15 Bajo Poncio Pilato

Era ya de día cuando los soldados de los sacerdotes sacaron a Jesús del calabozo en que había pasado las últimas horas de la noche. A empujones, salió de nuevo al patio de la casa de Caifás donde le esperaba ya una amplia representación de quienes la noche anterior le habían juzgado. Ahora se sentían ya más seguros respecto a posibles altercados de los amigos de Jesús. Pero, aun así, se aseguraron de que el preso estaba bien atado y sólo después dieron la orden de marcha.

El aire fresco de la mañana acarició el rostro del prisionero, que lo absorbió con delectación tras varias horas de encierro. Pero los empujones de los soldados pusieron tin a esta breve delicia. Cuando salieron a la calle, el grupo de curiosos se agolpó junto a la puerta del palacio de Caifás. Probablemente no era un grupo muy numeroso: un par de docenas de soldados, unos cuantos sacerdotes, algún escribano. Doblaron primero hacia el este y más tarde hacia el norte, por un laberinto de calles estrechas. Comenzaban a abrirse los primeros comercios y los tenderos y los viandantes madrugadores miraban con curiosidad y miedo aquel grupo que conducía a un prisionero, cuyo rostro les era imposible reconocer. Algunos chiquillos curiosos seguían a corta distancia la comitiva.

Comenzaron a subir, tras haber cruzado el valle, hacia la colina en que se asentaba la fortaleza al norte del templo. Y, después de una media hora de camino, se encontraron ante la entrada occidental de la fortaleza Antonia, que servía de residencia a Pilato cuando venía a la ciudad.


La fortaleza Antonia

La construcción no era muy antigua. Cuando Herodes el grande se hizo dueño del poder en el cuarenta antes de Cristo, estableció su residencia en el palacio de los Asmoneos, en el declive oriental de la colina oeste de la ciudad. Pero pocos años más tarde, comenzó a encontrar insuficiente este palacio y pensó construir para su orgullo un gigantesco palacio-fortaleza en la parte más alta de la ciudad, junto al área del templo. Para halagar a su amigo y patrocinador, Marco Antonio, puso a la fortaleza el nombre de Antonia.

Flavio Josefo nos ha dejado una cabal descripción de esta colosal edificación:

Levantada sobre una roca de cincuenta codos de alta, escarpada y cubierta por todos lados de finas planchas de piedra, tanto para ornamentación como para que cualquiera que intentara subir o bajar se resbalase. La apariencia general era la de una gran torre, con otras cuatro torres en sus cuatro esquinas. Tres de éstas eran de cincuenta codos de altura, mientras que la del ángulo sudeste se levantaba setenta codos y así dominaba la vista de todo el área del templo. De modo que si el templo se levantaba como una fortaleza sobre la ciudad, la Antonia dominaba el templo y los ocupantes de este puesto eran guardianes de los tres.

Pero este aspecto exterior de fortaleza militar no le impedía tener, en su interior, todo género de lujos. Herodes el Grande poseía la suma del refinamiento en su oficio de constructor. El propio Josefo lo testimonia:

El interior se asemejaba a un palacio en su amplitud y decoración, estando dividido en apartamentos de diversos estilos y para toda clase de usos, incluyendo claustros, baños y amplios patios para el acomodo de las tropas. De modo que, por todas estas conveniencias, parecía una ciudad y, por su magnificencia, un palacio.


Poncio Pilato

Serían entre las seis y las ocho de la mañana cuando la comitiva que conducía a Jesús se presentó ante la gigantesca puerta del lado oeste. La vida en Palestina comenzaba muy de madrugada y eran las seis de la mañana la hora señalada para el comienzo de los juicios.

Al llegar ante el palacio, un escrúpulo acometió a los sacerdotes que presidían el grupo: entrar en la casa de un pagano era causa de impureza legal que prohibía todo acto religioso en las cuarenta y ocho horas siguientes. Y ellos proyectaban comer la pascua aquella misma tarde, al ponerse el sol. Sus deseos de terminar pronto con Jesús chocaban con su rigorismo legal. Pero ellos tenían soluciones para este tipo de problemas: el pórtico no era propiamente la casa; con que ellos no penetrasen en el patio que era el centro de la residencia del pagano, no incurrirían en impureza. Afortunadamente había, entre la calle y el patio, un ancho pórtico de unos 250 metros cuadrados en losque la comitiva farisaica cabía sobradamente. Faltaba únicamente conseguir que Pilato se dignase descender hasta ellos.

