14 El canto del gallo

Volvemos a tropezarnos con la sorpresa: son los cuatro evangelistas los que narran, y minuciosamente, las negaciones de Pedro. Y la sorpresa es doble: porque sólo las escenas que la Iglesia primitiva consideraba de primera importancia son narradas por los cuatro; y porque lo lógico habría sido precisamente lo contrario: que los evangelistas ocultaran la hora más negra de su jefe. Hubieran tenido mil razones para ello: la necesidad de defender el prestigio de la autoridad, el hecho de que la anécdota era, en realidad, secundaria en la pasión de Cristo, el temor a la incomprensión de los no cristianos, la lógica vergüenza de abrir la historia de la Iglesia con un papa cobarde y traidor.

Y, sin embargo, lo cuentan los cuatro. Y con una amplitud objetivamente desproporcionada para tal anécdota. Quienes ven en los evangelistas afanes mitificadores y exaltadores tendrían que detenerse a meditar este dato de insólita honestidad biográfica. Que, además, no es único: a lo largo de todas sus páginas, hemos visto cómo los evangelistas jamás disimulan la torpe pasta sobre la que la Iglesia fue construida, los fallos, las incomprensiones de los primeros apóstoles. Tal vez porque, como buenos teólogos, saben subrayar que es la gracia de Jesús la que construye; o porque piensan que las lágrimas del arrepentido son mucho más importantes que la traición del acobardado; o, en nuestro caso, porque probablemente Pedro, para aliviar de algún modo el pesar de su vergüenza, contaba y contaba sin descanso esta su hora oscura que es, sin embargo, en su mezcla de amor y desamor, la que mejor define su alma.

Pedro era, al conocer a Cristo, un diamante en bruto. Más joven de lo que los artistas suelen pintarle, probablemente rondaba la treintena. Su cultura no debía ir mucho más allá de la primeras letras, aunque, eso sí, tenía el sólido conocimiento de la Escritura que solía darse a los muchachos judíos de su tiempo. Que era un hombre inquieto sobre la marcha del mundo lo prueba el hecho de que se hubiera desplazado desde Galilea a Judea para oír a Juan el bautista. Era uno de tantos judíos que presentían que algo estaba a punto de ocurrir y se mostraban de antemano dispuestos a ponerse al servicio de ese «algo».

Su carácter era una confusa mezcla de audacia y cobardía. O, más bien, era alguien que podía pasar de la audacia a la cobardía y viceversa en cuestión de segundos. Era un radical, enemigo de las tintas medias, y ponía al servicio de este extremismo una violencia típica de su Galilea natal y de su oficio de pescador. Le veremos lanzarse a andar sobre las aguas porque Cristo se lo manda; y un minuto más tarde gritando aterrado al sentir que se hunde (Mt 14, 28-32). Le oiremos proclamar rotundamente que Jesús es «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16) y proclamar que sólo él tiene palabras de vida eterna (Jn 6, 69-70). Y, pocos días más tarde, le veremos casi insubordinándose cuando Cristo anuncia su pasión, riñendo a su Maestro, diciéndole que esas palabras no se realizarán jamás (Mt 16, 23). Se escandalizará ante la idea de que Jesús le lave los pies y, tras una simple explicación de Cristo, gritará que no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Oiremos en la última cena sus protestas más tajantes de fidelidad y, unas horas más tarde, se dormirá en el huerto. Le veremos empuñar la espada y agredir a uno de los soldados del pontífice y quedarse luego tan aterrado como los demás cuando se llevan al Maestro. Se atreverá despues a meterse en la misma boca del lobo, en el patio del sumo sacerdote, y se vendrá abajo como una torre de naipes con la simple mirada de una mujer.

