El tumulto que se acercaba hizo salir a Pilato a una de las ventanas de la Antonia con la esperanza de que fuera simplemente su tropa de regreso. Pero pronto pudo ver que, entre sus guardias, venía también el prisionero de quien, una hora antes, había creído poder desembarazarse. Su astucia había sido inútil. Volvía a estar donde antes. Y la untuosa misiva de agradecimiento con que Herodes se lo devolvía, no le sirvió de mucho consuelo: hoy le parecía mucho más importante desembarazarse de aquel problema que reconciliarse con el tetrarca.
El asunto estaba en un verdadero punto muerto, ya que nadie había dado un paso para la solución: los sacerdotes seguían pidiendo su muerte, Pilato no acababa de ver clara su culpabilidad, el reo proseguía callado.
El gobernador dejó entonces paso al político, allí donde el juez permanecía indeciso. Era la hora de los enjuagues. Me presentasteis —dijo— a este hombre como amotinador del pueblo, y he aquí que yo, habiéndole interrogado delante de vosotros, no hallé en este hombre ninguno de los delitos de que le acusáis. Y tampoco Herodes, pues nos lo volvió sin que nada digno de muerte se le haya probado (Lc 23, 14-15).
Hasta aquí las palabras de Pilato no eran otra cosa que un fiel resumen de lo ocurrido. Y la conclusión no podía ser otra que la liberación del acusado.
Pero Pilato no actúa con lógica, sino con política. La justicia le dice que no puede condenar a este hombre. Pero la astucia le asegura que es necesario echar un bocado a las fieras si no quiere que se vuelvan contra él. Por eso su discurso gira ochenta grados y añade: Le castigaré, pues, y le soltaré (Lc 23, 16). Si es inocente ¿por qué le castiga? Si es culpable ¿por qué le suelta?
Cómo pudo justificar Pilato ante su conciencia este giro dialéctico no lo sabemos. Probablemente hubo mucho de cobardía en su decisión. Pero quizá hubo aún más de esa ilógica lógica del político que piensa que un poco de injusticia basta para asegurar la justicia total. Si Jesús no era el alborotador que los sacerdotes decían, sí era, al menos, un armalíos. Un escarmiento no le vendría mal. Condenar a muerte a un pobre iluso le resultaba inaceptable, pero pensaba que una buena serie de azotes haría bajar los grados de fanatismo que en el acusado imaginaba.
Gritos en la calle
En este momento ocurrió algo que hizo girar los datos del problema. De las calles vecinas comenzó a llegar el griterío de una nueva multitud que se aproximaba. Eran gritos confusos entre los que se podía entender el nombre de una persona machaconamente repetido: Ba-rra-bás, Ba-rra-bás, Ba-rra-bás.
Alguien había recordado la costumbre romana de soltar cada año a un preso por la pascua y venían a reclamar ese derecho. No tenemos mucha documentación de esta costumbre y algunos escritores han querido ver en ella un invento evangélico para dar más dramatismo a la escena. Pero consta, sin embargo, que existía también en otras naciones. Un papiro egipcio del año 86 después de Cristo cuenta la historia de un juicio del prefecto Septimio Vegeto que se había tomado la justicia por su mano asesinando a un enemigo suyo. El prefecto, después de declarar que merecía ser condenado, añade: Yo te perdono como un favor a la muchedumbre.
Quizás la confusión
de quienes rechazan la posibilidad de esta escena --como Carmichael— viene de
confundir dos instituciones
romanas: la abolitio que se concedía antes de la sentencia y que era una
especie de sobreseimiento y la indulgentia que era un perdón después de
la condena. Esta última era realmente muy rara y sólo podía ser concedida por el
emperador en persona, pero la primera era mucho más frecuente y entraba dentro
de la jurisdicción de los gobernadores.