Explicaron su problema al oficial de la guardia y éste subió hasta su jefe con la extraña embajada. Y, momentos después, vieron descender por las escalinatas y cruzar el patio a Poncio Pilato, procurador de Judea, con un pequeño grupo de consejeros legales.

¿Quién era este Poncio Pilato que tan cortés o tan sometido a los sacerdotes parecía? Nos encontramos ante una de las figuras más enigmáticas de la historia, un personaje con tantos rostros como biógrafos han escrito sobre él.

Los datos oficiales de su biografía nos le presentan como el quinto procurador romano que dirigió Palestina desde que Roma depuso a Arquelao, hijo de Herodes el Grande, el año 6 antes de Cristo. Su duración en el cargo fue larga: diez años. Pero esto fue normal durante los tiempos de Tiberio que solía pensar que los gobernadores eran como moscas sobre un animal herido: una vez que se saciaban, se hacían menos voraces. Era preferible, por tanto, mantenerlos mucho tiempo en el cargo a cambiarlos constantemente.

De su vida anterior, todo lo que sabemos es leyenda. Rosati le hace nacer nada menos que en Sevilla y nos cuenta que su padre, Marco Poncio, habría obtenido en la guerra contra los cántabros el apellido de Pilato al concederle Agripa la distinción del pilum (lanza, jabalina) que pasaría a formar parte del escudo de la familia.

Sabemos, sí, que pertenecía a una familia ilustre y valerosa con nombres tan ilustres como Caio Poncio, el vencedor en las Horcas Caudinas; Poncio Telesino, que murió combatiendo valientemente a las fuerzas de Sila; o Tito Poncio, cuya valentía tanto impresionó a Scipión. Y, en la época misma de Cristo, nos encontramos a varios Poncios en importantes cargos políticos del imperio.


Los dos rostros de Pilato

El problema a la hora de valorar a este Poncio Pilato que firmó la sentencia de Jesús surge de la contradicción —al menos aparente—entre las fuentes judías no cristianas —Josefo, Filón y las evangélicas. Mientras aquellos tienden a pintarnos un Pilato sádico, cruel y violento, en los evangelios encontramos a un gobernante débil, vacilante, amigo de la justicia y lleno de escrúpulos morales.

Durante muchos siglos la imagen más divulgada de Pilato fue la inspirada en los relatos evangélicos, rebajando la importancia de las narraciones de Josefo y Filón, que se consideraban tendenciosas como toda pintura del invasor hecha por los sometidos. Pero, en estas últimas décadas, han girado las tornas: la infalibilidad que se atribuía a los relatos evangélicos parece haberse trasladado a los historiadores judíos, mientras que —incluso entre los exegetas cristianos parece de moda el desconfiar de la historicidad de los textos canónicos.

Al fondo está el gran problema de la responsabilidad final en la muerte de Cristo y, ligado con ella, el tema del prosemitismo o antisemitismo. Si durante siglos ya lo hemos apuntado en otro lugar se cargó toda la culpa sobre las espaldas de los sumos sacerdotes que habrían manejado a Pilato como un instrumento, hoy se quiere a toda costa cargar las responsabilidades sobre los romanos y disculpar en lo posible a los judíos. Esto resulta evidente en los historiadores israelíes y muy visible —guiados por un complejo de culpabilidad histórica— entre los cristianos.

Son, por ello, muchos —Klausner, Winter, Benoit, Mantel, Zeitling, Glasner— los que dudan de la imparcialidad de los evangelistas en su dibujo de Pilato. Piensan que, llevados por una hostilidad hacia los judíos —en quienes no calaba la semilla evangélica-- y deseosos de congraciarse con los romanos cuya ayuda era necesaria para la
difusión de la Iglesia , suavizaron el papel del procurador romano y le convirtieron en un hombre manso utilizado por los sumos sacerdotes.

Parece, sin embargo, que el problema no debe resolverse desde una postura de prejuicios aprioristas. Nada tiene que ver el antisemitismo y la recusación del pueblo judío con la responsabilidad concreta de las personas que intervinieron en el proceso de Jesús. Tanto más cuanto que un estudio sereno de las fuentes permite pensar que no son tan opuestas las de origen judío y las evangélicas. Sobre todo si se tiene en cuenta que los datos aportados por Josefo y Filón se refieren a los primeros años de Pilato y es perfectamente normal que un gobernante evolucione en sus posturas políticas y, sobre todo, en sus tácticas. Si la historia nos ofrece «dos» Pilatos no puede excluirse que los «dos» existieran sucesivamente en la realidad.