Este es el hombre. Alguien demasiado parecido a nosotros como para que no le comprendamos


Los apóstoles huyen

La escena había comenzado una hora antes, cuando el pánico se apoderó de los discípulos al ver que todo estaba perdido para Jesús. Pedro había intentado iniciar una defensa, pero la orden del Maestro de que volviera la espada a la vaina le dejó paralizado. Estaba claro que no quería defenderse. Pedro, por un momento, pensó que también le llevarían a él detenido, por su agresión al criado de Caifás, pero vio, con una especie de alivio, que se olvidaban de él. Al parecer, se sentían satisfechos con llevarse a Jesús y no querían hacer nada que pudiera complicar el asunto. Retrocedió, pues, con los demás apóstoles, mientras las linternas y antorchas se alejaban, dejando de nuevo el huerto en la más cerrada oscuridad.

¿Hablaron entre sí los apóstoles pensando qué harían o simplemente el miedo les empujó a alejarse cuanto antes del lugar del peligro? Betania no estaba lejos y era el refugio seguro, la casa de los amigos. Además, probablemente allí estaba María y el ansia sentimental de comunicarle las terribles noticias tapaba en cierto modo su cobarde huida.

Pero no habían dado muchos pasos cuando Pedro y otro discípulo recobraron ánimo y pensaron que debían al menos enterarse de lo que ocurría con Jesús. Tal vez todo era un malentendido y los sumos sacerdotes le soltaban. Dieron, pues, marcha atrás y se dispusieron a seguir, muy de lejos, al destacamento que comenzaba a subir la pendiente del monte Sión.

¿Quién era ese otro discípulo que acompañaba a Pedro? Juan, que es quien nos ofrece el dato, prefiere callar su nombre. Dice simplemente que seguían a Jesús Simón Pedro y otro discípulo y que éste era conocido del sumo sacerdote.

La tradición cristiana ha reconocido, desde siempre, a Juan en este acompañante. El evangelista suele usar ese tipo de fórmulas genéricas cuando se refiere a sí mismo. Demuestra, además, estar muy bien enterado de detalles que probablemente vivió personalmente.

Pero resulta sorprendente esa amistad con el sumo sacerdote. ¿Algún lejano parentesco como suponen muchos autores? ¿O, como prefieren hoy la mayoría, esa amistad con el sumo sacerdote ha de interpretarse como amistad con alguno de su casa, tal vez alguno de su servidumbre? Esta segunda respuesta parece más verosímil. Un pescador de Galilea difícilmente podía emparentar con un patricio ilustre, dada la separación de clases entonces existente.


Un clima de desconfianza

Cuando ambos llegaron a la casa de Caifás, las puertas habían sido ya cerradas. Había en el palacio un clima de temor. Tantas [veces habían sido derrotados por Jesús los dueños, que ahora cualquier medida les parecía poco. Estaban más serenos que tres horas antes, pero aún no las tenían todas consigo. ¿Y si los amigos del Galileo trataban de liberar a su jefe? Controlaban, por eso, las entradas y sólo abrían la puerta a conocidos. Cualquier espía dentro de la casa podía crear un grave problema.

Por eso Juan prefirió entrar primero él solo. Llamó y preguntó sin duda por su pariente o conocido y, cuando éste garantizó que le conocía, se descorrieron los cerrojos y le dejaron entrar. Pedro se quedó fuera.

Mas, pronto la vigilancia comenzó a relajarse. De los amigos del Nazareno no había ni rastro y él se había mostrado indefenso ante Anás. Los soldados se agrupaban en torno a las hogueras y se olvidaban de la vigilancia.

Entonces Juan, que además temía que Pedro solo fuera pudiera hacer cualquier disparate, habló con la portera y garantizó la personalidad de su amigo. La decisión era una enorme imprudencia, tanto más cuanto que hacía sólo media hora Pedro había cortado la oreja a uno de los criados del pontífice. Pero ni Juan ni Pedro estaban aquella noche para pensar.

La portera abrió la puerta al desconocido con una cierta desconfianza. Le notó nervioso y huidizo. Y decidió no perderle de vista..


El primer canto del gallo

Pedro procuraba pasar inadvertido. Y pensó que la mejor manera sería hacer lo que los demás hacían. Se acercó al fuego con todos y tendió sus manos hacia las llamas.

