanza una mirada colérica sobre el condenado, pero un empujón de los soldados le obliga a ponerse en camino.

¿Quién es este hombre? Los evangelistas resultan aquí curiosamente bien informados. Trasmiten no sólo su nombre, sino también el de su tierra natal y los de sus hijos. Se llamaba Simón y era de Cirene, la ciudad norteafricana a mitad de camino entre Egipto y Cartago. La historia atestigua que había en toda la región cirinaica una abundante población de judíos y que, a la inversa, también en Jerusalén había una abundante colonia de Cirene, tanto que como testimonian los Hechos de los apóstoles los cirinaicos tenían en la ciudad una sinagoga propia.

Aún es más curioso el hecho de que Marcos (15, 21) nos dé aquí los nombres de sus hijos y que se los presente a sus lectores directos —la primera comunidad cristiana de Roma— como dos personajes conocidos por ellos. ¿Eran estos Alejandro y Rufo dos miembros de esa comunidad? ¿Y el segundo de estos es el Rufo, hijo de Simón, de quien tan cariñosamente habla san Pablo en su epístola a los romanos (16, 13)? Parece muy probable. Que los evangelistas conocieran a Simón y a su familia sólo se explica por una posterior conversión del Cirineo y los suyos.

Si es así, este campesino fue ampliamente recompensado por su ayuda a Jesús. Nada hace pensar que le conociera de antes. Lo más probable es que tomara la cruz a regañadientes; que en el camino volviera alguna vez sus ojos iracundos a este condenado que le había estropeado su comida y le obligaba, cansado como regresaba del campo, a una tarea que nada tenía que ver con él. Pero seguramente vio cómo toda su ira se derretía ante los ojos mansos y serenos de aquel hombre que, ciertamente, poco tenía que ver con los condenados corrientes.

Probablemente al principio sólo sintió curiosidad. Luego piedad. Y amor por fin. Sin él saberlo estaba cumpliendo literalmente palabras que, un año antes, había dicho este condenado al que ayudaba:

Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz sígame (Mt 16, 24). Y él tomaba la cruz a la misma hora en que todos los discípulos le habían abandonado.


La multitud

Le seguía —dice san Lucas— una gran multitud (23, 27). Este es el
único dato evangélico con que contamos para conocer el tamaño del cortejo que acompañaba a Jesús. Es, sin embargo, fácil de comprender. La ciudad estaba aquellos días superpoblada, cientos de miles de habitantes acampaban en tiendas de campaña junto a las murallas. Y eran gentes que nada tenían que hacer fuera de las horas de los oficios religiosos. Es normal que la curiosidad arrastrase a muchos, especialmente si se tiene en cuenta que la crueldad era mucho mayor en aquellos siglos. Una ejecución era entonces un espectáculo de circo, una de las pocas diversiones con las que el pueblo contaba.

Además, en el caso de Jesús había elementos que acentuaban el drama: era un predicador conocido y discutido; en torno a él circulaban todo tipo de historias: los milagros que hacía se convertían en leyendas en boca de la gente. Y los sucesos en el templo habían golpeado la imaginación popular.

Por otro lado, el cortejo cruzaba las vías más populosas y es de creer que durante toda aquella mañana no se había hablado de otra cosa en la ciudad. De hecho cuando, días después, tras la resurrección, Jesús dialogue con los discípulos que van hacia Emaús, éstos se maravillan de que no haya oído hablar del crucificado. ¿Eres tú —le preguntan— el único extranjero en Jerusalén que no se ha enterado de lo que ha ocurrido? (Lc 24, 18).

Tampoco detallan los evangelistas cuál fue la conducta de la multitud durante este camino. Ciertamente no vemos entre ella a los seguidores de Jesús. ¿Dónde estaba Pedro que ni en la cruz aparece? ¿Dónde el resto de los apóstoles? Grande debía ser su miedo o su vergüenza cuando tanto se esconden.

Y, en cuanto a la multitud, hay que pensar que su conducta no debió de ser muy diferente de la que tuvieron en el pretorio. Cierto que aquí ya no estaban manejados por los sacerdotes, pero, para ellos, Jesús vencido y condenado por las supremas autoridades religiosas y políticas, se había convertido en alguien peligroso y despreciable. Aun los que en tiempos habían creído en él —y quizá estos más que ninguno— se volvían ahora en contra suya. Se sentían engañados y estafados. Y desahogaban su resentimiento con insultos.


La Verónica

Una antigua tradición coloca aquí a la Verónica, un personaje del que nada nos dicen los evangelios y que, con toda probabilidad, es un invento de la piedad y ternura cristiana. Durante muchos siglos se experimentó entre los creyentes el deseo, la necesidad, de poseer la verdadera imagen, el auténtico rostro de Jesús. Y de este deseo surgió la piadosa leyenda de una mujer que en el camino del Calvario habría limpiado, conmovida, el rostro de Jesús, rostro que habría quedado impreso en el blanco lienzo. Este verdadero rostro, este «vero icono» se habría trasmutado en el nombre de la mujer: Verónica, la más bella leyenda de la cristiandad joven.

Ninguna otra, en efecto, refleja mejor la ternura de la Iglesia, el afán de la esposa de Cristo por limpiar este rostro dolorido y ensangrentado.


Las mujeres

La leyenda cuenta, además, con otro apoyo histórico: las lágrimas del grupo de mujeres de que habla el evangelio. Quienes hablan de un pretendido antifeminismo de los textos bíblicos podrían recordar el excepcional cariño con que describen a cuantas mujeres cruzan sus páginas. No hay en toda la vida de Cristo una sola mujer que se le oponga, que le haga la menor ofensa. Y, en la pasión, cuantas intervienen es para defenderle: la mujer de Pilato, María, Magdalena, las piadosas mujeres...