Que el Pilato que llegó a Palestina era un hombre duro y lleno de prejuicios y hostilidad hacia los judíos parece evidente. Era un hombre habituado a la férrea disciplina de la legión en la que toda orden era rigurosamente obedecida y difícilmente pudo comprender la psicología y situación del pueblo judío. En realidad, Palestina era un islote dentro del imperio romano: mientras las demás naciones colonizadas habían terminado por asimilar las costumbres y la religión de Roma, Israel se mantenía ariscamente independiente en su vida concreta y diaria, se sentía pueblo de elección divina y no ocultaba su desprecio y aun su odio hacia los invasores. César Augusto, como buen político que era, había concedido a los judíos la independencia religiosa, la exención del servicio militar. Y había prohibido a las tropas invasoras toda manifestación que, para los judíos, resultara idolátrica. Pensaba que, con el tiempo, se impondría la superior cultura romana. Pero los judíos usaban su privilegio para acentuar sus distancias hacia sus dominadores y hacia cualquier otra raza humana.


Los fracasos de Pilato

Es comprensible que Poncio Pilato quisiera romper este «separatismo». Apenas desembarcado en Cesarea ordenó a los soldados que, en el primer cambio de guardia, entrasen en Jerusalén con sus banderas e insignias desplegadas. Unicamente señaló que, para evitar el choque, hicieran este ingreso de noche, de modo que los judíos se encontraran con los hechos consumados.

La cólera de los judíos, al encontrarse a la mañana siguiente las insignias idolátricas en el templo, fue enorme. Y una verdadera multitud se dirigió a Cesarea para exigir al gobernador la retirada de aquella blasfemia. Pilato no quiso recibirles. Pero millares de personas acamparon en el patio del pretorio dispuestas a dejarse matar antes que ceder. Tras cinco días y cinco noches, fue Pilato quien cedió, impresionado por aquella fe que no comprendía.

Pero esta derrota no le hizo abandonar sus planes. Algún tiempo más tarde Pilato decidió dedicar al emperador unos escudos de oro. Como en ellos no había inscripción alguna que los judíos pudieran considerar idolátrica, decidió colgarlos a la vista de todos en el palacio de Herodes, que era ya su residencia en Jerusalén.

Mas de nuevo estalló la protesta popular. Esta vez, Pilato no quiso ceder, pero los judíos mandaron una legación a Tiberio y el emperador mandó a Pilato retirar los escudos. El gobernador quedó así humillado, odiando y temiendo al mismo tiempo a aquellos jefes de los judíos que se habían mostrado más astutos y hábiles que él.

Este era el hombre que ahora debía juzgar a Jesús. Sentía -como escribe Ricciotti- un supremo y cordial desprecio hacia sus súbditos y no ahorraba ocasión de humillarles y ofenderles, en vez de intentar granjearse sus voluntades. No sólo les odiaba, sino que experimentaba la necesidad de mostrarles un odio. Y este odio se concentraba, sobre todo, en aquellos sacerdotes que repetidas veces le habían humillado. En principio, tenía que sentir simpatía hacia cualquiera que se les opusiera y pensaba que un enemigo de aquellos zorros forzosamente debía ser un inocente.

Tenemos, además, la duda de si Pilato tenía ya información sobre Jesús antes de este viernes santo. Del hecho de que el procurador comience su interrogatorio preguntando qué acusación traen contra él han deducido muchos que Jesús era un perfecto desconocido para Pilato. Pero esto no parece verosímil. Los romanos tenían perfectamente montadas sus redes de espionaje y no es creíble que nunca hubieran investigado sobre un hombre que arrastraba multitudes y que pocos días antes había entrado triunfalmente en Jerusalén. Un político minucioso como Pilato, tuvo que enterase del choque de Jesús con los sacerdotes con motivo de la expulsión de los mercaderes ocurrida en la explanada del templo a pocos metros de su palacio y ante la vista de los soldados que vigilaban desde las almenas. Por otro lado, no hay que olvidar que Jesús había tenido varios contactos con soldados y centuriones romanos. Y que todos habían sido positivos y amistosos.

Habrá que tener, pues, como muy probable el que más de una vez hubieran llegado sobre la mesa de Pilato informes que señalaban el carácter pacífico de Jesús y que interpretaban sus choques con los sacerdotes como un conflicto religioso interno entre judíos. De otro modo, sería incomprensible que Jesús no hubiera tenido nunca problemas con la policía imperial. Y tampoco se explicaría la simpatía que hacia él mostrará más tarde la mujer del procurador.