Fue entonces cuando la portera, que apenas había podido ver su rostro en la oscuridad de la entrada, se fijó en sus rasgos de galileo, en su curtida piel de pescador. Dejó la puerta al cuidado de otra compañera y se acercó al sospechoso. Cuando Pedro percibió los ojos con que le examinaba, desvió la vista más asustado aún. La mujer entonces se dirigió a él directamente y, con un estilo muy femenino, entre irónico y acusador, le dijo: ¿Por ventura también tú eres de los discípulos de ese hombre? (Jn 18, 17). Pedro hubiera querido que la tierra le tragase. Y, antes de que su cabeza pensase lo que iba a decir, se encontró contestando con una negativa rotunda: No lo soy.

El mismo se avergonzó de su respuesta. Hacía sólo cuatro horas había jurado y perjurado que estaba dispuesto a morir por Jesús y ahora, ante la simple pregunta de una criada, negaba tener algo que ver con él. Pero cuando quiso reflexionar, ya había respondido.

Mas la criada era terca. El acento con que el desconocido había hablado era claramente galileo y su negativa no había logrado ocultar su turbación. Insistió, ahora acusando ya directamente: Tú también andabas con el Nazareno, con ese Jesús (Mc 14, 67).

Pedro no podía dar ya marcha atrás en su negativa. Pensó que lo mejor era hacerse el desentendido: Ni sé, ni entiendo lo que dices.

Se sintió ridículo al oír su propia respuesta. Pensaba que si los siervos del sumo sacerdote le hubieran acometido, habría sabido desenvainar la espada que aún llevaba bajo la túnica. Pero aquella mujer, entre tonta y astuta, había logrado ponerle nervioso.

Desde alguno de los gallineros cercanos, un gallo cantó. Pero Pedro estaba demasiado asustado para entender el sentido de este grito. Debían de ser entre las dos y media y las tres de la mañana, que es la hora en que los gallos palestinos lanzan en abril sus primeros kikirikíes. Para Pedro, en aquel momento no había más problema queel de que los criados que le rodeaban no llegasen a enterarse de lo que la criada acababa de preguntarle. Por eso prefirió hacerse el desentendido y alejarse.

Pero las mujeres son tercas. La portera no debió de quedar muy convencida y comentó sus sospechas con algunas compañeras. Estas buscaron a Pedro entre las sombras y se acercaron a él. Este es de ellos (Mc 14, 69) se dijeron entre sí. Y algunos hombres que iban con ellas se sumaron a las acusaciones.

Pedro apenas sabía que contestar. Optó por repetir y repetir sus negaciones.

Algo le salvó entonces. Probablemente en este momento sucedió el traslado de Jesús de las habitaciones de Anás a las de Caifás y todos los curiosos se agolparon ante las puertas de la sala del juicio. Con lo que el incidente de Pedro quedó olvidado.

Con ello, el apóstol pudo disfrutar de una hora de respiro. Por un momento pensó que debía huir. Se estaba exponiendo demasiado. Pero, al mismo tiempo, necesitaba conocer la suerte que corría su Maestro. Por lo que decidió quedarse para ver el desenlace, como dice san Mateo (26, 58).


Los juramentos de Pedro

Pero no fue muy largo el descanso que los acontecimientos concedieron a Pedro. Cuando el proceso concluyó, el grupo que se agolpaba junto a la puerta regresó junto al fuego. Y, junto a los soldados, vinieron los criados del pontífice que habían participado en el prendimiento de Jesús y luego en el proceso.

Uno de ellos, para desgracia del apóstol, era precisamente un pariente de aquel Maleo a quien él había cortado una oreja en el huerto. Este se le quedó mirando y volvió a inquirir si no era él uno de los discípulos del procesado. Pedro farfulló una negación. Y el criado del pontífice insistió, como quien aprieta una tuerca: Pues ¿no te vi yo en el huerto con él? (Jn 18, 26).

Ahora Pedro se sintió atrapado. Esta vez no eran las acusaciones genéricas de la portera. Era alguien que decía haberle visto. Y lanzaba su acusación delante de todos. Probablemente se formó un corro de criados que asediaban a Pedro que, con el miedo, multiplicaba sus negaciones.