Por eso Pilato, que en ese momento no buscaba otra cosa que un tubo de escape, encontró la respuesta que buscaba en los gritos de la multitud que en esos momentos invadía el patio del palacio. Y así, cuando el silencio se hizo, se anticipó a las peticiones del populacho diciendo: Es costumbre vuestra que os suelte un preso por la pascua (Jn 18, 39). La multitud recién llegada, dando por supuesto que les concedían lo que esperaban, gritó y aplaudió entusiasmada. Pilato sonreía seguro también él de haber encontrado solución al problema. Por eso añadió: ¿Queréis que os suelte al rey de los judíos? (Mc 15, 9). La frase, que hubiera debido parecer blasfema en boca del gobernador, estaba cuidadosamente elegida para engatusar a la multitud.
Esperaba oír un «sí» entusiasta. Sabía que Jesús tenía seguidores entre el pueblo. Y aquel título debía de ser para ellos la mejor recomendación. Pero a su frase siguió un silencio helado. La gente se preguntaba quién era ese rey de quien Pilato hablaba, quería saber a quién se refería, no fueran a sentirse estafados después. Y, para asegurarse, comenzaron —primero unos pocos, luego muchos, luego todos— a repetir machaconamente el nombre de Barrabás.
El terrorista
¿Quién era este hombre aclamado? Los evangelios nos ofrecen pocos datos de él. Su nombre, Barrabás, era muy corriente en aquella época y quiere decir simplemente «hijo del padre», sin que tuviera esta frase una significación religiosa. San Mateo habla de él como un preso notable (27, 16). San Marcos comenta que estaba en prisiones junto con otros amotinados, que en el motín habían perpetrado un homicidio (15, 7). San Lucas lo presenta como un hombre que con motivo de un motín acaecido en la ciudad y de un homicidio había sido echado a la cárcel (23, 19). San Juan dice simplemente que era un salteador (18, 40). Y San Pedro hará alusión a él en el discurso que, después de la resurrección, dice a los judíos cuando les echa en cara que hayan negado al Santo y al Justo y pedido que se hiciera gracia a un hombre homicida (Hech 3, 14).
No son realmente muchos datos, pero sí los suficientes para pensar que se trataba de un jefecillo zelote. Este grupo político, del que ya hemos hablado varias veces, era lo que son hoy los guerrilleros o los terroristas políticos. Vivían con frecuencia en las montañas como salteadores. Pero también formaban escuadrillas de guerrilla urbana y participaban en todo tipo de motines. Su mentalidad era de extrema derecha y su lucha contra los invasores era mucho más radical que la de los fariseos.
Su hostilidad contra los romanos les hacía extraordinariamente populares, no sólo entre sus seguidores, sino también entre cuantos, sin ser tan radicales como ellos, sentían una secreta admiración por sus hazañas. Serían, sin embargo, ellos quienes conducirían a la ruina el país. Su sublevación contra los romanos llevó a Palestina a la tremenda catástrofe del 70 después de Cristo, cuando las tropas imperiales arrasaron la ciudad y el templo.
Barrabás no es, pues, un homicida cualquiera, sino un héroe político. Sólo así tiene explicación el griterío de la turba a su favor. Muchas veces se han preguntado los historiadores cómo aquel pueblo que vitoreó a Jesús el domingo pudo serle tan hostil el viernes. Pero esta pregunta carece de todo realismo. Es tan ingenuo pensar que «toda» la ciudad vitoreó a Jesús el día de ramos, como pensar que «toda» estuvo contra él cuatro días después. Si nos acercamos a la realidad encontramos que en ambos casos quienes vitoreaban e insultaban eran pocos centenares. En el primer caso, se trataba de los amigos de Jesús, mayoritariamente galileos llegados para la pascua. En el segundo, no eran más de mil las personas congregadas en el patio de la fortaleza y eran precisamente los amigos de Barrabás que habían acudido allí para pedir la libertad de su jefe. Sus gritos, al menos los primeros, iban mucho más a favor de Barrabás, que en contra de Cristo, al que, seguramente, la mayoría de los congregados ni conocía. Quizá habían oído hablar de él y, evidentemente, a gente politizada y fanatizada, como los zelotes, Cristo tenía que parecerles un «blando» peligroso. Realmente lo que en ese momento se enfrenta —visto desde los ojos de los que gritan— no es la justicia y el crimen, sino el pacifismo y la violencia. Y ellos han apostado por la violencia. Para ellos, no hay otro rey de los judíos que quien expulse de Palestina a los romanos. Toda otra postura les parecen dañinos paños calientes.