El malhechor

Probablemente es toda esta mezcla de sentimientos la que está en el origen de la postura doble de Pilato en este juicio: por un lado muestra un enorme desinterés y casi un fastidio de verse mezclado en un asunto que no le interesa y que considera' una querella intestina en el seno de un pueblo al que desprecia; por otro parece gustarle el tener la ocasión de mostrarse superior a sus enemigos, los sacerdotes; le agrada el que tengan que acudir a él, humillarse, y parece paladear el placer de retrasar su respuesta a lo que le piden.

Pero su exterior, como buen político, aparece frío e indiferente; pregunta, inquiere, da la impresión de estarse haciendo el interesante. Podía haberse limitado, sin más, a confirmar la sentencia del sanedrín, pero prefiere comenzar de nuevo el juicio desde el principio: ¿Qué acusación traéis contra este hombre? (Jn 18, 29).

El planteamiento molesta a los sacerdotes que hubieran preferido que Pilato se limitara a firmar lo hecho por ellos. Por eso optan, en un primer momento, por no entrar en acusaciones demasiado concretas. Dicen simplemente como ofendidos: Si éste no fuera un malhechor, no te lo hubiéramos traído (Jn 18, 30). Parecen quejarse de que Pilato dude de la sentencia dada por su tribunal. Piensan que debería limitarse a firmar, sin hacer más historias.

Pero Pilato no se dejará envolver tan fácilmente: Tomadle entonces vosotros y juzgadle según vuestra ley. Si es un lío interno entre judíos¿por qué quieren mezclarle a él? Allá cada uno con su justicia. En su frase había una clara punta de ironía y un afán de que sus adversarios confesaran abiertamente que estaban sometidos a él y a la ley romana.

Cogidos en su trampa los sacerdotes se ven obligados a confesar: A nosotros no se nos permite condenar a muerte a nadie (Jn 18, 31).

Ahora los dos grupos han comprendido que la batalla no va a ser sencilla. Pilato entiende que no se trata de una pequeña querella que pueda resolverse con una transacción. Y el grupo de los sacerdotes descubre que Pilato ha decidido ejercer sus funciones de juez y no se limitará a poner una rúbrica bajo sus decisiones.

Estaban preparados para esta eventualidad. Sabían ya que a Pilato no le gustaba ser un monigote entre las manos de nadie. Por eso comenzaron a lanzar, a chorro, las acusaciones que traían preparadas. Pero inteligentemente, no aluden ahora para nada a cuanto habían reprochado a Jesús en el juicio ante el Sanedrín. Poco podía impresionarle a Pilato el que aquel hombre hubiera blasfemado contra el templo o que se presentara como Hijo de Dios. Por eso cambian ahora de capítulo de acusaciones. Olvidan los problemas religiosos y sacan a relucir los políticos: A éste lo hemos hallado amotinando a nuestra gente y prohibiendo dar tributo al César y diciendo que él es el Mesías rey (Le 23, 2).

Los argumentos están bien elegidos para impresionar al gobernador: él es guardián del orden público y no pueden gustarle los agitadores. Y menos si esa agitación va contra algo tan serio como es el tributo. Pilato sabe que en Roma medirán la eficacia de su gestión en la colonia por el monto de los sextercios que cada año lleguen a la capital del imperio. Para la administración, buen gobernador es el que causa pocos problemas y recauda mucho.

Y, en cuanto al último cargo, los acusadores mezclan hábilmente las palabras mesías y rey, con lo que implicaban a Jesús en el delito de traición, que en el derecho romano era considerado uno de los crímenes mayores.

Pilato se encuentra ahora en un grave dilema. Sabe, por un lado, que este súbito acceso de romanismo en boca de los sacerdotes es pura impostura: nunca les vio tan preocupados porque su gente pague los tributos que ellos mismos tantas veces rechazaron. Pero, por otro lado, debe reconocer que las acusaciones son graves y no puede excluir la posibilidad de que estén fundadas. Tendrá, pues, que investigar a fondo.


El rey

Pero no quiere ceder del todo ante los sacerdotes. Y, para demostrar que él es allí quien manda, decide interrogar privadamente al prisionero, lejos de aquella jauría de acusadores. En la justicia romana el procurador lo era todo: juez y jurado, podía oír a testigos o prescindir de ellos, consultaba si lo deseaba con sus asesores, o actuaba completamente solo, si lo prefería.

Giró, pues, sobre sus talones y mandó que introdujeran con él al prisionero. Los sacerdotes quedaron en el patio, furiosos, esperanzados, chasqueados.