Pero estas negativas resultaban contraproducentes. Con el miedo, se olvidó de sus esfuerzos por disimular su acento galileo. Y todos pudieron percibirlo. Claro que es de ellos, su acento galileo lo demuestra, dijo alguien.

Era, efectivamente, un acento muy especial y cualquier judío lo distinguía a las pocas palabras. Los galileos no pronunciaban las guturales y confundían muchas palabras en la pronunciación. El Talmud cuenta la anécdota de un galileo que pronunciaba igual las palabras hamor (asno), hamar (vino), 'amar (lana) e 'immar (cordero).

Pedro comprendió entonces que no bastaba una negativa cualquiera y comenzó a echar imprecaciones y a jurar que no conocía a ese hombre que decían (Mc 14, 71).

En sus imprecaciones sin duda puso a Dios por testigo de sus afirmaciones, como era costumbre entre los judíos. Y ni siquiera se atrevió a usar el nombre de Jesús: hablaba de que no conocía a «ese hombre». Y probablemente ponía en sus palabras un tono despectivo. Había llegado a la cima de la bajeza.


Las lágrimas

En este momento ocurrió algo que iba a venir en defensa de Pedro. Las puertas del tribunal se abrieron y Cristo salió, empujado, entre un grupo de soldados. Y el Maestro negado salvó entonces a Pedro. Los que le asediaban parecieron olvidarse de él y se precipitaron hacia la puerta para ver al acusado.

Fue en este momento cuando el gallo cantó por segunda vez. Y su canto sonó ahora más limpio, más claro, más próximo. Esta vez su grito se clavó en el alma de Pedro, que recordó las palabras de Jesús en la cena: Antes de que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres (Jn 13, 38; Lc 22, 34). La voz del animal fue para Pedro como un relámpago que iluminara hasta las entretelas de su alma. Y, en un segundo, midió la hondura de su traición.

Pero no tuvo mucho tiempo para pensar. Justamente en aquel momento, Jesús, maniatado, golpeado por quienes le conducían, pasaba delante de él. Y volviéndose, el Señor miró a Pedro (Lc 22, 61). No debió de ser una mirada de reproche, sino de infinita compasión. Pero Pedro se sintió sobrecogido. Cuando quiso devolver esa mirada, Jesús ya se había alejado entre empellones. Y Pedro sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas.


El por qué de una traición

Tenemos que confesar que si nos es difícil entender el último por qué de la traición de Judas, no es mucho más fácil entender qué llevó a Pedro a unas negaciones tan vulgares. ¿No era un hombre de profunda fe? ¿No amaba apasionadamente a su Maestro? ¿Mentía al asegurar que estaba dispuesto a morir por él? ¿Eran falsas sus promesas de fidelidad?

Una respuesta profunda nos hace pensar que sus palabras durante la cena eran verdaderas, pero humanas. Y es exacta la reflexión de J.M. Cabodevilla:

La historia de las negaciones de Pedro arranca de muy atrás: arranca exactamente de sus afirmaciones, de aquellas afirmaciones suyas demasiado rotundas y presuntuosas: «Yo daré mi vida por ti». «Aunque todos se escandalizaren, yo no me escandalizaré». «Aunque fuera preciso morir contigo, jamás te negaré». En el momento en que hacía estas jactanciosas protestas, andaba ya en realidad el discípulo negando a su Maestro, porque estaba apoyándose en sí mismo, en sus propias menguadas fuerzas, porque estaba negando la necesidad de la gracia. De tales protestas a las negaciones el camino es derecho, la pendiente inevitable: sólo es menester que la ocasión se presente.

Afirmación y negación eran, evidentemente, de la misma pasta, hijas de la misma falta de profundidad, de un amor verdadero pero no suficientemente arraigado.