Quiénes formaban este grupo no nos lo explica san Lucas, que es quien nos habla de ellas. No era ciertamente el grupo de mujeres de Galilea que acompañan a la Virgen: Jesús las llamará «hijas de Jerusalén». Pudo ser muy bien ese grupo de mujeres del que nos hablan los libros rabínicos que atendían a todos los condenados a muerte y les ofrecían vino con mezclas de incienso, a lo que se atribuían efectos anestesiantes para rebajar su dolor. O el grupo de mujeres, al que pudo pertenecer la mujer de Pilato, que admiraban a Jesús y su doctrina.

Lo cierto es que estaban allí, al borde del camino, conmovidas, llorando. Jesús, más entero ahora, gracias a la ayuda del Cirineo, pudo ver su llanto. Y se detuvo.

Esta es la primera vez que le oímos hablar camino de la cruz. Y el evangelista pone en sus labios un largo párrafo que probablemente se pronunció de manera entrecortada y al que luego el evangelista dio forma literaria. Jesús se olvida de sí mismo y su voz se vuelve profética: No lloréis por mí —dice— llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos. En sus palabras hay algo de consuelo y no poco de reprensión. Esas mujeres están equivocando el camino. ¿Es que no han podido hacer nada por él? ¿Dónde estaban a la hora de los gritos en el pretorio? Nada se gana con llorar tardíamente. Desgraciadamente, a lo largo de los siglos estas mujeres tendrán centenares de imitadores y seguidoras. La Iglesia siempre ha estado llena de lloronas por lo mal que va el mundo. Pero las lágrimas como comentabrutalmente Grahan Greene sólo sirven para regar berzas. Y, en todo caso, si por algo hay que llorar, no es por el dolor del perseguido, sino por el pecado de los perseguidores. Aquel es, en definitiva, un dolor bendito, porque atrae el perdón. Pero el pecado no puede atraer otra cosa que el castigo.

Por eso ahora las palabras de Cristo se vuelven proféticas. Sus ojos sanguinolentos tienen aún vista suficiente para taladrar la historia: Porque, mirad, vendrán días en que dirán: Dichosas las estériles y los vientres que no engendraron y los pechos que no criaron. Al oírle, las mujeres debieron de pensar que desvariaba: ¡si para los judíos la maternidad era el mayor premio de Dios y la esterilidad la peor maldición! Pero Jesús estaba hablando —no era la primera vez— de la ruina de la ciudad que ocurriría cuarenta años más tarde, de la hora terrible que habían anunciado los profetas, cuando Tito devastó la ciudad y su templo y degolló o vendió como esclavos a sus habitantes. Porque —añadió— si en el leño verde hacen esto ¿en el seco qué harán? (Lc 23, 31). El leño verde es, en la Biblia, la buena planta que aún da frutos y sombra. Y es la imagen del justo que a todos reparte sus bienes sin pedir nada a cambio y tiene, dentro de la corteza, un alma viva. El leño seco es el árbol estéril, cuyo tronco se ennegrece en el campo y que tiene ya podrida la médula y ni para leña sirve. Y es la imagen del pecador inútil y avaro de sí mismo y de sus bienes; es el que nunca da fruto, porque dentro de la corteza tiene el alma putrefacta.

Así eran los que ahora rodeaban a Jesús: unos por maldad, otros por simple mediocridad. La hora más alta de la historia sonaba en medio de ellos y no entendían nada. Se divertían insultando al justo. O lo contemplaban como un espectáculo curioso o, como máximo, sentimental. Reían o lloraban, era lo mismo, porque risas y llantos caían sobre lo más superficial de aquella hora.

En verdad que nunca había estado tan solo Jesús. Y no era la soledad de quien está rodeado de enemigos que luchan contra él. Un enemigo, al menos, se pone a la altura de su adversario. Aquí nadie entendía. Los que insultaban, insultaban sombras. Los que escupían, lo harían al aire. Nadie descubría, ni de lejos, lo que allí estaba ocurriendo. Giraba la historia y los hombres se agitaban a favor o en contra, como hormigas con palitos. Ni los asesinos saben lo que matan, ni los verdugos entienden lo que golpean. Jesús entra en la redención como en un desierto infinito, del que el mismo Padre parece que se hubiera alejado. Siente que un sudor frío se apodera de su rostro. Inclina la cabeza, entra en la muerte.


El Calvario

Desde la puerta de Gennah vieron ya el Calvario. Tres palos, recortados sobre un cielo hermoso y brillante, señalaban que aquel era el lugar de las ejecuciones. Estaba a unos cien metros de la puerta de la ciudad y tenía poco más de cinco metros de altura. Era un pequeño montículo que tenía exactamente la forma de la calavera que le había dado nombre. En la hondonada, el otro lado, había un jardín poblado, en este abril, de flores silvestres rojas y amarillas. Y, treinta metros más allá, un sepulcro que hacía poco había hecho construir José de Arimatea para él y su familia.

Jesús miró los palos que, enhiestos, rompían el cielo. Y comprendió que había llegado la hora. La señalada por el Padre desde la eternidad. La que daba sentido a su venida a este mundo. Su mente de hombre estaba aturdida. Pero todo su ser de Hijo de Dios asumía aquella hora terrible en que no sólo iba a morir, sino también a zambullirse en el pecado, para levantarlo entero sobre sus hombros de Dios y de hombre.

Tenía el cuerpo doblado, las piernas abiertas para descansar mejor. A sus espaldas sentía el latido de la ciudad como el de un animal herido. En lo alto, un sol terrible se levantaba como notario eterno de lo que iba a ocurrir.