Claudia Prócula
Aquí introduce Mateo una nueva interrupción que vino a sembrar una vacilación más en el espíritu de Pilato. El magistrado comenzaba a temer que también este camino se le cerrara, cuando un soldado se le acercó y le pasó una nota de su esposa. Decía así: No te metas con ese justo, porque he sufrido mucho hoy en sueños con motivo de él.
¿Quién era esta mujer? ¿Qué sentido tiene esta su intervención y sus sueños? Sabemos que anteriormente los emperadores no eran partidarios de que los gobernadores llevaran a sus mujeres a sus lugares de destino. Pero Tiberio había cambiado esta costumbre y es perfectamente normal que, aun viviendo habitualmente en Cesarea, hubiera acompañado a su esposo durante sus desplazamientos a Jerusalén.
Antiguas tradiciones han querido hacer cristiana a esta mujer de Pilato, a la que llaman Claudia Prócula. Pero no tenemos ninguna fuente que lo atestigüe. Más bien resultaría, incluso, extraño. No lo es, en cambio, el que hubiera oído hablar de Jesús y que le mirara con alguna simpatía. Las mujeres ricas de la antigüedad se aburrían infinitamente y gastaban buena parte de su tiempo en conversar con las amigas. En el séquito de Jesús encontramos alguna mujer de clase noble. No es inverosímil que en Cesarea se hablara de Jesús y de su doctrina.
Lo que no parece tampoco muy lógico es buscar en su sueño interpretaciones sobrenaturales. Es sabido que la materia de nuestros sueños es con frecuencia lo que nos ha preocupado la víspera. Y no resulta inverosímil pensar que, al pedir los sacerdotes guardias para detener a Jesús, éste fuera el tema de las conversaciones de la cena en la mesa del gobernador. Si sentía estima hacia Jesús, parece lógico que le preocupara ver a su marido envuelto en este proceso. Y, que esta idea le torturara durante la noche, es perfectamente coherente.
Mas, fuera la que fuera la raíz de su sueño, lo cierto es que esta mujer entra en la historia como la primera defensora de Cristo en su pasión. Le conociera o no, supo definir a Jesús con el calificativo que, para un judío, resumía todas las virtudes: la palabra «justo».
Los gritos de la multitud
Mientras Pilato, sentado en la silla curul, leía la nota de su esposa, algo ocurría en la plaza. Durante el anterior diálogo de Pilato con la multitud, los sacerdotes habían permanecido en la sombra. Incluso pensaban que aquellos gritos podían desviarles de su objetivo.
Pero pronto se dieron cuenta de que podían unirse los intereses de los partidarios de Barrabás y los de los enemigos de Jesús. Ellos no eran precisamente amigos de la violencia de los zelotas; desconfiaban incluso de ella, temiendo que provocara la cólera total —y con ello la destrucción— de los romanos. Preferían un buen cambalache a una santa indignación y pensaban que el mejor patriotismo era el compromiso.
Mas ahora, guiñaban un ojo a la violencia de Barrabás y preferían utilizar la ceguera de la multitud para dirigirla contra Cristo. Se mezclaron entre la gente y comenzaron primero a apoyar sus peticiones de libertad a Barrabás y luego a desprestigiar a Jesús, aquel pacífico rey de pacotilla que decía defender a los judíos con sueños de un reino celestial. Los partidarios de Barrabás entendían muy bien este lenguaje. Es el que hoy siguen usando todos los demagogos para caricaturizar a la Iglesia.