Porque en Pedro se da una mezcla extraña de amor y desamor. Si no hubiera amado al Maestro, no habría entrado en el patio de la casa de Caifás; si le hubiera amado con suficiente coraje, no hubiera vacilado en presentarse como discípulo suyo. Si en él hubiera mandado el desamor, a estas horas estaría cómodamente con los demás en Betania. Y si el desamor no hubiera habitado en él, jamás habría llamado a su Maestro «ese hombre». Su alma era, en esos momentos, ese extraño atadijo que suele ser un corazón humano. A la hora de las promesas entusiastas, bajo su corazón seguía latiendo una ingenua confianza en sí mismo. Y, a la hora de las traiciones, bajo sus imprecaciones seguía sangrando un corazón amante.


Los ojos del Maestro

Era ese amor subterráneo el que iba a salvarlo ahora. Por eso los ojos de Jesús, que no lograron desarmar a Judas, produjeron un vuelco en el corazón de Pedro.

Nunca más olvidaría esa mirada. Había sido tan tierna como la que dirigiera a Judas en el huerto. Era una de esas ternuras mucho más irresistibles que el enojo. En aquellas décimas de segundo, Pedro revivió toda su vida en los tres años anteriores. El relámpago de aquellos ojos le dijo más que mil palabras.

Así traduce Papini aquella mirada:

¿También tú, que has sido el primero, en el que más he confiado, el más duro, pero el más inflamable; el más ignorante, pero el más ferviente; también tú, Simón, el mismo que proclamaste cerca de Cesarea mi verdadero nombre; también tú, que conoces todas mis palabras y que tantas veces me has besado con esa misma boca que dice que no me conoce; también tú, Simón Piedra, hijo de Jonás, reniegas de mí ante los que se disponen a matarme? Tenía razón aquel día al llamarte escándalo y reprocharte el que no pensabas según Dios, sino según los hombres. Tú podías, al menos, desaparecer, como han hecho los demás, si no te sentías con fuerzas para beber conmigo el cáliz de infamia que tantas veces te describí. Huye, que no te vea más hasta el día en que esté verdaderamente libre, y tú verdaderamente rehecho en la fe. Si tienes miedo por tu vida ¿por qué estás aquí? Y si no tienes miedo ¿por qué me repudias? Judas, al menos en el último momento, ha sido más sincero que tú; ha ido con mis enemigos, pero no ha negado que me conociese. Simón, Simón: te había dicho que me dejarías como los demás; pero ahora eres más cruel que los demás. Te he perdonado ya en mi corazón; perdono a todos quienes me hacen morir, y te perdono a ti y te amo como te he amado siempre. Pero ¿podrás tú perdonarte a ti mismo?

Hermosas palabras, pero palabras humanas al fin. Aquella mirada de Jesús dijo infinitamente más a Pedro. Y éste hubiera preferido todas las acusaciones e imprecaciones de Jesús, a aquella mirada mansa, dolorida, la mirada de alguien que se sentía infinitamente solo.

El llanto purificador

Por eso las lágrimas subieron a sus ojos. Para mayor asombro de Pedro eran lágrimas mansas. Podía haber sentido algo parecido a la angustia, pero sólo experimentaba una inmensa tristeza por sí mismo. Y al mismo tiempo, una enorme pobreza. En otras circunstancias, hubiera pensado que sus lágrimas eran algo heroico. Se hubiera complacido en su arrepentimiento, como antes en su traición. Habría comenzado a darse grandes golpes de pecho, melodramáticamente. Pero ahora ni como malo se sentía grande. Era pequeño hasta en sus lágrimas, que nada tenían de histriónico.

Ni siquiera sintió la tentación de un arrepentimiento espectacular: comenzar a gritar que había mentido, que él era discípulo de aquel hombre, que deseaba morir a su lado. Ahora no se sentía digno de nada. Lloraba simplemente, como un niño, avergonzado.

Se dirigió a la puerta tambaleándose. Y, en la calle, vio que comenzaba a alborear. Y se dio cuenta de que aún tenía que comenzar a ser discípulo de Jesús. Pero, al mismo tiempo, tuvo la absoluta certeza de que un día le amaría de veras.