Una vez que estuvieron solos, lo que impresionó a Pilato fue el aspecto humillado del prisionero. La larga noche de oprobios le había envejecido y sus ojos estaban aún enrojecidos de no dormir. La acusación de que este hombre pudiera proclamarse rey resultaba en este momento verdaderamente sarcástica.

Había, por eso, una punta de ironía en la pregunta de Pilato: ¿Tú eres el rey de los judíos?

Esperaba el gobernador, como la experiencia de tantos juicios le enseñaba, que el reo se desharía en explicaciones y protestas de fidelidad a Roma. O, por el contrario, que vería levantarse una cabeza de loco retadora, proclamando a gritos una soberana realeza.

Pero lo que no podía esperar es que el reo levantara serenamente la cabeza y le hiciera la más desconcertante pregunta: ¿Me haces esa pregunta por ti mismo o porque otros te la han dictado? (Jn 18, 34).

A Pilato pareció molestarle la réplica de Jesús. Y, en sus palabras siguientes, no oculta su impaciencia: ¿Por ventura soy yo judío? Es decir: ¿A mí qué se me importa de vuestras distinciones y de vuestros líos internos religiosos? Tu nación y tus pontífices te entregaron a mí. Yo me limito a cumplir mi oficio. Dime sin rodeos qué has hecho.

Ahora Jesús, con una calma que contrasta con la nerviosa pregunta del romano, vuelve a la primera cuestión y responde: En el sentido en que tú me preguntas, no soy rey. Mi reino no es de este mundo. Si fuera de aquí, mis servidores hubieran luchado para que yo no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí (Jn 18, 36).

Nuevamente la sorpresa: afirma que es rey, pero de un reino que no es de este mundo. La distinción hace sonreír a Pilato. ¿Pero es que existe otro mundo, aparte de éste? Para un pagano como el gobernador, la frase suena a música celestial. Y no puede evitar la ironía en su réplica: ¿Luego tú eres rey? Acentúa ese «tú», como si tratara de conducir a la realidad al pobre loco desarrapado que tiene delante.

Ahora la voz del acusado adquiere una desconocida majestad para afirmar tajantemente su realeza, una realeza que le viene por eldoble camino del nacimiento y la misión: Sí, soy eso que tú dices. Para eso he nacido v para eso he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Y todo el que es de la verdad, oye mi voz y es, por tanto, mi súbdito (Jn 18, 37).

¿La verdad'? La salida desconcierta nuevamente al romano. Ha oído hablar muchas veces de la verdad a los filósofos. Pero eso nada tiene que ver con la realeza, que es poder y no verdad. Y, por lo demás, ¿quién cree en la verdad? Pilato, a la moda de su tiempo, seguía la filosofia cínica para la que la verdad era, cuando más, algo con lo que se pueden hacer juegos malabares dialécticos. Por eso había amargura y desprecio en su pregunta: ¿ Y qué es la verdad? (Jn 18, 38).

Sabía que nunca había podido contestar a esta pregunta. Y no esperaba que nadie la contestase jamás. Por eso no se molestó en aguardar la respuesta. Dejó al prisionero en el interior y regresó al patio donde esperaban, nerviosos, los sacerdotes. No encuentro en él delito alguno, dijo.

La sorpresa debió de resultar cruel para ellos. ¿Iba a escapárseles otra vez de las manos, ahora que le tenían más seguro que nunca? Por eso, agitados, coléricos, comenzaron a vomitar acusaciones sobre acusaciones, repitiéndolas, aumentándolas.

Pilato les oía indeciso. Por el modo en que hablaban, percibía que era el odio lo que les movía, pero la experiencia le enseñaba también que era peligroso oponerse rotundamente a aquellos hábiles maniobreros.

Fue entonces cuando uno de los acusadores pronunció la palabra «Galilea». Y Pilato vio los cielos abiertos. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Si este hombre era galileo, caía bajo la jurisdicción de Herodes. Y, aunque los delitos de los que le acusaban hubieran ocurrido en Jerusalén, lo que el procurador necesitaba era una buena disculpa para desembarazarse de él.

Además, de paso, podía ponerse a bien con Herodes. Precisamente estaban reñidos desde que Pilato había mandado degollar a un grupo de galileos sin consultar a Herodes. Enviarle ahora un prisionero sería un gesto de reconciliación. Y él se lo quitaría de en medio.

Respiró cuando vio al grupo que, rodeando al prisionero, se dirigía por decisión suya al palacio del idumeo.