Pilato, mientras tanto, era cada vez más prisionero en sus temores. Ingenua, democráticamente, había esperado a que la gente tuviera tiempo para hacer su elección. Mandó luego hacer silencio a los reunidos probablemente con un toque de trompeta y les preguntó:
¿A quién de los dos queréis que os suelte? (Mt 27, 21).De la plaza subió como un solo grito el nombre de Barrabás. No hubo la menor división de opiniones. Era sólo un nombre el que se repetía como un estribillo: Barrabás, Barrabás, Barrabás.
Pilato pareció sorprenderse del giro que tomaban los acontecimientos. Había esperado que imperase la sensatez y apenas le cabía en la cabeza que la gente prefiriera un homicida a aquel predicador lunático que tenía delante. Se dio cuenta, además, de que se le cerraba otra puerta. Hasta ahora había tenido que luchar con los sacerdotes. Ahora tenía que hacerlo también con las turbas.
Procuró no perder la calma y preguntó: ¿Qué haré, pues, de Jesús, el llamado Mesías? (Mt 27, 22). La pregunta era disparatada. Con ella abdicaba prácticamente de su potestad de juez y se la regalaba a una multitud enloquecida.
Si Pilato no se dio cuenta de lo que acababa de hacer al mismo tiempo en que pronunciaba la pregunta, pronto tuvo la confirmación de su error. Porque, primero algunas voces sueltas —las de los sacerdotes— y luego toda la multitud, pronunció un grito cruel: Crucifícalo (Mc 15, 13).
Ahora descubrió que la multitud había cambiado. Antes decía simplemente: Quita de en medio a ése. Ahora se ha radicalizado y pide la más cruel de las muertes.
Pilato intentó aún hacerles reflexionar. E hizo una pregunta de tonto: ¿Pues qué mal ha hecho? (Lc 23, 22). Es difícil comprender cómo podía Pilato esperar respuesta de aquella multitud que ya había perdido todos los frenos. Además ahora los sacerdotes, distribuidos entre la gente, comenzaban ya a oler sangre: Pilato se estaba ablandando, cedía, retrocedía. Su voz era menos firme, ya no se atrevía a proclamar la inocencia del acusado, casi mendigaba piedad para él. Por eso, ellos arreciaron en sus gritos: Crucifica/o, crucifícalo...
Muchos de la multitud no sabían muy bien lo que decían. Es casi seguro que gran parte de ellos ni conocían a Jesús. Lo que a ellos les interesaba era la liberación de Barrabás y querían quitarse de en medio aquel obstáculo que parecía cruzárseles en el camino. Y, si los sacerdotes gritaban pidiendo su crucifixión, ellos se unían a su grito. Bastaba, además, pensar que Pilato tenía interés por liberarlo, para concluir que se trataba de un colaboracionista.
Una vez más los hombres juzgaban por instintos, por hipótesis, por suposiciones. En su grito de sangre hay que ver mucho más de torpeza humana que de odio, más de estúpida mediocridad que de maldad refinada. La pasión había convertido un rebaño de corderos en un atajo de hienas. Sus gritos de sangre retumbaban en las arcadas de la fortaleza, llegaban hasta los patios del templo.
Ahora Pilato comenzó a tener verdadero miedo y pensó en quitarse de en medio cuanto antes. Pero aún no quería ceder a la multitud y buscó una nueva componenda: se volvió a los guardias que escoltaban a Jesús y les mandó que lo azotaran, al mismo tiempo que daba órdenes de que soltaran a Barrabás.
Se retiró dignamente al interior del palacio, mientras la multitud levantaba en hombros a su jefe liberado. Pilato se confesaba a sí mismo que cada vez conocía menos a los judíos. Pero todavía esperaba que, cuando vieran a Jesús flagelado, se apiadarían. Aunque una voz dentro de él le decía ya que quien ha comenzado a ceder terminará por hundirse del todo en la injusticia.